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65.67% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 155: 2 El cuchillo de Suriyawong

Chapitre 155: 2 El cuchillo de Suriyawong

De: Salaam%Spaceboy@Inshallah.com

Para: Vigilante%DeGuardia@International.net Sobre: Lo que pediste

Mi querido señor Wiggin/Locke:

Filosóficamente hablando, todos los invitados en un hogar musulmán son tratados como visitantes sagrados enviados por Dios y bajo su cuidado. En la práctica, para dos personas extremadamente dotadas de talento, famosas e impredecibles que son odiadas por una poderosa figura no musulmana y ayudados por otra, ésta es una parte del mundo muy peligrosa, sobre todo si pretenden permanecer ocultos y libres. No creo que sean tan tontos como para buscar refugio en un país musulmán.

Lamento decirle, no obstante, que su interés y el mío no coinciden en este asunto, así que, a pesar de nuestra ocasional cooperación en el pasado, no le diré si los encuentro o tengo noticias de ellos.

Sus logros son muchos, y le he ayudado en el pasado y lo haré en el futuro. Pero cuando Ender nos guió en la lucha contra los fórmicos estos amigos estaban a mi lado. ¿Dónde estaba usted?

Respetuosamente suyo,

Alai

Suriyawong abrió sus órdenes y no se sorprendió. Había dirigido misiones al interior de China con anterioridad, pero siempre para realizar actos de sabotaje o de recopilación de inteligencia, o de «reducción involuntaria por la fuerza de altos oficiales», el irónico eufemismo que Peter empleaba por asesinato. El hecho de que esta misión fuera de captura y no de muerte sugería que se trataba de una persona que no era originaria de China. Suriyawong esperaba que pudiera ser uno de los líderes de un país conquistado: el depuesto primer ministro de la India, por ejemplo, o el cautivo primer ministro de su Tailandia natal.

Incluso había acariciado, brevemente, la posibilidad de que se tratara de un

miembro de su propia familia.

Pero lo que tenía sentido era que Peter corriera este riesgo, no por alguien que tuviera un mero valor político o simbólico, sino por el enemigo que había puesto al mundo en esta extraña y desesperada situación.

Aquiles. Antiguo lisiado, asesino frecuente, psicópata a tiempo completo, y extraordinario propagador de odios, Aquiles tenía el don de descubrir a qué aspiraban los líderes de las naciones y les prometía un modo de conseguirlo. Hasta ahora había convencido a una facción del gobierno ruso, los jefes de los gobiernos indio y pa- quistaní, y varios líderes de otras tierras para que cumplieran sus órdenes. Cuando Rusia descubrió que era un peligro, huyó a la India, donde ya tenía a sus amigos esperándole. Cuando la India y Pakistán estaban haciendo exactamente lo que él había dispuesto que hicieran, los traicionó utilizando sus conexiones dentro de China.

El siguiente movimiento, por supuesto, habría sido traicionar a sus amigos de China y saltar a un puesto de poder aún mayor. Pero el grupo gobernante en China era tan cínico como Aquiles y reconoció la pauta de su conducta, así que poco después de que convirtiera a China en la única superpotencia efectiva del mundo, lo arrestaron.

Si los chinos eran tan listos, ¿por qué no lo era Peter? ¿No había dicho el propio Peter: «Cuando Aquiles te es más útil y leal, es cuando sin duda ya te ha traicionado»? ¿Entonces por qué pensaba que podía utilizar a este muchacho monstruoso?

¿O había conseguido Aquiles convencer a Peter, a pesar de todas las pruebas que existían de que Aquiles no cumplía sus promesas, de que esta vez sería leal a un aliado?

Debería matarlo, pensó Suriyawong. De hecho, lo haré. Informaré a Peter que Aquiles murió en el caos del rescate. Entonces el mundo será un lugar más seguro.

No es que Suriyawong no hubiera matado a enemigos peligrosos con anterioridad. Y por lo que Bean y Petra le habían dicho, Aquiles era por definición un enemigo peligroso, sobre todo hacia todo aquel que alguna vez hubiera sido amable con él.

—Si alguna vez lo has visto en estado de debilidad o indefensión o derrota — había dicho Bean—, no puede soportar que sigas con vida. No creo que sea algo personal. No tiene que matarte con sus propias manos o ver cómo mueres ni nada de eso. Sólo tiene que saber que ya no vives en el mismo mundo que él.

—Así que lo más peligroso que puedes hacer —había dicho Petra—, es salvarlo, porque el mismo hecho de que haya visto que necesitaba ser salvado es, para él, tu sentencia de muerte.

