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Para: Trirreme%Salamina@Attica-vs-Esparta.hst Sobre: Decisión final
Wiggin:
Sujeto no ha de morir. Sujeto será transportado según plan 2, ruta 1. Partida Mar. 4.00, punto de encuentro #3 a las 6.00, que es al alba. Por favor sé lo bastante listo para acordarte de la fecha internacional. Es tuyo si lo quieres.
Si tu inteligencia sobrepasa tu ambición lo matarás. Si viceversa, intentarás utilizarlo. No pediste mi consejo, pero lo he visto en acción: Mátalo.
Cierto, sin un antagonista para asustar al mundo nunca recuperarás el poder que el cargo de Hegemón tuvo en su día. Seria el final de tu carrera.
Déjalo vivir, y será el fin de tu vida, y dejarás el mundo en su poder cuando mueras. ¿Quién es el monstruo? ¿O al menos el monstruo número 2?
Y te he dicho cómo capturarlo. ¿Soy el monstruo número 3? ¿O simplemente el tonto número 1?
Tu fiel servidor en la diversidad
A Bean le gustaba ser alto, aunque eso fuera a matarlo.
Y al ritmo que estaba creciendo, seria más pronto que tarde. ¿Cuánto tiempo tenía? ¿Un año? ¿Tres? ¿Cinco? Los extremos de sus huesos eran todavía como los de un niño, madurando, estirándose; incluso su cabeza estaba creciendo y, como un bebé, tenía una suave fontanela en la parte superior de su cráneo.
Eso implicaba ajustes constantes, ya que semana tras semana sus brazos llegaban más lejos cuando los extendía, sus pies eran más largos y tropezaban con escaleras y alféizares, sus piernas eran más largas y al caminar cubría el terreno con más rapidez, y sus compañeros tenían que apresurarse para seguirle el ritmo. Cuando entrenaba con sus soldados, la compañía de élite de hombres que
constituían toda la fuerza militar de la Hegemonía, ahora podía correr ante ellos, pues sus zancadas eran más largas que las suyas.
Hacía tiempo que se había ganado el respeto de sus hombres. Pero ahora, gracias a su altura, ellos por fin, literalmente, lo miraban desde abajo.
Bean se encontraba en el prado donde dos helicópteros de asalto esperaban a que sus hombres los abordaran. Hoy la misión era peligrosa: penetrar en el espacio aéreo chino e interceptar un pequeño convoy que transportaba a un prisionero desde Beijing hasta el interior. Todo dependía del secreto, la sorpresa, y la información extraordinariamente precisa que el Hegemón, Peter Wiggin, había estado recibiendo desde el interior de China en los últimos meses.
Bean deseaba conocer la fuente de inteligencia, porque su vida y las vidas de sus hombres dependían de ello. La precisión lograda hasta ahora bien podría ser fácilmente una trampa. A pesar de que el título de Hegemón era ahora esencialmente algo vacío, ya que la mayor parte de la población mundial residía en países que habían dejado de reconocer la autoridad del cargo, Peter Wiggin había estado usando bien a los soldados de Bean. Eran una molestia constante al nuevo afán expansionista de China, capaces de aparecer aquí y allá exactamente en el momento mejor calculado para perturbar la confianza de los líderes chinos.
La patrullera que desaparece de repente, el helicóptero que cae, la operación de espionaje que es reventada bruscamente cegando al servicio de inteligencia chino en otro país más..., oficialmente los chinos ni siquiera habían acusado al Hegemón de tener ninguna relación con esos incidentes, pero eso sólo significaba que no querían dar ninguna publicidad al Hegemón, no querían potenciar su reputación ni su prestigio entre aquellos que temían a China en los años transcurridos desde la conquista de la India e Indochina. Casi con toda seguridad sabían quién era la fuente de sus preocupaciones.
De hecho, probablemente achacaban al pequeño ejército de Bean la creación de problemas que eran accidentes corrientes de la vida. La muerte del ministro de Asuntos Exteriores de un ataque al corazón en Washington, D.C., sólo minutos antes de su reunión con el presidente norteamericano. Puede que de verdad creyeran que el alcance de Peter Wiggin era tan largo, o que pensaran que el ministro de Exteriores chino, un segundón del partido, merecía la pena ser asesinado.
