Después de tirar al suelo su sombrero, lo que levantó una nube de polvo, saltó los peldaños del entarimado sobre el que se hallaba la enorme mesa y, apartando con violencia unos papeles, se sentó en su borde.
Indbur pensó frenéticamente en llamar al guardia o usar los desintegradores ocultos en la mesa. Pero el rostro de Mis estaba atento frente al suyo, y no podía hacer otra cosa que resignarse con dignidad a la situación.
—Doctor Mis —empezó con vacilante formalidad—, debe usted…
—¡Cierre la boca —replicó ferozmente Mis— y escúcheme! Si eso que tiene aquí —y descargó con fuerza la palma de la mano sobre el metal de la carpeta— es un resumen garabateado de mis informes, tírelo. Cualquier informe que yo escribo pasa a través de veinte o más funcionarios, llega hasta usted, y después vuelve a caer en manos de veinte funcionarios más. Esto está muy bien si no hay nada que quiera mantener en secreto.
Pero hoy traigo algo confidencial, tan confidencial que ni siquiera los muchachos que trabajan conmigo se han enterado de ello. Han hecho el trabajo, eso es cierto, pero sólo un fragmento cada uno… y yo los he juntado. ¿Sabe usted qué es la Bóveda del Tiempo?
Indbur asintió con la cabeza, pero Mis continuó, disfrutando mucho de la situación:
—Bueno, se lo diré de todos modos porque he estado imaginando durante mucho tiempo esta situación incalificable; y sé leer en su mente, insignificante hipócrita. Tiene la mano derecha cerca de un pequeño botón que a la más leve presión hará entrar a unos quinientos hombres armados para liquidarme, pero tiene miedo de lo que yo sé… tiene miedo de una crisis de Seldon. Aparte de que, si toca algo de su mesa, yo le machacaré el cráneo antes de que alguien pueda entrar. Al fin y al cabo, usted, el bandido de su padre y el pirata de su abuelo ya han chupado la sangre a la Fundación durante bastante tiempo.
—Esto es… traición —tartamudeó Indbur.
—Ciertamente —asintió Mis—, ¿pero qué puede hacer para evitarla? Voy a hablarle de la Bóveda del Tiempo. La Bóveda del Tiempo es lo que Hari Seldon instaló aquí al principio para ayudarnos a superar los momentos difíciles. Seldon preparó para cada crisis un simulacro personal para ayudarnos… y explicárnosla. Cuatro crisis hasta ahora… y cuatro apariciones. La primera vez apareció en el punto álgido de la primera crisis. La segunda vez ocurrió enseguida tras la evolución favorable de la segunda crisis. Nuestros antepasados estuvieron allí para escucharle las dos veces. En la tercera y cuarta crisis fue ignorado, a buen seguro porque no lo necesitábamos, pero investigaciones recientes, que no están incluidas en los informes que usted tiene, indican que sí apareció, y además en los momentos adecuados. ¿Lo comprende?
No esperó la respuesta. Tiró finalmente la colilla de su cigarro, húmedo y apagado, buscó otro y lo encendió. El humo salió con violencia. Prosiguió:
—Oficialmente, he estado intentando reconstruir la ciencia de la psicohistoria. Verá, ningún hombre va a hacerlo solo, ni es un trabajo de un solo siglo. Pero he hecho progresos en los elementos más simples y he podido usarlos como excusa para introducirme en la Bóveda del Tiempo. Lo que he logrado hacer implica la determinación, hasta un grado suficiente de certeza, de la fecha en que se producirá la próxima aparición de Hari Seldon. Puedo darle el día exacto, en otras palabras, en que la inminente crisis de Seldon, la quinta, alcanzará su apogeo.
—¿Falta mucho? —preguntó tensamente Indbur.
Mis dejó caer la bomba con alegre despreocupación:
—¡Cuatro meses! —dijo—. Cuatro incalificables meses… menos dos días.
—Cuatro meses —murmuró Indbur con insólita vehemencia—. Imposible.
—¿Imposible? ¡Ya veremos!
—¿Cuatro meses? ¿Comprende lo que esto significa? Si una crisis ha de llegar dentro de cuatro meses, es necesario que se haya estado preparando durante años.
—¿Y por qué no? ¿Existe alguna ley de la naturaleza que requiera que el proceso madure a la luz del día?
—Pero nada nos amenaza, al menos no hay nada que lo indique. —Indbur, en su ansiedad, casi se retorció las manos. Con una repentina recrudecimiento de su ferocidad, gritó—: ¿Quiere apartarse de mi mesa para que pueda ponerla en orden? ¿Cómo espera que piense?
Mis, sorprendido, se levantó pesadamente y se apartó.
Indbur colocó los objetos en sus lugares apropiados, con movimientos febriles. Habló con rapidez:
—No tiene derecho a presentarse aquí de este modo. Si hubiera mostrado su teoría…
—No es una teoría.
—Yo digo que sí lo es. Si la hubiera mostrado junto con su evidencia y argumentos, de manera apropiada, habría ido a la oficina de Ciencias Históricas. Allí la habrían tratado como corresponde, me habrían sometido los análisis resultantes y después, como es de rigor, se habrían tomado las medidas pertinentes. De este modo me ha importunado usted sin necesidad. ¡Ah, aquí está!
Tenia en la mano una hoja de papel plateado y transparente que agitó ante la cara del psicólogo.
