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92.3% Sugardaddy: ego / Chapter 36: Siento lo mismo que tú

Chapter 36: Siento lo mismo que tú

Me aparté de él y eso lo dejó desconcertado.

Mis mejillas se calentaron y me sentí totalmente avergonzada; esta no era yo. Yo no era así. Quería dejar de ser así, tan atrevida y lanzada; quería volver a ser esa chica conservadora.

Tragué saliva y miré hacia donde se encontraba ella, pero al parecer se había retirado. Emir, de igual forma, miró también a mi lado; sin embargo, se mostró extrañado al notar que no había nadie.

—¿Pasa algo?— preguntó, extrañado—. ¿Sientes dolor?

Quiso acercarse, pero yo me moví hacia atrás y negué con la cabeza.

—De... Debemos parar. Esto... está mal.

—¿Por qué?— inquirió— ¿Por qué está mal?

—Po... Porque... porque está mal. No puedo permitir que me toques así. No delante de las personas.

—Vamos a la habitación— propuso—. ¿Es porque no te sientes cómoda?

—Sí— asentí—. No me agrada que me vean así...

—¿A quién viste?— inquirió.

—A la mujer del servicio, nos estaba mirando.

—¿Quieres que la despida? Porque si es así, no dudes que lo haré.

—No, no, no quiero que por mi culpa pierda su trabajo. Es solo... que no me gusta.

Me dio la mano y no dudé en tomarla. Nos dirigimos a la habitación y, tras cerrar la puerta, me tomó en brazos; eso fue algo que me tomó desprevenida, no lo vi venir. Dejé escapar un quejido de sorpresa; me parecía sorprendente cómo, con esa facilidad, sus brazos fornidos sostenían mi cuerpo.

Pero me dejé llevar; su mirada nunca abandonó la mía y se sentó en la cama, acunándome entre sus brazos. Había olvidado cómo se respiraba porque estaba totalmente embelesada observando cada rasgo de su rostro. Era malditamente hermoso. Atractivo; sus rasgos me tenían cautivada y los músculos de su cuerpo fornido me invitaban a pecar con el pensamiento.

—¿Dónde estabas?— quise saber—. Pensé que te habías ido.

—Estaba hablando con uno de los guardias de seguridad— respondió mientras se movía hacia la cama—, pero tranquila, no pasa nada.

—¿Has llamado para saber cómo está Andrés?— volvió a preguntar.

Negó con la cabeza.

—Debe estar dormido a esta hora— respondió—, así que esperaré hasta mañana. Pero él está bien; hoy recibí un mensaje de su cuidadora.

—Hay algo que quiero pedirte— volví a hablar, ahora llamando su atención—. Necesito que me ayudes a encontrar a Sonya. Por favor, estoy preocupada por ella. ¿Sabes quién la secuestró?

—Sí— afirmó—. Sé quién fue. Pero no te preocupes por ello, yo lo resolveré y voy a traer a tu amiga contigo.

—¿Lo prometes?

—Confía en mí, bella.

Después de que me dejó en la cama, se bajó a la altura de mis botas para quitármelas. Lo miré desde arriba mientras, con delicadeza, intentaba despojarme de ellas, deslizando la cremallera hacia abajo.

—Tus pies son tan finos y delicados— se quedó embelesado al tomar mi talón y estudiarlo—. Son hermosos...

—Este ha sido mi problema con el ballet— respondí, y resoplé—. Mis pies finos y delicados se doblan con facilidad. No tengo mucha fuerza y a veces duele mucho.

Tenía tanto tiempo que no bailaba, que no me movía, que no me dejaba envolver por la música y tenía el presentimiento de que no volvería a hacerlo en mucho tiempo.

—¿Te gusta mucho bailar?— inquirió.

—Pues, sí. Tanto que dejé las golosinas. Eso sí que fue un acto de amor por el baile.

Ese comentario lo hizo sonreír por solo unos microsegundos.

Se sentó a mi lado y me miró con atención. Me sentí nerviosa al estar siendo observada por él; tener toda su atención era algo que en los últimos meses no me afectaba en lo más mínimo, pero ahora que estaba aceptando todo lo que me gustaba y lo que me ocasionaba en el cuerpo, era distinto.

