De: PeterWiggin%privado@hegemon.gov A: CausaSagrada%UnHombre§FreeTai.org
Sobre: Las acciones de Suriyawong referidas a Aquiles Flandres
Querido Ambul:
En todo momento durante la infiltración de Aquiles Flandres en la Hegemonía, Suriyawong actuó como agente mío dentro de la creciente organización de Flandres. Le ordené que fingiera ser aliado de Flandres, y por eso, en el momento crucial en que Julian Delphiki se enfrentó al monstruo, Suriyawong y sus soldados de élite actuaron por el bien de toda la humanidad (incluida Tailandia) e hicieron posible la destrucción del hombre que, más que ningún otro, fue responsable de la derrota y la ocupación de Tailandia.
Ésta es la «historia oficial», tal como tú señalas. Ahora yo recalco que en este caso la historia oficial es también la completa verdad.
Como tú, Suriyawong es un graduado de la Escuela de Batalla. El nuevo emperador de China y el califa musulmán son ambos graduados de la Escuela de Batalla. Pero son dos de los elegidos para formar parte del famoso grupo de mi hermano Ender. Incluso descartando su brillantez como comandantes militares, sus poderes son percibidos por la gente como cosa de magia. Esto afectará a la moral de tus soldados tanto como a la de los suyos.
¿Cómo piensas mantener libre Tailandia si rechazas a Suriyawong? No supone ninguna amenaza para tu liderazgo: será su herramienta más valiosa contra tus enemigos.
Sinceramente,
* * *
Peter, Hegemón.
Bean se agachó para pasar por la puerta. No era tan alto como para darse un golpe en la cabeza, pero le había sucedido con mucha frecuencia en otras puertas que antes le dejaban espacio de sobra para pasar y por eso ahora tenía que ser muy cauteloso. Tampoco sabía qué hacer con las manos. Parecían demasiado grandes para cualquier
trabajo para el que las necesitara. Los bolígrafos eran como palillos de dientes; su dedo llenaba el hueco del gatillo de muchas pistolas. Pronto tendría que engrasárselo para sacarlo, como si la pistola fuera un anillo demasiado estrecho.
Y le dolían las articulaciones. Y a veces le dolía la cabeza como si fuera a partírsele en dos. Porque, de hecho, estaba intentando hacer exactamente eso. La fontanela de su cabeza parecía que no podía expandirse lo bastante rápido para dejar sitio a su cerebro en crecimiento.
A los médicos les encantaba eso. Descubrir qué influencia tenía en las funciones mentales de un adulto el hecho de que el cerebro creciera. ¿Afectaba a la memoria o simplemente aumentaba su capacidad? Bean se sometía a sus preguntas y mediciones y escaneos y análisis de sangre porque era posible que no encontraran a sus hijos antes de que muriera, y cualquier cosa que aprendieran estudiándolo a él podría ser de utilidad para ellos.
Pero en ocasiones, como aquélla, no sentía más que desesperación. No había ayuda ninguna para él, ni tampoco para ellos. No los encontraría. Y si lo hacía, no podría ayudarlos.
¿Qué diferencia ha supuesto mi vida? Maté a un hombre. Era un monstruo, pero tuve la posibilidad de matarlo al menos una vez con anterioridad, y no lo hice. Así que ¿no soy en parte responsable de le que hizo entretanto? De las muertes, la miseria.
Incluido el sufrimiento de Petra cuando fue su cautiva. Incluyendo nuestro propio sufrimiento por los niños que nos robó.
Y sin embargo seguía buscando, usando todos los contactos que se le ocurrían, cada motor de búsqueda en la red, cada programa que era capaz de diseñar para manipular los archivos públicos y poder identificar qué nacimientos eran de hijos suyos implantados en madres sustitutas.
De eso estaba seguro. Aquiles y Volescu nunca habían tenido intención de devolverles a Petra y a él sus embriones. Esa promesa sólo había sido un cebo. Un hombre menos malicioso que Aquiles habría matado a los embriones, como fingió hacer cuando rompió los tubos de ensayo durante su último enfrentamiento en Ribeirão Preto. Pero para Aquiles matar no había sido nunca un placer. Mataba cuando consideraba que era necesario. Cuando necesitaba hacer sufrir a alguien, se aseguraba de que ese sufrimiento durara el mayor tiempo posible.
