Suelo llenar, en promedio, siete diarios al año; por grandes que sean las páginas, y por muy lacónico y austero que trate de ser, mis días llenan semanas. Estas primeras secciones me han salido embarazosamente rebosantes de juvenil generosidad. Pero ahora echo una ojeada a estas apretadas columnas y, querido Charles, sonrío recordando tus últimas vacaciones.
—Comprendo. Así que ya has conseguido el ingreso.
—En Sussex sí, pero no en Oxford.
—Comprendo. Entonces, ¿quieres presentarte el próximo noviembre al examen para la obtención de becas?
—Sí —(«estúpida puta, clítoris tonto») contesté—. Y necesitaré preparar el Temario General y el de Lengua y Literatura Inglesa —¿no debería saber ella todo esto?—. Y el de Latín.
Dirigí desde el otro lado de la mesa una sonrisa a mi futura Directora de Estudios. Una mujer de lo más desagradable. No quiero entrar en detalles, pero tendría unos treinta y cinco años, y sus cejas eran más abultadas que el tupé de un teddy-boy, y los dientes le salían de las encías en ángulo recto.
—Comprendo. Así que con nosotros solo cursarás tres asignaturas, que son…
Volví a repetirlas.
—Y quiero hacer el Examen de Ingreso para Oxford —añadí, como si no fuese necesariamente pertinente, pero quizá tuviera algún interés por derecho propio.
Volviendo a repasar mi recién completada ficha, leyó en voz alta, con un graznido como el de quien recita un ensalmo:
—Asignaturas aprobadas en el Bachillerato Superior: Inglés, sobresaliente; Biología, sobresaliente; Lógica, sobresaliente —su papada cayó sobre su garganta—. Curiosa elección de asignaturas…, pero, bueno, creo que no nos va a costar mucho lograr que te acepten… —Ahora inclinó la cabeza a un lado para expresar una repentina duda—. Pero ¿no eres demasiado mayor para ingresar en Cambridge?
—Oxford. Y solo tengo diecinueve años —le dije.
Cuando desperté aquella mañana, el dormitorio era una guarida de rinocerontes, y las sábanas parecían una cálida camisa de fuerza. Gloria se había empeñado en cerrar la ventana y dejar encendida la estufa de gas, con el fin, supongo, de crear un ambiertte parecido al de la selva. Daba la sensación de que hubiese una capa de neblina por todo el suelo, como en las representaciones estudiantiles de Macbeth. Mi cabeza se elevó como un periscopio, buscando afanosamente un poco de aire.
Salí poquito a poco de la cama, sin despertar a Gloria, y subí cautelosamente a la planta baja vestido solo con mi trenka. Parecía que no se hubiese levantado nadie. Preparé dos tazas de té y —para la señora— dos rebanadas de pan integral para ayudarla a recobrar energías, que posteriormente decidí untar con extracto de levadura fresca de cerveza, a fin de crear una atmósfera báquica al terminar el desayuno.
—Buenos días —dije, dejando la bandeja al lado de la forzada sonrisa de Gloria. Descorrí las cortinas un par de centímetros. Una cuchillada de sol atravesó oblicuamente la cama, provocando un gritito simbólico por parte de Gloria, que se había sentado e iba por su segunda tostada. La observé mientras terminaba. Se secó la boca con sus pecosos nudillos, se tendió con un gruñido y encendió un pitillo. Sus pechos estaban a la vista; ahora parecían blanquísimos. ¿Qué es lo que yo sentía por ella? Ambigua lujuria, afable superioridad, y gratitud. No parecía suficiente.
Por la mañana Gloria estaba mucho mejor —de hecho, no había posibilidad de comparación—, porque yo sabía que el asunto no podía durar toda una noche. Me deslicé en la cama junto a ella, y exhibí la falsa erección provocada por mi llena vejiga. Aunque lo cierto es que el hedor que desprendía la cama empezó a parecerme bastante estimulante. El desayuno había animado evidentemente a Gloria, y empezamos a rodar metiéndonos mano y haciéndonos cosquillas, y riendo, en un evasivo fuego cruzado de malos alientos, antes de entregarnos cautelosamente al primer beso del día. Según mi limitada experiencia, este beso siempre resulta tolerable si uno lo da con ganas, mientras que en caso contrario tiene efectos eméticos. Yo se lo di sin verdaderas ganas, sobre todo teniendo en cuenta que aún no había alcanzado la madurez.
Trágicamente, sin embargo, Gloria estaba «escocida». Lo normal, desde luego, es que yo me hubiera sentido aliviado al oírlo. Lo normal, desde luego, es que a mí me pareciese encantador que ella dijese que estaba «escocida».
Gloria pareció sentirse bastante avergonzada.
—No te preocupes —le dije—. En realidad resulta adulador.
Inicié una prolongada exhibición de bondad por el hecho de no habérmelo tomado a mal, y me dediqué a reprocharle que fuese tan atractiva, y a sugerirle que quizá hubiese alguna fórmula que nos permitiera resolver este problema por vías indirectas: todo ello con muchos guiños y sonrisas que a Gloria le parecieron muy divertidos. Me dijo cosas como «Ay Charlie. Eres tremendo», y «La culpa no es mía», y «Uf, qué dolorida me he quedado». Al final acabé insinuándole que, bueno, ella podía, no sé, quizá, ya me entiendes… Ella se rio a carcajadas ante todos estos números, para luego subírseme encima e ir descendiendo poco a poco hasta que su cabeza quedó sumergida bajo una bóveda de polvo tembloroso e iluminado por el sol. Fue divino.
Gloria desempeñaba el cargo de ayudante de dependiente en un afortunadamente cercano emporio del comercio de comida para animales domésticos situado en Shepherds Bush. La acompañé andando hasta allí, y luego regresé por Bayswater Road hasta la oficina de la academia, que estaba a solo medio kilómetro de Campden Hill Square.
