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23.65% EL Mundo del Río / Chapter 66: EL OSCURO DESIGNIO (4)

Chapter 66: EL OSCURO DESIGNIO (4)

Burton se alzó bruscamente y agarró a X por la garganta.

¡Por el amor de Dios, Dick! ¡Soy yo, Pete!

Burton abrió sus manos que rodeaban el cuello de Frigate.

La luz de las estrellas, tan brillante como la de la Luna llena en la Tierra, penetraba por la puerta abierta, silueteando a Frigate.

Es tu turno de guardia, Dick.

Por favor, no hagáis tanto ruido murmuró Alice.

Burton se deslizó fuera de la cama y tomó a tientas sus ropas colgadas de una percha. Se estremeció, aunque estaba sudando. Su pequeña cabina, recalentada por la radiación de dos cuerpos durante toda la noche, estaba enfriándose ahora. La fría bruma estaba penetrando en ella.

¡Brrr! dijo Alice, y se oyó un ruido que indicaba que estaba arrebujándose en las toallas. Burton tuvo un atisbo de su blanco cuerpo antes de volver a quedar tapado. Miró a Frigate, pero el americano estaba dirigiéndose ya hacia la escalera. Fueran cuales fuesen sus defectos, no era un voyeur. Aunque realmente no hubiera podido reprochárselo si hubiera echado una mirada. Estaba más que medio enamorado de Alice. Nunca lo había dicho, pero era algo que resultaba obvio para Burton, para Alice y para Loghu, la compañera de cama de Frigate.

Si había alguien a quien pudiera echársele la culpa, ese era Alice. Hacía mucho tiempo que había perdido su pudor victoriano. Aunque indudablemente ella lo negaría, era probable que, subconscientemente por supuesto, hubiera querido provocar a Frigate con una rápida visión de su cuerpo.

Burton decidió no plantearse la cuestión. Aunque se sentía irritado contra Frigate y contra Alice, pasaría como un estúpido si decía algo al respecto. Alice, como la mayoría de la gente, se bañaba desnuda en el Río, en apariencia indiferente de los demás. Frigate la había visto centenares de veces sin ropa.

El traje nocturno estaba compuesto por un cierto número de gruesas toallas unidas entre sí por cierres magnéticos situados bajo el tejido. Burton los soltó y arregló las toallas de modo que formasen una especie de túnica con capucha que envolvía su cuerpo y piernas. Se ciñó un cinturón de piel de pez cornudo con varias fundas conteniendo un cuchillo de pedernal un hacha de cuarzo y una espada de madera. Los bordes de esta última estaban incrustados con pequeñas puntas de pedernal, y su punta era un aguzado cuerno de pez cornudo. Tomó de un armero una pesada lanza de fresno con punta de cuerno, y subió la escalera.

Cuando llegó a cubierta, descubrió que su cabeza quedaba por encima de la niebla. Frigate era de su misma altura, y su cabeza parecía flotar incorpórea por encima de los algodonosos jirones de bruma. El cielo era brillante, aunque el Mundo del Río no tenía luna. Resplandecía a causa de las estrellas y de las enormes y brillantes nubes de gas. Frigate tenía la convicción de que aquel planeta se hallaba cerca del centro de la galaxia de la Tierra. Pero podía pertenecer a otra galaxia, por lo que sabía todo el mundo.

Burton y sus amigos habían construido una nave y habían navegado desde Theleme. El Hadji II, al contrario de su predecesor, era un cúter, de un solo palo y velas áuricas. A bordo iban Burton, Hargreaves, Frigate, Loghu, Kazz, Besst, Monat Grrautut, y Owenone. Esta última era una mujer de la antigua Pelasgia prehelénica que no tenía ningún inconveniente en compartir la cama del arcturiano. Con su peculiar tripulación (no siempre

había tenido Burton un talento afortunado para reunir un heterogéneo grupo de seguidores), había viajado Río arriba durante veinticinco años. Uno de los hombres con el cual había compartido muchas aventuras, Lev Ruach, había decidido quedarse en Theleme.