—Esto es un breve resumen que preparo yo mismo, semanalmente, sobre los asuntos extranjeros pendientes. Escuche: hemos completado las negociaciones de un tratado comercial con Mores, proseguimos las negociaciones para otro similar con Lyonesse, hemos enviado una delegación a unas celebraciones de Bonde, hemos recibido una queja de Kalgan y prometido tenerla en consideración, hemos protestado por ciertas prácticas comerciales ilegales de Asperita y allí nos han asegurado tenerlo en cuenta, etcétera. —Los ojos del alcalde recorrieron la lista de anotaciones en clave antes de colocar con esmero la hoja en su lugar adecuado, en la carpeta adecuada y en el casillero adecuado—. Se lo aseguro, Mis, no hay absolutamente nada que no respire orden y paz…
La puerta del extremo opuesto de la habitación se abrió y, de un modo tan melodramático que eliminaba la posibilidad de que no fuera real, apareció un individuo vestido con sencillez.
Indbur se incorporó. Tuvo esa sensación curiosamente vertiginosa de irrealidad que suele teñir los días en que ocurren demasiadas cosas. Tras la intrusión y las salvajes invectivas de Mis, se producía ahora otra intrusión igualmente indecorosa, y, por consiguiente, perturbadora, esta vez por parte de su secretario, de quien cabía esperar que conocía el reglamento.
El recién llegado ensayó una honda reverencia. Indbur le interpeló con aspereza:
—¿Qué sucede?
El secretario declaró, mirando al suelo:
—Excelencia, el capitán Han Pritcher de Información, que ha regresado de Kalgan, en desobediencia a vuestras órdenes, ha sido encarcelado, siguiendo instrucciones previas (vuestra orden X20-513) y espera su ejecución. Sus acompañantes están detenidos para su interrogatorio. Se ha realizado un informe completo.
Indbur, desesperado, replicó:
—Se ha recibido un informe completo. ¿Qué más?
—Excelencia, el capitán Pritcher ha informado, vagamente, de peligrosos designios por parte del nuevo caudillo de Kalgan. De acuerdo con vuestras instrucciones previas (orden X20-651), no se le ha tomado declaración formal, pero se han anotado sus observaciones y redactado un informe completo.
—Se ha recibido ese informe completo. ¿Qué más? —gritó Indbur.
—Excelencia, hace un cuarto de hora se han recibido informes de la frontera salinniana. Naves identificadas como kalganianas han entrado en territorio de la Fundación sin la debida autorización. Las naves van armadas. Ha habido lucha.
El secretario casi besaba el suelo. Indbur permanecía en pie. Ebling Mis se adelantó hacia el secretario y le dio una palmada en el hombro.
—Váyase y diga que pongan en libertad a ese capitán Pritcher y lo traigan aquí. ¡Fuera!
El secretario salió y Mis se dirigió al alcalde:
—¿No sería mejor que pusiera la maquinaria en marcha, Indbur? Cuatro meses, recuérdelo.
Indbur permaneció inmóvil, con la mirada fija. Sólo un dedo parecía tener vida, y dibujaba temblorosos triángulos sobre la lisa superficie de la mesa.
16 La conferencia
Cuando los veintisiete mundos comerciantes independientes, unidos sólo por su desconfianza del planeta madre de la Fundación, concertaban entre ellos una asamblea, y cada uno se sentía orgulloso de su propia pequeñez, endurecido por su aislamiento y amargado por el eterno peligro, era preciso vencer negociaciones preliminares de una mezquindad suficiente como para desanimar a los más perseverantes.
No bastaba fijar por adelantado detalles tales como los métodos de votación, o el tipo de representación, ya fuera por mundos o por población. Éstas eran cuestiones de complicada importancia política. No bastaba fijar el asunto de prioridad en la mesa, tanto del consejo como de la cena; éstas eran cuestiones de complicada importancia social.
Se trataba del lugar de reunión, puesto que esto era un asunto de marcado provincialismo. Y finalmente, las dudosas rutas de la diplomacia eligieron el mundo de Radole, sugerido al principio por algunos comentaristas por la lógica razón de su posición central.
Radole era un mundo franja, de los que abundan en la Galaxia, pero entre los cuales era una rareza la variedad habitada. Era un mundo, dicho en otras palabras, donde las dos mitades ofrecían los monótonos extremos del frío y el calor, mientras la región de vida posible era la franja de zona crepuscular.
Un mundo semejante parece invariablemente inhóspito a los que no lo han visitado, pero hay lugares estratégicamente situados, y la ciudad de Radole era uno de ellos.
Se extendía a lo largo de las suaves laderas de las colinas, situadas frente a la cordillera que delimitaba el hemisferio frío y detenía la masa de hielo. El aire cálido y seco acariciaba las ciudades, que recibían el agua de las montañas; y la ciudad de Radole era un eterno jardín, caldeado por la radiante mañana de un perpetuo junio.
Cada casa tenia su jardín florido, abierto a los benignos elementos. Cada jardín era un lugar de horticultura intensiva, donde las plantas de lujo crecían en fantásticas formas para ser exportadas al extranjero, hasta que Radole casi se convirtió en un mundo productor, en vez de un típico mundo comerciante.
De este modo, a su manera, la ciudad de Radole era un pequeño punto de suavidad y lujo en un horrible planeta —un minúsculo Edén—, y este hecho fue también un factor influyente en la lógica de la elección.
Los extranjeros llegaron de cada uno de los otros veintiséis mundos comerciantes: delegados, esposas, secretarios, periodistas, naves y tripulaciones, y la población de Radole casi se dobló, por lo que sus recursos tuvieron que estirarse hasta el límite. Todos comían a voluntad, bebían sin limite y no dormían en absoluto.
Sin embargo, había pocos entre aquellos vividores que no fueran intensamente conscientes de que toda la Galaxia ardía con lentitud en una especie de guerra quieta y adormecida. Y entre los que tenían esta consciencia, los había de tres clases: la primera estaba constituida por los que sabían muy poco y rebosaban confianza.