Mrs. Noreen Tauber, Licenciada en Artes (Aberdeen), se dedicó a aburrirme un buen rato con fechas y demás. Luego, con un suspiro acompañado de un gesto ceñudo, se ofreció a acompañarme a ver las aulas y demás instalaciones, sin más ambición probablemente que demostrarme que aquello no era un asilo de ancianos ni una fábrica de betún. Subimos por un pasillo, admiramos un par de aulas idénticas, y regresamos por el mismo pasillo caminando sobre el inseguro parquet y escuchando el pedorreo de los radiadores de la calefacción. Anduvimos con relajado paso propio de cátedros de universidad cara, sosteniendo una conversación discursiva sobre temas generales, e intentado, con nuestras escasas fuerzas, hacer que aquel infierno pareciese un poco menos horrible de lo que era.
Frente a la estación de metro de Holland Park hacían cabriolas unos músicos cojos. Compré algunos periódicos (los dos grandes de Fleet Street, en concreto el Sun y el Mirror), eché —izquierdoso que es uno— diez peniques al hongo de los músicos, y me quedé allí leyendo los titulares y marcando con el pie el compás de una pobre versión de «Oh, mi muñequita preciosa». Iba a enfilar hacia Notting Hill para tomarme un café en el Costa Brava cuando un marica de nariz aguileña y pelo aplastado salió de detrás de las cortinas del vecino fotomatón. Me preguntó la hora. Le dije cual era, señalándole el gran reloj que colgaba de la pared de enfrente. Me dio las gracias y me preguntó si solía ir al club Catacombs de Earls Court.
—Creo que no —le dije, adulado.
Estaba haciendo un septiembre soportablemente bueno, con temperaturas bastante elevadas al sol, de modo que me tomé todo el tiempo que quise para hojear los periódicos mientras caminaba hacia mi destino, deteniéndome de vez en cuando para reír un chiste y, sobre todo, para maravillarme ante el cuerpo de alguna modelo.
Yo también fui, hace tiempo, marica.
Vale la pena que dé algunos detalles sobre este asunto.
Porque es posible que mi característica más encantadora y resultona sea el hecho de que siempre he sido un muchacho muy delicado, o todo lo delicado que se puede ser hoy en día.
A los trece años, y de forma absolutamente espontánea, tuve una bronquitis.
La noche después de que me la diagnosticaron bajé a escondidas a la planta baja y busqué la palabra en la enciclopedia. Y ahí estaba: «Bronquitis aguda»; eso era lo que había dicho el médico. Pero había otra incluso mejor: «Bronquitis crónica»; una bronquitis al año, por lo menos. Le pregunté al viejo Cyril Miller, nuestro médico de cabecera, si cabía alguna posibilidad de que mi enfermedad se convirtiese en crónica. Tras alabar los recientes descubrimientos científicos y las nuevas técnicas de tratamiento, afirmó que era muy poco probable. La bronquitis crónica estaba reservada a los ancianos nicotinizados con pulmones más resecos que una suela de zapato.
Sin embargo, si a alguien le interesa pasar un par de semanas en cama (tal como yo logré hacer, bianualmente), y si tiene unos padres indolentes y crédulos, los resultados que se pueden obtener con un par de paquetes de tabaco francés son asombrosos.
Además, conté siempre con la ayuda que me proporcionaron muchas otras circunstancias. La boca, por ejemplo, que la tengo hecha un auténtico desastre desde siempre. Los dientes de leche no se me caían ni por esas, y solían limitarse a desplazarse un poquito para dejar sitio a los nuevos. A los diez años había más dientes en mi boca que en la sala de espera de un dentista. Tarde o temprano, pensaba yo en aquel entonces, empezarán a asomarse por la nariz. Hizo falta pues que me hicieran complicadísimas operaciones quirúrgicas y que me metieran placas metálicas, tornillos, pinzas… De todo. Durante un par de años anduve por el mundo con una boca que parecía una caja de mecano.
Y contraje dos veces las enfermedades que suelen padecerse una sola vez. Y mis huesos tenían la consistencia del mazapán. Y alimenté una variante estacional de asma.
Es evidente que a mí todo esto me iba muy bien. Tardes soñolientas dormitando gracias a jarabes opiáceos para la tos, largas noches de las que solo despertaba a mediodía, puñados de valiums robados en secreto, montones de aspirinas antes de desayunar. Leí todos los libros legibles que había en casa, y también la mayor parte de los ilegibles. Escribí dos poemas épicos: un romance heroico en veinticuatro cantos titulado La cita (© 1968), y una Tierra baldía asmática de seis mil versos cuyo título era Solo ríe la serpiente (© 1970), partes de los cuales aparecen en el ya mencionado Monólogo adolescente en forma de sonetos. Escribí camafeos para prácticamente todas las personas que conocía. Registré todo lo que veía, sentía, pensaba. Me lo pasé en grande.
Pero volvamos a lo de mi período marica.
Cuando en el bar de los mayores le dije a mi amigo Peter que odiaba a toda mi familia, en realidad me estaba pasando un poco (a fin de redondear el efecto dramático). En realidad, las mujeres de mi familia no me molestan. Esta parcialidad solo llegó a mi conciencia de forma oficial cuando estaba a punto de concluir el segundo de los inviernos que pasé postrado en cama. Y supuse que esta tendenciosidad no era especialmente grave. ¿Mi edad? Catorce años.
Sin embargo, una tarde, medio dopado, leí un Grueso Libro de Bolsillo sobre Sigmund Freud.