Y el hecho de que una devastadora sequía llevara ya dos años vigente en la India, obligando a los chinos a comprar comida en el mercado libre o permitir la entrada de trabajadores de equipos de ayuda de Europa y las Américas al subcontinente recién capturado y todavía rebelde... tal vez incluso imaginaban que Peter Wiggin podía controlar las lluvias monzónicas.
Bean no se hacía ese tipo de ilusiones. Peter Wiggin tenía muchos contactos por todo el mundo, una colección de informadores que se convertía gradualmente en una seria red de espías pero, por lo que Bean podía decir, Peter tan sólo estaba jugando. Oh, Peter pensaba que era bastante real, pero nunca había visto lo que sucedía en el mundo real. Nunca había visto a la gente morir como resultado de sus órdenes.
Bean sí, y no se trataba de ningún juego.
Oyó acercarse a sus hombres. Supo sin mirar que estaban muy cerca, pues incluso aquí, en territorio supuestamente seguro (una zona aventajada en las montañas de Mindanao en las Filipinas) se movían lo más silenciosamente posible. Pero también sabía que los había oído antes de que ellos esperaran que lo hiciera, pues sus sentidos siempre habían sido inusitadamente agudos. No los órganos auditivos físicos (su oído era bastante corriente), sino la habilidad de su cerebro para reconocer incluso la más leve variación en el sonido ambiental. Por eso alzó una
mano como saludo hacia los hombres que acababan de emerger del bosque tras él.
Pudo oír los cambios en su respiración—suspiros, risitas casi silenciosas—, que le decían que reconocían que los había vuelto a pillar. Como si fuera un juego adulto del escondite, y Bean siempre pareciera tener ojos en la nuca.
Suriyawong se acercó a él mientras los hombres se disponían en fila de a dos para subir a los helicópteros, ya preparados para la misión que les esperaba.
—Señor —dijo Suriyawong.
Eso hizo que Bean se volviera. Suriyawong nunca lo llamaba «señor». Suriyawong, el segundo al mando, un tailandés sólo unos pocos años mayor que
Bean, era ahora media cabeza más bajo. Saludó a Bean, y entonces se volvió hacia el bosque del que acababa de surgir.
Cuando Bean se volvió para mirar en la misma dirección, vio a Peter Wiggin, el Hegemón de la Tierra, el hermano de Ender Wiggin, que había salvado al mundo de la invasión fórmica tan sólo unos cuantos años antes. Peter Wiggin, el consentidor y jugador. ¿A qué está jugando ahora?
—Espero que no estés tan loco como para venir en esta misión —dijo Bean.
—Qué saludo tan alegre —dijo Peter—. Lo que llevas en el bolsillo es una pistola, así que supongo que no te alegras de verme.
Bean odiaba a Peter cuando intentaba bromear. Así que no dijo nada. Esperó.
—Julian Delphiki, hay un cambio de planes.
Lo llamaba por su nombre completo, como si fuera el padre de Bean. Bueno, Bean tenía un padre... aunque no hubiera sabido que tenía uno hasta después de que terminara la guerra, cuando le dijeron que Nikolai Delphiki no era sólo su amigo, sino su hermano. Pero tener de pronto un padre y una madre cuando ya cuentas con once años no es igual que crecer con ellos. Nadie había llamado a Bean «Julian Delphiki» cuando era pequeño. Nadie lo había llamado de ninguna manera, hasta que se burlaron de él y le pusieron por mote Bean, habichuela, en las calles de Rotterdam.
Peter nunca parecía ver el absurdo que era tratar así a Bean. Luché en la guerra contra los insectores, quiso decir Bean. Luché junto a tu hermano Ender, mientras tú aún estabas jugando a agitador en las redes. Y mientras estabas llenando tu vacío papel de Hegemón, yo lideraba a estos hombres a la batalla que logró cambiar el mundo. ¿Y ahora me dices que ha habido un cambio de planes?
—Anulemos la misión —dijo Bean—. Los cambios de último minuto en los planes conducen a pérdidas innecesarias en el combate.
—En este caso no será así —respondió Peter—. Porque el único cambio es que tú no vas a ir.
—¿Vas a ir tú en mi lugar?
Bean no tuvo que mostrar desprecio en su voz ni en su rostro. Peter era lo bastante inteligente como para saber que la idea era un chiste. Peter no estaba entrenado para nada más que para escribir ensayos, darle la de cal a los políticos, y jugar a geopolítica. —Suriyawong irá al mando de esta misión —dijo Peter. Suriyawong cogió el sobre sellado que le tendió Peter, pero luego se volvió hacia Bean en busca de confirmación.