Uno de ellos era el joven piloto espacial que llevaba la escarapela de Haven en la hebilla de su gorra, y que consiguió, sosteniendo la copa ante los ojos, reflejar en ella los ojos de la sonriente radoliana que estaba frente a él. Decía:
—Hemos pasado a propósito a través de la zona de guerra para venir aquí. Viajamos alrededor de un minuto luz en neutral, justo delante de Horleggor…
—¿Horleggor? —interrumpió un nativo de largas piernas, que era el anfitrión del grupo—. Eso es donde el Mulo recibió una paliza la semana pasada, ¿no?
—¿Dónde ha oído usted que el Mulo recibió una paliza? —preguntó con arrogancia el piloto.
—Por la radio de la Fundación.
—¿Ah, sí? Pues bien, el Mulo ha conquistado Horleggor. Casi nos topamos con un convoy de sus naves, y era precisamente de allí de donde venían. No recibe una paliza quien se queda en el campo de batalla, y quien ha dado la paliza se aleja a toda prisa.
Alguien dijo en voz alta:
—No hable de este modo. La Fundación siempre acaba venciendo. Usted espere y se convencerá. La vieja Fundación sabe cuándo ha de volver, y entonces… ¡pum! —El hombre estaba ligeramente borracho y sonrió entre dientes.
—Sea como fuere —replicó el piloto de Haven tras una corta pausa—, vimos las naves del Mulo y tenían muy buen aspecto. Incluso le diré que parecían nuevas.
—¿Nuevas? —repitió el nativo con perplejidad—. ¿Las construyen ellos mismos? —Rompió una hoja de una rama colgante, la olió delicadamente y se la metió en la boca. Mientras la masticaba, la hoja despidió un jugo verdoso y un olor de menta—. ¿Está diciéndome que han vencido a las naves de la Fundación con artefactos caseros? Continúe.
—Nosotros las vimos, amigo. Y yo sé distinguir entre una nave y un cometa.
El nativo se inclinó hacia él.
—¿Sabe lo que pienso? Escuche, no se engañe a usted mismo. Las guerras no empiezan por sí solas, y nosotros contamos con un grupo de gente astuta que nos gobierna y que sabe muy bien lo que hace.
El borracho dijo con la voz repentinamente alta:
—Observe a la Fundación. Esperan hasta el último minuto y entonces… ¡pum! —Sonrió con la boca abierta a la muchacha, que se apartó de él.
El radoliano prosiguió:
—Por ejemplo, amigo, tal vez usted piense que el Mulo está dirigiendo el cotarro. Pues no es así. —Movió horizontalmente un dedo—. Por lo que he oído decir, y en boca de gente importante, no lo dude, trabaja para nosotros. Nosotros le pagamos, y es muy probable que hayamos construido esas naves. Seamos realistas al respecto; es muy probable que sea así. Es evidente que a la larga no puede derrotar a la Fundación, pero puede fastidiarla, y cuando lo haga… intervendremos.
La muchacha preguntó:
—¿No puedes hablar de otra cosa, Klev? ¡Sólo de la guerra! Me aburres.
El piloto de Haven dijo en un arranque de galantería:
—Cambie de tema. No debemos aburrir a las chicas.
El borracho adoptó la frase y la repitió mientras golpeaba la mesa con una jarra. Los pequeños grupos que se habían formado se disolvieron en risas y bufonadas, y de la casa que daba al jardín emergieron grupos similares. La conversación se generalizó y se volvió más variada e insustancial.
Después estaban los que sabían un poco más y sentían menos confianza.
Entre ellos se contaba Fran, que representaba a Haven como delegado oficial y que, a raíz de ello, vivía por todo lo alto y cultivaba nuevas amistades, con mujeres cuando podía, y con hombres cuando tenía que hacerlo.
Se hallaba descansando en la plataforma soleada de la casa de uno de sus nuevos amigos, situada en la cima de una colina. Era la primera vez que la visitaba, y sólo la visitaría una vez más durante su estancia en Radole. Su nuevo amigo se llamaba Iwo Lyon, un alma gemela de Radole. La casa de Iwo se levantaba lejos de las otras viviendas, aparentemente aislada en un océano de perfume floral y zumbido de insectos. La plataforma solar era una franja de césped colocada formando un ángulo de cuarenta y cinco grados, y Fran yacía tendido sobre la hierba, absorbiendo los rayos solares. Comentó:
—No tenemos nada parecido en Haven.
—No ha visto aún el lado frío —contestó Iwo, con voz soñolienta—. Hay un lugar, a unos treinta y cinco kilómetros de aquí, donde el oxígeno fluye como el agua.
—¿En serio?
—Es un hecho.
—Bien, le diré, Iwo… En los viejos tiempos, antes de que me arrancaran el brazo, me pasó algo… bueno, ya sé que no va a creérselo, pero… —La historia que siguió tuvo una duración considerable, e Iwo no se la creyó.
Una vez finalizada, observó:
—Los viejos tiempos eran mejores, ésta es la verdad.
—Desde luego que sí. Oiga —se animó Fran—, le he hablado de mi hijo, ¿verdad? También es de la vieja escuela; será un magnífico comerciante. Ha salido en todo a su padre. Bueno, en todo no, porque se ha casado.
—¿Quiere decir un contrato legal, y con una muchacha?
—Eso es. Yo no le veo ningún sentido. Fueron a Kalgan en su luna de miel.
—¿Kalgan? ¿Kalgan? ¿Y cuándo demonios fueron allí?
Fran sonrió y contestó con acento misterioso:
—Justo antes de que el Mulo declarase la guerra a la Fundación.
—Conque sí, ¿eh?
Fran asintió y, por señas, indicó a Iwo que se acercara:
—Voy a contarle algo, si me promete no difundirlo. Mi hijo fue enviado a Kalgan para realizar una misión. No me gustaría revelar la índole de ésta, pero si usted repasa ahora la situación, puede adivinarla. En cualquier caso, mi hijo era el hombre adecuado para el trabajo. Nosotros, los comerciantes, necesitábamos algo de alboroto. —Sonrió astutamente—. Y lo tuvimos. No le diré cómo lo hicimos, pero mi hijo fue a Kalgan y el Mulo envió sus naves. ¡Mi hijo!