Pasé la noche en medio de un leve delirio, sudando en silencio mientras mi mente se tambaleaba, corría y hervía: y por la mañana desperté con la firme y hasta serena convicción de que era homosexual. Todo cuadraba. Yo había tenido, era cierto, una experiencia marica (un puñado de esmécticas experiencias maricas en la caseta del campo de críquet cuando cursaba la enseñanza primaria); además, yo era soprano, primera voz encargada a menudo de los solos en el coro; era todavía virgen, y con mi rostro aún desprovisto de granos tenía que fingir expresiones de experto cuando les contaba a los amigos lo muy a menudo que me la cascaba, y lo salvajemente que se movía mi frenética muñeca en esos momentos, tanto o más que la de ellos. Era, pues, evidente que en cuanto levantara el culo de la silla se me tirarían en el autobús de Oxford, y que pronto estaría alquilándoselo a los amistosos universitarios del Madalen College. Desconcertado, pero dispuesto a estar preparado para lo que fuera, leí las obras completas de Oscar Wilde, Gerard Manley Hopkins, A. E. Housman y (aunque apenas me sirviesen de nada) E. M. Forster.
Más adelante, explorando la mesa de mi hermano mayor, encontré una revista de culturismo que se llamaba Tensio-dinamismo o algo así, una de esas que te explican lo que hay que hacer para darle una paliza a todo aquel que intente molestarte en la playa. Regresé resignadamente a mi habitación, me enrosqué en la cama con la revista y empecé a volver las páginas esperando con ecuanimidad que se presentara la erección. Pero no hubo modo. Caras idiotas sonriendo con estúpido engreimiento, espantosos amontonamientos descontrolados de musculatura. En mi vida me había sentido menos caliente: lo que me desconcertó fue pensar cómo podían gustarles a las mujeres. Comprendí que estos caballeros no eran representativos; pero, aun así…
Por fortuna tenía, y sigo teniendo, una mente que actúa como una trampa para osos; en cuanto una idea se suelta y escapa libremente, los muelles de mi cerebro vuelven a contraerse y se aprestan para recibir a la siguiente pata desprevenida. Al igual que la mayoría de personas que pasan por ser sensibles y obsesivas, no hay nada en el mundo que pueda llegar a interesarme de verdad, y paso enseguida de una cosa a la otra. Ahora ansiaba saber por qué no eran bolleras todas las mujeres. Fuera como fuese, aquel verano tuve una experiencia heterosexual muy formativa. Más tarde me referiré a ella. Ahora me limitaré a consignar que, como consecuencia directa de ella, me salió mi primer grano digno de tal nombre, una magnífica erupción de dos yemas, que me convirtió en objeto de numerosas envidias secretas cuando regresé en septiembre al colegio.
Para ser justos, en el Costa Brava no había muchos locos, y solo un puñado de maricas.
Mientras me tomaba el café a sorbos ataqué el crucigrama del Mirror. Si lograba terminarlo, me tiraría a Rachel antes de que pasaran… tres semanas. Después de poner un par de palabras decidí que la telefonearía en cuanto regresara a casa. Sería una muestra de inteligencia llamarla ahora que todavía me sentía tolerablemente espermático y joyceano tras mi noche con Gloria. Con los ojos de mi imaginación veía al joven Charlie apoyado en la pared del pasillo de casa de Jenny, hablando sonriente por teléfono. No conseguí oír lo que estaba diciendo, pero tenía los ojos brillantes y el rostro agradablemente animado.
—Hola, Rachel, Soy Char… Fantástico, gracias. Y tú, ¿qué tal estás? Muy bien, nena. Sí, claro, esta noche me va bien.
Pedí otro café. Una vieja pasó subrepticiamente dejando caer azucarillos envueltos en papel sobre la silla que estaba delante de la mía.
—Hola, buenas tardes. Querría hablar con Rachel Noyes, si es posible. ¿Le importaría…? Gracias. Muy amable. Hola, ¿Rachel Noyes? ¿Rachel Francette Noyes? Buenas tardes. Seguramente no me recuerdas —(¿por qué ibas a recordarme?)—, pero…, nos conocimos en una fiesta, el pasado agosto. Sí, el nueve de agosto. Yo llevaba…
Nos conocimos en la fiesta de agosto. Era una fiesta de esas con vino y luces y saltos generalizados, es decir lo contrario de una de esas otras en las que uno se tumba sobre la húmeda alfombra con el vaso vacío y deseando que hubiera más chicas, o, también, lo contrario de esas en las que te pasas el rato fumando hash y comiendo pasteles psicodélicos mientras el señor don Charles Manson toca los bongos y recita escabrosos poemas en prosa. Fue una fiesta de las buenas.
Geoffrey y yo nos habíamos enterado de que se celebraba gracias a un joven hippie (bastante adinerado) que nos lo contó en la Okeefenokee Pancake House de Marble Arch. No quiso decirnos en dónde era hasta que Geoffrey le ofreció un alucinógeno (en realidad, una de mis pastillas para el asma que había sido sumergida unos instantes en un frasco de tinta Quink azul-negro).
—Es un LDH —le susurró Geoffrey— recién llegado de los Estados Unidos. Mejor que un ácido. Más fuerte que un MDA. ¿Te vale?
—Oh… Divino.
—Vuela por todo lo alto, tío —le dijo Geoffrey cuando nos íbamos—. Paz.
Rachel llegó con un grupo de cuatro chicas, reunidas aparentemente por azar, pero se quedó sola junto a la puerta, con los brazos cruzados en una actitud muy adulta. Aunque saludaba con la mano y decía hola a la gente, de hecho no hablaba con nadie. Yo me encontraba junto a otros tíos sin pareja, charlando, no lejos de allí; cuando Rachel rechazó dos invitaciones a bailar, empezaron a picarme los sobacos. El segundo de los candidatos no se rindió a la primera y se quedó junto a ella regañándola por su negativa. Pero en lugar de acercarme a ellos y decirle al tío: «¿No has oído lo que te han dicho, niño?», esperé a que se largase.