¿Nunca le habían explicado esto a Peter?

Claro que sí. De manera que al enviar a Suriyawong al rescate de Aquiles, Peter sabía que estaba, de hecho, firmando su sentencia de muerte.

Sin duda Peter imaginaba que iba a controlar a Aquiles, y por tanto Suriyawong no correría peligro.

Pero Aquiles había asesinado a la cirujana que había curado su pierna lisiada, y a la niña que una vez se negó a matarlo cuando lo tuvo a su merced. Había matado a la monja que lo encontró en las calles de Rotterdam y le proporcionó una educación y un puesto en la Escuela de Batalla.

Conseguir la gratitud de Aquiles era claramente una enfermedad terminal. Peter no tenía ningún poder para inmunizar a Suriyawong. Aquiles nunca dejaba sin castigar una buena acción, por mucho tiempo que hiciera falta, por muy revuelto que pudiera ser el camino de la venganza.

Debería matarlo, pensó Suriyawong, o sin duda él me matará a mi.

No es un soldado, es un prisionero. Matarlo sería un asesinato, incluso en tiempo de guerra.

Pero si no lo mato, él acabará por matarme a mí. ¿Es que un hombre no puede defenderse?

Además, es el que ideó el plan que sometió a mi pueblo al yugo de China, destruyendo a una nación que nunca había sido conquistada, ni por los birmanos, ni por los colonizadores europeos, ni por los japoneses en la Segunda Guerra Mundial, ni por los comunistas en su época. Sólo por Tailandia ya merece la muerte, por no mencionar todos sus otros asesinatos y traiciones.

Pero si un soldado no obedece las órdenes, matando sólo cuando se le ordena matar, ¿entonces de qué le vale a su comandante? ¿A qué causa sirve? Ni siquiera a su propia supervivencia, pues en un ejército semejante ningún oficial podría contar con sus hombres, con ningún soldado de sus compañías.

Tal vez tenga suerte y el vehículo estalle con él dentro. Suriyawong sopesaba estos pensamientos mientras volaban bajo el radar, rozando las crestas de las olas del Mar de China.

Sobrevolaron la playa tan rápidamente que apenas hubo tiempo para darse cuenta, mientras los ordenadores de a bordo hacían que la nave de asalto se sacudiera a diestra y siniestra, se abalanzara hacia arriba y luego otra vez hacia abajo, evitando obstáculos del terreno mientras permanecía siempre por debajo del radar. Los helicópteros estaban perfectamente enmascarados, y la desinformación de a bordo comunicaba a todos los satélites de vigilancia que eran algo distinto a lo que en realidad eran.

Poco después llegaron a una carretera y viraron al norte, luego al oeste, hasta llegar a lo que las fuentes de inteligencia de Peter habían llamado punto de comprobación número tres. Los hombres en el punto de control enviarían una advertencia por radio al convoy que transportaba a Aquiles, naturalmente, pero no habrían terminado la frase antes...

El piloto de Suriyawong divisó al convoy.

—Transportes blindados a proa —dijo.

—Atacad todos los vehículos de apoyo.

—¿Y si han puesto al prisionero en uno de los vehículos de apoyo?

—Entonces habrá una muerte trágica que achacar al fuego amigo —dijo Suriyawong.

Los soldados comprendieron, o al menos eso pensaron. Suriyawong ejecutaría las maniobras para rescatar al prisionero, pero si éste moría no le importaba.

Esto no era cierto, estrictamente hablando, o al menos no en este momento. Suriyawong simplemente confiaba que los soldados chinos siguieran las reglas. El convoy no era más que un despliegue de fuerzas para impedir que muchedumbres locales, rebeldes o grupos militares guerrilleros intentaran interferir. No habían contemplado la posibilidad (ni siquiera un motivo) para que se produjera un rescate por parte de una fuerza externa. Desde luego, no por parte de la diminuta fuerza de choque del Hegemón.

Sólo media docena de soldados chinos pudieron salir de los vehículos antes de que los misiles de la Hegemonía los hicieran volar por los aires. Los soldados de Suriyawong ya estaban disparando antes de saltar de los helicópteros que se posaban en tierra, y sabían que en unos instantes toda resistencia habría acabado.

Pero la furgoneta prisión que llevaba a Aquiles no fue molestada. Nadie salió de ella, ni siquiera los conductores.