Iwo estaba francamente impresionado, y también él adoptó un tono confidencial.
—Estupendo. Dicen que disponemos de quinientas naves listas para intervenir en el momento apropiado.
Fran rectificó con tono autoritario:
—Y aún más, tal vez. Esto es verdadera estrategia, de la clase que me gusta. —Se rascó la piel del vientre—. Pero no olvide que el Mulo es también un chico listo. Lo ocurrido en Horleggor me preocupa.
—Tengo entendido que perdió diez naves.
—Sí, pero tenía cien más, y la Fundación se vio obligada a retirarse. Está muy bien que derrotemos a esos tiranos, pero no me gusta que sea tan fácil. —Y sacudió la cabeza.
—Me pregunto de dónde sacará el Mulo sus naves. Corre el rumor de que nosotros las fabricamos para él.
—¿Nosotros? ¿Los comerciantes? Haven tiene los mayores astilleros de todos los mundos independientes, y no hemos hecho ninguna nave que no fuera para nosotros. ¿Insinúa que algún mundo puede construir una flota para el Mulo sin tomar la precaución de una acción conjunta? Esto es… un cuento de hadas.
—Entonces, ¿dónde las consigue?
Fran se encogió de hombros.
—Las fabricarán ellos mismos, supongo. Esto también me preocupa.
Y, por último, estaba el reducido número de los que sabían mucho y no sentían la menor confianza. Entre ellos se contaba Randu, quien al quinto día de la convención de los comerciantes entró en la sala central y encontró en ella, esperándole, a los dos hombres que había citado allí. Los quinientos asientos estaban vacíos… y así iban a seguir.
Randu dijo con rapidez, casi antes de sentarse:
—Nosotros tres representamos alrededor de la mitad del potencial militar de los mundos comerciantes independientes.
—En efecto —repuso Mangin de Iss—, mis colegas y yo ya hemos comentado el hecho.
—Estoy dispuesto —dijo Randu— a hablar con prontitud y seriedad. No me interesan la sutileza ni los regateos. Nuestra posición ha empeorado radicalmente.
—Como consecuencia de… —urgió Ovall Gri de Mnemon.
—De los sucesos de última hora. ¡Por favor! Empecemos desde el principio. Primero, la precaria posición en la que nos hallamos no es culpa nuestra, y dudo de que esté bajo nuestro control. Nuestros tratos originales no fueron con el Mulo, sino con otros, especialmente con el ex caudillo de Kalgan, a quien el Mulo derrotó en el momento menos propicio para nuestros planes.
—Sí, pero ese Mulo es un digno sustituto —adujo Mangin—. No me preocupan los detalles.
—Tal vez le preocupen cuando los conozca todos. —Randu se inclinó hacia adelante y colocó las manos sobre la mesa, con las palmas hacia arriba. Continuó—: Hace un mes envié a Kalgan a mi sobrino y a su esposa.
—¡A su sobrino! —gritó con asombro Ovall Gri—. Yo ignoraba que fuese su sobrino.
—¿Con qué propósito? —preguntó secamente Mangin—. ¿Éste? —Y dibujó un círculo en el aire con el pulgar.
—No. Si se refiere a la guerra del Mulo contra la Fundación, no. No podía apuntar tan alto. El muchacho no sabía nada, ni de nuestra organización ni de nuestros objetivos. Le dije que yo era miembro menor de una sociedad patriótica de Haven y que su función en Kalgan era sólo la de un observador aficionado. Debo admitir que mis motivos eran bastante confusos. Principalmente sentía curiosidad por el Mulo. Se trata de un extraño fenómeno, pero esto ya es un tema trillado y no me extenderé sobre él. En segundo lugar, era un interesante proyecto de adiestramiento para un joven que tiene experiencia con la Fundación y su resistencia, y da muestras de poder sernos útil en el futuro.
El largo rostro de Ovall se contrajo en líneas verticales cuando enseñó sus grandes dientes.
—Entonces debió de sorprenderle el resultado, pues creo que no hay nadie entre los comerciantes que no sepa que ese sobrino suyo raptó a un servidor del Mulo en nombre de la Fundación, y con ello suministró al Mulo un casus belli. ¡Por la Galaxia! Randu, está usted contando cuentos. Me cuesta creer que no tuviese parte en ello. Reconozca que fue un trabajo hábil.
Randu meneó la cabeza plateada.
—No participé, y mi sobrino, sólo involuntariamente. Ahora es prisionero de la Fundación, y es posible que no viva para ver completado su habilidoso trabajo. Acabo de recibir noticias suyas. La cápsula personal ha podido salir clandestinamente, cruzar la zona de guerra, ir a Haven, y viajar de allí hasta aquí. Su viaje ha durado un mes.
—¿Y qué?
Randu apoyó una pesada mano en el hueco de su palma y dijo tristemente:
—Me temo que estamos destinados a jugar el mismo papel que el ex caudillo de Kalgan. ¡El Mulo es un mutante!
Se produjo una tensión momentánea; una ligera impresión de pulsos acelerados. No era descabellado que Randu se la hubiese imaginado.
Cuando Mangin habló, su voz era serena:
—¿Cómo lo sabe?
—Sólo porque mi sobrino lo dice, pero es que él ha estado en Kalgan.
—¿Qué clase de mutante? Hay muchas, como usted ya sabe.
Randu se esforzó por dominar su impaciencia.
