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89.74% Sugardaddy: ego / Chapter 35: Me gustó mucho

Chapter 35: Me gustó mucho

Narra Alekxandra.

Ni siquiera había normalidad en mi respiración, la cual se encontraba agitada por el éxtasis que recorrió toda la piel de mi entrepierna, convirtiéndose en un calambre que invadió todo mi cuerpo y lo dejó tembloroso, para luego volverme débil con las piernas acalambradas. Ese momento liberó toda esa tensión en mí.

"Todavía no he terminado", me dijo, y me quedé pensando en cuál sería el siguiente movimiento. El deseo era tanto que, aun cuando alcancé el punto alto del éxtasis, yo quería más. No era suficiente. Pero ambos sabíamos que esto podría ser un riesgo para el bebé, así que intenté tranquilizarme.

Él continuó besándome los pechos y acariciándome la piel con la yema de sus dedos. "No quiero parar", me confesó tras apartarse de mis labios a una distancia tentadora. Bajó su cabeza para dejarme caricias en mis pezones, las cuales continuaron enviando sensaciones de placer. Jadeé tantas veces por esa sensibilidad entre los pliegues de mi vagina. Estaba enloqueciéndome y más cuando sus manos descendieron en mi cadera y sus dedos jugueteaban con ella, dibujando líneas inexistentes.

Dejó en libertad mi pezón, y fue algo que me provocó intriga. Sus ojos estaban observándome con pasión, como si yo fuera una presa y él el lobo que quería cazarme.

—Deseo tanto que vuelvas a ser mía...

Mi mano se escapó hacia su mejilla y lo atraje hacia mi boca, donde accedí a las partes más sensibles de mi cuerpo. Su lengua danzó enredada a la mía y su pelvis se pegaba, frotándose una y otra vez con la mía, la cual continuaba torturando mi cordura al estar más sensible que la vez anterior.

—Acaríciame —pidió entre jadeos apasionados contra mi boca, y me quedé paralizada, mirando sus orbes zafiro.

—No sé cómo hacerlo —dije, tímida y avergonzada. Me miró fascinado y tuve que eliminar la distancia entre nuestras miradas. No quería que me viera ruborizarme.

Desabrochó su pantalón, todavía acostado, y se elevó hacia arriba, posicionándose de rodillas. En un movimiento rápido, lo deslizó hasta llegar al final de sus piernas. Tragué saliva, observando cada movimiento de él. Se deslizó también el suéter y quedó totalmente semidesnudo.

Y cuando él se quedó solo en ropa interior, me perdí en la piel de su torso fornido, deseosa de que se desnudase por completo. Elevé mis manos hasta su abdomen, sin cohibirme, y pude sentir la dureza de sus abdominales y cómo su piel se había extremecido tan solo con el roce de mis dedos. Acaricié lentamente con la yema de mis dedos desde arriba hacia abajo continuamente, con suavidad y delicadeza. Me miró con atención, con deseo, con sensualidad. Él aprovechó para deslizar un poco la ropa interior y mi mirada descendió hacia ese bulto duro, tan sobresaliente que creí que se escaparía de su ropa interior. Y conforme fue descendiendo, su pene se elevó hacia arriba...

En ese pene tan duro, levantado sin ninguna flaccidez. Era grande, grueso y su glande era rosáceo. Se me hizo agua la boca y los estragos de mi corazón palpitando desquiciado no pasaron desapercibidos.

—Dame tu mano —pidió con gentileza, dudé; mis manos temblorosas empezaron a moverse en dirección a la suya y mis ojos no dejaban de mirar su enigmática belleza masculina—. ¿Estás nerviosa?

Pestañeé varias veces antes de contestar, sintiendo cómo la sangre de mi corazón bombeaba tanto, desatando el caos en mis hormonas.

Asentí con la cabeza; mis labios empezaron a temblar, tanto así que tuve que morderlos con mis dientes. Él, por otro lado, acarició mi largo cabello rubio y enterró sus dedos entre las puntas, llevándolos hacia delante.

—No deberías temer; todo de ti me encanta —esa voz ronca me tenía bajo un hechizo, vaya que sí—, incluso tu inocencia fue lo que más me atrajo de ti.

Y así lo hice, cumplí su petición, y él con delicadeza colocó mis pequeñas manos en su miembro. Fruncí el ceño al tocarlo; se sentía resbaloso y muy caliente. Era algo que jamás había tocado y me pareció curioso que pudiera sentirse tan agradable.

—Tienes... Tienes que envolver tu... —jadeó y su cara se desencajó en una mueca de placer— tienes que envolver tu mano en él.

