De: PW
Para: TW
Sobre: ¿Qué estás haciendo?
¿Qué es eso de ama de llaves? No voy a dejar que trabajes para la Hegemonía, y desde luego no como ama de llaves. ¿Intentas avergonzarme, haciendo que parezca que (a) tengo a mi madre en nómina y (b) hago que mi madre trabaje para mí como criada? Ya rechazaste la oportunidad que quería que tomaras.
De: TW
Para: PW
Sobre: Un colmillo de serpiente
Siempre has sido tan atento, dándome cosas tan interesantes que hacer. Viajar por los mundos coloniales. Contemplar las paredes de mi bonito apartamento amueblado. Recuerda que tu nacimiento no fue partenogenético. Eres la única persona del mundo que piensa que soy demasiado estúpida para ser algo más que una carga colgada de tu cuello. Pero Por favor no imagines que te estoy criticando. Soy la imagen de una perfecta madre chocha. Sé lo bien que eso queda en los vids.
Cuando Virlomi recibió el mensaje de Suriyawong, comprendió de inmediato el peligro que corría. Pero casi se alegró de tener un motivo para abandonar el complejo del Hegemón.
Llevaba algún tiempo pensándolo, y el propio Suriyawong era el motivo. No podía soportar sus atenciones más tiempo.
Le gustaba, claro, y se sentía agradecida hacia él: fue el único que había comprendido de verdad, sin que se lo dijeran, cómo representar la escena para que ella pudiera escapar de la India ante las armas de los soldados que sin duda habrían abatido a los helicópteros de la Hegemonía. Era listo y gracioso y bueno, y ella admiraba la manera en que había trabajado con Bean para comandar a sus leales tropas, dirigiendo incursión tras incursión con pocas bajas y, hasta ahora, ninguna pérdida de vidas.
Suriyawong tenía todo lo que la Escuela de Batalla proporcionaba a sus estudiantes. Era atrevido, lleno de recursos, rápido, valiente, listo, implacable y a la vez compasivo. Y veía el mundo de manera similar, comparado con los occidentales
que, por otra parte, parecían tener la atención del Hegemón.
Pero de algún modo se había enamorado de ella. Virlomi lo apreciaba demasiado para avergonzarlo rebatiendo avances que él nunca había hecho, pero no podía amarlo. Era demasiado joven para ella, demasiado... ¿qué? Demasiado intenso en sus tareas. Demasiado ansioso por complacer. Demasiado...
Molesto. Eso era. Su devoción la irritaba. Su constante atención. Sus ojos fijos en cada movimiento suyo. Sus alabanzas por los logros más triviales.
No, ella tenía que ser justa. Estaba molesta con todo el mundo, y no porque hicieran nada malo, sino porque se hallaba fuera de lugar. No era soldado. Estratega sí, incluso líder, pero no en combate. No había nadie en Ribeirao Preto que fuera a seguirla, y ningún sitio adonde ella quisiera liderarlos.
¿Cómo podía enamorarse de Suriyawong? Él era feliz con la vida que tenía, y ella se sentía triste. Cualquier cosa que la hiciera a ella más feliz lo haría menos feliz a él. ¿Qué futuro había en eso?
Él la amaba, y por eso pensó en ella cuando volvía de China con Aquiles y la advirtió para que se marchara antes de su regreso. Fue un noble gesto por su parte, y por eso se sentía de nuevo agradecida. Porque posiblemente le había salvado la vida.
Y porque no tendría que volver a verlo.
Para cuando Graff llegó para evacuar a la gente de Ribeirao Preella se había marchado ya. Nunca se enteró de la oferta de recibir protección del Ministerio de Colonización. Pero tampoco la habría aceptado de todas formas.
De hecho, sólo había un sitio al que se le ocurría ir. Llevaba meses ansiándolo. La Hegemonía combatía a China desde fuera, pero no tenía ninguna utilidad para ella. Así que iría a la India, y haría lo que pudiera desde dentro del país ocupado.
Su rumbo fue bastante directo. Desde Brasil a Indonesia, donde contactó con expatriados indios y obtuvo una nueva identidad y papeles de Shri Lanka. Luego a la propia Shri Lanka, donde convenció al capitán de un barco pesquero para que la dejara en la orilla de la costa sudeste de la India. Los chinos no tenían suficiente flota para patrullar las costas de la India, así que las costas eran un coladero en ambas direcciones.