Rachel parecía segura y serena, tal como suele ocurrir con las mujeres en estas circunstancias, pero, al igual que yo, no se mostraba distanciada del festejo sino más bien excluida. Seguro que es una persona sensible, pensé. Aunque en mi caso, mi exclusión se debía a que soy incapaz de bailar delante de otros. Geoffrey, que giraba sobre sí mismo de forma vertiginosa a tres metros de donde yo me encontraba, afirmaba que esta era una de las mejores formas, por no decir la mejor, de atraer a las chicas. Pero yo solo bailo cuando estoy solo, en arrebatos de unos diez segundos, delante del espejo casi siempre, a veces desnudo aunque a menudo en calzoncillos de estilo sexy.
Rachel encendió un pitillo. Eso me daría cinco preciosos minutos para pensar.
Hice un análisis instantáneo. Era una mujer realmente formidable, que en realidad no acababa de encajar en mi tipo. No era de las de la especie agresivamente sexy, como les ocurría a algunas de las otras chicas que agitaban sus cuerpos en esos momentos, y cuyos dorados muslos y abundantes pechos me parecían tan atractivos como la lepra. Sin embargo, era más bien alta, casi de mi misma estatura, con el pelo moreno hasta los hombros y moldeado convencionalmente en torno a unos rasgos muy marcados; sacaba gran partido de sus ojos; y su nariz sacaba mucho partido de sí misma; llevaba botas negras que se encontraban a la altura de las rodillas con una falda negra de estilo campesino, una blusa blanca algo masculina, bolso caro, algunos brazaletes, un anillo insignificante; actitud más bien severa, estilo a-mí-no-me-vengas-con-cuentos, clase media con un buen empleo de mujer inteligente, algo así como relaciones públicas, apartamento para ella sola, mayor que yo, posiblemente medio judía.
El detalle étnico, sí, me proporcionaría un tema para empezar la conversación. Mi propio aspecto es más bien caucásico, pero siempre podía acercarme a ella y decirle: «Esta fiesta no es demasiado kosher[3] ¿no te parece?», o bien, «Parece que ya no frecuentas la sinagoga, ¿eh?». En ese momento volví la vista y deduje que yo era el único poseedor de prepucio en toda la casa. Quizá, pues, debía más bien apelar a su lado ario, o mostrar al menos mi sensibilidad ante las tensiones que, por su doble raíz étnica, debía de sentir. «Hola, no he podido dejar de fijarme en que eres medio judía. Debe de ser…». Ah, siempre he sido uno de esos que dicen: ya me lo imaginaba.
De hecho, ligué por casualidad. Tras entonar mentalmente un cántico, timor mortis conturbat me, inicié la más torpe maniobra de mi vida. Las piernas se me pusieron en marcha, primero disparándose espasmódicamente en todas direcciones, luego no tan discordes, con un paso más airoso. La mitad superior de mi cuerpo adelantándose, con una inclinación de quince grados. Los brazos colgando muertos desde el codo. Los hombros tan subidos como si fuesen orejeras.
Decidí usar un amistoso acento de Chelsea:
—¡Ho-la! —le dije, canturreando la palabra.
—Hola —su tono era de insultante superioridad; su acento transformó inmediatamente el mío en un acento educado de clase media alta.
—Hola —repetí, ahora con entonación salaz, como el comandante de escuadrilla aérea al que le presentan una atractiva parisiense—. Veo que no estás bebiendo nada —este era un comienzo excelente porque de ordinario te contestan: «Ah, ¿eres tú el que da esta fiesta?».
—Ah, ¿eres tú el que da esta fiesta? —dijo ella. Pero esta vez la frase no fue dicha con el tono del que se ha colado de gorra y suplica de rodillas que le digan que no importa. Lo dijo más bien con cierta aburrida incredulidad.
Sin perder la sangre fría, decidí dar una imagen literaria:
—Desde luego que no. Esta clase de fiestas no se dan, se reciben.
Hubo un silencio.
—El hombre llega y bebe vino y se hace a un lado —dije.
Juro que me salió sin pensarlo (Tithonus, tercer verso). Pero ella no captó la referencia y creyó sencillamente que trataba de hacer una broma. ¿Operación de rescate por mi parte?
—Y después de muchos veranos muere el cisne —añadí tísicamente, y luego—: Fue Tennyson el que dijo eso —marcando un poco más el tono satírico. Reí, como si se tratase de un chiste privado. Ella me miró, sin parpadear.
—Disculpa, suelo decir tonterías cuando me pongo nervioso.
—¿Y por qué estás nervioso?
—Por la misma razón que tú no lo estás.
—¿Cuál es?
No sentía ni el más mínimo deseo de explicar mi críptica respuesta.
—¿Cómo Cristo quieres que lo sepa?
¿Cristo? ¿Era prudente esta exclamación teniendo en cuenta que ella era medio judía? Alcé una mano, para acallarla, para pedir una tregua.
—¿Por qué no hablamos de algo que te interese? ¿Maquillaje…, ropa…, niños? Lo que quieras. Espera, iré a buscarte una copa.
—¿Cómo sabes que me interesan esas cosas?
—Eres una chica.
—¿Y?
—Esas cosas te interesan. A todas las chicas les gusta hablar de eso, seguro que lo sabes. Las chicas solo hablan de eso. Tiendas…, cepillos para el pelo…
—No se puede generalizar…
—¿Por qué n…?
—Porque no. Hay muchísimas excepciones.
—¿Ah sí?
Ella soltó un suspiro:
—Yo soy una excepción.
—Entonces, tú eres la excepción que confirma la regla.
Espeluznante, estoy completamente de acuerdo; pero es frecuente que los jóvenes librescos se comporten así.