Peter advirtió sin duda que Suriyawong no pretendía seguir esas órdenes a menos que Bean se lo dijera. Como era mayormente humano, Peter no pudo resistir la tentación de devolver el golpe.
—A menos que pienses que Suriyawong no está preparado para dirigir la misión—dijo.
Bean miró a Suriyawong, quien le sonrió.
—Su excelencia, las tropas son tuyas —dijo Bean—. Suriyawong siempre dirige
a los hombres a la batalla, así que no habrá ningún cambio de importancia.
Cosa que no era cierta del todo: Bean y Suriyawong a menudo tenían que cambiar de planes en el último minuto, y Bean acababa dirigiendo una misión entera o parcialmente, o no, dependiendo de cuál de los dos tuviera que lidiar con la emergencia. Con todo, por difícil que fuera esta misión, no era demasiado complicada. El convoy estaría donde se suponía que tendría que estar, o no estaría. Si lo estaba, la misión probablemente tendría éxito. Si no estaba, o si se trataba de una emboscada, la misión sería abortada y ellos regresarían a casa. Suriyawong y los otros oficiales y soldados podrían tratar sin problemas con cualquier cambio menor.
A menos, por supuesto, que el cambio en la misión fuera porque Peter Wiggin supiera que iba a fracasar y no quisiera arriesgarse a perder a Bean. O porque Peter los estuviera traicionando por algún arcano motivo propio.
—Por favor, no lo abras hasta que estés en el aire —le dijo Peter a Suriyawong. Suriyawong saludó.
—Hora de partir —dijo.
—La misión nos acercará significativamente a lograr impedir el expansionismo chino —dijo Peter.
Bean ni siquiera suspiró. Pero esta tendencia de Peter para decir lo que sucedería siempre le cansaba un poco.
—Ve con Dios —le dijo Bean a Suriyawong. A veces, cuando decía esto, Bean recordaba a sor Carlotta y se preguntaba si ahora estaría con Dios, y tal vez le oía decir lo más cercano a una oración que jamás había pasado por sus labios.
Suriyawong corrió hacia el helicóptero. Al contrario que sus hombres, no llevaba ningún equipo aparte de una pequeña mochila y su pistola. No tenía ninguna necesidad de armamento pesado, porque esperaba quedarse en el helicóptero durante la operación. Había momentos en que el comandante tenía que dirigir el combate, pero no en una ocasión como ésta, donde la comunicación lo era todo y tenía que poder tomar decisiones instantáneas que serían comunicadas a todos de inmediato. Por eso se quedaría con los e-mapas que controlaban la posición de cada soldado, y hablaría con ellos por el enlace satélite codificado.
No estaría a salvo en el helicóptero. Al contrario. Si los chinos fueran conscientes de lo que se les avecinaba, o si pudieran responder a tiempo, Suriyawong estaría sentado en uno de los dos blancos más grandes y fáciles de alcanzar.
Ese es mi lugar, pensó Bean mientras veía cómo Suriyawong saltaba al helicóptero, ayudado por la mano extendida de uno de los soldados.
La puerta del helicóptero se cerró. Los dos aparatos se alzaron levantando una tormenta de viento y polvo y hojas, aplanando la hierba bajo ellos.
Sólo entonces emergió otra figura del bosque. Una joven. Petra. Bean la vio e inmediatamente se llenó de furia.
—¿En qué estás pensando? —le gritó a Peter por encima del fragor de los helicópteros—. ¿Dónde están sus guardaespaldas? ¿No sabes que corre peligro cada vez que abandona la seguridad del complejo?
—La verdad —dijo Peter, y ahora los helicópteros estaban ya tan altos que podían hablar con voz normal— es que probablemente no ha estado más a salvo en toda su vida.
—Si piensas así, eres un idiota.
—Pues pienso así, y no soy ningún idiota. —Peter sonrió—. Siempre me subestimas.
—Siempre te sobrestimas.
—Hola, Bean.
Bean se volvió hacia Petra.
—Hola, Petra.
La había visto hacía tan sólo tres días, justo antes de que partieran para esta misión. Ella lo había ayudado a planearla; se la sabía al dedillo, igual que él.
—¿Qué está haciendo este capullo con nuestra misión? —le preguntó Bean. Petra se encogió de hombros.
—¿No te lo imaginas?
