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80.74% El diario de un Tirano / Chapter 130: El fuerte

Chapter 130: El fuerte

El cochero, en su desesperado intento por llegar a tiempo a su destino, tuvo que detenerse abruptamente. Como si la fértil tierra pastosa y húmeda hubiese ejercido una suerte de magnetismo sobre su cuerpo agitado, saltó ágilmente del carruaje, dejando que el viento vespertino acariciara su rostro impaciente. Sus ojos, llenos de preocupación, se dirigieron de inmediato hacia los caballos, esos majestuosos seres que eran su fiel compañía en cada una de sus travesías. Como si fuese un ritual sagrado, pasó sus hábiles manos por el cuello sudoroso del equino más cercano al carruaje, buscando cualquier señal de incomodidad. Fue entonces cuando sus dedos expertos avisaron a su mente que algo no estaba bien. Una deficiencia en el amarre del arnés, un descuido que, quizás, había sido la causa del malestar anterior.

—Son sendas peligrosas —advirtió el hombre desde la altura que su montura concedía.

—No demoraré demasiado —dijo el cochero, sin desviar la mirada y sus manos de su labor.

El caballero asintió, gritando un par de órdenes a sus subordinados para la inspección de la zona, pero su atención fue rápidamente robada por el sonido de abertura de la puerta del carruaje, lugar al que inmediatamente se abalanzó.

El caballero dio un gesto afirmativo, vociferando algunas instrucciones a sus subalternos para que se encargaran de explorar la zona. Sin embargo, su concentración fue prontamente eclipsada por el resonar del chirriar de la pesada puerta del carruaje, un sonido que rápidamente acaparó su atención. Inmediatamente, se precipitó hacia el lugar.

—Brir —saludó al encontrarse con el regordete rostro de su señor.

El aludido le ignoró, observando con el ceño fruncido al cochero que con esmero y paciencia reparaba lo afectado por el viaje.

—Quiero llegar antes de que oscurezca —advirtió.

—Lo haremos —respondió el cochero con tono indiferente.

El señor regordete bufó, sintiendo irritación en cada poro de su piel. Descendió del carruaje con cierta torpeza, apoyando su corpachón en el marco de la puerta. Estiró su cuerpo con parsimonia, esforzándose por apreciar el paisaje que históricamente había ignorado. Los árboles majestuosos se alzaban ante sus ojos, enraizados en la tierra con una imponente presencia. La hierba, un tapiz verde infinito, danzaba al compás del viento, una danza ajena a los ojos del apurado hombre. La flora exótica, en su exuberancia, se desplegaba con una elegancia desconocida, deleitando a los sentidos del observador. De vez en cuando, se hacía presente algún intrépido animalito, quizás en busca de compañía.

—Padre. —Se escuchó una melodiosa y ufana voz.

El hombre regordete se volvió al origen del ruido, sonrió con calidez, pero en sus ojos nunca se borró la astucia calculadora de la que era poseedor desde infante.

—Belian —Se acercó, le tomó de la mano que por un momento su hija no quiso conceder—, vuelve al carruaje, pronto regresaremos al camino. Y tú debes estar preparada.

—Yo también deseaba estirar un poco las piernas —dijo con rebeldía—, y no deberás preocuparte. Soy la hija de mi padre después de todo.

—Eso lo sé bien —respondió con una sonrisa natural.

—Señor Brir, cuando de la orden partimos —dijo el cochero al disponer de su lugar de trabajo.

El hombre regordete admiró por última vez (antes de volver al carruaje) el bello paisaje de alrededor, sin ser consciente que en el ramaje y los espesos arbustos se encontraban ojos que observaban todos sus movimientos.

∆∆∆

La noticia de los intrusos se extendió como una plaga por toda la vahir, sacudiendo los cimientos de la tranquilidad que había reinado durante una unos cuantos días. Las madres, conscientes del peligro inminente, apresuraron a sus hijos a resguardarse en el interior de sus hogares antes de continuar con sus quehaceres diarios, si es que les era posible.

Una veintena de jinetes se dispersó en cinco grupos, debidamente armados, y órdenes explícitas de proteger las zonas vulnerables de la vahir. Cada uno de ellos estaba preparado para entregar conceder la muerte si así les fuera ordenado, sin vacilación ni titubeos.

