Capítulo VI
EN EL QUE KERABÁN ENCUENTRA NUEVOS PERSONAJES EN LA POSADA DE KISSAR
La posada de Kissar, como todas las construcciones de aquel género, está perfectamente apropiada para el servicio de los viajeros que se detienen allí antes de entrar en Trebisonda. Su jefe, su guardián, como quiera llamársele, un turco llamado Kidros, muy sagaz, más astuto que lo suelen ser de ordinario los de su raza, la administraba con gran cuidado. Trataba de tener contentos a sus pasajeros huéspedes, con gran ventaja de sus intereses, que entendía a la perfección. Estaba siempre de su parte aunque se tratase de arreglar recibos o cuentas, previamente subidos de precios, de manera de poderlos reducir a un total muy remunerador todavía, y esto por pura condescendencia a tan honorables viajeros.
He aquí en lo que consistía la posada de Kissar: un vasto patio cerrado por cuatro paredes, con ancha puerta que daba al campo. A cada lado de la puerta, dos garitas, adornadas con el pabellón turco, desde cuya altura se podían vigilar los alrededores, en el caso en que los caminos no estuviesen seguros. En el espesor de aquellos muros había cierto número de puertas que daban acceso a las habitaciones aisladas, donde los viajeros iban a pasar la noche, porque era raro que estuviesen ocupadas durante el día. Al borde del patio, algunos sicómoros proyectaban alguna sombra sobre el arenoso suelo, al que el sol del mediodía alumbraba con sus rayos. En el centro, un pozo a flor de tierra, servido por el infinito rosario de una noria, cuyos arcaduces podían vaciarse en una especie de pila que formaba un estanque semicircular. Afuera había una hilera de bojes, resguardados bajo techado, en donde los caballos encontraban alimento en cantidad suficiente. Más atrás había postes, a los que se ataban mulas y dromedarios, menos acostumbrados que los caballos a una cuadra.
Aquella noche, la posada, sin estar enteramente ocupada, contaba con cierto número de viajeros, los unos en camino para Trebisonda, los otros en camino para las provincias del Este. Armenia, Persia o Curdistán. Una
veintena de habitaciones estaban ocupadas, y la mayor parte de sus huéspedes dormían.
A las nueve, tan sólo dos hombres se paseaban por el patio. Hablaban con viveza, y no interrumpían su conversación más que para ir a arrojar fuera una mirada de impaciencia.
Aquellos dos hombres, vestidos con trajes sencillos, para no llamar la atención de los que paseaban o de los viajeros, eran Saffar y su intendente Scarpante.
—Os lo repito, señor Saffar —decía este último—: ésta es la posada de
Kissar. Aquí es, y hoy mismo, donde la carta de Yarhud nos cita.
—¡Es infame! —exclamó Saffar—. ¿Cómo es que no ha llegado todavía?
—No puede tardar.
—¿Y por qué esa idea de traer aquí a la joven Amasia, en vez de conducirla directamente a la ciudad de Trebisonda?
Según se ve, Saffar y Scarpante ignoraban el naufragio del Güidar, y sus consecuencias.
—La carta que Yarhud me ha dirigido —repuso Scarpante— venía del puerto de Atina. No dice nada de la joven, y sólo se limita a rogarme que venga esta noche a la posada de Kissar.
—¡Y todavía no está aquí! —exclamó Saffar, dando algunos pasos hacia la puerta—. ¡Ah!, me consume la impaciencia. Tengo el presentimiento de que alguna catástrofe…
—¿Por qué, señor Saffar? El tiempo ha sido muy malo en el mar Negro. Es probable que la embarcación no haya podido llegar a Trebisonda, y haya sido arrojada por la tempestad al puerto de Atina…
—¿Y quién nos dice, Scarpante, que Yarhud haya podido salir bien de su cometido al intentar el rapto de la joven en Odesa?
—Yarhud es no tan sólo un atrevido marino, señor Saffar —respondió
Scarpante—, sino también un hombre hábil.
—La habilidad no es suficiente para algunos casos —respondió con tranquila voz el capitán maltés, que desde hacía algunos instantes permanecía inmóvil en el umbral de la posada.
Saffar y Scarpante se habían vuelto, y el intendente exclamó:
—¡Yarhud!