Los hijos de Bean y Petra nacerían de madres desconocidas para ellos, probablemente dispersas por todo el mundo, gracias a Volescu.
Pero Aquiles había hecho bien su trabajo. Los viajes de Volescu habían sido borrados por completo de los archivos públicos. Podían enseñarle su foto a un millón de trabajadores de las líneas aéreas y a otro millón de camioneros de todo el mundo
y la mitad recordaría haber visto solamente a un hombre que «se parecía», pero ninguno estaría seguro de nada, y no podrían seguirle la pista a Volescu.
Y cuando Bean trató de apelar a los últimos fragmentos de decencia de Volescu (que esperaba que existieran, contra toda prueba), el hombre había pasado a la clandestinidad y todo lo que Bean podía esperar ya era que alguien, alguna agencia en alguna parte, lo encontrara, lo arrestara y lo retuviera el tiempo suficiente para que Bean...
¿Qué? ¿Para que lo torturara? ¿Lo amenazara? ¿Lo sobornara? ¿Qué podía inducir a Volescu a contarle lo que necesitaba saber?
La Flota Internacional había enviado a un oficial a proporcionarle «información importante». ¿Qué podían saber? La F.I. tenía prohibido actuar en la superficie de la Tierra. Aunque sus agentes hubiesen descubierto el paradero de Volescu, ¿por qué iban a arriesgarse a descubrir sus propias actividades ilegales sólo para ayudar a Bean a encontrar a sus bebés? Habían recalcado lo leales que eran a los graduados de la Escuela de Batalla, sobre todo al grupo de Ender, pero dudaba que llegaran tan lejos. Dinero, eso era lo que ofrecían. Todos los graduados de la Escuela de Batalla tenían una buena pensión. Podían irse a casa y dedicarse a la agricultura el resto de sus días, como Cincinato, sin tener que preocuparse por el clima o las estaciones o la cosecha. Podían cultivar hierbajos y seguir siendo prósperos.
En cambio, yo permití estúpidamente que los hijos de mis genes deformes y autodestructivos fueran creados in vitro y ahora Volescu los ha plantado en vientres extraños y debo encontrarlos antes de que él y gente como él puedan explotarlos y usarlos y luego verlos morir de gigantismo, como yo, antes de cumplir los veinte años.
Volescu lo sabía. Nunca lo dejaría al azar. Porque aún se consideraba un científico. Querría recopilar datos sobre los niños. Para él, todo era un gran experimento, con los inconvenientes añadidos de ser ilegal y estar basado en embriones robados. Para Volescu, aquellos embriones le pertenecían por derecho. Para él, Bean no era nada más que el experimento que se había escapado. Todo lo que produjera era parte del estudio a largo plazo de Volescu.
Había un anciano sentado ante la mesa de la sala de conferencias. Bean tardó un instante en decidir si su piel era oscura o si su color y su textura de madera se debían a la exposición a la intemperie. Ambas cosas, probablemente.
Lo conozco, pensó Bean. Mazer Rackham. El hombre que había salvado a la humanidad en la Segunda Invasión Insectora. Que tendría que haber muerto hacía muchas décadas, pero que había vuelto a salir a la superficie el tiempo suficiente para entrenar al propio Ender en la última campaña.
—¿Lo han enviado a usted a la Tierra?
—Estoy retirado —dijo Rackham.
—Yo también —contestó Bean—. Y Ender. ¿Cuándo vendrá él a la Tierra? Rackham negó con la cabeza.
—Es demasiado tarde para lamentarlo —dijo—. Si Ender hubiera estado aquí,
¿crees que habría alguna posibilidad de que estuviera vivo y libre?
