Y como si la inexpresividad no hubiera existido nunca, los iris de la niña
recuperaron la luz de repente.
—Abuelita, ¿podría comer algo dulce? —pidió.
—¿Qué? —replicó Xan; su pánico iba en aumento a pesar de que los ojos
de la niña acababan de recuperar la luz. La miró con atención.
Luna movió la cabeza con energía de un lado a otro, como si quisiera
sacudirse el agua de los oídos.
—Dulce —dijo muy despacio—. Me apetece algo dulce. —Frunció el
ceño—. Por favor —añadió.
Y la bruja acató su deseo. Hurgó en el interior de un bolsillo y extrajo un
puñado de frutos del bosque secos. La niña los masticó pensativa. Miró a su
alrededor.
—¿Por qué estamos aquí, abuelita?
—Siempre estamos aquí —dijo Xan.
Examinó con atención el rostro de la niña. ¿Qué estaba pasando?
—Pero ¿por qué? —Luna seguía mirando a su alrededor—. ¿No
estábamos fuera? —Hizo un mohín—. No... —empezó a decir y se
interrumpió—. No recuerdo...
—Quiero darte tu primera lección, cariño.
El rostro de Luna se ensombreció, y Xan hizo una pausa. Acarició la
mejilla de la niña. Las oleadas de magia habían desaparecido. Si hacía un
gran esfuerzo de concentración, podía percibir el tirón gravitatorio de aquella
pepita densa de poder, encerrada como en el interior de una nuez. O de un
huevo.
Decidió volver a intentarlo.
—Luna, cariño. ¿Sabes qué es la magia?
Y una vez más, la mirada de la chiquilla se volvió inexpresiva. Se quedó
inmóvil. Apenas respiraba. Era como si todo lo que constituía Luna —luz,
movimiento, inteligencia— se hubiera esfumado.
Xan se quedó de nuevo a la espera. Esta vez, la luz tardó incluso más en
regresar, y Luna en recuperarse. La niña miró a su abuela con una expresión
de curiosidad. Miró a la derecha y luego a la izquierda. Frunció el ceño.
—¿Cuándo hemos venido aquí, abuelita? —preguntó—. ¿Me he quedado
dormida?
Xan se incorporó y empezó a deambular de un lado a otro. Se detuvo
junto a la mesa de los inventos y observó los motores, los hierros, la madera,
el cristal, los libros repletos de diagramas complicados e instrucciones. Cogió
con una mano un pequeño motor y con la otra un muelle que tenía las puntas
tan afiladas que se pinchó sin querer el pulgar y sangró un poco. Miró a Luna
e imaginó el mecanismo del interior de la niña, marcando rítmicamente el
avance hacia su decimotercer cumpleaños, tan regular e inexorable como un
reloj.
O, al menos, así era como tenía que funcionar el hechizo. Nada en su
elaboración hacía mención de aquella especie de... inexpresividad. ¿Se habría
equivocado en algo?
Decidió probar otra táctica.
—¿Qué haces, abuelita? —preguntó Luna.
—Nada, cariño —dijo Xan.
Estaba trajinando en la mesa mágica para preparar un cristal de
visualización con madera terrestre, vidrio de meteorito fundido, un poco de
agua y un único orificio en el centro para dejar pasar el aire. Era uno de sus
mejores trabajos. Luna parecía no haberlo visto en su vida. Seguía mirando
de un lado a otro. Xan depositó el cristal entre ellas y miró a la niña a través
del orificio.
—Me gustaría contarte una historia, Luna —dijo la anciana.
—Me encantan las historias —dijo la pequeña con una sonrisa.
—Érase una vez una bruja que encontró un bebé en el bosque —comenzó
Xan.
A través del cristal de visualización, discernía el vuelo de sus palabras
polvorientas hacia los oídos de la niña. Podía ver también cómo las palabras
se separaban en el interior del cráneo. Así, la palabra «bebé» se quedó
flotando unos instantes y pasó de los centros de la memoria al de las
estructuras imaginativas y a los lugares donde al cerebro le gusta jugar con
palabras de sonido agradable. «Bebé, bebé, bbbebbbééé», una y otra vez. Los
ojos de Luna empezaron a oscurecerse.
—Cuando tú eras muy muy pequeña —dijo Xan—, te saqué fuera para
que vieses las estrellas.
—Siempre salimos a ver las estrellas —la interrumpió Luna—. Todas las
noches.
—Sí, sí —dijo Xan—. Presta atención. Una noche, hace mucho tiempo,
mientras mirábamos las estrellas, recogí su luz con la punta de los dedos y te
la di a comer, como si fuese miel de un panal.
Y la mirada de Luna se volvió inexpresiva. Movió la cabeza de un lado a
otro como si se estuviera quitando telarañas.
—Miel —dijo muy despacio, como si la palabra fuese una carga
impresionante.
Xan se mostró imperturbable.
—Y entonces —insistió—, una noche, la abuelita no se dio cuenta de que
había luna llena, no vio que estaba baja y enorme en el cielo, y extendió la
mano para capturar luz de estrellas y te dio por error luz de luna. Y así fue
como quedaste enmagizada, cariño. De ahí proviene tu magia. Bebiste de la
luna y ahora la luna está llena en tu interior.