Lo miré, y él me ayudó, enredando sus ásperas manos en las mías y proporcionándome movimientos lentos y profundos de arriba hacia abajo, circulares— así...— pronunció—. No tengas miedo; no voy a comerte —sonrió con picardía—, no de esa forma.

Y así lo hice. Volví a envolver mi mano en el falo, y tensioné la mandíbula; el jadeo que lanzó envió un torrente de corrientes eléctricas a mi abdomen, tirando de los músculos de mi vientre. Apreté mis piernas inconscientemente y no dejé en ningún momento de hacerlo.

—Sigue así —pidió, rogando—, suave... Lento, así me gusta, pequeña...

Lo miré, y estaba atontada totalmente. ¿Qué me había hecho este hombre? Tanta era la sumisión que no podía ser dueña de mis decisiones. Era lo que él quisiera cuando lo quisiera. Olvidé por completo en ese momento todas las cosas despreciables que le había dicho; incluso me olvidé de cuánto lo detestaba. Mi estómago estaba aleteando como si millones de mariposas estuviesen en él, orgullosas del placer que le estaba provocando a ese hombre.

Estaba más que enferma, pero al diablo, eso ya no me importaba; solo quería ser suya y que él fuera mío, tenerlo, besarlo donde fuera que lo deseara y dejarlo entrar entre mis piernas, profanando mi virtud, mi dignidad y mis decisiones.

Mis manos se deslizaban una y otra vez y él no dejaba de jadear y maldecir. Lo miré atentamente conforme lo hacía y él lamió sus labios mientras su mano se elevaba para acariciar mi mejilla.

—Lo haces... de maravilla —continuó, dando caricias con el dorso de su mano en mi mejilla, y su ceño se hundió, sus labios se entreabrieron para lanzar esos sonidos de satisfacción. La lujuria me estaba sometiendo porque lo que continuaba sintiendo entre mis piernas al verlo tan envuelto por el placer no podía definirse.

—Quisiera que fueran tus hermosos labios... —murmuró ronco y acarició mi mentón—, esos hermosos labios los que estuvieran acariciándome.

Temblé ante su proposición.

—Abre la boca, deja que tus labios me acaricien, preciosa.

Se me secó la boca. Dudé en hacerlo, no sabía cómo. Entonces él me guió cuando vio un asentimiento en mi cabeza, dándole esa luz verde para que me hiciera suya, de todas esas formas que él deseaba. Porque yo era suya, así me sentía. Yo le pertenecía.

Abrí mi boca y me lo llevé hasta dentro; su grosor era tanto que no pudo entrar más de la mitad en mi cueva bucal. Sentí su sabor y esa textura dura, pero suave. Su placer se construyó en su interior, arrebatándole jadeos apasionados.

—Eres deliciosa... No sabes cuánto —habló ahora, tocando mi cabeza con delicadeza, tomando los mechones de mi cabello rubio y jugando con ellos.

Y lo acaricié, sin dejar de tomarlo en mis manos; no sé cómo lo hice, pero él lo estaba disfrutando tanto así que su pelvis estaba balanceándose contra mi boca sin ser brusco. Con lentitud, delicadeza.

—Tu boca es tan pequeña y tan suave...

Su agarre en mi pelo se volvió más brusco y se meció con vehemencia contra esa cavidad, robándome la respiración y los sonidos que emitimos. Su pene, conforme se iba adentrando, inundó toda la habitación.

—No sabes cuánto deseaba follarme esa linda boca, con la misma intensidad que deseo follarme ese dulce coño...

Su respiración se descontroló y continuó con esos movimientos, aferró sus dedos en mi cabello y me embistió la boca, duro; ya no era suave, era salvaje, como si fuéramos animales en celo.

—¿Y sabes lo que más me calienta? —cuestionó, con voz lujuriosa— que yo soy el primero...

Cada vez que su pene tocaba hasta el fondo me contenía, y las arcadas quedaban arrimadas en mi garganta. Su glande golpeaba toda esa profundidad y el tacto se sentía caliente, muy caliente. Lo sentí palpitar y removerse inquieto, y con todas sus fuerzas presionó hasta dentro como si no hubiera fin y lanzó un gemido; el placer lo desquició y se movió una y otra vez, y sentí como su orgasmo llenaba mi boca de sus fluidos.

Tembló y su respiración se descompuso aún más. Miré hacia arriba; los músculos de su mandíbula estaban totalmente tensionándose, los ojos entrecerrados, su cabello castaño estaba levemente desacomodado en su frente y gotas de sudor perlaban su piel.