Rackham tenía razón. Cuando Aquiles estaba planeando secuestrar a todos los miembros del grupo de Ender, el mayor trofeo habría sido el propio Ender. Y aunque hubiera escapado a la captura (como Bean), ¿cuánto tiempo habría pasado antes de que alguien intentara controlarlo o explotarlo para realizar alguna ambición imperial? Con Ender, siendo estadounidense como era, tal vez Estados Unidos se hubiera sacudido la modorra y, en vez de tener a China y el mundo musulmán como principales jugadores del gran juego, en aquellos momentos Estados Unidos estaría flexionando de nuevo los músculos y el mundo sería un auténtico caos.
Ender lo hubiese encontrado odioso. Se hubiese odiado a sí mismo por formar parte de ello. En realidad era mejor que Graff hubiera dispuesto enviarlo en la primera nave colonial a un antiguo mundo insector. Cada segundo presente de la vida de Ender a bordo de la nave espacial era una semana para Bean. Mientras Ender leía el párrafo de un libro nacían un millón de bebés en la Tierra y un millón de ancianos y soldados y enfermos y peatones y conductores morían y la humanidad daba otro pasito en su evolución para convertirse en una especie estelar.
Especie estelar. Ese era el programa de Graff.
—No viene entonces en nombre de la flota —dijo Bean—. Viene en nombre del coronel Graff.
—¿Del ministro de Colonización? —Rackham asintió con gravedad—. De manera informal y extraoficial, sí. Para hacerte una oferta.
—Graff no tiene nada que yo quiera. Antes de que ninguna nave pudiera llegar a un mundo colonial, yo estaría muerto.
—Sin duda serías una... opción interesante para dirigir una colonia —dijo Rackham—. Pero, como dices, tu mandato sería demasiado breve para resultar efectivo. No, es un tipo diferente de oferta.
—Las únicas cosas que yo quiero no las tienen ustedes.
—Creo que en una ocasión no querías más que sobrevivir.
—Es algo que usted no puede ofrecerme.
—Sí que puedo —dijo Rackham.
—Oh, ¿de las enormes instalaciones de investigación médica de la Flota Internacional surge una cura para un estado que sólo sufre una persona en la Tierra?
—En absoluto —dijo Rackham—, La cura tendrá que venir de otra gente. Lo que te ofrecemos es la capacidad de esperar hasta que esté lista. Te ofrecemos una nave
estelar y velocidad de la luz, y un ansible para que se te pueda comunicar cuándo volver a casa.
Precisamente el «regalo» que le dieron al propio Rackham, cuando pensaron que tal vez podrían necesitarlo para dirigir todas las flotas cuando llegaran a los diversos mundos insectores. La posibilidad de sobrevivir resonó en su interior como el badajo de una gran campana. No pudo evitarlo. Si había algo que lo hubiera impulsado alguna vez, era el ansia por sobrevivir. Pero ¿cómo podía fiarse de ellos?
—Y a cambio, ¿qué quieren de mí?
—¿No puede ser esto parte de tu retiro de la flota?
Rackham era bueno a la hora de mantener la cara impávida, pero Bean sabía que no podía estar hablando en serio.
—Cuando vuelva, ¿habrá algún pobre soldadito a quien pueda entrenar?
—No eres maestro —dijo Rackham.
—Usted tampoco lo era. Rackham se encogió de hombros.
—Así que nos convertimos en lo que necesitamos ser. Te estamos ofreciendo la vida. Seguiremos financiando la investigación sobre tu estado.
—¿Cómo, usando a mis hijos como conejillos de indias?
—Trataremos de encontrarlos, por supuesto. Trataremos de curarlos.
—¿Pero no obtendrán sus propias naves estelares?
—Bean —dijo Rackham—, ¿cuántos trillones de dólares crees que valen tus genes?
—Para mí —contestó Bean—, valen más que todo el dinero del mundo.
—Creo que no podrías pagar siquiera los intereses de ese préstamo.
—Así que no tengo tanto crédito como esperaba.
—Bean, tómate esta oferta en serio. Mientras todavía hay tiempo. La aceleración es dura para el corazón. Tienes que ir mientras aún estás lo bastante sano para sobrevivir al viaje. Tal como están las cosas, lo soportaremos bien, ¿no crees? Un par de años para acelerar y, al final, un par de años para decelerar. ¿Quién te da cuatro años?