El Hadji II no había llegado tan lejos como Burton había esperado. Puesto que había tan poco espacio disponible, los miembros de la tripulación permanecían en un contacto demasiado estrecho los unos con los otros. Había sido necesario realizar largas estancias en las orillas para permitirles enfriar su fiebre de las cabinas.

Burton había decidido que ya era tiempo de otra larga parada en libertad cuando el barco penetró en aquella zona. Era uno de los raros lugares en los que el Río se ensanchaba, formando un lago de treinta kilómetros de longitud por casi diez de anchura. En su extremo occidental el lago se estrechaba hasta formar un paso de unos trescientos metros de ancho. La corriente espumeaba a su través, pero afortunadamente el viento dominante soplaba allí en la misma dirección que el barco, corriente arriba. Si el Hadji II hubiera tenido que navegar contra el viento, hubiera habido demasiado poco espacio para las bordadas.

Tras contemplar el paso, Burton pensó que podía atravesarlo, aunque iba a ser delicado. De todos modos, ya era tiempo de tomarse un largo descanso. En vez de abordar una de las orillas, había detenido el barco a lo largo de una de las hileras de rocas que emergían en medio del lago. Formaban como altos montículos en forma de espira, con un poco de tierra en sus bases. Algunos de ellos tenían piedras de cilindros, y en torno a ellas había grupos de chozas.

La isla-espira más cercana a la hilera tenía algunos muelles flotantes. Hubiera sido más conveniente que hubieran estado situados en la parte de atrás de la corriente, pero no era este el caso, de modo que el barco amarró de lado junto a uno de ellos. Fue asegurado con cuerdas a los pilotes y contra los paragolpes, bolsas de resistente piel de pez cocodrilo llenas de hierba. Los habitantes de la isla se les acercaron cautelosamente. Burton los tranquilizó rápidamente acerca de sus pacíficas intenciones, y les preguntó educadamente si su tripulación podía utilizar su piedra de cilindros.

Los isleños eran tan sólo una veintena... gente pequeña y de piel oscura cuyo lenguaje nativo era desconocido para Burton. Hablaban una forma degradada de Esperanto, sin embargo, por lo cual la barrera del lenguaje era pequeña.

La piedra de cilindros era una masiva estructura de granito gris veteado de rojo en forma de seta. Su superficie superior llegaba a la altura del pecho de Burton, y contenía setecientas indentaciones redondas formando círculos concéntricos.

Poco antes de la puesta del sol, cada persona puso en uno de los poco profundos hoyos su alto cilindro de metal gris. Los habitantes del Mundo del Río de habla anglosajona lo llamaban grial, pandora (o en forma abreviada, dora), cornucopia, jarra de la comida, cilindro del maná, etc. El nombre más popular había sido acuñado por los misioneros de la Iglesia de la Segunda Oportunidad. Le llamaban en Esperanto pandoro. Aunque el metal era tan delgado como una hoja de papel de periódico excepto en su base, era indeformable, irrompible e indestructible.

Los propietarios de los cilindros retrocedieron una cincuentena de pasos y aguardaron. Muy pronto, intensas llamas azules brotaron de la parte superior de la piedra, elevándose un poco por encima de los seis metros. Simultáneamente, cada una de las piedras alineadas en la orilla del lago escupieron fuego y retumbaron.

Un minuto más tarde, algunos de los pequeños habitantes de piel oscura de la isla treparon sobre la piedra y bajaron los cilindros. El grupo se sentó bajo un cobertizo de bambú, junto a un fuego de bambú y maderos recuperados del agua, y abrió la tapa de sus cilindros. Dentro había departamentos conteniendo tazas y platos hondos, todo ello lleno con licor, comida, cristales de café instantáneo o té, cigarrillos y puros.

El cilindro de Burton contenía comida eslovena e italiana. Su primera resurrección se había producido en un área formada en su mayor parte por gente que había muerto en la zona de Trieste, y sus cilindros les proporcionaban normalmente el tipo de comida al que estaban acostumbrados en la Tierra. Casi cada diez días, sin embargo, los cilindros servían algo completamente distinto. A veces era comida inglesa, francesa, china, rusa, persa o de cualquier otra de un centenar de naciones. Ocasionalmente ofrecía platos que eran francamente repugnantes, como carne de canguro, tostada en su superficie y cruda por dentro, o gusanos vivos. Burton había obtenido esa comida aborigen australiana un par de veces.