El Costa Brava empezaba a llenarse. Gente de mirada demente y aspecto pajaril iba y venía de un lado para otro; el colgador estaba atestado de muletas y bastones blancos; un mutante próximo a mí me miró recelosamente de pies a cabeza, tratando de localizar mi deformidad. ¿Por qué no me importaba estar allí?
A mi derecha, con la dentadura postiza armando más ruido que unas castañuelas, un viejo desmenuzaba un perrito caliente a velocidad de insecto.
Justo delante de mí, un roquero de mediana edad lloriqueaba y bostezaba. A mi izquierda…, Mad Millie en persona, la mujer que vivía en una furgoneta Bedford del cuarenta y tres, sin ruedas y aparcada en la cuesta de Rackham Hill, en Kensington. En estos momentos amenazaba el cristal de la ventana con un cansado murmullo. Su mirada se cruzó accidentalmente con la mía. Tosió en mi dirección un efímero arcoiris de gérmenes, y cerró la tanda con una observación pronunciada con voz chata:
—Eres el bicho más guarro que jamás haya pisado la luna.
Con mi mejor expresión le contesté:
—Quizás hasta tiene usted un poco de razón.
Una oruga de centelleante flema color chartreuse se le deslizaba suavemente mentón abajo. Ella la restañó con un resto de bollo de hamburguesa que alguien se había dejado, para después llevársela mojigatamente a los labios.
En la tienda de enfrente pensé un momento en mis exámenes. Era evidente que la academia se limitaba a montar una rapaz farsa: una directora demente, instalaciones precarias, y un número escaso de profesores, ya que yo tendría que ponerme en contacto por mi cuenta con el de Literatura. Pero no me importaba. Un año antes hubiese exigido una academia más seria, y en cualquier otro lugar me hubiera sentido necio y vulnerable. Ahora esta circunstancia parecía solamente un detalle de la vida, que no afectaba su estructura. Interesante. Debo de estar haciendo progresos.
Me tropecé con Jenny en la puerta de la casa. Se iba a almorzar con una amiga. Yo creía que hoy en día las chicas no hacían esta clase de cosas, y se lo dije. Jenny se rio mucho, pero parecía incómoda. Norman estaba en casa, y podíamos compartir el huevo rebozado con salchicha que había en la nevera. Le dije que naturalmente, y que se divirtiera.
En mi habitación eché una ojeada a mi cuaderno de Rachel, como preparación para la llamada telefónica. Lo estudié, tomé algunas notas, subrayé alguna que otra frase especialmente pertinente, esbocé varias máscaras. Pero mis pensamientos erraban hacia otras cosas. Junto a la ventana, Bina, uno de los dos gatos atigrados y de espíritu democrático que poseía Jenny, con el cuerpo tenso y alerta, bajó cautelosamente la escalera que conducía a los cubos de basura. Encontré el único manuscrito autógrafo existente de mi primer encuentro con Rachel. Su tono era luctuoso, despachurrado.
Al cabo de un rato Rachel me permitió que fuera a buscar una copa. Cuando regresé de la cocina ya se había ido. Pero no se había ido. Estaba acariciándose amorosamente con un tipo alto de traje blanco. Yo me quedé con los vasos en la mano, como un camarero negro en la Casa de Rodhesia de Nashville, Estado de Tennessee. La balada seguía girando y alcanzaba su primer tercio. Quedaban un par de minutos para el final. ¿Qué haría Rachel entonces? Sentí deseos de preguntarle al anfitrión si no había algún armario de fregonas o lavabo no usado en donde, si no le importaba, yo pudiera encerrarme hasta que se acabara la fiesta.
Uno de los vasos de vino desapareció. Alcé la vista y me encontré con Geoffrey.
—¿Qué ha pasado con la tuya? —preguntó.
—Me ha dejado frío. ¿Qué ha pasado con la tuya?
—Se ha ido a cagar o algo así. —Se encogió de hombros—. Pero volverá enseguida. ¿Volverá la tuya?
—Nunca se sabe. ¿Qué tal es la tuya?
—Fantástica. Eno-o-ormes tetas.
—Ya lo he visto. Pero ¿qué tal es?
—Yo qué sé. Le gusta bailar y beber. No hemos hablado apenas.
Y luego Geoffrey me preguntó:
—¿Y a qué viene tanto «qué tal es»?
—Sí, lo siento. ¿Crees que podrás tirártela?
Asintió con un gesto, los ojos cerrados.
—Eh —dijo Geoffrey—. La tuya está besando a ese tipo.
—¿En serio?
—Sí, pero… Se están despidiendo. El tío se va.
Miré. El traje blanco se alejaba. Rachel giró sobre sus talones y se dirigió hacia nosotros.
—Viene —susurré—. A ver ese ingenio. Di que tocamos en un grupo o algo así.
Geoffrey estuvo brillante. Se portó bien y habló con mucho aplomo. Dejó caer nombres de peso en la conversación, como quien no quiere la cosa. Me dio hábilmente pie para que yo contara dos de mis anécdotas más divertidas, y fingió no conocerlas. Robó una botella de vino en la cocina. Y, además, resultó que Rachel conocía vagamente a la hermana de Geoffrey. El diálogo hacía que los gruesos labios pardos de Rachel se ensancharan a menudo en sonrisas…, que revelaron una dentadura notablemente defectuosa; los dos dientes frontales del maxilar superior estaban encabalgados, formando una afilada proa para el resto del semicírculo blanco; siempre me ha parecido que es un detalle simpático. Todo funcionó maravillosamente hasta que regresó la de Geoffrey. La de Geoffrey se llamaba Anna, y era por consiguiente sueca, lo cual, tratándose de Geoffrey, resultaba una sorpresa desagradable.