—Muchas clases de mutantes, ya lo sé, Mangin. ¡Innumerables clases! Pero sólo hay una clase de Mulo. ¿Qué otra clase de mutante empezaría de la nada, reuniría un ejército, establecería, según dicen, un asteroide de ocho kilómetros como base original, conquistaría un planeta, después un sistema, después una región, y entonces atacaría a la Fundación y la derrotaría en Horleggor? ¡Y todo en dos o tres años!
Ovall Gri se encogió de hombros.
—¿De modo que usted cree que vencerá a la Fundación?
—Lo ignoro. ¿Y si lo consigue?
—Lo siento, no puedo ir tan lejos. No se vence a la Fundación. Escuche, el único hecho del que partimos es la declaración de un… bueno, de un muchacho inexperto. ¿Y si lo olvidáramos por un tiempo? Pese a todas las victorias del Mulo, no nos hemos preocupado hasta ahora, y a menos que vaya mucho más lejos de lo que ha ido, no veo razón para cambiar de actitud. ¿De acuerdo?
Randu frunció el ceño y se desesperó ante lo insustancial de su argumento. Dijo a los otros dos:
—¿Han tenido ya algún contacto con el Mulo?
—No —contestaron ambos.
—Sin embargo, es cierto que lo hemos intentado, ¿verdad? Es cierto que nuestra reunión no servirá de mucho si no le encontramos, ¿verdad? También es cierto que hasta ahora hemos bebido más que pensado, y proferido quejas en lugar de actuar, cito un editorial del Tribuna de Radole aparecido hoy, y todo porque no podemos encontrar al Mulo. Caballeros, tenemos casi mil naves esperando entrar en liza en el momento apropiado para apoderarnos de la Fundación. Creo que deberíamos cambiar las cosas.
Creo que deberíamos hacer zarpar a esas naves ahora… contra el Mulo.
—¿Quiere decir a favor del tirano Indbur y los chupasangres de la Fundación? —preguntó Mangin con ira contenida.
Randu alzó una mano cansada.
—Ahórrese los adjetivos. He dicho contra el Mulo y a favor de quien sea.
Ovall Gri se levantó.
—Randu, yo no quiero tener nada que ver con esto. Preséntelo esta noche al pleno del consejo si lo que pretende es cometer un suicidio político.
Se marchó sin añadir nada más y Mangin le siguió en silencio, dejando a Randu en la soledad de una reflexión interminable e insoluble.
Aquella noche, ante el pleno del consejo, no dijo nada.
Ovall Gri irrumpió en su habitación a la mañana siguiente; un Ovall Gri someramente vestido y que no se había afeitado ni peinado. Randu le miró con tanto asombro que se le cayó la pipa de la boca.
Ovall dijo con voz brusca y ronca:
—Mnemon ha sido bombardeado a traición desde el espacio.
—¿La Fundación? —preguntó Randu, ceñudo.
—¡El Mulo! —explotó Ovall—. ¡El Mulo! —repitió atropelladamente—. Fue deliberado y sin provocación. La mayor parte de nuestra flota se había unido a la flotilla internacional. Las pocas naves que quedaban de la escuadra nacional eran insuficientes y volaron por los aires. Aún no ha habido desembarcos, y tal vez no se produzcan, pues se ha informado que la mitad de los atacantes han sido destruidos; pero se trata de una guerra, y yo he venido a averiguar la posición de Haven en esta coyuntura.
—Estoy seguro de que Haven se adherirá al espíritu de la Carta de la Federación. ¿Lo ve? También nos ataca a nosotros.
—Este Mulo es un loco. ¿Acaso puede derrotar al universo? —Vaciló, se sentó y agarró la muñeca de Randu—. Nuestros escasos supervivientes han informado de la posesión por parte del Mulo… del enemigo… de un arma nueva. Un depresor de campo atómico.
—¿Un… qué?
Ovall prosiguió:
—La mayoría de nuestras naves se han perdido porque les han fallado sus armas atómicas. No puede deberse a sabotaje ni accidente. Tiene que haber sido un arma del Mulo. No ha funcionado de manera perfecta; el efecto ha sido intermitente, había modos de neutralizarla… mis despachos no son detallados. Pero comprenderá que esta arma podría cambiar el curso de la guerra y hasta inutilizar a toda nuestra flota.
Randu se sintió muy viejo. Su rostro estaba fláccido.
—Temo que ha surgido un monstruo que nos devorará a todos. Pero hemos de luchar contra él.
17 El visi-sonor
La casa de Ebling Mis, en una vecindad sin pretensiones de Terminus, era bien conocida por los intelectuales, literatos y casi toda la gente culta de la Fundación. Sus notables características dependían, subjetivamente, del material que se leía acerca de ella. Para un biógrafo meditativo era «el símbolo de un retiro de una realidad no académica»; una columnista de sociedad la describía suavemente como «un ambiente terriblemente masculino de despreocupado desorden»; un profesor de universidad la llamó bruscamente «pedante pero desorganizada»; un amigo no universitario dijo que era «buena para tomar un trago a cualquier hora, y además, se pueden poner los pies sobre el sofá»; y el locutor de una emisión de noticias semanales, aficionado a los epítetos, la calificó de «vivienda rocosa, anodina y práctica del blasfemo, izquierdista y calvo Ebling Mis».
Para Bayta, que de momento sólo pensaba por sí misma, y tenía la ventaja de estarla viendo, era, simplemente, desordenada.
Exceptuando los primeros días, su encarcelamiento había sido una carga soportable. Mucho más soportable, parecía, que aquella media hora de espera en casa del psicólogo, tal vez bajo observación secreta. Entonces había estado con Toran, por lo menos…
Quizá la espera se le hubiera hecho más larga si Magnífico no hubiese demostrado con sus muecas una tensión mucho mayor.