Bean pensó un instante. Como de costumbre, su mente inconsciente había estado procesando la información de fondo, muy por detrás de lo que era consciente. En la superficie, estaba pensando en Peter y en Petra y en la misión que acababa de ponerse en marcha. Pero, por debajo, su mente ya había advertido las anomalías y estaba dispuesta a enumerarlas.
Peter había apartado a Bean de la misión y le había dado a Suriyawong órdenes selladas. Obviamente, pues, había algún cambio que no quería que él supiera. Peter también había sacado a Petra de su escondite y sin embargo sostenía que nunca había estado más a salvo. Eso debía significar que por algún motivo estaba seguro de que Aquiles no podía alcanzarla aquí.
Aquiles era la única persona del mundo cuya red personal rivalizaba con la de Peter por su capacidad de extenderse más allá de cualquier frontera nacional. La única manera de que Peter pudiera estar seguro de que Aquiles no podía alcanzar a Petra, ni siquiera aquí, era que Aquiles no estuviera libre para actuar.
Aquiles estaba prisionero, y llevaba prisionero algún tiempo. Lo que significaba que los chinos, tras haberlo utilizado para preparar su conquista de la India, Birmania, Tailandia, Vietnam, Laos y Camboya, y su alianza con Rusia y el Pacto de Varsovia, finalmente había advertido que era un psicópata y lo habían encerrado.
Aquiles estaba prisionero en China. El mensaje que contenía el sobre de Suriyawong sin duda le revelaba la identidad del prisionero que tenían que rescatar de la custodia china. Esa información no podía haber sido comunicada antes de que partiera la misión, porque Bean no habría permitido que ésta continuara si hubiera sabido que llevaría a la liberación de Aquiles.
Bean se volvió hacia Peter.
—Eres tan estúpido como los políticos alemanes que conspiraron para llevar a Hitler al poder, pensando que podrían utilizarlo.
—Sabía que te molestarías —dijo Peter tranquilamente.
—A menos que las nuevas órdenes que le diste a Suriyawong fueran matar al prisionero después de todo.
—Comprenderás que eres demasiado impredecible cuando se trata de ese tipo.
Sólo mencionar su nombre te pone a cien. Es tu talón de Aquiles. Perdona el chiste.
Bean lo ignoró. En cambio, cogió a Petra de la mano.
—Si ya sabías lo que estaba haciendo, ¿por qué has venido con él?
—Porque ya no estaba a salvo en Brasil, y por eso prefiero estar contigo— respondió Petra.
—El que ambos estemos juntos sólo duplica la motivación de Aquiles.
—Pero tú eres el que sobrevive, no importa lo que te arroje Aquiles —dijo Petra—. Ahí es donde quiero estar.
Bean sacudió la cabeza.
—La gente que está cerca de mí muere.
—Al contrario. La gente sólo muere cuando no está cerca de ti.
Bueno, eso era bastante cierto, pero irrelevante. A la larga, Poke y sor Carlotta murieron por causa de Bean. Porque cometieron el error de amarle y serle leales.
—No voy a apartarme de tu vera —dijo Petra.
—¿Nunca?
Antes de que ella pudiera contestar, Peter los interrumpió.
—Todo esto es muy enternecedor, pero tenemos que repasar qué vamos a hacer con Aquiles después de que lo recuperemos.
Petra lo miró como si fuera un niño molesto.
—Sí que eres obtuso —dijo.
—Sé que es peligroso —respondió Peter—. Por eso debemos tener mucho cuidado con la manera de manejar este asunto.
—Escúchale —dijo Petra—. Habla en primera persona de plural.
—No cuentes con nosotros —dijo Bean—. Buena suerte.
Todavía cogido de la mano de Petra, Bean se encaminó hacia el bosque. Petra sólo tuvo un momento para despedirse alegremente de Peter y luego corrió junto a Bean hacia los árboles.
—¿Vais a dimitir? —gritó Peter tras ellos—. ¿Así, sin más? ¿Cuando por fin estamos a punto de conseguir que las cosas se muevan como queremos?
Ellos no se pararon a discutir.
Más tarde, en el avión privado que Bean contrató para que los llevara de Mindanao a las Célebes, Petra se burló de las palabras de Peter.
—«¿Cuando por fin estamos a punto de conseguir que las cosas se muevan como queremos?»
Bean se echó a reír.
—¿Cuándo hemos querido nada? —continuó ella, sin reírse ahora—. Sólo se trata de aumentar la influencia de Peter, de aumentar su poder y su prestigio. Nada que ver con nosotros.
