Todavía era claro, y el sol brillaba a través de la ventana sobre nosotros.
Desvié la mirada hacia el otro lado y temblé mientras sentía que la entrepierna de Miguel dejaba mi cadera por un momento. Cuando me tocó de nuevo, la delgada capa de tela del traje había desaparecido, y el calor era aún más intenso.
El grueso vello púbico de Miguel rozaba contra la carne tierna entre mis nalgas, picándome.
No pude evitar torcer mi cintura para escapar. Escuché a Miguel chasquear la lengua detrás de mí, y luego agarró su gran pene y lo golpeó en mis nalgas dos veces.
—¿Qué escondes? ¿No vas a tocarme? —preguntó Miguel bruscamente.
Sentí que mis mejillas ardían horriblemente. —No...
Miguel actuó como si no quisiera escuchar mi explicación. Continuó frotando mis nalgas con sus genitales. El líquido espeso de la punta de su pene se deslizó hasta la base de mis piernas, dejando una marca húmeda.
—Lobito, abre las piernas.