Virlomi tenía antepasados davridianos, de piel más oscura que los arios del norte. Encajó bien en este ambiente. Llevaba ropas que eran sencillas y pobres, iguales que las de todo el mundo; pero también las mantenía limpias, para no parecer una vagabunda o una mendiga.
No obstante, era una mendiga, pues no tenía ninguna vasta reserva de fondos y tampoco le habría servido de mucho. En las grandes ciudades de la India había millones de conexiones a las redes, miles de quioscos desde donde se podía acceder a las cuentas bancarias. Pero en el campo, en las aldeas (en otras palabras, en la India), esas cosas eran raras. Si una chica de aspecto simple las utilizaba, llamaría la atención, y pronto los soldados chinos empezarían a buscarla y a hacer preguntas.
Así que se dirigía al pozo o al mercado de cada aldea a la que llegaba, charlaba con otras mujeres, y pronto encontraba amistad y cobijo. En las ciudades habría tenido que estar alerta ante los fisgones y los delatores, pero aquí confiaba libremente en la gente sencilla, pues no sabían nada de valor estratégico, y por tanto los chinos no se molestaban en sobornarlos.
Sin embargo, tampoco sentían hacia los chinos el tipo de odio que Virlomi habría esperado. Aquí en el sur de la India, al menos, los chinos gobernaban con suavidad sobre la gente común. No era como en el Tíbet, donde habían tratado de aniquilar una identidad nacional y las persecuciones habían alcanzado todos los niveles de la sociedad. La India era simplemente demasiado grande para digerirla de una sola vez,
y al igual que los ingleses antes que ellos, a los chinos les resultaba más fácil gobernar la India dominando a la clase burocrática y dejando tranquila a la gente corriente.
En cuestión de días, Virlomi advirtió que ésta era precisamente la situación que ella tenía que cambiar.
En Tailandia, en Birmania, en Vietnam, los chinos trataban implacablemente a las tropas insurgentes, y sin embargo la guerra de guerrillas continuaba.
Pero la India dormitaba, como si a la gente no le importase quién los gobernaba. De hecho, naturalmente, los chinos eran aún más despiadados en la India que en ninguna otra parte, pero como sus víctimas pertenecían todas a la élite urbana, las zonas rurales sólo sentían el dolor ordinario de un gobierno corrupto, un clima inestable, mercados inquietos, y demasiado trabajo para demasiada poca recompensa.
Había guerrillas e insurgentes, desde luego, y la gente no los traicionaba. Pero tampoco se unían a ellos, y no los alimentaban voluntariamente con sus escasos suministros de comida, y los insurgentes seguían siendo tímidos y poco efectivos. Y los que recurrían a la fuerza descubrían que la gente se volvía instantáneamente hos- til y los entregaba a los chinos de inmediato.
No había solidaridad ninguna. Como siempre antes, los conquistadores podían gobernar la India porque la mayoría de los indios no sabía lo que significaba vivir en
«la India». Pensaban que vivían en esta aldea o en aquélla, y les preocupaban poco los grandes temas que creaban tumultos en las ciudades.
No tengo ningún ejército, pensó Virlomi. Pero no tenía ningún ejército tampoco cuando huí de Hyderabad para escapar de Aquiles. No tenía ningún plan, excepto la necesidad de informar a los amigos de Petra sobre su paradero. Sin embargo, llegué a un sitio donde había una oportunidad, la vi, la aproveché, y gané. Ése es el plan que tengo ahora. Observar, advertir, actuar.
Deambuló durante días, durante semanas, observándolo todo, amando a la gente de cada aldea en la que se detenía, pues eran amables con esta extranjera, generosos con la miseria que tenía. ¿Cómo puedo hacer planes para llevar la guerra a su nivel, para perturbar sus vidas? ¿No es suficiente que estén contentos? Si los chinos los dejan en paz, ¿por qué yo no puedo?
Porque sabía que los chinos no los dejarían en paz eternamente. El Reino Medio no creía en la tolerancia. Fuera lo que fuese lo poseían, lo hacían chino o lo destruían. Ahora mismo estaban demasiado ocupados para molestarse con la gente corriente. Pero si los chinos vencían en todas partes, entonces serían libres para volver su atención hacia la India. Entonces la bota apretaría con fuerza los cuellos de la gente corriente. Entonces habría revuelta tras revuelta, tumulto tras tumulto, pero ninguno de ellos tendría éxito. La resistencia pacífica de Ghandi sólo funcionaba contra un opresor con prensa libre. No, la India se revolvería con sangre y terror, y con sangre y horror suprimiría China las revueltas, una a una.