—Nadie —dijo Bean—. Y se le olvida. Tengo que volver a casa. Eso son cuatro años más. Ya es demasiado tarde.
Rackham sonrió.
—¿Crees que no hemos tenido eso en cuenta?
—¿Qué, han descubierto un modo de dar media vuelta mientras se viaja a la velocidad de la luz?
—Incluso la luz se dobla.
—La luz es una onda.
—Y tú también, cuando se viaja a esa velocidad.
—Ninguno de los dos es físico.
—Pero quienes crearon nuestra nueva generación de naves mensajeras lo son — dijo Rackham.
—¿Cómo puede la F.I. permitirse construir nuevas naves? —preguntó Bean—. Sus fondos proceden de la Tierra y la emergencia ha terminado. El único motivo por el que las naciones de la Tierra pagan sus salarios y siguen proporcionándoles suministros es porque están comprando su neutralidad. —Rackham sonrió—. Alguien les está pagando para seguir desarrollando nuevas naves —concluyó Bean.
—No tiene sentido especular.
—Sólo hay una nación que podría permitirse hacer eso y es la única nación que nunca podría mantenerlo en secreto.
—Entonces es imposible —dijo Rackham.
—Sin embargo, me está prometiendo usted un tipo de nave que no puede existir.
—Soportarías la aceleración en un campo gravitatorio compensado, de modo que no habría ninguna tensión adicional sobre tu corazón. Eso nos permite acelerar en una semana en vez de en dos años.
—¿Y si falla la gravedad?
—Entonces quedarás reducido a polvo en un instante. Pero no falla. Lo hemos probado.
—Así que los mensajeros pueden ir de un mundo a otro sin perder otra cosa que un par de semanas de sus vidas.
—De sus propias vidas —dijo Rackham—. Pero cuando enviamos a alguien en un viaje semejante, a treinta o cincuenta años luz, todos sus conocidos llevan mucho tiempo muertos antes de que regrese. Los voluntarios son pocos.
Todos los que conocía. Si subía a esa nave, dejaría atrás a Petra y nunca volvería a verla.
¿Era lo bastante despiadado para hacer eso?
No, despiadado no. Todavía podía sentir el dolor por la pérdida de la hermana Carlotta, la mujer que lo había salvado de las calles de Rotterdam y lo había cuidado durante años, hasta que Aquiles finalmente la asesinó.
—¿Puedo llevarme a Petra?
—¿Iría?
—No sin nuestros hijos.
—Entonces te sugiero que sigas buscando —dijo Rackham—. Porque aunque la nueva tecnología te conceda un poco más de tiempo, no es eterna. Tu cuerpo impone un plazo límite que no podemos posponer.
—Y ustedes me dejarán llevar a Petra, si encontramos a nuestros hijos.
—Si quiere ir.
—Querrá. No tenemos raíces en este mundo, excepto nuestros niños.
—Ya son niños en tu imaginación —dijo Rackham.
Bean se limitó a sonreír. Sabía lo católico que debía parecer, pero así era como lo sentían Petra y él.
—Sólo pedimos una cosa —dijo Rackham. Bean se echó a reír.
—Lo sabía.
—Mientras estás esperando, buscando a tus hijos —dijo Rackham—, nos gustaría que ayudaras a Peter a unir el mundo bajo el cargo de Hegemón.
Bean se sorprendió tanto que dejó de reír.
—Así que la flota pretende mediar en los asuntos terrestres.
—Nosotros no vamos a mediar —dijo Rackham—. Lo harás tú.
—Peter no me escucha. Si lo hiciera, me habría dejado matar a Aquiles allá en China, la primera vez que tuvimos ocasión. En cambio, Peter decidió «rescatarlo».
—Tal vez haya aprendido de su error.
—Cree que ha aprendido, pero Peter es Peter. No fue un error, es que él es como es. No escucha a nadie si cree que tiene un plan mejor. Y siempre cree que tiene un plan mejor.
—De todas formas...
—No puedo ayudar a Peter porque Peter no se deja ayudar.
—Fue con Petra a visitar a Alai.
—Visita de alto secreto que la F.I. no podía conocer.
—Seguimos la pista a nuestros alumnos.