Los vigías ubicados en las torres de avanzada mantenían un arco tenso en sus manos, listos para disparar. Sus ojos afilados escudriñaban la distancia, buscando cualquier indicio de amenaza que pudiera surgir desde cualquier dirección. La incertidumbre flotaba en el aire, impregnando el ambiente con la peligrosidad de equivocarse.

Y entonces, los esperados visitantes emergieron en una comitiva no muy numerosa, justo cuando los primeros destellos del atardecer teñían el horizonte de tonos dorados. Avanzaron con cautela al divisar la torre de madera, sin poder ver a los arqueros ocultos en su interior, pero conscientes de que ojos agudos los observaban, esperando la señal para lanzar sus flechas y acabar con sus vidas.

—Alto —dijo la amazona de coleta—, identifíquense e informen sus intenciones.

El siervo directo del Brir observó con ligera admiración al grupo de jinetes que con miradas solemnes les advertían la fatalidad. Armaduras pulcras, armas envainadas y los equipos de los equinos mostraban una alta calidad, mucho mayor a la mejor vista, y comenzó a tener curiosidad sobre el nuevo señor que regía estás tierras, preguntándose sobre su apariencia y destreza.

Mientras, los demás siervos del hombre regordete esperaban en formación defensiva, pero con pensamientos similares a los de su superior.

—No lo repetiré. Identifíquense e informen sus intenciones —dijo nuevamente, con la frialdad recorriendo cada arruga de su joven rostro.

—Lo lamento, dama guerrera —dijo con torpeza el guerrero en jefe, haciéndose evidente de su poca experiencia en una situación semejante—. Me llamo Tredio Trediovars. Y estamos aquí con la solicitud de una audiencia con su señor.

—Abre el carruaje y ordena a los que estén dentro que salgan inmediatamente —dijo Laut, la capitana del escuadrón La Lanza de Dios.

—Dama guerrera. —titubeó al encontrarse con su mirada.

—Obedece —Sujetó la empuñadura de la espada, mientras los cuatro que la acompañaban apuntaron con sus arcos—, o serás castigado.

Tredio asintió, acercándose en alerta a la puerta del carruaje que esperaba ser tocada.

—Brir —saludó al encontrarse con la cara regordeta de su señor—, la dama del caballo blanco ordena que bajen.

—Insolencia —dijo, enfurecido—. ¿Qué se ha creído?

Salió, pero su acto que en su mente pudo considerar majestuoso e imponente, para el ejército del Barlok fue como ver a un cerdo caminar a dos patas.

—¿Usted es la que osa hacer llamado de mi presencia? —bramó al ponerse frente a la amazona.

Laut desvió la mirada para observar al siguiente individuo que se reveló del escondite que el carruaje proveía. Era una mujer pequeña, delgada y de cabellos largos, su edad rondaba los trece o catorce ernas, sus muecas eran infantiles, pero su mirada no.

—¿Son todos? —preguntó la capitana.

El Brir chasqueó con la lengua, calmando su respiración. Su mirada se posó sobre la vahir desconocida, encontrando edificios que no debían estar, y una cantidad elevada de chozas de madera. A lo lejos, muy lejos, se encontraba la fortaleza que en un pasado ya lejano consideró hogar, pero no pudo reconocerla.

—Son todos —respondió disgustado, observando de reojo a su hermoso retoño que se colocó a su lado.

—Supongo que usted es el jefe de estos hombres.

El hombre regordete afirmó con la cabeza.

—¿Y ella? —Señaló a la delgada mujer.

—Mi hija...

—Ustedes dos pasen —interrumpió—, su pequeño ejército esperará en este lugar.

—No lo acepto.

—No fue una petición, señor, fue una orden. Pero, desobedezcan y ordenaré a las sombras ocultas que los ejecuten. —Alzó la mano, con tres dedos apuntando al cielo. Una flecha cayó cerca de los pies del hombre regordete, que asustó a la mayoría del pequeño ejército—. Usted decide.

«¿Amigos siniestros?», pensó la pequeña dama al guiar su mirada al bosque cercano.

El Brir palideció, su boca se secó, y sus extremidades temblaron de forma involuntaria.

«Que la Luz Divina perdone mis ofensas», pensó, mientras hacía la señal de la Unión de manera involuntaria.

—Acompáñame, Belian —dijo sin voltear, temeroso por la penetrante mirada de Laut, que hasta ahora se percataba del inmenso peligro que representaba—. Tredio, cuida el cargamento.

—Sí, Brir.


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