Los indios tenían que despertar de su modorra ahora, mientras aún había aliados fuera de sus fronteras que pudieran ayudarlos, mientras los chinos estaban todavía demasiado desperdigados y no se atrevían a dedicar demasiados recursos a la ocupación.
Les traeré la guerra para salvarlos como nación, como pueblo, como cultura. Les traeré la guerra mientras aún exista una posibilidad de victoria, para salvarlos de la guerra cuando no haya otro resultado posible que la desesperación.
Sin embargo, no tenía sentido preguntarse por la moralidad de lo que pretendía hacer, cuando aún no había pensado en la manera de hacerlo.
Fue un niño quien le dio la idea.
Lo vio con un puñado de otros niños, jugando al atardecer en el lecho de un río seco. Durante la estación del monzón, este arroyo sería un torrente: ahora no era más que una hilera de piedras en una zanja.
Este niño, quizá de unos siete u ocho años, aunque podría haber sido mayor, pues su crecimiento quedaba lastrado por el hambre, no era como los otros niños. No corría y gritaba con los demás, empujando y persiguiendo y arrojando cualquier cosa que encontrara. Al Principio Virlomi pensó que podría estar lisiado, pero no, su paso vacilante se debía a que caminaba entre las piedras del lecho del río, y tenía que ajustar los pasos para no resbalar.
De vez en cuando se inclinaba y recogía algo. Un poco después lo soltaba.
Ella se acercó, y vio que lo que cogía era una piedra, y cuando la depositaba era sólo una piedra entre otras piedras.
¿Cuál era el significado de su tarea, en la que trabajaba con tanta intensidad, y con tan pobres resultados?
Virlomi se acercó al arroyo, muy por detrás de él, y observó su espalda mientras se perdía en el crepúsculo, agachándose y levantándose, agachándose y levantándose.
Está representando mi vida, pensó ella. Trabaja en su tarea, concentrándose, dándolo todo, perdiéndose los juegos de sus compañeros. Y sin embargo no crea ninguna diferencia en el mundo.
Entonces, cuando contemplaba el lecho del río por donde él había pasado, vio que podía encontrar con facilidad su rumbo, no porque hubiera dejado huellas, sino porque las piedras que recogía eran más claras que las otras, y al dejarlas en lo alto, marcaba una ondulante línea de luz por el medio del arroyo.
Eso no hizo que ella dejara de pensar que carecía de sentido: si acaso, era una nueva prueba. ¿Qué podía conseguir una línea así? El hecho de que hubiera un resultado visible hacía que su trabajo fuera aún más patético, porque cuando llegaran las lluvias sería barrido, las piedras amontonadas unas encima de otras, ¿y qué diferencia habría si, durante un tiempo al menos, había una línea de piedras más claras por el centro del lecho de un río?
Entonces, de repente, su punto de vista cambió. El niño no estaba marcando una línea. Estaba construyendo una muralla de piedra.
No, eso era absurdo. ¿Una muralla cuyas piedras estaban separadas más de un metro? ¿Una muralla que no» tenía nunca más de una piedra de altura?
Una muralla, hecha con piedras de la India. Recogidas y colocadas casi donde habían sido encontradas. Pero el arroyo era diferente porque la muralla había sido construida.
¿Es así como comenzó la Gran Muralla de China? ¿Con un niño marcando los límites de su mundo?
Regresó a la aldea y volvió a la casa donde le habían dado de comer y donde pasaría la noche.
No habló con nadie del niño y de las piedras; de hecho, pronto pensó en otras cosas y no le preguntó a nadie por el extraño chiquillo. Ni soñó con piedras esa noche.
Pero por la mañana, cuando despertó con la madre y llevó sus dos cántaros de agua a la fuente pública, para que no tuviera que hacer esa tarea ese día, vio las piedras que habían sido apartadas a los lados del camino y recordó al niño.
Depositó los cántaros al borde del camino, recogió unas pocas piedras, y las llevó al centro del camino.