—No quiero que muera —dijo Bean.
—¿Quién, Aquiles?
—¡No! A ése lo quiero muerto. Es a Peter a quien tenemos que mantener con vida. Es el único equilibrio.
—Ahora ha perdido el equilibrio —dijo Petra—. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que Aquiles se las arregle para hacerlo matar?
—Lo que me preocupa es cuánto tiempo pasará antes de que Aquiles penetre y se adueñe de toda su red.
—Tal vez estamos asignando a Aquiles poderes sobrenaturales —dijo Petra—.
No es ningún dios. Ni siquiera un héroe. Sólo un chico enfermo.
—No —dijo Bean—. Yo soy un chico enfermo. Él es el diablo.
—Bueno, pues tal vez el diablo sea un chico enfermo.
—Así que estás diciendo que deberíamos tratar de ayudar a Peter.
—Estoy diciendo que si Peter sobrevive a su pequeño encuentro con Aquiles, puede que esté más dispuesto a escucharnos.
—No es probable —dijo Bean—. Porque si sobrevive, pensará que eso demuestra que es más listo que nosotros, así que será menos probable que nos quiera escuchar.
—Sí—dijo Petra—. No es que vaya a aprender nada.
—Lo primero que tenemos que hacer es dividirnos.
—No.
—He hecho esto antes, Petra. Esconderme. Impedir que me atrapen.
—Y si estamos juntos somos demasiado identificables, bla bla bla —dijo ella.
—Decir «bla bla bla» no significa que no sea cierto.
—Pero no me importa —dijo Petra—. Ésa es la parte que dejas fuera de tus
cálculos.
—Pero a mí sí que me importa la parte que dejas fuera de los tuyos.
—Déjame expresarlo así: si nos separamos, y Aquiles me encuentra y me mata primero, entonces tendrás a otra mujer que te ama profundamente muerta porque no la protegiste.
—Juegas sucio.
—Combato como una chica.
—Y si te quedas conmigo, probablemente acabaremos muriendo juntos.
—Nada de eso —dijo Petra.
—No soy inmortal, como bien sabes.
—Pero eres más listo que Aquiles. Y más afortunado. Y más alto. Y más simpático.
—El nuevo ser humano mejorado. Ella lo miró, pensativa.
—Sabes, ahora que eres alto, probablemente podríamos viajar como marido y mujer.
Bean suspiró.
—No voy a casarme contigo.
—Sólo como camuflaje.
Su deseo de casarse con él había empezado como insinuaciones pero ahora era bastante descarado.
—No voy a tener hijos —dijo él—. Mi especie se acaba conmigo.
—Creo que eso es muy egoísta por tu parte. ¿Y si el primer homo sapiens hubiera pensado lo mismo? Todavía seríamos neanderthales, y cuando llegaron los insectores nos habrían reducido a cenizas y sanseacabó.
—No evolucionamos a partir de los neanderthales —dijo Bean.
—Bueno, menos mal que al menos hemos resuelto eso.
—Y yo no he evolucionado. Me crearon genéticamente.
—Pero a imagen y semejanza de Dios —dijo Petra.
—Sor Carlotta podía decir esas cosas, pero no tienen gracia viniendo de ti.
—Sí que la tienen.
—No para mí.
—Creo que no quiero tener tus bebés, si van a heredar tu sentido del humor.
—Es un alivio.
Pero no lo era. Porque se sentía atraído hacia ella y Petra lo sabía. Más que eso. La amaba de verdad, le gustaba estar con ella. Era su amiga. Si no fuera a morirse, si quisiera formar una familia, si tuviera algún interés en casarse, ella era la única mujer humana que tendría en cuenta. Pero ése era el problema: ella era humana, y él no.
Después de unos instantes de silencio, Petra apoyó la cabeza en su hombro y lo cogió de la mano.
—Gracias —murmuró.
—No sé por qué.
—Por dejarme salvarte la vida.
—¿Cuándo ha sido eso?
—Mientras tengas que cuidar de mí, no morirás.
—¿Así que vas a venir conmigo, aumentando el riesgo de ser identificada y permitir que Aquiles elimine a sus dos enemigos jurados con una bomba bien colocada, sólo para salvarme la vida?
—Eso es, chico genio.
—Ni siquiera me caes bien, ¿sabes?
En ese momento, estaba tan molesto que era casi cierto.
—Mientras me ames, no me importa.
Y él sospechó que también la mentirá de ella era casi verdad.