Violando el protocolo, Suriyawong saltó del helicóptero de mando y caminó hacia la parte trasera de la furgoneta prisión. Permaneció cerca mientras el soldado asignado para volar la puerta colocaba la carga y la detonaba. Hubo un fuerte pop, pero ningún estallido cuando el explosivo saltó el cerrojo.

La puerta se abrió un par de centímetros. Suriyawong extendió un brazo para impedir que los soldados entraran en la furgoneta para rescatar al prisionero.

En cambio, abrió la puerta sólo lo suficiente para lanzar su cuchillo de combate al suelo de la furgoneta. Entonces colocó la puerta en su sitio y retrocedió, indicando a sus hombres que hicieran lo mismo.

La furgoneta se agitó indicando alguna actividad violenta en su interior. Sonaron dos disparos. La puerta se abrió cuando un cuerpo se desplomó hacia atrás y cayó al suelo a sus pies.

Que sea Aquiles, pensó Suriyawong, contemplando al oficial chino que intentaba sujetarse las entrañas con las manos. Suriyawong tuvo la irracional idea de que el hombre debería lavarse los órganos antes de volver a metérselos en el abdomen. Era muy poco higiénico.

Un joven alto con uniforme carcelario apareció en la puerta de la furgoneta, empuñando un cuchillo de combate ensangrentado en la mano.

No pareces gran cosa, Aquiles, pensó Suriyawong. Pero claro, no tienes que parecer muy impresionante cuando acabas de matar a tus guardias con un cuchillo que no esperabas que te arrojaran a los pies.

—¿Todos muertos dentro? —preguntó Suriyawong.

Un soldado habría contestado sí o no, junto con un recuento de los vivos y los muertos. Pero Aquiles no había sido soldado en la Escuela de Batalla más que unos pocos días. No tenía los reflejos de la disciplina militar.

—Casi todos —dijo Aquiles—. ¿De quién fue la estúpida idea de arrojarme un cuchillo en vez de abrir la jodida puerta y acribillar a esos tíos?

—Comprobad si están muertos —les dijo Suriyawong a sus hombres más cercanos.

Momentos después le informaron que todo el personal del convoy había muerto. Eso era esencial si el Hegemón quería conservar la ficción de que no eran las fuerzas de la Hegemonía las que habían llevado a cabo esta incursión.

—A los helicópteros, en veinte segundos —dijo Suriyawong. De inmediato, sus hombres corrieron hacia los aparatos.

Suriyawong se volvió hacia Aquiles.

—Mi comandante respetuosamente le invita a permitirnos que lo saquemos de China.

—¿Y si me niego?

—Si tiene sus propios recursos en el país, entonces le digo adiós con los cumplidos de mi comandante.

Esto no era lo que decían las órdenes de Peter, pero Suriyawong sabía lo que estaba haciendo.

—Muy bien —dijo Aquiles—. Márchense y déjenme aquí. Suriyawong corrió inmediatamente hacia el helicóptero de mando.

—Espere —llamó Aquiles.

—Diez segundos —dijo Suriyawong por encima del hombro.

Saltó al interior y se dio la vuelta. En efecto, Aquiles estaba cerca, extendiendo una mano para que lo auparan al pájaro.

—Me alegra que eligiera venir con nosotros —dijo Suriyawong.

Aquiles encontró un asiento y se sentó, ajustándose las correas de segundad.

—Supongo que tu comandante es Bean y que eres Suriyawong —dijo Aquiles.

El helicóptero despegó y empezó a volar hacia la costa siguiendo una ruta diferente.

—Mi comandante es el Hegemón —respondió Suriyawong—. Usted es su invitado.

Aquiles sonrió plácidamente y contempló en silencio a los soldados que acababan de llevar a cabo su rescate.

—¿Y si hubiera estado en uno de los otros vehículos? —preguntó—. Si yo hubiera estado al mando de ese convoy, el prisionero no habría estado en el lugar obvio.

—Pero no estaba usted al mando del convoy —dijo Suriyawong. La sonrisa de Aquiles se amplió un poco.

—¿Y qué es eso de lanzarme un cuchillo? ¿Cómo sabías que tendría las manos libres para recogerlo?

—Supuse que habría conseguido tener las manos libres —contestó Suriyawong.

—¿Por qué? No sabía que iban avenir.

—Perdone, señor—dijo Suriyawong—. Pero viniéramos o no, se las habría arreglado para tener las manos libres.

—¿Ésas fueron las órdenes que te dio Peter Wiggin?

—No, señor, fue mi juicio en la batalla —dijo Suriyawong. Le amargaba dirigirse a Aquiles como «señor», pero si este jueguecito iba a tener un final feliz, éste era el papel de Suriyawong por el momento.

