— Es inaudito juzgar a tus compañeros, ahora lo entiendo — expresó Beaumont, reconociendo la validez de las palabras de Hans. — Si confías tanto en ellos es porque son auténticos merecedores de llamarse amigos tuyos. Me disculpo con ustedes, capitanes. Desde hoy están consagrados al ejército de Boscovania y será su responsabilidad ganarse el respeto y la confianza de mis soldados más adelante. Mientras tanto, quiero saber si alguien tiene alguna objeción.
La multitud uniformada se mantuvo en silencio, aunque algunos estaban en desacuerdo, nadie se atrevió a cuestionar la decisión de Beaumont.
— Perfecto. Descansen soldados... Ya pueden marcharse — añadió Beaumont, dando un giro hacia la edificación. — Hans, ya podemos entrar.
Los capitanes siguieron a Hans hacia el imponente edificio, observando con asombro cuando entraron. Quedaron perplejos al descubrir un ascensor subterráneo en medio de un gigantesco salón, custodiado por al menos cincuenta guardias. La atmósfera cargada de misterio y anticipación los envolvía mientras se preparaban para adentrarse en lo desconocido.
— Síganme por aquí — indicó Beaumont con una sonrisa amable, invitándolos a seguirlo.
Los capitanes, junto con Hans, abordaron el ascensor, sintiendo la velocidad vertiginosa mientras descendían a más de 2 kilómetros bajo la superficie. La sorpresa fue aún mayor cuando las paredes rocosas llenas de hexodanio se revelaron ante ellos. Cuando el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, Beaumont los condujo hacia una imponente máquina plateada.
— Les presento mi centro de control nuclear, esta es mi mayor arma hasta el momento — anunció Beaumont con un tono orgulloso y una sonrisa que rozaba lo maquiavélico. — Una bomba de gas que, lanzada a una altura precisa, podría extinguir una ciudad entera sin necesidad de disparar una sola bala. Es una maravilla en caso de emergencia.
Los capitanes observaban perplejos la tecnología desconocida que les rodeaba, los paneles holográficos y las pantallas de control no se parecían a nada que hubieran visto antes. Mientras tanto, Beaumont los guio por un pasillo con varias puertas de seguridad que protegían el acceso a otras áreas. Entraron en una habitación mediana llena de armas y tecnología inusual, claramente de origen imperial. Velázquez mostró un interés particular al verlas.
— ¡Imposible! ¿Cómo has logrado mantener esas armas intactas? — preguntó Hawkins, completamente estupefacto.
— Fue un desafío, perdimos a varios hombres en el proceso, y las explosiones radioactivas causadas por la autodestrucción de las armas fueron un verdadero problema. Pero seguramente entenderán que esa información es confidencial, ¿verdad? — respondió Beaumont con calma, aunque su tono insinuaba la seriedad de la situación.
Un breve silencio tenso llenó la habitación hasta que Velázquez rompió el hielo con otra pregunta.
— ¿Entonces estas armas sirvieron de modelo para las que ha fabricado, Señor Beaumont? — inquirió con un deje de nerviosismo en su voz.
— Solo puedo asegurarles que mis armas están lejos de ser las más letales del arsenal imperial. De hecho, esas bombas que el imperio utilizó en su último combate ni siquiera son tan impresionantes. Si el imperio quisiera, podría destruir este planeta en un abrir y cerrar de ojos — respondió Beaumont, dejando en el aire un sentimiento de inquietud.
El 26 de agosto, en Maldonado, Norvania, el sol poniente teñía los altos muros de la ciudadela con tonos dorados mientras el general Voznikov, acompañado por un destacamento de su guardia personal, llegaba a las imponentes puertas principales. La brisa fresca del norte jugueteaba con los estandartes que ondeaban majestuosamente sobre las almenas, marcando la entrada a uno de los bastiones más importantes de la Coalición de Seguridad Global (CSG).
Con paso firme pero respetuoso, Voznikov avanzó hacia el gran salón donde aguardaban los Jerarcas, los líderes indiscutibles de la CSG. La magnificencia del lugar se hacía evidente en cada detalle: desde los tapices que adornaban las paredes hasta los tronos de ébano tallado donde se sentaban los poderosos líderes.
Al atravesar las puertas, el general fue recibido con una reverencia por parte de los guardias que custodiaban la entrada al salón. Allí, en el centro de la estancia, los Jerarcas aguardaban en silencio, rodeados por una atmósfera cargada de solemnidad y autoridad.
Sin embargo, lo que parecía un acto de bienvenida pronto se convirtió en un ritual siniestro y oscuro. Los guardias le despojaron del uniforme y lo sumergieron en una mezcla de hierbas y sangre. Luego, le marcaron la frente con una cruz negra de cenizas y lo vistieron con una toga blanca, que contrastaba con el carmesí de la sangre que aún goteaba de su cuerpo. Voznikov se sintió como si estuviera siendo preparado para un sacrificio.
A pesar de la inquietud que lo embargaba, Voznikov se detuvo ante los Jerarcas, manteniendo su postura erguida y su mirada firme. Con un gesto de respeto, hizo una reverencia ante los poderosos líderes de la CSG, mostrando su reconocimiento hacia su poder y autoridad.
— Bienvenido, Voznikov. Ahora que estás en nuestra presencia, ¿qué tienes que decirnos? — preguntó Cermalus, uno de los siete jerarcas, con una voz que parecía emerger de las sombras, cargada de desconfianza y misterio.
A pesar de intentar sonar seguro y confiado, la voz de Voznikov temblaba ligeramente al responder.
— Sé que el proyecto Nephilim no se ha podido realizar por mi incompetencia, pero les aseguro que mis hombres conseguirán la sangre de los Erradicadores.
Palladium, el líder de los jerarcas, se levantó de su silla, envuelto en su capa negra y con su rostro oculto en las sombras, emanando una presencia imponente y siniestra que helaba la sangre.
— ¿Y tú, Voznikov? ¿Qué harás mientras tus hombres cumplen con su trabajo? — preguntó con una mirada fría y despiadada, que parecía penetrar en el alma del general.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Voznikov al enfrentar la implacable mirada de Palladium. Sabía que su respuesta podía determinar su destino.
— No estaré en mi cuartel, señor. Me encargaré personalmente de que esta misión sea un éxito — afirmó con determinación, aunque su voz revelaba un atisbo de aprensión.
De repente, Palladium golpeó con fuerza el brazo de Voznikov con su bastón. La sangre salpicó en el suelo alfombrado y el general cayó al suelo, jadeando de dolor.
— Esta misión estaba destinada a ti, Voznikov — declaró Palladium con voz gélida, impregnada de una autoridad amenazante. — Si fracasas, no solo serás ejecutado, sino que tu cadáver será despedazado y tus restos regados en el altar. ¡Encuentra el quinto cáliz sagrado y tráelo ante nosotros!
Voznikov comprendió la gravedad de la situación. No podía permitirse fallar. Debía encontrar el quinto cáliz sagrado a cualquier costo, pues su destino pendía de un hilo, oscuro y siniestro, que amenazaba con segar su vida si no cumplía con su tarea.