—Anastasia no le gustaba que comiera golosinas— expliqué—. Incluso me pesaba cada mes para controlar mi peso... A veces rompía las reglas y comía muchas golosinas. Una vez me descubrió; ella tenía la manera de descubrirlo... Soy muy pequeña y cuando subía de peso, lo notaba.

—En eso tienes razón; eres muy pequeña— declaró mientras su mano se movía hasta su mandíbula. Estaba mirándome y, hasta eso, parecía disfrutarlo. Su mirada era tan intensa, tan apasionada, que sentí que me estaba desnudando con ella.

—Y tú eres enorme— reí—. Eres un gigante.

—Tienes razón— habló, luego de parar de reír—. Supongo que así es como se debe ser.

Asentí.

—Dime algo— le animé—. Tengo curiosidad...

—Me parece que ya te agrado más que la última vez.

Después de que dijo esas palabras, sonrió genuinamente y sentí cómo cada una de mis neuronas se hacían polvo en mi cabeza; noté cómo esos hoyuelos se formaban en sus mejillas y cómo sus ojos se cerraban más de lo normal al sonreír tan abiertamente. No era una sonrisa sarcástica o maliciosa, ni esa tensión en la mandíbula que siempre me había dejado temblando de nervios; era una sonrisa de felicidad.

Me quedé observándolo como una boba, atontada. Se veía tan atractivo, tan malditamente hermoso. Cielos, quería estar a su lado, enredar mis brazos en su cuello y besarlo apasionadamente. No sabía que había dejado de sonreír y que él me estaba observando tanto como yo a él, y lo supe cuando escuché el sonido de su voz.

—¿Te gusta mirarme tanto como yo a ti?— cuestionó con dulzura—. ¿Tenemos eso en común?

Quería decirle tantas cosas, pero mi lengua ni siquiera se movió un centímetro dentro de mi boca. Me quedé totalmente inmóvil, sintiendo cómo mi corazón palpitaba desquiciado por ese hombre.

Temblé ante su silencio, ante su mirada penetrante, ante su espero roce. No sabía qué decirle. ¿Cómo le explicaba que, después de todas esas cosas que le dije que sentía por él, me había cautivado tanto? No quería parecer una desquiciada de lo que ya parecía; me negaba a parecerlo más. Demasiado había estado padeciendo de una manera placentera el sentimiento de locura, y eso al menos era reconfortante, pero si hablaba sabía que lo arruinaría y que él me iba a restregar en la cara lo mal que había quedado, porque mis palabras hacía mucho tiempo que habían dejado de estar desligadas de mis acciones.

—Sin duda, mirarte ha sido la cosa que más he hecho en este día— respondí—. Y no sé... porque lo hago; solo sé que... me gusta.

Acarició mi mejilla y nuestras miradas se encontraron. Su mano se desvió a mi cabello y aprovechó para jugar con él.

—Solo quiero saber si sientes lo mismo que yo...

Cerré los ojos lentamente, inundada de este sentimiento ensoñador.

—Siento lo mismo que tú— dije en respuesta, temblando conforme el dorso de su mano acariciaba mi mejilla—. Te deseo...

Me besó y dejé caer lentamente mi cuerpo en la cama; con delicadeza, se apoderó de cada rincón de mi boca y su lengua abrió paso, poseyendo cada una de mis emociones, las cuales se habían vuelto incontrolables. Debajo de su piel masculina me dejé llevar, sintiendo la suavidad de su bello corporal. Hizo una pausa para descender, y en ningún momento dejé de mirarlo, a la expectativa de lo que haría. Deslizó su mano lentamente sobre mi abdomen, tirando del inicio de la tela de mi pantalón de pijama.

—No eres bueno para mí— murmuré, llamando su atención, lo cual hizo que se detuviera un momento—, pero te deseo.

—Y tú eres muy buena... pero no te puedo apartar de mí aún con lo malo que soy... No tengo la fuerza para hacerlo.