—¡Por fin! —dijo Saffar, dirigiéndose a él con brutalidad.
—¡Sí, señor Saffar —respondió el capitán, que se Inclinó respetuosamente—, sí… heme aquí… por fin!
—¿Y la hija del banquero Selim? —preguntó Saffir—. ¿Es que acaso no has podido conseguir tu propósito?
—La hija del banquero —respondió Yarhud— fue secuestrada hace cerca de seis semanas, poco después de la partida de su futuro esposo Ahmet, obligado a seguir a su tío en un viaje alrededor del mar Negro. Inmediatamente hice vela a Trebisonda, pero con ritos tiempos de equinoccio mi barco fue rechazado y, a pesar de todos mis esfuerzos, vino a estrellarse contra las rocas de Atina, en donde ha perecido toda mi tripulación.
—¡Toda la tripulación! —exclamó Scarpante.
—Sí.
—¿Y Amasia? —preguntó vivamente Saffar, a quien la pérdida del Güidar
no daba mucho cuidado.
—Se ha salvado —respondió Yarhud—; con la joven esclava que la acompañaba.
—Pero, si se ha salvado… —preguntó Scarpante.
—¿En dónde está? —exclamó Saffar.
—¡Señor! —respondió el capitán maltés—, la fatalidad está en contra mía, o mejor dicho, contra vos.
Habla, pues —replicó Saffar con actitud amenazadora.
—La hija del banquero Selim —respondió Yarhud— ha sido salvada por Ahmet, su futuro esposo, al que la casualidad había llevado al teatro del naufragio.
—¿Salvada por él? —exclamó Scarpante.
—¿Y ahora? —preguntó Saffar.
—Ahora la joven, bajo la protección de Ahmet, del tío de éste, y algunas personas que les acompañan, se dirigen a Trebisonda. Desde allí deben ir a Scutari para la celebración del matrimonio, que debe efectuarse a fines de este mes.
—¡Torpe! —exclamó Saffar—. ¡Haber dejado escapar a Amasia, en vez de salvarla tú!
—Lo hubiese hecho, incluso con peligro de mi vida, señor Saffar
—respondió Yarhud—; y en este momento estaría en vuestro palacio de Trebisonda si eso Ahmet no se hubiese encontrado allí en el momento del naufragio del Güidar.
—¡Ah!, eres indigno de las misiones que te confío —replicó Saffar, que no pudo contener un movimiento de cólera.
—¿Queréis escucharme, señor Saffar? —dijo entonces Scarpante—. Con un poco de paciencia podéis reconocer que Yarhud ha hecho todo lo que ha podido.
—¡Todo! —respondió el capitán maltés.
—Todo, no es bastante —respondió Saffar— cuando se trata de cumplir mis órdenes.
—Lo pasado, pasado está, señor Saffar —repuso Scarpante—. Pero examinemos el presente, y veamos los sucesos que nos ofrece. La hija del banquero Solim podía no haber sido secuestrada en Odesa… y lo ha sido. Podía haber perecido en el naufragio del Güidar… y, sin embargo, vive. Podía ser la esposa de ese Ahmet… y, sin embargo, no lo es. Por lo tanto, nada se ha perdido.
—No… nada… —respondió Yarhud—. Después del naufragio, he seguido,
he espiado a Ahmet y a mii compañeros desde su partida del puerto de Atina. Viajan sin desconfianza, y el camino todavía es largo, través de toda Anatolia, desde Trebisonda hasta las riberas del Bósforo. Porque ni la joven Amasia ni mi sirvienta saben cuál era el destino del Güidar. Además, nadie conoce ni al señor Saffar, ni a Scarpante. ¿No podía tenderse a aquella pequeña caravana una emboscada, y…?
—¡Scarpante! —respondió fríamente Saffar—, ese joven me hace falta. Si la fatalidad está en contra mía, yo sabré luchar contra ella. No se podrá decir que uno de mis deseos no ha sido satisfecho.
—Y lo será, señor Saffar —respondió Scarpante—. Si, entre Trebisonda y Scutari, en esas desiertas regiones, será posible… aun fácil… preparar una emboscada a esa pequeña caravana… ya dándole un guía que sabrá extraviarla, ya atacándola con una tropa de hombres pagados por vos. Pero esto es obrando por la fuerza; mas si la astucia puede emplearse, es mejor.
