Lucian caminaba con pasos pesados por las calles desiertas. La noche era fría, y el aire tenía un amargo sabor que le calaba hasta los huesos. El eco de sus pasos reverberaba en la acera, como si fuera el único ser vivo en la ciudad. Después de una larga y agotadora jornada de trabajo, solo quería llegar a casa, refugiarse en los brazos de su novia y olvidar, por un momento, el peso del mundo.
La relación con Ana, su novia, había sido su único consuelo en los últimos meses. El trabajo, cada vez más sofocante, parecía derrumbarse poco a poco. Rumores de recortes y despidos habían estado girando como buitres sobre su cabeza, y la presión era insoportable. Pero Ana... Ana siempre lo hacía sentir mejor.
A medida que se acercaba a la puerta de su apartamento, una sensación extraña le recorrió la espalda, como un mal presentimiento que no podía sacudirse. El picaporte estaba frío en su mano, pero antes de girarlo, se quedó unos segundos en silencio. Desde dentro, podía escuchar murmullos, apenas perceptibles. Lucian frunció el ceño, agudizando el oído, esperando que fuera solo su imaginación.
Giró la llave lentamente y abrió la puerta, intentando no hacer ruido. El interior del apartamento estaba oscuro, salvo por una tenue luz proveniente del dormitorio. Al fondo del pasillo, las voces se hicieron más claras. Eran susurros, íntimos... y dolorosamente familiares.
Su corazón empezó a latir con fuerza mientras avanzaba por el pasillo, cada paso haciéndole sentir como si su mundo se estuviera desmoronando. Al llegar a la puerta del dormitorio, entreabierta, escuchó el sonido inconfundible de risas sofocadas. Con el estómago retorcido, empujó la puerta lentamente.
Lo que vio lo dejó helado.
Ana, su Ana, estaba desnuda en la cama, enredada entre las sábanas con otro hombre. Pero no era cualquier hombre. Roberto, su superior en el trabajo, el mismo hombre que había hecho su vida un infierno en la oficina, estaba con ella. Ambos se detuvieron en seco cuando notaron su presencia. Las miradas se cruzaron por un breve instante, pero el impacto fue devastador.
El silencio que siguió fue insoportable. La traición, palpable.
Lucian retrocedió unos pasos, incapaz de procesar lo que acababa de ver. El dolor se mezclaba con la furia, y el aire parecía volverse pesado. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y salió del apartamento, la imagen de Ana y Roberto grabada en su mente como una marca indeleble. Afuera, el frío de la noche lo golpeó, pero no hizo nada para apagar el fuego que sentía arder en su interior.
Se alejaba del edificio, con la mente nublada, cuando escuchó pasos apresurados detrás de él.
"¡Lucian!" gritó una voz que ya no quería escuchar.
Cuando se giró, solo pudo ver el destello de metal reflejando la luz de una farola antes de que el cuchillo se hundiera profundamente en su abdomen.
Lucian sintió el frío acero penetrar su abdomen como una descarga eléctrica que lo paralizó por completo. El dolor era agudo y profundo, pero no tan devastador como la traición que ya ardía en su pecho. Cayó de rodillas mientras su mirada se clavaba en los ojos de Roberto, que ahora lo observaba con una expresión de indiferencia y satisfacción perversa. El cuchillo permanecía en su mano, goteando con la sangre que ahora empezaba a empapar la camisa de Lucian.
"Deberías haberlo dejado pasar, Lucian," dijo Roberto, con una calma que helaba la sangre. "Siempre has sido un perdedor... Nunca has tenido lo que se necesita." "La chupa como una diosa"
Lucian intentó responder, pero las palabras se ahogaban en su garganta. La sensación de ahogo se intensificaba con cada segundo que pasaba. Ana permanecía en la puerta, envuelta en una sábana, con los ojos abiertos de par en par pero sin decir nada. El frío de la traición se hundía más profundo que la herida física.
Roberto se acercó, observando cómo Lucian se tambaleaba, perdiendo rápidamente fuerzas. "No te preocupes. Nadie te extrañará. Ni siquiera ella."
Lucian cayó al suelo, sus manos aferrándose inútilmente a la herida, mientras su visión empezaba a oscurecerse. Su respiración se volvía entrecortada y el dolor que sentía en el pecho se extendía, robándole poco a poco lo que le quedaba de vida. El ruido del tráfico lejano y el murmullo del viento se desvanecían mientras sus pensamientos se volvían un caos de imágenes y recuerdos difusos.
Lo último que vio antes de que todo se volviera negro fue la cara de Roberto, el hombre que le había arrebatado todo.
El mundo a su alrededor se desvaneció, y con él, la vida que alguna vez conoció.
Pero incluso en la oscuridad, el odio persistía.
La oscuridad lo envolvía por completo. El dolor había desaparecido, junto con la sensación de frío que lo había paralizado en sus últimos momentos. No había sonidos, ni luces, ni nada que indicara que estaba consciente. Sin embargo, Lucian sabía que no estaba muerto del todo. Su mente seguía activa, pero atrapada en un vacío tan profundo como abismal.