Era peligroso; de eso no cabía duda. Lo que este hombre sentía por mí y lo que yo le correspondía era algo que estaba fuera de lugar, fuera de la moral. Me preguntaba cuál era la maldita atracción que sentía por él; buscaba en mi mente respuestas que nunca fueron contestadas. Esas dudas me carcomían, pero dejé de pensar cuando su cabeza se bajó a la altura de mi abdomen y plantó uno que otro beso húmedo debajo de mi ombligo... Me aferré a su cabello, lamí mis labios y jugueteé con su cabello castaño, introduciendo mis dedos en el nacimiento de este. Su lengua entró en mi ombligo; su calor me estremeció la espina dorsal y los músculos de mi vientre comenzaron a tensionarse; volvió a pasarse debajo de mi ombligo y esta vez tuve que aferrarme a las sábanas y reprimir jadeos de placer que querían escaparse de mi boca.

—¿Ahora entiendes por qué no puedo dejar de besarte tanto?— lo sentí suspirar mientras me olía la piel—. Es porque te deseo, chiquilla. Estoy obsesionado contigo hasta la raíz.

Junté mis cejas; mis palpitaciones estaban a mil. Tenerlo ahí, sin duda, era algo que me provocaban sentir ganas incontrolables de tocarlo y que él también lo hiciera.

Deslizó mi pantalón con facilidad y, cuando lo hizo, levanté la mirada hacia él, observando cómo, con lentitud, volvía a acomodarse cerca de mi abdomen.

Sus besos entre mi abdomen estaban torturándome; los músculos de mi vientre comenzaron a vibrar y tiraron de mi piel en una intensa descarga de adrenalina. La corriente que provocó su lengua no pasó desapercibida para los músculos de mi parte íntima, y la tensión se acumuló en esa pequeña perla entre mis pliegues. Mi miel brotó, cosquilleándome la entrepierna, y ni siquiera me había tocado demasiado; ese era el efecto que tenían sus caricias en mi piel.

Jadeé, sin dejar de atisbar con atención cada movimiento. Las puntas de su cabello castaño se desacomodaron y acariciaron inconscientemente por encima de mi ombligo; los dedos de mis pies empezaban a tomar vida propia, tensionándose hacia abajo de mi talón. Esto era una delicia; sin duda lo estaba disfrutando.

—Eres tan hermosa— pronunció; su aliento cálido tocó la piel de mi monte de Venus por encima de mis bragas. Tensé mis labios, reprimiendo un pequeño jadeo cuando sus dedos juguetones se introdujeron dentro de mis bragas. Apreté las manos al sentir cómo sus dedos tibios hicieron contacto con los pliegues de mi vagina.

—Deseo tanto hundirme en ti— empezó a dar pequeños movimientos y, de repente, inclinó su cabeza y le dio una superficial lamida a mi clítoris.

—Por favor— supliqué en un tono quejumbroso.

—¿Por favor qué?— me invitó a responder, en un tono ronco y seductor—. Dime... ¿qué es lo que quieres?

—A ti— pronuncié, con los sentimientos a flor de piel. Ese ardor placentero comenzó a cosquillear en mi zona íntima y mis entrañas no dejaban de contraerse, como si estuvieran comunicándose con mis labios, suplicando que mi boca se descontrolara y pidiera unas deliciosas embestidas—. Quiero volver a ser tuya.

Deseaba ser poseída por él, gemir contra su boca y probar una vez más el éxtasis, pecar por placer; necesitaba sentirme llena, tenerlo a él encima de mí, embistiéndome, dándole rienda suelta a lo desquiciada que podría llegar a estar. Quería sentir todo su grosor, entregarme a la lujuria, someterme hasta perder el control de toda mi cabeza. Eso deseaba.

—Me encanta cuando me lo pides de ese modo— masajeó lenta y pausadamente—. No sabes lo caliente que me pone que me lo pidas así.

—Y tú no sabes lo delicioso que se siente cuando me tocas así— lamí mis labios, perdida en toda esa presión placentera que estaba sintiendo cuando sus dedos jugueteaban, resbalando en mi entrada—. Por favor, ya no me tortures así... Permito...— lancé un sonoro jadeo—. Permito que me castigues de otra manera... pero, por favor, hazlo.

Su comisura se ensanchó; su mano libre se elevó hacia mis pezones y los acarició lentamente con la yema de sus dedos. Sus palmas se abrieron entre mis pequeñas montañas, y esas fueron invadidas por caricias bruscas.

—¡Cielos!— exclamé—. Oh... Dios... mío...