Me aparté, sentí que eso era un sabor agradable y lo tragué, saboreando. Intentó mantenerse quieto, como si se hubiera ido lejos, como si su debilidad en el cuerpo no le dejara moverse y, cuando dejé de sentir esas rodillas temblorosas, fue que me miró completamente y posó toda su atención en mí.

—Si quieres, puedes ir al baño a enjuagarte —me sugirió.

—Sabe muy rico —murmuré, arqueando las cejas— eso... sabe muy delicioso.

Él me sonrió, acarició mi mentón y se inclinó para dejarme un beso apasionado en los labios.

—¿Te gustó? —cuestionó—. No estás obligada a ingerirlo.

—Me gustó, mucho.

Se rió, besó mi frente y se apartó de mí para vestirse.

—Voy a pedir algo de comer para ti —avisó—. Ese helado que tanto quieres. ¿Algo más?

Asentí. Se me calentaron las mejillas.

—Quiero... saborear de nuevo tu semen. Me gusta... más que el helado... ¿Podría? —me encogí de hombros. ¿Debería sentir vergüenza? Pero era como si estuviera pidiendo algo que era normal comer. No sabía si era el embarazo, pero yo quería probar nuevamente su semen. Deseaba con todas mis ganas volver a sentir esa tibieza en mi paladar, degustarlo y probar más de aquello hasta saciar esta hambre.

Frunció el ceño y sonrió con picardía.

—¿Quieres probar mi semen? —preguntó con curiosidad—. ¿Estás segura?

—Sí —afirmé, con sinceridad— tengo una profunda necesidad de probar tu semen. Me gustó, mucho.

—Eres una traviesa... ¿Lo sabía?

(...)

Zhera me preparó el helado que tanto deseaba y desde que lo ingerí lo devolví. Era horrible estar en este estado; cada vez que me comía un antojo, siempre lo devolvía y las comidas que me provocaban náuseas no me hacían vomitar. Pero me provocaban náuseas y era muy horrible.

Al final, me comí una sopa de verduras, la cual pude mantener en mi estómago, el cual estaba vacío y me ardía.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Zhera—¿Sigues con náuseas?

La observé y notó que mi mirada estaba cansada. Lo estaba y, más que eso, estaba totalmente aburrida. Dos horas atrás, él tuvo que salir porque un guardia de seguridad lo llamó para informarle algo. Habían pasado dos horas y él no había vuelto. Quería estar con él, acurrucada en la cama, sintiendo su calor masculino. Estaba totalmente impaciente por sentirlo y no sabía qué iba a hacer con este sentimiento.

Intentaba no cuestionarme, pero era imposible entender qué era lo que estaba pasando conmigo y las reacciones químicas que él provocaba en mi cerebro. Y ese magnetismo que me atraía hacia él a pesar de todo lo que había pasado, a pesar de que tantas veces lo rechacé, estaba presente.

Intenté no mirarme el dedo anular; imaginaba el anillo de compromiso y mi vida con él, viviendo juntos en una casa, lejos de todo. Así que sacudí la cabeza, quitando esos pensamientos. Debía tener fuerza de voluntad, contenerme, pero ¿cómo iba a hacerlo si no podía dejar de verlo, si no podía limitarlo a que tocara mi piel? Así que no me quedaba más que responder a Zhera para calmar esa ansiedad y dispersarla.

—Solo un poco, pero ya estoy mejorando —contesté.

Me dedicó una sonrisa amable y tocó mis manos, acariciándola.

—Creo que te pueden recetar algo para eso, pero si quieres puedo hacerte un té que te relaje el estómago.

—Muchas gracias, Zhera. De verdad, valoro mucho que estés aquí...

—Supe que tu madre se fue hoy —habló— la vi salir escoltada por uno de los guardias.

Sentí cómo cada una de las piezas de mi corazón se volvían añicos dentro de mi pecho, los cuales ya estaban en ruinas, y esos pedazos lastimaron aún más al recordar cómo fue capaz de volver a abandonarme. Tenía miedo, miedo de lo que pudiera pasarnos a mí y a Andrés si esos hombres nos encontraban. Lo único que me quedaba, aunque no fuera sano estar a su lado, era él, ese hombre. Necesitábamos su protección. Si no, el destino que nos separaría sería el de sangre y muerte.

—Ella se despidió de mí —le conté— me dijo que debía dejarme, pero que supuestamente volvería.

Bajé la cabeza y apreté las manos con furia. El dolor que sentía no se podía comparar con ningún otro; volví a sentir ese sentimiento de rechazo que había sentido muchas veces cuando creí que Alexander era mi padre.

—Supongo que tu madre tiene sus razones. Cuando las personas hacen cosas malas... —su comentario me hizo prestarle más atención— es decir... Cuando una persona tiene un pasado oscuro, ese pasado puede volver a su presente en cualquier momento.