Las flacas piernas de Magnífico estaban dobladas bajo su barbilla puntiaguda, como si estuviese intentando desaparecer, y Bayta alargó la mano en un gesto automático de consuelo. Magnífico tuvo un sobresalto, y después sonrió.
—Seguramente, mi señora, se diría que mi cuerpo niega el conocimiento de mi mente y espera de otras manos un golpe.
—No hay de qué preocuparse, Magnífico. Yo estoy a tu lado y no permitiré que nadie te lastime.
Los ojos del bufón se posaron en ella un momento antes de volver a desviarse enseguida.
—Pero antes me mantuvieron apartado de usted, y de su bondadoso marido, y le doy mi palabra, aunque se ría de mí, que añoraba su amistad perdida.
—No me reiría nunca de eso. Yo sentía lo mismo.
El bufón se animó y juntó más las rodillas. Preguntó:
—¿No conoce al hombre que quiere vernos? —Era una pregunta cautelosa.
—No. Pero es un hombre famoso. Le he visto en los noticiarios y oído muchas cosas de él. Creo que es un hombre bueno, Magnífico, y que no desea perjudicamos.
—¿No? —El bufón se removió, inquieto—. Puede ser cierto, mi señora, pero me ha interrogado antes, y sus modales son de una brusquedad que me asusta. Está lleno de palabras extrañas, y las respuestas a sus preguntas no me salían de la garganta. Casi hubiera creído al embaucador que una vez se aprovechó de mi ignorancia con el cuento de que, en tales momentos, mi corazón se aloja en la garganta y me impide hablar.
—Ahora es diferente. Él es uno y nosotros somos dos, y no puede asustamos a los dos, ¿verdad?
—No, mi señora.
Una puerta se cerró de golpe en alguna parte, y una voz fuerte retumbó en la casa. Frente a la habitación en que se encontraban sonó un violento: «¡Largaos, por la Galaxia!», y a través de la puerta entreabierta atisbaron fugazmente a dos guardias uniformados que se retiraban a toda prisa.
Ebling Mis entró con el ceño fruncido, depositó en el suelo un paquete envuelto con esmero y se acercó para estrechar con indiferente presión la mano de Bayta. Ésta devolvió el apretón vigorosamente, como un hombre. Mis se volvió a medias hacia el bufón, y luego dedicó a la muchacha una mirada más prolongada. Le preguntó:
—¿Casada?
—Sí. Cumplimos las formalidades legales.
Mis hizo una pausa antes de seguir preguntando:
—¿Feliz?
—Hasta ahora, sí.
Mis se encogió de hombros y se volvió de nuevo hacia Magnífico. Desenvolvió el paquete.
—¿Sabes qué es esto, muchacho?
Magnífico casi se tiro de su asiento para coger el instrumento de múltiples teclas. Tocó los millares de contactos y entonces dio una voltereta de alegría que amenazó con destruir el mobiliario circundante. Graznó:
—Un visi-sonor, y de una manufactura que haría saltar de gozo el corazón de un muerto.
Sus largos dedos acariciaron el instrumento con delicadeza y detenimiento, presionando los contactos con ligereza y posándose un momento en una tecla y luego en otra… y el aire de la habitación se bañó de una luz rosada, apenas dentro del campo de visión.
—Muy bien, muchacho. Dijiste que sabías usar uno de estos artefactos, y ahora tienes la oportunidad. Pero será mejor que lo afines. Acaba de salir de un museo. —Entonces, en un aparte, dijo a Bayta—: Por lo que tengo entendido, no hay nadie en la Fundación que sepa hacerlo hablar. —Se acercó más y murmuró—: El bufón no dirá nada sin usted. ¿Me ayudará?
Ella asintió.
—¡Bien! —continuó Mis—. Su estado de temor es casi fijo, y dudo de que su fuerza mental pudiera resistir una sonda psíquica. Si he de sacarle algo por otro sistema, tiene que sentirse absolutamente tranquilo. ¿Me comprende?
Ella asintió de nuevo.
—Este visi-sonor es el primer paso del proceso. Él dice que sabe tocarlo, y la reacción que ha tenido pone de manifiesto que es una de las grandes ilusiones de su vida. Así pues, tanto si toca bien como mal, muéstrese interesada y apreciativa. A continuación demuestre amistad y confianza hacia mí. Y, sobre todo, siga mis indicaciones continuamente.
Echó una rápida mirada a Magnífico, el cual, acurrucado en un extremo del sofá, manipulaba el interior del instrumento. Estaba completamente absorto.
Mis preguntó a Bayta en tono de conversación:
—¿Ha oído alguna vez un visi-sonor?
—Una vez —repuso Bayta en el mismo tono—, en un concierto de instrumentos raros. No me impresionó.
—Bueno, es difícil encontrar a alguien que lo toque bien; hay poquísimas personas que sepan hacerlo. No es sólo porque requiere coordinación física, un piano múltiple requiere mucha más, sino porque se necesita, además, cierto tipo de mentalidad libre. —Continuó en voz más baja—: Por esta razón nuestro esqueleto viviente puede tocarlo mejor de lo que imaginamos. A menudo los buenos ejecutantes son idiotas en otras cosas. Se trata de uno de esos extraños fenómenos que hacen interesante a la psicología.
Añadió, con un patente esfuerzo por entablar una conversación banal:
—¿Sabe cómo funciona este curioso chisme? Lo examiné para averiguarlo, y todo lo que he podido colegir hasta ahora es que sus radiaciones estimulan directamente el centro óptico del cerebro, sin tocarlo siquiera. En realidad, se trata de la utilización de un sentido que no se conoce en la naturaleza ordinaria. Es notable, si se piensa bien. Lo que usted está oyendo es lo corriente, lo normal. El tímpano, la cóclea y todo eso. Pero… ¡silencio! Ya está listo. ¿Quiere pisar ese conmutador? La cosa funciona mejor sin que haya luz en la estancia.