En ese momento había descendido bastante el tono general de la reunión. No es que Anna no fuese absolutamente encantadora, lo malo es que desde el punto de vista de Rachel aquello era el encuentro de yo y mi plan y Geoffrey y su plan tramando una huida hacia algún lugar remoto, la casa de uno u otro, algún apartamento, o donde fuera, para beber un poco de café flojo y escuchar discos y realizar más o menos eficaces intentos de meter mano…, que es exactamente lo que pretendíamos hacer Geoffrey y yo. Porque ahora la reunión estaba desintegrándose rápidamente. Solo quedaban un par de parejas borrachas, algunos gilipollas con cara de wáter, y varias chicas sin pareja (y, por lo tanto, aquejadas de graves deformaciones).
—Oye, tendría que ayudar a limpiar un poco todo esto —dijo Rachel.
—Tonterías —protesté—. Ni se te ocurra. Déjaselo para quienquiera que haya sido lo bastante frívolo y retorcido como para dar la fiesta.
Geoffrey sumó con vehemencia nuevos argumentos.
—Que se jodan —dijo—. ¿No sería mejor que nos fuéramos todos a casa de este?
Acarició el hombro de Anna. Anna sonrió.
—No, en serio. Voy a arreglar esto un poco.
—¿Y por qué diablos has de hacerlo?
—Porque la fiesta la he dado yo. Vivo aquí. ¿Vale? Espero que os lo hayáis pasado bien.
Y nos quedamos mirándola mientras empezaba a trabajar.
—Fantástico, tío —dijo Geoffrey—. Charles, la has metido hasta el culo.
De repente oí gritar a Norman desde lo alto de la escalera.
—Eh, Charles, ¿estás en casa?
—Sí —grité.
—Ah —gruñó él, pero no añadió nada más.
—Ahora subo.
Norman estaba en la cocina, peleándose con una caja de cartón.
—¿De qué es?
—De sidra —jadeó Norman.
Finalmente, y tras grandes esfuerzos, consiguió hacer una enorme pelota con el cartón y la cuerda, y la metió en la caldera. Luego revolvió el carbón con la punta de un plumero y el paquete ardió con un grave y satisfecho rugido…
—¿De dónde la has sacado?
—Se cayó de un camión.
—Joder —dije—. Es raro que no se rompiera. ¿Y no…?
—¡Qué bobo eres! —dijo Norman, agachándose hacia el barrilete y llenando dos jarras grandes de las de cerveza—. Es robada. Me la facilitó un amigo. Por dos libras. En una tienda me hubiera costado el doble.
Tosí y me saqué las gafas.
—¿Crees que así emborracha más?
Norman me pasó mi jarra, se bebió la suya de un trago, y se agachó otra vez para volver a llenarla.
—¿A dónde ha ido Jenny? —pregunté.
—De compras, con no sé qué furcia que ha venido de Bristol.
—¿A qué hora regresará? ¿Tienes idea?
—Ni la más remota.
Observé a mi cuñado, con la nariz a un dedo del grifo, los ojos anhelantes, expectantes. Iba vestido como siempre: un ajado traje azul, una camisa infantil parcialmente desabrochada (la punta de una corbata roja a lunares le asomaba por el bolsillo de la pechera); los pantalones, ajustados como la piel de una pitón de rodilla para abajo, terminaban unos dos o tres centímetros por encima de unos zapatos de ante negro que eran realmente absurdos. Asombroso. Vestido así no andaría yo más de diez pasos. Norman se enderezó, miró con hostilidad hacia mi jarra, y pasó a la habitación contigua.
—Emborracha en cantidad.
Se tiró en plancha sobre el sofá que estaba junto a la ventana.
—Un amigo mío —prosiguió— se tomó más de un litro de esta sidra, se cayó por la ventana del dormitorio, y se partió la cabeza contra la verja.
—Joder —dije, sentándome a mi vez. Hubo una pausa—. Oye, tengo que llamar a una chica dentro de un rato, así que lo mejor será que me emborrache en serio.
—¿Por qué? —preguntó Norman en tono desafiante.
—En realidad no lo sé. Me da un poco de miedo.
—¿Aún no te la has tirado?
—No. Ni de lejos.
—Entonces, no me extraña.
¿No le extraña que me dé miedo porque aún no me la he tirado, o no le extraña que no me la haya tirado aún si soy lo suficientemente gallina como para tenerle miedo?
—¿Es de las que se acuestan? ¿Cuántos años tiene? —preguntó Norman, frunciendo el ceño.
—Creo que diecinueve, igual que yo. No lo sé. ¿Conoces a Geoffrey? Es un amigo mío. Bueno, su hermana la conoce. Al parecer se ha acostado con un americano, pero ese fue el primero.
—Ya. Y, ¿qué ha sido de él? ¿Ronda todavía por aquí?
—No lo sé. El mes pasado vino conmigo al cine, así que parece que esté disponible.
Norman eructó.
—¿Lo intentaste esa vez?
—No.
Me contempló con aire poco satisfecho. Azorado, terminé la jarra y me levanté para llenarla de nuevo. Pero Norman se me adelantó. Vació su propia jarra y tosió haciendo muecas de repugnancia.
—Esta mierda es verdaderamente diabólica —dijo, acariciando el grifo de plástico.
Era un colegial hedonista al que le gustaba jugar a beber. Llenó su jarra y empezó a vaciarla tan rápidamente que, cuando terminé de llenar la mía, ya tenía la suya dispuesta. Los ojos le saltaban de las órbitas; le corría la sidra por la barbilla. Me pregunté si iba a trabajar alguna vez. ¿Tenía todavía alguna amiguita por ahí? O ni se le había ocurrido la posibilidad, o bien jamás se le había ocurrido no tenerlas.