Allí las dejó y regresó por más, colocándolas en una línea cruzando el camino.
Sólo unas pocas docenas de piedras, cuando terminó. No era una barrera de ninguna clase. Y sin embargo era una muralla. Era tan obvia como un monumento.
Recogió los cántaros y continuó hacia la fuente.
Mientras esperaba su turno, charló con las otras mujeres, y unos pocos hombres, que habían venido a recoger el agua del día.
—He aumentado vuestra muralla —dijo después de un rato.
—¿Qué muralla?—le preguntaron.
—La que cruza el camino.
—¿Quién construiría una muralla cruzando un camino? —le preguntaron.
—Como las que he visto en otras aldeas. No es una muralla real. Sólo una línea de piedras. ¿No la habéis visto?
—Te he visto a ti poniendo piedras en el camino. ¿Sabes lo mucho que trabajamos para mantenerlo despejado? —dijo uno de los hombres.
—Por supuesto. Si no lo mantenéis despejado en todas las demás partes —dijo Virlomi—, nadie vería dónde está la muralla.
Hablaba como si lo que decía fuera obvio, sin duda, como si se lo hubieran explicado antes.
—Las murallas mantienen las cosas fuera —dijo una mujer—. O dentro. Los caminos dejan pasar las cosas. Si construyes una muralla que cruza un camino, ya no es un camino.
—Sí, tú al menos lo entiendes —dijo Virlomi, aunque sabía perfectamente bien que la mujer no entendía nada. La propia Virlomi apenas lo entendía, aunque sabía que le parecía adecuado, que en algún nivel profundo tenía perfecto sentido.
—¿Ah, sí? —preguntó la mujer.
Virlomi miró en derredor, contemplando a los demás.
—Es lo que me dijeron en las otras aldeas que tenían una muralla. Es la Gran Muralla de la India. Demasiado tarde para impedir que los bárbaros entren. Pero en todas las aldeas, dejan caer piedras una o dos cada vez, para construir la muralla que dice: No os queremos aquí, ésta es nuestra tierra, somos libres. Porque todavía podemos construir nuestra muralla.
—Pero... ¡no son más que un puñado de piedras! —chilló exasperado el hombre que la había visto colocándolas—. ¡Dispersé a patadas unas cuantas mientras venía, pero aunque no lo hubiera hecho, la muralla no habría detenido a un escarabajo, mucho menos a uno de los camiones chinos!
—No es la muralla —contestó Virlomi—. No son las piedras. Es quién las coloca, quién la construye, y por qué. Es un mensaje. Es... es la nueva bandera de la India.
Ella vio comprensión en algunos de los ojos que la miraban. .
—¿Quién puede construir una muralla así? —preguntó una de las mujeres.
—¿No añadís piedras todos vosotros? Se construye una piedra o dos cada vez.
Cada vez que pasáis, traéis una piedra, y la dejáis caer.
—Ella estaba ya llenando sus cántaros—. Antes de volver con estos cántaros, recogeré una piedra pequeña con cada mano. Cuando pase sobre la muralla, dejaré caer las piedras. Así es como lo he visto hacer en las otras aldeas que tienen murallas.
—¿Qué otras aldeas? —exigió el hombre.
—No recuerdo los nombres. Sólo sé que tenían Murallas de la India. Pero puedo ver que ninguno de vosotros sabía esto, así que tal vez sólo fuera algún niño gastando una broma, y no una muralla después de todo.
—No —dijo una de las mujeres—. He visto a la gente hacerlo antes.
Asintió firmemente. Aunque Virlomi se había inventado la historia de la muralla esta misma mañana, y nadie más que ella había colocado piedras, comprendió lo que la mujer pretendía con la mentira. Quería ser parte de ella. Quería ayudar a crear esta nueva bandera de la India.
—¿Está bien, entonces, que las mujeres lo hagamos? —preguntó una de las mujeres, vacilante.
—Oh, por supuesto —dijo Virlomi—. Los hombres son guerreros. Las mujeres construyen las murallas.
Recogió las piedras y las colocó entre las palmas de sus manos las asas de los cántaros. No miró hacia atrás para ver si alguno de los otros recogía también piedras. Supo, por sus pisadas, que muchos de ellos (quizá todos) la estaban siguiendo, pero no miró atrás.
Cuando llegó a lo que quedaba de su muralla, no intentó restaurar ninguna de las piedras que el hombre había dispersado a patadas.