Esta noche la taza de licor contenía cerveza. Odiaba la cerveza, de modo que la cambió por el vino de Frigate.

Los cilindros de los isleños contenían comida que a Burton le recordó mucho la cocina mexicana. Sin embargo, los tacos y tortillas estaban rellenos de carne de venado, no de buey.

Mientras comían y hablaban, Burton interrogó a los lugareños. Por sus descripciones, supuso que eran indios precolombinos que habían vivido en un ancho valle en el desierto del sudoeste del país. Estaban compuestos por dos tribus distintas hablando idiomas interrelacionados pero mutuamente ininteligibles. Pese a ello, los dos grupos habían vivido pacíficamente uno al lado del otro y habían formado una sola cultura, cada grupo distinguiéndose del otro tan sólo por unos pocos rasgos.

Decidió que era el pueblo que los indios pima de su tiempo llamaba los hohokam, los Antepasados. Su cultura había florecido en la zona que los colonos blancos llamarían más tarde el Valle del Sol. Era allí donde se había fundado el poblado de Phoenix en el Territorio de Arizona, un poblado que, según lo que le habían contado, se había convertido en una ciudad de más de un millón de habitantes a finales del siglo XX.

Esa gente se llamaba a sí misma los ganopo. En su época terrestre habían cavado largos canales de irrigación con utensilios de madera y piedra y habían convertido el desierto en un jardín. Pero habían desaparecido bruscamente, dejando a los arqueólogos americanos la tarea de explicar el porqué. Se habían avanzado varias teorías al respecto. La más ampliamente aceptada era que unos invasores beligerantes procedentes del norte los habían borrado de la existencia, aunque no había ninguna evidencia de ello.

Las esperanzas de Burton de descubrir aquel misterio se vieron pronto disipadas. Aquella gente había vivido y muerto antes de que su sociedad llegara a su final.

Todos permanecieron despiertos hasta tarde aquella noche, fumando y bebiendo alcohol hecho de los líquenes que recubrían la parte baja de su roca espira. Contaron historias, la mayor parte obscenas y absurdas, y se revolcaron por el suelo riendo a mandíbula batiente. Burton, cuando contaba historias árabes, procuraba no utilizar referencias no familiares o explicarlas si eran lo suficientemente sencillas como para ser comprendidas. Pero nadie tuvo ningún problema en captar las historias de Aladino y su lámpara maravillosa o de cómo Abu Hasan dejó escapar un viento.

Esta última era una de las preferidas de los beduinos. Burton la había contado a menudo sentados en torno a un fuego de boñigas de camello secas, y conseguido que sus oyentes se revolcaran de risa pese a haberla oído miles de veces.

Abu Hasan era un beduino que había abandonado su vida nómada para convertirse en un mercader en la ciudad de Kaukaban, en el Yemen. Se hizo rico, y tras la muerte de su esposa sus amigos le animaron a casarse de nuevo. Tras alguna resistencia, cedió ante las presiones y arregló un matrimonio con una hermosa joven. Hubo un gran festín con arroz de varios colores y sorbetes de sabores variados y cabritos rellenos de nueces y un camello asado entero.

Finalmente, llegó la hora al recién desposado de dirigirse a la habitación donde le aguardaba su esposa, vestida con los más ricos ropajes. Se alzó lentamente y con dignidad de su diván, pero ¡ay!, estaba tan lleno de comida y de bebida que cuando echó

a andar hacia la cámara nupcial, hete aquí que dejó escapar una ventosidad, grande y terrible.

Oyendo aquello, los invitados se volvieron unos a otros y hablaron en voz alta, pretendiendo no haberse dado cuenta de aquel pecado social. Pero Abu Hasan se sintió enormemente humillado, y así, pretextando una necesidad urgente de la naturaleza, bajó a las caballerizas, ensilló un caballo, y salió huyendo, abandonando su fortuna, su casa, sus amigos y su esposa.