—¿Así es como pagan sus nuevos modelos de naves estelares? ¿Con donaciones de alumnos?
—Nuestros mejores graduados son todavía demasiado jóvenes para tener un salario realmente alto.
—No sé. Tienen ustedes a dos jefes de Estado.
—¿No te intriga, Bean, imaginar cómo habría sido la historia del mundo si hubiera habido dos Alejandros al mismo tiempo?
—¿Alai y Hot Soup? —preguntó Bean—. Todo se reducirá a quién de los dos tenga más recursos. Alai tiene más de momento, pero China tiene poder permanente.
—Pero entonces se añade a los dos Alejandros una Juana de Arco aquí y allá, y un par de Julios César, tal vez un Atila y...
—¿Ve usted a Petra como Juana de Arco?
—Podría serlo.
—¿Y qué soy yo?
—Bueno, Gengis Kan, por supuesto, si quisieras serlo —dijo Rackham.
—Tiene muy mala reputación.
—No la merece. Sus contemporáneos sabían que era un hombre poderoso que ejercía su poder livianamente sobre aquellos que le obedecían.
—Yo no quiero poder. No soy su Gengis.
—No —dijo Rackham—. Ese es el problema. Todo depende de quién tenga el mal de la ambición. Cuando Graff te llevó a la Escuela de Batalla, fue porque tu voluntad de sobrevivir parecía jugar el mismo papel que la ambición. Pero ahora no.
—Peter es su Gengis —dijo Bean—. Por eso quieren que lo ayude.
—Podría serlo. Y tú eres el único que puede ayudarlo. Cualquier otro lo haría sentirse amenazado. Pero tú...
—Porque me voy a morir.
—O vas a marcharte. Sea como sea, él puede utilizarte, como le parezca, y luego deshacerte de ti.
—No como le parezca. Eso es lo que ustedes quieren. Soy un libro en una biblioteca de préstamos. Ustedes me prestan a Peter una temporada. El me devuelve, luego me envían a otro sitio, a perseguir otro sueño. Usted y Graff siguen pensando que están a cargo de la especie humana, ¿no?
Rackham se quedó con la mirada perdida.
—Es un trabajo que, una vez emprendido, cuesta dejar. Un día en el espacio vi algo que nadie más vio y disparé un misil y maté a una Reina Colmena y ganamos la guerra. Desde entonces, la especie humana es responsabilidad mía.
—Aunque ya no sea el más cualificado para liderarla.
—No he dicho que yo sea el líder. Sólo que tengo la responsabilidad. Para hacer lo que haga falta. Lo que pueda. Y lo que puedo hacer es esto: puedo intentar persuadir a la mente militar más brillante de la Tierra para ayudar a unificar a las naciones bajo
el liderazgo del único hombre que tiene la voluntad y la inteligencia para mantenerlas unidas.
—¿A qué precio? Peter no es un gran fan de la democracia.
—No estamos pidiendo democracia —dijo Rackham—. No al principio. No hasta que se rompa el poder de las naciones. Hay que domar al caballo antes de dejarlo caminar.
—Y dice usted que sólo es servidor de la humanidad. Sin embargo, quiere ponerle una brida y una silla a la especie humana, y dejar que Peter la monte.
—Sí—dijo Rackham—. Porque la humanidad no es un caballo. La humanidad es un campo de cultivo de la ambición, de la competencia por el territorio, de las luchas entre naciones. Si las naciones caen, entonces de las tribus, los clanes, las casas. Estamos educados para la guerra, lo llevamos en los genes, y la única manera de detener el derramamiento de sangre es darle a un hombre el poder de someter a todos los demás. Todo lo que podemos esperar es que sea un hombre lo suficientemente decente para que la paz sea mejor que las guerras, y dure más tiempo.
—Y piensa que Peter es ese hombre.
—Tiene la ambición de la que tú careces.
—¿Y la humanidad? Rackham sacudió la cabeza.
—¿No sabes ya hasta qué punto eres humano? Bean no iba a seguir por ese camino.
—¿Por qué no dejan usted y Graff en paz a la especie humana? Déjenlos que sigan construyendo imperios y derribándolos.