—¿Qué clase de rescate es éste, donde le arrojas un cuchillo a un prisionero y esperas a ver qué pasa?

—Había demasiadas variables si abríamos la puerta de golpe —replicó Suriyawong—. Demasiado peligro de que lo mataran en fuego cruzado.

Aquiles no dijo nada. Sólo se quedó mirando la pared opuesta del helicóptero.

—Además —dijo Suriyawong—. No era una operación de rescate.

—¿Qué era entonces, prácticas de tiro? ¿Bolos chinos?

—Una oferta de transporte a un invitado del Hegemón —dijo Suriyawong—. Y el préstamo de un cuchillo.

Aquiles alzó el cuchillo ensangrentado, sujetándolo por la punta.

—¿Es tuyo?

—A menos que usted quiera limpiarlo.

Aquiles se lo tendió. Suriyawong sacó su bayeta y limpió la hoja, y luego empezó a pulirla.

—Querías que muriera —dijo Aquiles tranquilamente.

—Esperaba que resolviera sus propios problemas sin que muriera ninguno de mis hombres —dijo Suriyawong—. Y ya que lo ha conseguido, creo que mi decisión ha resultado ser, si no el mejor rumbo de acción, al menos un rumbo válido.

—Nunca creí que me fueran a rescatar los tailandeses —dijo Aquiles—. Que me matarían sí, pero que me salvarían no.

—Se salvó usted solo —dijo Suriyawong fríamente—. Nadie de aquí lo salvó. Abrimos una puerta para usted y le presté mi cuchillo. Supuse que tal vez no tendría uno, y que el préstamo del mío aceleraría su victoria para que no tuviéramos que retrasar nuestro vuelo de regreso.

—Eres un chico extraño.

—No me hicieron un test de normalidad cuando me confiaron esta misión. Pero no tengo ninguna duda de que suspendería un examen semejante.

Aquiles se echó a reír. Suriyawong se permitió una ligera sonrisa.

Trató de no imaginar qué pensamientos podían estar ocultando los inescrutables rostros de sus soldados. Sus familias también habían quedado atrapadas por la conquista china de Tailandia. También ellos tenían motivos para odiar a Aquiles, y tenía que mortificarlos ver cómo Suriyawong le hacía la pelota.

Por una buena causa, hombres: estoy salvando nuestras vidas lo mejor que puedo haciendo que Aquiles no nos considere sus rescatadores, asegurándome de que cree que ninguno de nosotros lo vio indefenso ni llegó a considerar que estaba indefenso.

—¿Bien? —dijo Aquiles—. ¿No tienes ninguna pregunta?

—Sí —contestó Suriyawong—. ¿Ha desayunado ya o tiene hambre?

—Yo nunca desayuno.

—Matar gente me da hambre —dijo Suriyawong—. Pensé que tal vez querría algún tipo de tentempié.

Ahora vio que un par de hombres lo miraban, sin apenas mover los ojos, pero fue suficiente para que Suriyawong supiera que sabían que reaccionaban a sus palabras. ¿Matar le da hambre? Absurdo. Ahora debían de saber que le estaba mintiendo a Aquiles. Para Suriyawong era importante que sus hombres supieran que estaba mintiendo sin tener que decírselo. De lo contrario, perdería su confianza. Podrían creer que de verdad se había entregado al servicio de este monstruo.

Aquiles comió, después de un rato. Luego se durmió.

Suriyawong no se fió de su sueño. Sin duda que Aquiles había dominado el arte de parecer dormido para así poder oír conversaciones ajenas. Así que Suriyawong no habló más de lo necesario para recibir los informes de sus hombres y obtener los datos completos del personal del convoy que habían eliminado.

Sólo cuando Aquiles se bajó del helicóptero para orinar en el aeródromo de Guam Suriyawong se arriesgó a enviar un rápido mensaje a Ribeirao Preto. Había una persona que tenía que saber que Aquiles iba a instalarse con el Hegemón: Virlomi, la chica india de la Escuela de Batalla que había escapado de Aquiles en Hyderabad y se había convertido en la diosa que vigilaba un puente al este de la India hasta que Suriyawong la rescató. Si estaba en Ribeirao Preto cuando Aquiles llegara allí, su vida correría peligro.

Y eso era muy triste para Suriyawong, porque significaría que no vería a Virlomi en mucho tiempo, y recientemente había decidido que la amaba y que quería casarse con ella cuando ambos crecieran.


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