—Quiero probarte...

me confesó y la ronquera en su voz fue como un afrodisíaco auditivo para mis oídos, alimentando cada sensación y convirtiéndola en una llama ardiente más potente que el fuego. Y mi piel comenzó a transpirar; mi cabeza se inclinó hacia atrás, pero el golpeteo brusco de su mano tan cerca de mi clítoris y los espasmos que sentí no tardaron en aparecer, recorriendo cada centímetro de mi espalda. Mis piernas temblorosas se elevaron un poco porque ni siquiera tenía el control de mi cuerpo; sus caricias me estaban destruyendo todas las posibilidades de tener el mando.

Su cabeza se escondió entre mi piel sensible y sus dedos tibios estaban deleitándome, jugueteando, aprisionando mi perla con la piel sensible alrededor de ella.

—Hueles delicioso... Me estás enloqueciendo, bella...

Y él deslizó mis bragas por mis muslos lentamente y hasta ese roce me provocó que se me erizara la piel de mis piernas.

Primero fue su nariz, y luego su respiración; se quedó ahí, aspirando el aroma de mi piel sensible, desesperándome, alimentando mi ansiedad de no tenerlo probando cada centímetro de esa piel. Moví mis caderas, invitándolo a que dejara de esperar y que de una vez por todas me probara con su lengua en mi entrepierna.

Mi hinchazón sobresalía; estaba segura de que si se posaba en una leve caricia, iba a explotar, o no faltaba mucho tiempo para que eso ocurriera.

Pero su lengua no fue lo que recibí; no, fue algo más intenso, porque él abrió su boca alrededor de mi perla y presionó con sus labios esa parte, chupando, devorándola. Era suya, porque sí le pertenecía; él era el único que me hacía sentir de esa manera, nadie más. ¡Santo Cielo! Me moví, chillando, y levantó la mirada. Mis dedos se aferraron a su cabello y tiraron de él aún cuando él estaba pegado, succionándome. Mis caderas se movían buscando su boca. Intenté cerrar mis piernas, pero él las presionó en su cuello, continuando con esa deliciosa tortura. Grité, continué chillando, aunque luego tensioné mis labios, avergonzada al comprender que nos podían escuchar. Pero por más que intenté reprimir estos gemidos, no pude; ni siquiera apreté mis dientes. Mis gemidos sonoros estaban reconstruyendo toda esa barrera que había interpuesto en mi boca.

Emir continuó con esa tortura y yo dejé de percibir lo que estaba aconteciendo alrededor de mí. Me sumergí tanto en el sentir ese placer que estaba ensimismada.

Dejó de presionar y sentí cómo su lengua hábil se movió de manera circular lentamente. Gruñí; esa vez dejé de cohibirme.

—¡Maldeción!— mi respiración estaba descontrolada y quise mantener mis piernas presionadas alrededor de su cuello; sin embargo, era difícil porque no era dueña de mis extremidades. El placer se había apoderado de todo mi cuerpo.

Un leve calor estaba aproximándose en mi piel; sabía que estaba a punto de llegar al clímax porque sus dedos acumularon fuerza y arremetieron dentro y fuera, torturándome, provocando que mis entrañas se retorcieran, provocando descontrol en mi sistema nervioso—. ¡Qué delicioso!— chillé al sentirme el clímax recorrerme, y ese calor, al igual que esos temblores musculares.

El no se detuvo; continuó lamiendo, chupando, proporcionándome deliciosas caricias, caricias que me dejaron las piernas de gelatina, caricias que volvieron a hacerme sentir una y otra vez, no el clímax, sino orgasmos muy placenteros e intensos, uno tras otro. No me reconocía y mis entrañas tomaron vida propia; mis gritos desgarradores del placer, junto con su lengua acariciándome, era lo único que se podía escuchar en la habitación.

Temblé; mis piernas, al final, terminaron por cerrarse y volví a convulsionar. Cerré los ojos lentamente, inundada por esas palpitaciones en mi pecho y ese calor abrazador, el cual me sofocó la respiración.

Él volvió a mis labios, besándome, y yo, a pesar de que estaba normalizando mi respiración, le correspondí; mis manos se aferraron a su espalda y la arañé con fiereza. Se acomodó encima de mí y deslizó la mano por debajo de nuestras pelvis; su gran tamaño me rozó la entrepierna y su lengua entró en mi boca.