Pensé en el rollo que se tenían montado él y mi hermana. Madre, que solía escribirse regularmente con Jenny, le retrataba siempre como el rey de los cerdos: guarro, ignorante, borracho, malhumorado. Pero eso no era más que la clásica solidaridad femenina. Tanto mi madre como mi padre solían referirse habitual y despreocupadamente a él con el apelativo de «ese bastardo», pero en un contexto así eso solo significa que se trata de un tipo que ya no idolatra a su esposa tanto como al principio. Pero Norman no era un «bastardo» auténtico o corriente, por la sencilla razón de que ganaba mucho dinero; los auténticos bastardos son bastardos sin blanca. Aparte de la boda, esta era la primera vez que les veía juntos. Ayer noche no parecía que hubiese problemas.
¿Importaba, por ejemplo, que Jenny tuviera cinco años de estudios superiores y que a Norman le resultara difícil incluso leer el Daily Mail? Y tampoco tenía sentido olvidar la diferencia de clase, o al menos no tiene sentido olvidarla cuando se trata de matrimonios. Jenny no podía ver casi nunca a sus amistades; seguro que esto la cabreaba. Y, como ocurre en todas las luchas de clase, el que pertenece a la clase inferior tiende a pensar que es un visionario que está llevando a cabo una cruzada, y, en consecuencia, se siente justificado incluso cuando le hace las peores guarradas a su enemigo.
—Mira, te lo explicaré —empezó Norman, pasándome mi segunda jarra y tomando un sorbo de la cuarta de las suyas—. Pongamos que tú eres ella, eh, y que ella es tú. Supongamos que la furcia esa te llamara por teléfono a ti. Como te sobran los planes, no te preocupas en lo más mínimo, y le das largas. ¿Qué cosa podría decirte a fin de conseguir que te interesases por ella, para que dejases a todas las demás y te plantaras con ella? Pues bien, si quisiera ligar contigo no te diría, «Oh, Charles, jódeme», sino más bien «Mira, Charles, te jodes, sabes, vete al cuerno», ¿no crees? ¿No sería eso lo que haría para atraparte?
Medité la cuestión un momento.
—Así que llamo a Rachel y le digo que se joda, que se vaya a tomar por el culo, ¿eh? —pregunté, impulsado por un auténtico deseo de aprender.
Norman me lanzó una mirada desdeñosa, como diciendo, «¿Quieres que te partan la boca de una patada?». Lo que en realidad dijo fue:
—No. Ponte chulo, simplemente. Mira, todos vosotros, pajeros de mierda —dijo, haciendo ademanes significativos con la mano—, que os pasáis la vida tropezando con vuestra propia polla, me dais náuseas. Y a ellas tampoco les gustáis. Ponte chulo…, haz como si la tía te importara un huevo, y ya verás como ella…, acabará suplicándote que te la tires.
Terminó un bostezo y después se puso en pie de un brinco, se desperezó y, con la boca abierta de par en par, consultó su reloj, un trasto muy grande y con muchas esferas y agujas (como los que usan los submarinistas, espeleólogos, etc.).
—Me voy a Chalk Farm.
—¿Se lo digo a Jen?
—Como quieras.
—Hasta luego. ¿A qué hora regresarás?
—A mí que me registren.
Tenía intención de telefonear a Rachel en cuanto Norman me dejara el campo libre, pero ahora ya no parecía tan fácil. Suspiré. ¿No debería tomar antes algunas notas? O beber un poco de café, para pensar mejor. Mis ojos recorrieron lentamente toda la habitación. Como el resto de la casa, estaba ocupada en su mayor parte por muebles viejos de Norman: un sofá monstruoso, toda una selección de butacas geriátricas. Comprobé que Jenny había empezado a sustituir todas estas piezas por otras más de clase alta, por aparadores de estilo rústico, pequeños tronos con funda de terciopelo, más algún que otro detalle de los de esto-me-lo-dejaron-por-treinta-chelines, o mira-lo-que-encontré-ayer: cosas intemporales y demostrativas de su buen gusto. En un rincón, junto a la puerta corredera que daba a la cocina, el reloj del abuelo —que, naturalmente, había pertenecido en tiempos a mi abuelo— dio la una. (Digo «naturalmente» porque así es como veo yo las cosas. En mi mundo no hay lugar para los italianos reservados, los peluqueros heterosexuales, las nubes no arreboladas, los salvajes innobles, las prostitutas sin corazón, los malos vientos beneficiosos, los irlandeses sobrios, etc. Lo siento, pero no puedo evitarlo).
La otra vez que vi a Norman fue en la boda, que, por cierto, era la primera a la que yo acudía. La celebración fue una fiesta con champagne en un hotel, seguida de una cena íntima en casa de Norm (donde Jenny llevaba algún tiempo viviendo); todo ello organizado por un restaurante y costeado por mi padre. Me emborraché muchísimo y tempranísimo, de modo que no recuerdo demasiado bien la velada; pero la cuestión es que, al parecer, mi padre y mi hermano mayor «insultaron» a Norman. Según su novia, lo que ocurrió fue lo siguiente. Gordon y Mark Highway se acercaron a Norman. Mi padre le dijo:
—Ah, Norman, me preguntaba si no te importaría aclararnos una cosa, si no te importaría decirnos a Mark y a mí cuál era el apellido de soltera de tu madre.
—Levi —contestó él sinceramente.