—¿Y cómo emplearla? —preguntó Saffar.
—Dices, Yarhud —repuso Scarpante, dirigiéndose ni capitán maltés—, dices que Ahmet y sus compañeros se dirigen ahora tranquilamente a Trebisonda.
—Sí, Scarpante —respondió Yarhud—; y añado que seguramente pasarán esta noche en el parador de Klusar.
—Pues bien —preguntó Scarpante—, ¿no podríamos imaginar algún impedimento, alguna causa… que la detuviese…, que separase a la joven Amasia de su prometido?
—Mejor confío en la fuerza —respondió brutalmente Saffar.
—Sea —dijo Scarpante—; la emplearemos si fracasa la astucia. Pero dejadme aguardar aquí…
—¡Silencio, Scarpante —dijo Yarhud, cogiendo del brazo al intendente—;
no estamos solos!
En efecto, dos hombres acababan de entrar en el patio. Uno de ellos era Kidros, el dueño de la posada: ni otro, un personaje importante (al oírle por lo menos) y que conviene presentemos al lector.
Saffar, Scarpante y Yarhud se escondieron en un rincón oscuro del patio. Desde allí podían escuchar a su gusto, y aún más fácilmente, pues el personaje susodicho no se hacía de rogar para hablar con una voz alta y altanera. Era un señor curdo. Se llamaba Yanar. La región montañosa del Asia, que comprende la antigua Asiría y la antigua Media, se denomina Curdistán en la geografía moderna. Se divide en Curdistán turco y Curdistán persa, según confine con Persia o con Turquía. El Curdistán turco, que forma los bajalatos de Chechrezur y Mosul, así como una parte de los de Van y Bagdad, cuentan con muchos cientos de miles de habitantes, y entre ellos Yanar, llegado la víspera a la posada de Kissar, con su hermana la noble Sarabul.
Yanar y su hermana habían abandonado Mosul desde hacía dos meses, y viajaban por placer. Se dirigían los dos a Trebisonda, en donde pensaban detenerse algunas semanas. La noble Sarabul (así se la denominaba en su bajalato natal), a la edad de treinta y dos años era viuda ya de tres señores curdos. Aquellos diversos esposos no habían podido consagrar a la felicidad de su esposa más que una vida desgraciadamente muy corta. Su viuda, muy agradable de talle y figura, se encontraba en la situación de un# mujer que se dejaría voluntariamente consolar por un cuarto marido de la pérdida de los otros tres. Cosa difícil de realizar, por poco que se la conociese, aunque fuese rica y de buen origen, porque, por la impetuosidad de su carácter y la violencia de su temperamento curdo, se arriesgaba a amedrentar a cualquier pretendiente a su mano, si se presentaba. Su hermano Yanar, que se había constituido su protector, su guardia de corps, la había aconsejado que viajase; el azar flota continuamente sobre los viajes. He aquí por qué aquellos personajes, abandonando su Curdistán, se encontraban entonces camino de Trebisonda.
Yanar era un hombre de cuarenta y cinco años, su elevada estatura y su fisonomía feroz indicaban su mal genio, era uno de esos ogros que han venido al mundo frunciendo las cejas. Con la nariz aguileña, los ojos profundamente hundidos en sus órbitas, la cabeza afeitada, y sus enormes bigotes, más bien se aproximaba al tipo armenio que al turco. Con un alto bonete de fieltro forrado de una tela de seda de un rojo vivo: vestido con una túnica de mangas abierta, bajo una chaqueta bordada de oro, y de un largo pantalón que le caía hasta los tobillos; calzado con unas botas de cuero guarnecidas de pasamanería, con las cañas plegadas; en la cintura
un chal de lana, en el que se sostenía toda una panoplia de puñales, pistolas y yataganes, presentaba una figura verdaderamente terrible. Así es que Kidros no le hablaba más que con una extrema deferencia, en la actitud de un hombre que se viera obligado a dar las gracias delante de la boca de un cañón cargado de metralla.
—Sí, señor Yanar —decía entonces Kidros, acompañando cada una de sus palabras con los gestos más expresivos—, os repito que el juez va a llegar esta misma noche, y que mañana por la mañana, desde el alba, procederá a la información.