Podía sentir su pene buscando mi entrada, deslizándose lentamente con la punta, lo cual me hizo temblar; mi entrada estaba demasiado sensible y tenía esa necesidad de que esa dureza, ese grosor, me destruyera en mil pedazos.

—Fue maravilloso— pronuncié, sin dejar de mirarlo a los ojos, y con dificultad por los efectos del orgasmo y la agitación—. Nunca pensé que podría experimentar algo así.

—Planeo hacerlo todas las veces que desees— sonrió y su mirada bajó a mis labios—. Planeo comerte el coño en cada rincón...

Acaricié su mejilla lentamente y lo atraje hacia mis labios. Esos labios tan suaves, tan carnosos, ligados con el sabor de mi sexo y el sabor a menta.

Sentí cómo su falo se deslizaba lentamente por los pliegues de mi vagina y jadeé contra sus labios, intentando mantener las piernas quietas.

Su parte íntima se deslizaba lentamente, haciendo fricción entre los pliegues de mi vagina y mi clítoris; el tacto se sentía agradable, era tibio, caliente, y aumentaba más la sensibilidad entre mis piernas. Nuestras miradas se encontraron y pude apreciar su cabello esparcido en su frente, sus ojos entrecerrados y su ceño levemente fruncido. Jadeó una y otra vez, y su pene se deslizó con delicadeza entre mi entrada, lo cual me robó un gemido silencioso.

—Temo lastimarte— murmuró, jadeando—, pero eres tan deliciosa que no quiero detenerme.

Volvió a salir de mí lentamente y sentí cómo el frío volvía a mi cuerpo.

—Necesito controlarme, así que no te voy a tocar más...

Tragué saliva.

—Ven— pidió y yo accedí—. Acuéstate conmigo. Sé que tienes frío, así que te voy a mantener caliente.

Entonces me recosté en modo cucharita; su antebrazo acarició mi cintura y se deslizó hacia mi mejilla para voltearme el rostro y besarme.

—¿Qué me has hecho, Alekxandra?— cuestionó, tras dejar de devorar mis labios—. Has domado a esta bestia.

Su confesión me dejó inmóvil, mirando cada gesto de su rostro.

—Dime, ¿qué me querías preguntar?— me animó.

—Sobre mi hermana— pronuncié, todavía aturdida—. Quiero saber cómo es. Bah... ar— fruncí el ceño—. ¿No es así?

—Sí. Nurbahar— rectificó—. Tiene un carácter parecido al tuyo... Eso es lo único que puedo decir.

—¿No la conoces?— cuestioné, extrañada—. ¿O no quieres hablar de ello?

—En los últimos años ha cambiado bastante— replicó—. Nuestra relación no es la mejor.

—¿La querías?

—Siempre la estimé— dijo—, pero nunca la quise como mujer... Éramos más como familia.

Sonreí.

—Quiero conocerla— revelé, intentando esconder lo emocionada que eso me ponía—. Ojalá que algún día pueda.

—Pensé que eso no estaba en tus planes— habló, mientras acariciaba mi hombro—. ¿De verdad quieres pertenecer a tu familia?

—Pues, pensé que mi madre era todo lo que tenía— respondí—, pero ahora que sé que tengo una hermana, me encantaría hablar con ella.

—No creo que sea buena idea— opinó muy seguro—. Ella no va a querer conocerte.

—¿Por qué?— murmuré, sintiéndome desilusionada.

—Porque tu madre mató a su padre.

—Pero yo no tengo la culpa; no soy culpable de los delitos de mamá.

—Tu familia paterna no piensa lo mismo, bella— declaró—. No hay nada más que deseen que tomar venganza por la muerte de su hermano.

—¿De verdad son una tribu?

—Somos parte de ella— contestó—. A pesar de que vivimos en la ciudad, nuestras costumbres se quedaron arraigadas en nosotros.

—No puedo entender nada— acaricié mi ceño continuamente—. Es tan difícil entender toda esta locura.

—Duerme— propuso—. Descansa, mañana te llevaré a algún lugar bonito cerca para que puedas tomar aire fresco.

—Solo quiero ver a Andrés— murmuré con voz débil por el sueño—. Solo quiero ver que él esté bien.


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