"Así es como termina, ¿eh?", pensó, una mezcla de resignación y furia llenando sus pensamientos. Su muerte había sido tan patética como su vida. Engañado, traicionado y asesinado por dos personas que había dejado entrar en su vida. Personas que habían destruido lo poco que tenía.
El vacío parecía escucharlo, como si cada uno de sus pensamientos retumbara en un eco interminable, pero sin respuesta. Lucian se preguntaba si estaba atrapado en algún tipo de limbo eterno, condenado a revivir su miseria una y otra vez en la soledad absoluta. El odio que sentía no se desvanecía, más bien se intensificaba con cada segundo, con cada recuerdo de su traición.
De repente, algo cambió. No era un sonido ni una luz, sino una sensación. Una presencia. Una fuerza que lo llamaba desde lo más profundo de esa oscuridad. Lucian intentó moverse, aunque no tenía cuerpo físico en ese lugar, pero esa fuerza lo empujaba a responder, como si lo atrajera hacia algo más allá de la nada.
"¿Quieres vivir?" La voz surgió de la nada, profunda, retumbante, pero sin ningún eco. Era una voz antigua, como si existiera desde antes del tiempo mismo, y estaba dirigida directamente a él.
Lucian no necesitó pensarlo mucho. "Sí," pensó, con cada fibra de su ser gritando la respuesta. "Sí, quiero vivir."
"¿Qué estarías dispuesto a hacer por otra oportunidad?" preguntó la voz, deslizándose en la oscuridad como una serpiente. "¿Hasta dónde llegarías para reclamar lo que te arrebataron?"
Lucian sintió que la ira se transformaba en algo más denso y tangible dentro de él. "Haré lo que sea necesario," respondió, con un tono decidido. Ya no le importaba lo que el mundo pensara, ya no le importaban las reglas o las consecuencias. Solo quería una cosa: poder. Poder para hacer lo que quisiera. Poder para que nadie más pudiera traicionarlo.
Hubo una pausa prolongada, como si la entidad en la oscuridad estuviera considerando su respuesta. Luego, la voz se volvió más cercana, casi envolviéndolo.
"El odio te ha dado fuerza. Tu deseo te ha traído hasta mí." La voz se detuvo un momento antes de continuar. "Te otorgaré ese poder... pero el precio es más alto de lo que imaginas."
"Acepto." No le importaba el precio. Nada podría ser peor que lo que ya había sufrido.
De repente, la oscuridad se rompió como si una pared invisible hubiera sido derribada. Lucian sintió que caía, su consciencia arrastrada hacia algo desconocido. No sabía si estaba subiendo o descendiendo, pero la velocidad era vertiginosa. A su alrededor, fragmentos de luz y sombra se entrelazaban, formando imágenes distorsionadas de su vida pasada: la cara de Ana sonriendo, la mirada fría de Roberto, el cuchillo... Luego, todo se desvaneció en un torbellino de sensaciones.
Lucian despertó con un jadeo ahogado. El aire frío llenó sus pulmones, y por un momento, no pudo moverse. Parpadeó varias veces, esperando que su visión se aclarara, y cuando lo hizo, todo lo que vio fue un techo oscuro de madera. Se sentía extraño, pero no herido. Movió las manos, sintiendo la suavidad de unas mantas que lo cubrían.
Confusión y alarma invadieron su mente. Estaba... vivo. De alguna manera, había vuelto, pero algo no estaba bien. Levantó las manos hacia su rostro, y lo que vio lo dejó completamente desconcertado. Sus manos eran pequeñas, diminutas, como las de un niño.
El pánico lo recorrió. Se sentó bruscamente en la cama y miró alrededor, intentando entender qué estaba pasando. La habitación en la que se encontraba no era la de su apartamento. Era antigua, de piedra, con muebles de madera toscos y una pequeña ventana por la que apenas entraba luz.
"¿Qué...?" Sus palabras se cortaron cuando su voz sonó infantil, alta y aguda. Se miró las manos nuevamente, el tamaño de su cuerpo... Era un niño. ¿Qué diablos estaba pasando?
Antes de que pudiera procesar más, la puerta de la habitación se abrió lentamente, y una mujer entró. Parecía de mediana edad, con una expresión cansada pero amable. Su mirada se suavizó cuando lo vio despierto.
"Mi pequeño Lucian, ya estás despierto", dijo la mujer con una sonrisa. "Has dormido todo el día. Pronto te sentirás mejor."
Lucian no reconocía a esa mujer, pero lo llamaba como si fuera su hijo. Aún en estado de shock, no pudo hacer otra cosa más que asentir, permitiendo que la confusión tomara el control.
Todo había cambiado. Había renacido, pero en un lugar completamente nuevo. Una nueva vida. Un nuevo cuerpo. Y, sin embargo, el odio, la traición, y la promesa de poder aún ardían en su interior.