—Porque las Reinas Colmena no son los únicos alienígenas de ahí fuera. —Bean se incorporó en su asiento—. No, no, no hemos visto ninguno, no tenemos ninguna prueba. Pero piénsalo. Mientras los humanos parecieron los únicos, pudimos vivir la historia de nuestra especie como habíamos hecho siempre. Pero ahora sabemos que es posible que la vida inteligente evolucione por partida doble, y de formas muy distintas. Si lo hace dos veces, ¿por qué no tres? ¿O cuatro? No hay nada especial en nuestro rincón de la galaxia. Las Reinas Colmena estaban notablemente cerca de nosotros. Podría haber miles de especies inteligentes sólo en nuestra galaxia. Y no todas ellas tan amables como la nuestra.
—Así que nos están dispersando.
—Todo lo que podemos. Plantamos nuestra semilla en cada suelo.
—Y para eso quieren a la Tierra unida.
—Queremos que la Tierra deje de desperdiciar sus recursos en la guerra y los invierta en colonizar mundo tras mundo, y luego que éstos comercien entre sí para que todas las especies se beneficien de lo que cada una aprenda y consiga. Es economía básica. E historia. Y evolución. Y ciencia. Dispersarse. Variar. Descubrir. Dar a conocer. Explorar.
—Sí, sí, lo entiendo —dijo Bean—. Qué noble por su parte. ¿Quién paga por todo eso?
—Bean, tú no esperas que te lo diga y yo no espero que lo preguntes.
Bean lo sabía. Era Estados Unidos. Los grandes, dormidos e inútiles Estados Unidos. Quemados después de intentar ser la policía del mundo en el siglo XXI, disgustados por cómo sus esfuerzos sólo les reportaban odio y resentimiento, declararon la victoria y se volvieron a casa. Mantuvieron las Fuerzas Armadas más fuertes del mundo y cerraron las puertas a la inmigración.
Y cuando llegaron los insectores, fue el poderío militar estadounidense el que finalmente voló en pedazos las primeras naves exploradoras que surcaron la superficie de algunas de las mejores tierras agrícolas de China, matando a millones. Estados Unidos subvencionó y dirigió básicamente la construcción de las naves de guerra interplanetarias que resistieron la segunda invasión el tiempo suficiente para que el neozelandés Mazer Rackham descubriera la vulnerabilidad de la Reina Colmena y destruyera al enemigo.
Era Estados Unidos la nación que estaba subvencionando en secreto a la Flota Internacional, desarrollando nuevas naves. Metía la mano en el negocio del comercio interestelar en un momento en que ninguna otra nación de la Tierra podía intentar competir.
—¿Y cómo es que les interesa que el mundo esté unido, si no es bajo su liderazgo? Rackham sonrió.
—Así que ahora sabes hasta dónde ha llegado nuestro juego.
Bean le devolvió la sonrisa. De modo que Graff les había vendido su programa colonial a los estadounidenses... probablemente sobre la base del futuro y probable monopolio comercial americano. Y mientras tanto, apoyaba a Peter con la esperanza de que pudiera unir el mundo bajo un solo Gobierno. Lo cual significaría que, tarde o temprano, habría un enfrentamiento entre Estados Unidos y el Hegemón.
—Y cuando llegue ese día —dijo Bean—, cuando Estados Unidos espere que la Flota Internacional, a la que ha estado subvencionando y cuya investigación ha estado pagando, acuda en su ayuda contra el poderoso Hegemón, ¿qué hará la F.I.?
—¿Qué hizo Suriyawong cuando Aquiles le ordenó que te matara?
—Le dio el cuchillo y le dijo que se defendiera él mismo —asintió Bean—. ¿Pero le obedecerá la F.I.? Si cuenta con la reputación de Mazer Rackham, recuerde que casi nadie sabe que está usted vivo.
—Estoy contando con que la F.I. respete el código de honor al que cada soldado se ha ceñido desde el principio. Nada de inmiscuirse en los asuntos de la Tierra.
—Aunque usted mismo sea infiel a ese código.