En la oscuridad, Magnífico era sólo una mancha, y Ebling Mis una masa de pesada respiración. Bayta se sorprendió. Fijó ansiosamente la vista, al principio sin resultado. En el aire había un fino y nervioso temblor que ondeaba rabiosamente hasta lo alto de la escala. Se quedaba suspendido, caía y volvía a recobrarse, ganaba cuerpo y se hinchaba en un resonante crujido que producía el efecto de un tormentoso desgarrón en una espesa cortina.
Un pequeño globo de color fue creciendo en rítmicos brincos y estalló en el aire en informes gotas que se arremolinaron en lo alto y empezaron a caer como curvados surtidores en líneas entrelazadas. Se coagularon en pequeñas esferas, ninguna del mismo color, y Bayta empezó a descubrir cosas.
Observó que, si cerraba los ojos, el dibujo coloreado se hacía más claro; que cada pequeño movimiento de color tenía su propia pauta de sonido; que no podía identificar los colores; y, por último, que los globos no eran globos, sino pequeñas figuras.
Diminutas figuras; como llamas trémulas que bailaban y se retorcían a millares; que se desvanecían y volvían desde la nada; que se perseguían unas a otras y se fundían en un color nuevo.
Incongruentemente, Bayta pensó en los pequeños puntos de color que se ven de noche cuando uno aprieta los párpados hasta que duelen, y mira a continuación fijamente. Se apreciaba el viejo efecto familiar del desfile de los pequeños puntos cambiando de color, de los círculos concéntricos contrayéndose, de las masas informes que tiemblan momentáneamente. Todo aquello, pero más grande, más variado; y cada puntito de color era una minúscula figura.
Se precipitaban contra ella por parejas, y ella alzaba las manos con un súbito jadeo, pero se derrumbaban, y por un instante ella se convertía en el centro de una brillante tormenta de nieve, mientras la luz fría resbalaba por sus hombros y por sus brazos en un luminoso deslizamiento de esquíes, escapándose de sus dedos rígidos y reuniéndose poco a poco en un foco resplandeciente en el aire. Debajo de todo aquello, el sonido de un centenar de instrumentos fluía en líquidas corrientes y le resultaba ya imposible separarlo de la luz.
Se preguntó si Ebling Mis estaría contemplando lo mismo, y, de no ser así, qué vería. La extrañeza pasó, y luego…
De nuevo Bayta estaba mirando. Las figuritas… ¿Eran figuras? ¿Diminutas mujeres de ardientes cabellos, que se envolvían y retorcían con demasiada rapidez para que la mente pudiera enfocarlas? Se agarraban en grupos como estrellas que giran, y la música era una risa ligera, una risa de muchacha que empezaba dentro mismo del oído.
Las estrellas giraban juntas, se lanzaban una hacia otra, aumentaban de tamaño de forma gradual, y desde abajo se alzaba un palacio en rápida evolución. Cada ladrillo era de un color diminuto, cada color una diminuta chispa, cada chispa una luz punzante que cambiaba las pautas y hacía subir los ojos al cielo hacia veinte minaretes enjoyados.
Una resplandeciente alfombra se extendió y dio vueltas, arremolinándose, tejiendo una telaraña insustancial que abarcó todo el espacio, y de ella partieron luminosos retazos que ascendieron y se transformaron en ramas de árbol que sonaban con una música propia.
Bayta se hallaba totalmente rodeada. La música ondeaba a su alrededor en rápidos y líricos vuelos. Alargó la mano para tocar un árbol frágil, y espiguillas en flor flotaron en el aire y se desvanecieron, cada una con su claro y diminuto tintineo.
La música estalló en veinte címbalos, y ante ella flameó una zona que se derrumbó en invisibles escalones sobre el regazo de Bayta, donde se derramó y fluyó en rápida corriente, elevando el fiero chisporroteo hasta su cintura, mientras en el regazo le crecía un puente de arco iris, y, sobre él, las figuritas…
Un lugar, y un jardín, y minúsculos hombres y mujeres sobre un puente, extendiéndose hasta perderse de vista, nadando entre las majestuosas olas de música de cuerda, convergiendo sobre ella…
Se produjo entonces una pausa aterrada, un movimiento vacilante e íntimo, un súbito colapso. Los colores huyeron, trenzándose en un globo que se encogió, se elevó y desapareció.
Y volvió a haber solamente oscuridad.
Un pie pesado se movió en busca del pedal, lo encontró y la luz entró a raudales: la luz inocua de un prosaico sol. Bayta pestañeó hasta derramar lágrimas, como anhelando lo que había desaparecido. Ebling Mis era una masa inerte, con los ojos aún abiertos de par en par, lo mismo que la boca.
Sólo Magnífico estaba vivo, acariciando su visi-sonor en un dichoso éxtasis.
—Mi señora —jadeó—, en verdad es del más fantástico efecto. Es de un equilibrio y una sensibilidad casi inalcanzables en su estabilidad y delicadeza. Creo que con esto podría realizar maravillas. ¿Le ha gustado mi composición, señora?
—¿Es tuya? —murmuró Bayta—. ¿Tuya de verdad?
Ante su asombro, él enrojeció hasta la misma punta de su considerable nariz.
—Mía y solo mía, señora. Al Mulo no le gustaba, pero la he tocado una y otra vez para mi propia diversión. Un día, en mi juventud, vi el palacio: un lugar gigantesco de joyas y riquezas que vislumbré desde lejos durante el carnaval. Había gente de un esplendor inconcebible y una magnificencia que jamás he vuelto a ver, ni siquiera al servicio del Mulo. Lo que he creado es una pobre parodia, pero la limitación de mi mente me impide hacerlo mejor. Lo llamo «El recuerdo del cielo».