Era como si no fuese Luna la que estaba sentada en el suelo, sino una
imagen suya. Ni siquiera parpadeó. Su rostro permaneció inmóvil, como si
estuviera hecho de piedra. Xan agitó la mano delante de la cara de la niña y
no pasó nada. Nada de nada.
—Ay de mí —dijo Xan—. Ay de mí, ay de mí.
Xan cogió a la niña en brazos y, llorando, cruzó corriendo la puerta para
ir en busca de Glerk.
La niña necesitó casi toda la tarde para recuperarse.
—Vaya —dijo Glerk—. Estamos metidos en un buen berenjenal.
—Ni mucho menos —le espetó Xan—. Estoy segura de que es temporal
—añadió, como si con solo decirlo pudiera ser cierto.
Pero no. Era la consecuencia del hechizo de Xan: la niña era incapaz de
aprender nada sobre magia. No podía oír hablar de ella, no podía conversar
sobre ella, no podía ni siquiera conocer la existencia de la palabra. Cada vez
que oía alguna cosa relacionada con la magia, era como si su consciencia, su
chispa y su alma desaparecieran. Y Xan no tenía ni idea de si la semilla
encerrada en el cerebro de Luna estaba adquiriendo aquellos conocimientos o
si los estaba ignorando por completo.
—¿Qué haremos cuando llegue a esa edad? —preguntó Glerk—. ¿Cómo
le enseñarás entonces?
«Porque lo más seguro es que entonces mueras —pensó Glerk, aunque no
lo dijo—. La magia de Luna se abrirá y la tuya se esfumará, y tú, mi
queridísima Xan, con quinientos años de edad —reflexionó, y las grietas de
su corazón se hacían cada vez más profundas—, ya no dispondrás de magia
en tu interior para seguir con vida.»
—A lo mejor no crece más —dijo Xan con desesperación—. Quizá se
quede así para siempre y no tenga que despedirme nunca de ella. Tal vez me
haya equivocado con el hechizo y su magia nunca vuelva a emerger. A lo
mejor resulta que nunca la tuvo.
—Sabes que todo eso que dices no es cierto —sentenció Glerk.
—Podría serlo —contraatacó Xan—. No lo sabes. —Hizo una pausa
antes de seguir hablando—. La alternativa es demasiado dolorosa para ser
contemplada.
—Xan... —empezó a decir Glerk.
—La tristeza es peligrosa —le espetó la bruja. Y resopló.
La conversación se repitió una y otra vez, siempre sin resolución. Al
final, Xan se negó a hablar más del tema.
Empezó a repetirse que la niña nunca había sido mágica. Y cuanto más se
lo repetía, más podía convencerse de que era cierto. Y si resultaba que Luna
había sido mágica en su día, su poder estaba ahora almacenado y no
representaba ningún problema. Y tal vez siguiera guardado para siempre.
A lo mejor resultaba que ahora Luna era una niña normal. Una niña
normal. Xan se lo repetía una y otra vez. Lo decía tantísimas veces que tenía
que ser cierto. Y eso era lo que le contaba a la gente de las Ciudades Libres
cuando le preguntaban. «Una niña normal», les decía. Les contaba también
que Luna era alérgica a la magia. «Urticaria —les explicaba—. Convulsiones.
Picor en los ojos. Malestar de estómago.» Pedía a todo el mundo que jamás
mencionara nada relacionado con la magia en presencia de la niña.
Y la gente obedecía. Todo el mundo seguía los consejos de Xan al pie de
la letra.
Luna, entretanto, tenía un mundo entero del que aprender: ciencia,
matemáticas, poesía, filosofía, arte. Con eso bastaría, seguro. Crecería como
cualquier niña, y Xan continuaría como siempre: mágica, envejeciendo
lentamente, inmortal. Nunca tendría que despedirse, seguro.
—Esto no puede seguir así —indicaba continuamente Glerk—. Luna
necesita saber qué lleva dentro. Necesita conocer cómo funciona la magia.
Necesita saber qué es la muerte. Necesita estar preparada.
—No tienes ni idea de lo que dices —replicó un día Xan—. Es una niña
normal y corriente. Y si antes no lo era, ahora sí, a buen seguro. He
recuperado mi magia... y, en cualquier caso, apenas la uso. No es necesario
inquietarla con eso. ¿Qué necesidad hay de hablar de la amenaza de una
pérdida? ¿Por qué provocarle esta tristeza? Es peligroso, Glerk. ¿Lo
recuerdas?
Glerk arrugó la frente.
—¿Por qué pensamos así? —preguntó.
Xan hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No tengo ni idea.
Y así era. Lo había sabido, en su día, pero el recuerdo se había esfumado.
Olvidar era lo más fácil.
Y así, Luna fue creciendo.
Sin saber nada acerca la luz de estrellas, la luz de luna o la pepita que
tenía encerrada detrás de la frente. Sin recordar que había enconejizado a
Glerk ni que brotaban flores allí donde pisaba, sin conocer el poder que,
incluso en aquellos momentos, seguía marcando el ritmo y palpitando,
palpitando, palpitando inexorablemente hacia su punto final. Sin saber nada
acerca de la dura semilla de magia que se preparaba para abrirse en su
interior.
Sin tener ni idea de nada de nada.
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