—No nos estamos inmiscuyendo —dijo Rackham—. Ni con soldados ni con naves. Sólo con un poco de información aquí y allá. Una inyección de dinero. Y un empujoncito en los reclutamientos. Ayúdanos, Bean. Mientras todavía estés en la Tierra. En el momento en que estés listo para marcharte, te enviaremos, sin retrasos. Pero mientras estés aquí...
—¿Y si no considero que Peter sea un hombre tan decente como usted piensa?
—Es mejor que Aquiles.
—También lo era Augusto. Pero sentó las bases para que hubiese un Nerón y un Calígula.
—Sentó unas bases que sobrevivieron a Calígula y Nerón y duraron mil quinientos años, de una forma u otra.
—¿Y eso es lo que piensan ustedes de Peter?
—Sí—dijo Rackham—. Es lo que yo pienso.
—Mientras entiendan que Peter no hará nada que yo le diga, que no me escuchará ni a mí ni a nadie y que seguirá cometiendo errores idiotas que no puedo impedir, entonces... sí. Le ayudaré, en lo que me deje.
—Es todo lo que pedimos.
—Pero mi principal prioridad sigue siendo encontrar a mis hijos.
—¿Qué te parece esto? —dijo Rackham—. ¿Y si te decimos dónde está Volescu?
—¿Lo saben?
—Está en uno de nuestros pisos francos.
—¿Ha aceptado la protección de la F.I.?
—Cree que es parte de la antigua red de Aquiles.
—¿Lo es?
—Alguien tenía que quedarse con su material.
—Eso sólo podía hacerlo alguien que supiera cuál era su material.
—¿Quién crees que mantiene todas las comunicaciones satélite? —preguntó Rackham.
—Así que la F.I. está espiando la Tierra.
—Sólo como una madre espía a sus hijos cuando juegan en el patio.
—Es bueno saber que nos vigilas, mami. Rackham se inclinó hacia delante.
—Bean, nosotros hacemos nuestros planes, pero sabemos que pueden fallar. Al final, todo se reduce a esto: hemos visto a los seres humanos en su momento de mayor gloria, y creemos que merece la pena salvar a nuestra especie.
—Aunque tengan ustedes que recibir ayuda de no-humanos como yo.
—Bean, cuando hablo de seres humanos en su momento de mayor gloria, ¿de quién crees que estoy hablando?
—De Ender Wiggin.
—Y de Julian Delphiki —dijo Rackham—. El otro niño pequeño a quien confiamos la salvación del mundo.
Bean sacudió la cabeza y se levantó.
—No tan pequeño ahora—dijo—. Y se está muriendo. Pero aceptaré su oferta porque me da esperanza para mi pequeña familia. Y aparte de eso, no tengo ninguna esperanza. Dígame dónde está Volescu e iré a verlo.
—Tendrás que encargarte de él tú mismo —dijo Rackham—. No podemos implicar a ningún agente de la F.I.
—Déme la dirección y yo haré el resto.
Bean se agachó de nuevo para salir de la habitación. Y temblaba cuando atravesó el parque, de vuelta a su oficina en el complejo de la Hegemonía. Enormes ejércitos se preparaban para enfrentarse en un esfuerzo por la supremacía. Y a un lado de ellos, ni siquiera en la superficie de la Tierra, había un puñado de hombres que pretendían utilizar aquellos ejércitos para sus propios fines.
Eran Arquímedes dispuestos a mover la Tierra porque finalmente tenían una palanca lo bastante grande.
Yo soy la palanca.
Y no soy tan grande como ellos creen. No tan grande como parezco. No puede hacerse.
Sin embargo tal vez merezca la pena hacerlo.
Así que dejaré que me utilicen para intentar mover el mundo y sacarlo de su antiquísimo sendero de competición y guerra.
Y yo los utilizaré a ellos para intentar salvar mi vida y la vida de mis hijos, que comparten mi enfermedad.
La posibilidad de que ambos proyectos tengan éxito es tan mínima que es mucho más probable que la Tierra sea golpeada primero por un meteorito gigantesco.
Pero claro, ellos probablemente ya tienen un plan para resolver el impacto de un meteorito. Probablemente tienen un plan para todo. Incluso un plan al que recurrir cuando yo... fracase.