En cambio, simplemente, dejó caer sus dos piedras en el centro de la brecha más grande en la línea. Luego siguió caminando, todavía sin mirar atrás.
Pero oyó el golpe de unas cuantas piedras al caer sobre el camino polvoriento.
Dos veces más durante el día, encontró ocasión de volver a por más agua, y cada vez encontró a más mujeres en el pozo, y representó el mismo teatro.
Al día siguiente, cuando dejó la aldea, vio que la muralla ya no eran unas pocas piedras marcando una línea rota. Cruzaba sólidamente el camino de un lado a otro, y tenía en muchos lugares más de dos palmos de altura. La gente se esforzaba por pasar por encima, sin rodearla nunca, sin dispersarla. Y la mayoría colocaba una piedra o dos mientras pasaba.
Virlomi fue de aldea en aldea, fingiendo cada vez que sólo estaba transmitiendo una costumbre que había visto en otros lugares.
En unos cuantos sitios, hombres furiosos dispersaron las piedras, demasiado orgullosos de sus cuidados caminos para captar la visión que ella ofrecía. Pero en esos sitios simplemente hacía no una muralla, sino una pila de piedras a ambos lados del camino, y pronto las mujeres de la aldea empezaban a aumentar las pilas para que crecieran en montones apreciables, estrechando el camino, demasiado numerosas las piedras para que fueran dispersadas a patadas o barridas. Con el tiempo, también estas pilas se convirtieron en murallas.
A la tercera semana llegó a una aldea que sí tenía una muralla. No les explicó nada, pues ya lo sabían: la noticia se extendía sin su intervención. Sólo añadió piedras a la muralla y continuó rápidamente su camino.
Sabía que era sólo un rinconcito en el sur de la India. Pero se estaba extendiendo. Tenía vida propia. Pronto los chinos se darían cuenta. Pronto empezarían a derribar las murallas, enviando excavadoras para despejar los caminos... o forzando a los indios a quitar las piedras ellos mismos.
Y cuando las murallas hubieran sido derribadas, o la gente fuera obligada a desmantelar sus murallas, comenzaría la verdadera pugna. Pues ahora los chinos irrumpirían en todas las aldeas, destruyendo algo que la gente quería tener. Algo que significaba «la India» para ellos. Eso es lo que había sido el significado secreto de la muralla desde el momento en que empezó a dejar caer piedras para crear la primera.
Las murallas existían precisamente para que los chinos las derribaran. Y le había puesto precisamente el nombre de «bandera de la India» para que cuando la gente viera sus murallas destruidas, vieran y sintieran la destrucción de la India. Su nación. Una nación de constructores de murallas.
Y así, en cuanto los chinos volvieran la espalda, los indios que caminaban de un
sitio a otro llevarían piedras y las dejarían caer en el camino, y la muralla volvería a crecer.
¿Qué harían los chinos al respecto? ¿Arrestar a todo el mundo que llevara piedras? ¿Declarar las piedras ilegales? Las piedras no eran una rebelión. Las piedras no amenazaban a los soldados. Las piedras no eran sabotaje. Las piedras no eran ningún boicot. Las murallas se superaban fácilmente o se apartaban. No causaban ningún daño a los chinos.
Sin embargo los provocaban para que hicieran que los indios sintieran la bota de su opresor.
Las murallas eran como una picadura de mosquito que hacía que los chinos se rascaran pero no sangraran. No eran ninguna herida, sino una molestia. Pero infectaba al nuevo imperio chino con una enfermedad. Una enfermedad fatal, según esperaba Virlomi.
Continuó caminando bajo el calor de la estación seca, de un lado a otro, evitando las grandes ciudades y las carreteras importantes, zigzagueando en su camino hacia el norte. En ninguna parte la identificaron como la inventora de las murallas. Ni siquiera oyó rumores sobre su existencia. Todas las historias hablaban de la construcción de las murallas como algo que había empezado en algún otro lugar.
Las llamaban por muchos nombres. La Bandera de la India. La Gran Muralla India. La Muralla de las Mujeres. Incluso nombres que Virlomi nunca había imaginado. La Muralla de la Paz. El Taj Mahal. Los Hijos de la India. La Cosecha India.
Todos los nombres eran poesía para ella. Todos los nombres decían libertad.