Luego, cuando ya habían dado media vuelta, mi padre le dijo a mi hermano:
—Parece que te debo cinco libras, eh…
Fuera como fuese, la cuestión es que Norman se lo tomó a mal, y, de momento, se calló. Cuando la fiesta con champagne estaba a punto de terminar, Jenny me forzó a que me llevara a Norman al bar del hotel, antes de que nos fuéramos a su casa de Holland Park. Imagino que lo que ella pretendía es que le ayudara a tranquilizarse, pero la verdad es que en mi vida he visto a Norman más sosegado que aquella tarde. Recuerdo que me dijo que la tarde anterior había sido magreado por la escocesa que trabajaba de ayudante de dirección de su tienda de neveras de segunda mano de Tufnell Park, en su tienda de neveras de segunda mano de Tufnell Park. A mí me pareció evidente que solo había mencionado el asunto a modo de anécdota amable e intrascendente; no se trataba en absoluto de parloteo jactancioso ni del típico sonsonete arrepentido de quien finge haber sido prácticamente violado. Además, como quien no quiere la cosa, añadió que de hecho no se había atrevido a cepillársela por miedo a que la tía tuviera aún la gonorrea. La había padecido durante tanto tiempo, y tan a menudo, que los antibióticos ya no le servían de una puñetera mierda.
Norman entró en acción en cuanto llegamos a su casa. Los amigos subcélebres de mis padres intentaron comportarse como si creyeran que estaba bebido; el hecho de que no lo estuviera fue la clave del asunto. Le preguntó a un filósofo fracasado cómo le iba últimamente su vida sexual; le dio un golpe de kárate en la espalda a una poetisa menor de pecho más plano que una crepé, y después susurró alguna guarrada junto a sus largos pendientes. Durante la cena se abstuvo de probar los cuidadosamente seleccionados vinos de mesa, y prefirió coger una jarra de cerveza y llenarla de Benedictine. Empezó a salirle una voz sonora de vendedor ambulante. Se metió un extremo de la servilleta en el cuello de la camisa. Tomó la sopa a base de sumergir la cara en el plato y sorberla directamente con los labios; desgarró la ternera con las manos. Se vació en la boca platos enteros de pepinillos y anacardos. Bebió café hirviendo a medida que caía por el colador, sin pestañear ni un momento.
La fase de la sobremesa quedó reducida, por lo que a mí se refiere, a poco más que una vertiginosa nada. Y, sin embargo, mientras permanecía tumbado en el suelo del baño del primer piso, acunando tiernamente entre mis manos la taza del retrete, me llegó el horrible sonido de la voz de Norman, como un horrible gemido de gaita que subía de la planta baja. Lo más lógico, digo yo, era esperar que estuviera diciendo obscenidades. Pero no fue así. No entendí bien sus palabras hasta que llegó a lo que parecían ser los últimos versos:
La vieja bruja afiló sus garras
Pilló al carnicero y le rompió las patas…
y luego, más lentamente,
La vieja bruja luchó por el príncipe…
para caer en un decrescendo luctuoso
Y nadie jamás volvió a oír hablar de ella.
Se oyeron unos vacilantes aplausos. Pero Norman se había lanzado de nuevo a cantar su:
oooooooooHHHHHHHHHHH, ha… bía una vieja bruja…
Repitió cinco veces el ciclo completo de nueve estrofas. Luego se oyeron unos ruidos confusos y pasos sonoros y puertas cerrándose de golpe. Cuando al cabo de media hora salí del baño, Norman esperaba pacientemente en el rellano para entrar. Se adelantó hacia mí, apoyó sus manos en mis hombros, como si quisiera impedir que me tambaleara, y me dijo:
—Tu padre se ha ido, así que te he preparado el sofá para que duermas allí.
Me miró fijamente y de repente echó la cabeza hacia atrás, víctima de un ataque de risa negra y anárquica. Yo le solté un gruñido halitoso.
—Siete-siete-tres, cuarenta y cuatro, diecisiete.
—Hola, buenos días, digo tardes. ¿Puede ponerse Rachel Noyes, por favor?
Silencio.
—¿Hola? ¿Rachel? Me llamo Charles Highway. Quizá me recuerdes de la fiesta que diste en tu casa hace un mes. Luego, algunos días después, fuimos…
—Sí, te recuerdo.
Le di tiempo para que saltase de alegría y dijese, «Y no me importa decirte que oír tu voz es cojonudo».
—¡Bien! —dije—. ¿A qué te dedicas últimamente?
Como si estuviera hablando con una tía abuela, Rachel me dijo:
—Estoy empollando para los exámenes.
—¡Qué coincidencia tan fantástica! ¡Yo estoy empollando para los exámenes de ingreso en Oxford! ¿Dónde está tu academia?
—En Bayswater Road.
—¡NO ME DIGAS! ¡La mía también! ¿Hacia qué lado?
—Cerca de Holland Park.
—Oh, caramba, ese es el lado derecho de Bayswater Road.
—No, es el lado izquierdo[4].
—No, no —sonreí incómodamente—. No quería decir el lado derecho, sino el bueno. El lado «como-debe-ser».
—¿Qué?
¿Colgar?
No. Hay que ponerse chulo.
—Esto…, bueno, mira, dejémoslo correr. Oye, ¿estarás allí mañana por la tarde? Bien, ¿qué te parece si paso a recogerte a la salida? Será a eso de las cuatro y media…, o las cuatro, ¿no? De acuerdo. Pasaré a recogerte y podemos ir juntos a tomar el té.
Hubo una pausa. Me cantaban los sobacos.
—¿Qué te parece?
Normalmente hubiese incluido una cláusula de esas que facilitan el no, algo así como «a no ser que tengas trabajo», o le habría hablado de una fecha más alejada para que ella hubiese podido mostrarse más vaga en su respuesta. Pero quería tener otra oportunidad. Había estudiado su caso a fondo. Entonces ella dijo:
—De acuerdo… Por qué no.
Por qué no. Seguro que se empeñaría en pagarse su té.
—No se me ocurre ningún motivo para no hacerlo. Estaré allí a las cuatro, ¿de acuerdo?
—Sí, y…
—De acuerdo. Hasta mañana.