Luego tomó un barco para la India, donde se convirtió en capitán de la guardia de un rey. Al cabo de diez años estaba abrumado por una nostalgia tan terrible que se sintió a las puertas de la muerte, de modo que se encaminó hacia su hogar disfrazado de miserable fakir. Tras un largo y peligroso viaje, llegó cerca de su ciudad, y la contempló desde las colinas que dominaban sus murallas y torres con los ojos llenos de lágrimas. Sin embargo, no se atrevió a aventurarse dentro de la ciudad hasta que se convenciera de que él y su desgracia habían sido olvidados. De modo que vagó por los alrededores durante siete días y siete noches, escuchando furtivamente las conversaciones de las calles y del mercado.

Transcurrido aquel tiempo, dio la casualidad de que estaba sentado a la puerta de su choza, pensando en que quizá debiera aventurarse dentro de la ciudad bajo su propia personalidad, cuando oyó a una muchachita decir:

Oh madre mía, dime el día en que nací, porque una de mis compañeras necesita saberlo para leer mi futuro.

Y la madre respondió:

Naciste, oh hija, la misma noche en que Abu Hasan soltó su viento.

El oyente, apenas oyó esas palabras, se alzó de su sitio y salió huyendo, diciéndose a sí mismo:

Realmente, tu ventosidad se ha convertido en una fecha histórica, que será recordada eternamente.

Y no dejó de viajar y vagar hasta que llegó a la India, donde vivió en su autoimpuesto exilio hasta que murió y la bondad de Dios cayó sobre él.

Esta historia era siempre un gran éxito, pero antes de contarla Burton tenía que prologar su historia con la explicación de que para los beduinos de aquella época expulsar una ventosidad en público era considerado como una afrenta. De hecho, era preciso que todos los que estuvieran a su alcance pretendieran que no se había producido nada, puesto que el desgraciado al que le ocurría el percance podía llegar a matar a aquél que le llamara la atención sobre el hecho.

Burton, sentado con las piernas cruzadas ante el fuego, observó que incluso Alice parecía divertirse con la historia. Era una victoriana pura, educada en una familia anglicana profundamente religiosa, cuyo padre había sido un obispo hermano de un barón, descendiente de Juan de Gante, cuarto hijo de Eduardo III, y su madre la nieta de un conde. Pero el impacto de la vida en el Mundo del Río y una larga asociación íntima con Burton habían disipado muchas de sus inhibiciones.

Luego había contado la historia de Simbad el Marino, aunque tuvo que adaptarla a las experiencias de los ganopo. Nunca habían visto el mar, de modo que el mar se convirtió en un río, y el ave roc que se llevó a Simbad se convirtió en una gigantesca águila real.

Los ganopo, a su vez, contaron historias de sus mitos de la creación y las aventuras procaces de un héroe popular, el astuto Jefe Coyote.

Burton les preguntó acerca de la adaptación de su religión a la realidad de aquel mundo.

Oh Burton le dijo su jefe, este no es en absoluto el mundo después de la muerte que habíamos imaginado. No es un lugar donde el maíz crezca más alto que la cabeza de un hombre en un día y el ciervo y la liebre nos proporcionen una buena caza pero nunca escapen de nuestras lanzas. Ni nos hemos reunido con nuestras mujeres e hijos, ni con

nuestros padres y abuelos. Ni los grandes antepasados, los espíritus de las montañas y del río, de las rocas y de los arbustos, se pasean ante nosotros y nos hablan.

»Pero no nos quejamos. De hecho somos mucho más felices que en el mundo que abandonamos. Tenemos más comida, y mejor comida, de la que teníamos allí, y no tenemos que trabajar para conseguirla, aunque sí tuvimos que luchar para conservarla en los primeros días que pasamos aquí. Tenemos mucha más agua de la que necesitamos, podemos pescar hasta saciarnos, y no conocemos las fiebres que nos mataban o nos dejaban inválidos, como tampoco conocemos los dolores y achaques de la vejez y la debilidad que traían consigo.


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