Ahora, a través de la niebla de aquellas palabras, Mis retornó a la vida activa.
—Escucha —dijo—, escucha, Magnífico. ¿Te gustaría hacer lo mismo delante de otros?
El bufón retrocedió.
—¿Delante de otros? —repitió, tembloroso.
—De miles —exclamó Mis—, en las grandes salas de la Fundación. ¿Te gustaría ser tu propio dueño y honrado por todos, y… —le falló la imaginación—… y todo eso? ¿Eh? ¿Qué dices?
—¿Pero cómo puedo ser todo eso, poderoso señor, si no soy más que un pobre bufón ignorante de las grandes cosas de este mundo?
El psicólogo hinchó los labios y se pasó por la frente el dorso de la mano.
—Por tu manera de tocar, hombre. El mundo será tuyo si tocas así para el alcalde y sus grupos de comerciantes. ¿Te gustaría?
El bufón miró brevemente a Bayta.
—¿Seguiría ella estando conmigo?
Bayta se echó a reír.
—Claro que sí, tonto. ¿Cómo iba a dejarte ahora que estás a punto de ser rico y famoso?
—Sería todo suyo —replicó él seriamente—, y es seguro que la riqueza de la Galaxia entera no bastaría para pagar mi deuda por su bondad.
—Pero —intervino Mis en tono casual— si primero me ayudaras…
—¿De qué manera?
El psicólogo hizo una pausa y sonrió.
—Con una pequeña prueba de superficie que no duele nada. Sólo tocaría la piel de tu cabeza.
En los ojos de Magnífico apareció una llamarada de pánico.
—No será una sonda… He visto cómo se usa. Absorbe la mente y deja el cráneo vacío. El Mulo la usaba con los traidores y les dejaba vagar por las calles sin cerebro, hasta que los mataba por misericordia. —Alargó la mano para apartar a Mis.
—Eso era una sonda psíquica —explicó pacientemente Mis—, incapaz de dañar a una persona… a menos que se empleara mal. Esta sonda que te propongo es superficial y no perjudicaría ni siquiera a un niño de pecho.
—Es cierto, Magnífico —apremió Bayta—. Sólo es para ayudarnos a vencer al Mulo e impedir que se acerque. Una vez lo hayamos hecho, tú y yo seremos ricos y famosos por el resto de nuestras vidas.
Magnifico extendió unos dedos temblorosos.
—¿Me sostendrá la mano mientras dura?
Bayta la cogió entre las suyas, y el bufón contempló con ojos muy abiertos los bruñidos discos terminales.
Ebling Mis descansaba cómodamente en la lujosa butaca del despacho del alcalde Indbur, sin agradecer lo más mínimo la condescendencia que se le mostraba, y observando con antipatía el nerviosismo del alcalde. Se sacó de la boca la colilla de su cigarro y escupió un trozo de tabaco.
—Y, a propósito, si quiere algo bueno para su próximo concierto en la sala Mallow, Indbur —dijo—, puede tirar a la basura esos artefactos electrónicos y dejar a ese bufón que toque el visi-sonor. Indbur… es algo que no parece de este mundo.
Indbur replicó, enfurruñado:
—No le he hecho venir aquí para que me dé una conferencia sobre música. ¿Qué hay del Mulo? Dígame eso. ¿Qué hay del Mulo?
—¿Del Mulo? Bien, le diré que he usado una sonda superficial con el bufón y he obtenido muy poco. No puedo usar la sonda psíquica porque le tiene un temor de muerte, por lo que es probable que su resistencia le fundiese las conexiones mentales en cuanto se estableciera el contacto. Pero he obtenido esto que le contaré si deja de tamborilear con las uñas. En primer lugar, no sobrestime la fuerza física del Mulo. Puede que sea fuerte, pero es probable que el miedo obligue al bufón a exagerar. Dice que lleva unas extrañas gafas y es evidente que posee poderes mentales.
—Esto ya lo sabíamos al principio —comentó agriamente el alcalde.
—Pues, entonces, la sonda lo ha confirmado, y a partir de eso he estado trabajando matemáticamente.
—¿Ah, sí? ¿Y cuánto durará su trabajo? Sus discursos acabarán por dejarme sordo.
—Creo que dentro de un mes tendré algo para usted. Pero también es posible que no averigüe nada. Sin embargo, ¿qué importa? Si todo esto no se halla incluido en los planes de Seldon, nuestras posibilidades son incalificablemente pequeñas.
Indbur se volvió con fiereza hacia el psicólogo.
—Ahora le he atrapado, traidor. ¡Mienta! Diga que no es uno de esos criminales fabricantes de rumores que siembran el derrotismo y el pánico por toda la Fundación, haciendo mi trabajo doblemente difícil.
—¿Yo? ¿Yo? —murmuró Mis con creciente cólera. Indbur profirió una maldición.
—Porque, por las nubes de polvo del espacio, la Fundación vencerá; la Fundación tiene que vencer.
—¿A pesar de haber perdido Horleggor?
—No fue una pérdida. ¿También usted se ha tragado esa mentira? Nos superaron en número, nos traicionaron…
—¿Quién? —preguntó desdeñosamente Mis.
—Los apestosos demócratas del arroyo —le gritó Indbur—. Hace tiempo que sé que la flota está minada de células democráticas. La mayoría han sido desarticuladas, pero aún quedan las suficientes como para explicar la rendición de veinte naves en plena batalla. Las suficientes como para provocar una derrota aparente.
»A propósito, deslenguado y simple patriota, epítome de las virtudes primitivas, ¿cuáles son sus propias conexiones con los demócratas?
Ebling Mis se encogió de hombros con desprecio.
—Está usted desvariando, ¿lo sabe? ¿Qué me dice de la retirada posterior y de la pérdida de medio Siwenna? ¿Otra vez los demócratas?