—Kidros —respondió Yanar—, sois el dueño de la posada, y que Alá os estrangule si no tenéis cuidado de que los viajeros estén en seguridad aquí.
—¡Cierto, señor Yanar, cierto!
—Pues bien, la última noche, malhechores, ladrones o quien fuere, han penetrado… han tenido la audacia de penetrar en el cuarto de mi hermana, la noble Sarabul.
Y Yanar mostraba una de las puertas abiertas en el muro que cerraba el patio por la derecha.
—¡Cobardes! —exclamó Kidros.
—Y no abandonaremos la posada —repuso Yanar— sin que hayan sido descubiertos, detenidos, juzgados y ahorcados.
¿Había habido verdaderamente tentativa de robo durante la precedente noche? Kidros no acababa de convencerse. Lo cierto es que la desconsolada viuda despertada por algún motivo, había abandonado su habitación, asustada, dando gritos, llamando a su hermano; que toda la posada había sido puesta en movimiento, y que los malhechores, admitiendo que existieran, habían escapado sin dejar el menor rastro.
Fuera lo que fuese, Scarpante, que no perdía ni una j sola palabra de aquella conversación, se preguntó qué partido podría tomar en aquella aventura.
—¡Porque nosotros somos curdos! —repuso Yanar, irguiéndose para dar a esta palabra toda su importancia—; somos curdos de Mosul, curdos de la
gran capital de Curdistán, y no admitiremos jamás que se causen perjuicios a curdos, sin que una justa reparación se obtenga por justicia.
—Pero, señor, ¿qué perjuicio? —Osó decir Kidros, retrocediendo algunos pasos por prudencia.
—¿Qué perjuicio? —exclamó Yanar.
—¡Sí, señor! Sin duda algunos malhechores han intentado introducirse la última noche en la habitación de vuestra hermana, pero, al fin, nada han robado…
—¡Nada! —respondió Yanar—, nada… En efecto, pero gracias al valor de mi hermana, gracias a su energía. Maneja con la misma facilidad la pistola y el yatagán.
—Por eso —repuso Kidros— los malhechores han huido.
—Han hecho bien, Kidros. La noble, la valiente Sarabul los hubiese exterminado de dos en dos, de cuatro en cuatro. Por lo cual esta noche permanecerá armada como yo lo estoy, y desgraciado al que osare aproximarse a su habitación.
—Comprended, señor Yanar —repuso Kidros—, que no hay nada que temer, y que esos ladrones (si son ladrones) no se aventurarán a…
—¡Cómo, si son ladrones! —exclamó Yanar con voz de trueno—. ¿Y qué queréis que sean esos bandidos?
—Tal vez… algunos presuntuosos… algunos locos… —respondió Kidros, que quería defender el crédito de su establecimiento—. ¡Sí…!, ¿por qué no…? Algún enamorado atraído… arrastrado… por los encantos de la noble Sarabul.
—Por Mahoma —respondió Yanar, llevándose la mano a su panoplia—, estaría bien eso. Se trataría del honor de una curda. Entonces no sería bastante, encarcelarle, empalarle. El más espantoso suplicio no sería suficiente… a menos que el audaz no tuviese una posición y una fortuna que le permitiesen reparar su falta.
—Por Dios, ¿queréis calmaros, señor Yanar? —respondió Kidros—. Tened paciencia. La información nos liará conocer el autor o los autores de ese
atentado. Os lo repito, he llamado al juez. Yo mismo he ido a buscarle a Trebisonda, y, cuando se lo he contado, me ha asegurado que había un medio (un medio seguro) de descubrir a los delincuentes.
—¿Y qué medio es ése? —preguntó Yanar.
—Lo ignoro —respondió Kidros—; pero el juez asegura que ese medio es infalible.
—Sea —dijo Yanar—; veremos eso mañana. Me retiro a mi cuarto, pero estaré en guardia, en guardia y armado.
Diciendo esto, el terrible personaje se dirigió hacia su cuarto, situado al lado del de su hermana; una vez all��, se volvió por última vez, extendiendo el brazo en actitud amenazadora hacia el patio de la posada, exclamó con una voz formidable:
—No se juega con el honor de una curda. Después desapareció.