—Supongo que también puede arruinar la vida de los familiares —dije, pensando en mi hijo, lo cual hizo que me acariciara mi vientre plano. Estaba totalmente segura de que algún día escaparía de Emir y eso era algo que podría traerme consecuencias.

Pensé en Sonya y me volví a sentir culpable; ni siquiera sabía dónde estaba, si continuaba respirando o si estaba golpeada. No podía saber absolutamente nada y me sentía aún más culpable porque yo estaba disfrutando de un sentimiento carnal cuando mi amiga estaba desaparecida por mi culpa, por mi maldita culpa.

Ni siquiera le había dicho a Evliyaouglu que la rescatara; estaba perdiendo el tiempo, pidiéndole que me hiciera suya cuando mi lengua debería moverse para pedirle que salvara a mi mejor amiga.

Demonios.

—Alekxandra —su voz dulce me sacó de mis pensamientos— ¿hay algo que no me estás diciendo con respecto a Emir?

Arqueé una ceja, preguntándome a qué se refería.

—¿A qué te refieres? —cuestioné, inquisitiva.

Miré a Zhera, la cual soltó mi mano y se quedó en silencio, analizando a aquel hombre turco que estaba destruyendo mi estabilidad con tan solo su presencia y me animó a ir hasta donde él.

—¿Alek? —escuché la voz de él y, tan solo escuchar ese sonido, me sentí débil. Y le miré anonadada, rendida totalmente a él, y me incorporé de la silla, dejando a Zhera ahí con la mirada puesta en mí. Ni siquiera me importó lo que tenía que decir; solo quise acercarme a él y perderme en su mirada. En ese momento, Zhera se respondió esa pregunta que estaba navegando en su cabeza.

Cuando llegué hasta él, me atrajo hasta su pecho con su antebrazo y devoró mi boca sin pedir permiso, como si él fuera el dueño y me agarró desprevenida. Sus labios empezaron a moverse con delicadeza y tuve que apartarme.

—Zhera nos puede ver —pronuncié, avergonzada— no deberíamos besarnos aquí afuera.

—Ya se fue —me avisó— no te preocupes. No pasa nada.

—¿Qué pretendes hacer conmigo? —murmuré, acariciando con mis dedos sus labios, y su mirada descendió a mis labios— ¿acaso no puedes dejar de tentarme?

—No —negó, apretándose más a mí— pretendo besarte hasta que el sol toque el cielo... hasta desgastarte los labios.

Su mano descendió hasta mis nalgas y sus dedos se deslizaron, pellizcando uno de mis glúteos; su dedo índice se posó en la zona donde se encontraba mi entrepierna e hizo presión en mi entrada por debajo de mi pantalón. Sentí cómo cada parte de mi cuerpo empezó a debilitarse y mis manos se apretaron en su hombro.

—No hagas eso, por favor —pedí con voz jadeante— no me toques así, no —mordí mi labio y cerré los ojos, fundiéndome en esas sensaciones placenteras, las cuales volvieron a desatar mi humedad en mi zona íntima.

—Te dije —habló con suavidad; la ronquera en su voz me tenía delirando— que quería comerte el coño... ¿acaso crees que me he olvidado?

Negué, aturdida, embelesada mirando sus hermosos ojos azules y volví a morderme el labio inferior.

—Quiero escuchar tus gemidos... Volver a verte convulsionar, temblar, como la última vez...

Cielos, sentí cómo cada parte de mi cuerpo se estremecía cuando enredó sus dedos en mi nuca y tiró de mi cabello con brusquedad, enviando todas esas oleadas de sensaciones placenteras a mi clítoris, el cual palpito conforme él hablaba.

—¿Crees que me he olvidado de cómo te hice venir la última vez? —preguntó y yo negué, perdida en su mirada— lo guardo en mi memoria y me pone tan duro recordarlo... Y ¿sabes qué? Cada vez que lo recuerdo, es lo que me impulsa a volver a hacerlo otra vez.

Volvió a besarme y yo le correspondí torpemente, jadeando contra la piel sensible de sus labios. Ellos eran suaves, pero sus caricias me devoraban la boca con fiereza, con descontrol. Tanto así que no pude seguirle el ritmo. Y era candente, puro fuego demoledor.

Abrí levemente los ojos y vi a aquella mujer observando entre las paredes. Era esa despreciable mujer, Mónica. Esa desgraciada mujer estaba mirándome fijamente, sonriendo con malicia y luego se giró y desapareció en el pasillo.

¿Qué planeaba hacer?


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