Kidros respiró entonces con tranquilidad.
—En fin —dijo—, veremos cómo acaba esto. En cuanto a ladrones, si alguna vez los ha habido, más vale que se hayan escapado.
Durante aquel tiempo, Scarpante conversaba en voz baja con Saffar y
Yarhud.
—¿Pretendes acaso…? —preguntó Saffar.
—Pretendo suscitar aquí mismo a ese Ahmet alguna desagradable aventura, que pudiera entretenerle algunos días en Trebisonda y separarle de su prometida.
—Sea; pero si fracasa la astucia…
—Entonces, usaremos la fuerza —dijo Scarpante.
En aquel momento Kidros percibió a Saffar, Scarpante y Yarhud, a quienes no había visto todavía. Avanzó hacia ellos, y con tono muy amable dijo:
—¿Qué esperáis, señores?
—Unos viajeros, que deben llegar de un momento a otro para pasar la noche en la posada —respondió Scarpante.
En aquel momento se oyó fuera el ruido de una caravana, cuyos caballos o mulas se detenían a la puerta exterior.
—Quizá lleguen ahora —dijo Kidros.
Y se dirigió al encuentro de los recién llegados.
—En efecto —exclamó, deteniéndose a la puerta—, he aquí viajeros que vienen a caballo. Algunos ricos personajes, sin duda, a juzgar por su fisonomía… ¿Qué menos puedo hacer que ofrecerles mis servicios?
Y salió.
Pero, al mismo tiempo que él, Scarpante se había adelantado hasta la entrada del patio para ver a los recién llegados.
—¿Serán esos viajeros Ahmet y sus compañeros? —preguntó, dirigiéndose al capitán maltés.
—¡Son ellos! —respondió Yarhud, que retrocedió vivamente a fin de no ser reconocido.
—¿Ellos? —exclamó Saffar, adelantándose a su vez, pero sin salir del patio de la posada.
—Sí —respondió Yarhud—; he aquí a Ahmet, a su novia…, su esclava…, los dos criados.
—Permanezcamos ocultos —dijo Scarpante, haciendo una señal a Yarhud para que se escondiese.
—Ya se oye la voz del señor Kerabán —repuso el capitán maltés.
—¿Kerabán…? —exclamó vivamente Saffar. Y se precipitó hacia la puerta.
—Pero ¿qué os sucede, señor Saffar? —preguntó Scarpante muy sorprendido—. ¿Por qué ese nombre de Kerabán os causa tal emoción?
—¡Él… es él…! —respondió Saffar—. Es el viajero con quien me encontré en el ferrocarril del Cáucaso…, que disputó conmigo y quiso impedir el paso a mis caballos.
—¿Os conoce?
—Sí…, y no me sería difícil continuar aquí aquella disputa…, detenerle…
—¡Eh, eso no detendría a su sobrino! —respondió
Scarpante.
—¡Yo sabría desembarazarme del sobrino como del tío!
—¡No… no…, nada de disputas…, nada de ruido! —respondió Scarpante insistiendo—. Creedme, señor Saffar; ¡que ese Kerabán no pueda sospechar vuestra presencia aquí! ¡Que no sepa que Yarhud ha robado a la hija del banquero Selim por vuestra cuenta…! Sería arriesgarse a perderlo todo.
—Sea —dijo Saffar—; me retiro y me fío de tu habilidad, Scarpante. Pero sal bien de tu empresa.
—Saldré bien, señor Saffar, si me dejáis obrar. Volved a Trebisonda esta misma tarde.
—Volveré.
—Tú también, Yarhud, abandona al instante la posada —repuso
Scarpante—. Te conocen, y no es conveniente que te reconozcan.
—Helos ahí —dijo Yarhud.
—¡Dejadme…, dejadme solo! —exclamó Scarpante, rechazando al capitán del Güidar.
—Pero ¿cómo podemos alejamos sin ser vistos? —preguntó Saffar.
—¡Por aquí! —respondió Scarpante, abriendo la puerta situada en el tabique de la izquierda, y que daba acceso al campo.
Saffar y el capitán maltés salieron en seguida.
—¡Era tiempo! —se dijo Scarpante—. Y ahora tengamos alerta la vista y el oído.