Orion y la tercia de islos que lo acompañaba detuvieron la marcha justo al llegar al campamento que Los Búhos habían erigido solo unos días atrás. Los caballos fueron amarrados en el árbol cercano, mientras Jonsa se encargaba de darles de beber.
—Señor Barlok —dijo el líder del escuadrón al aparecer, dejándose caer sobre una rodilla. La capucha había abandonado su cabeza, dejando al descubierto su rostro moreno y ojos cafés.
Demir, Throka y Denis aparecieron un segundo después, efectuando la misma acción un paso detrás de su capitán.
—¿Algo importante que informar?
La cabeza de Anda se balanceó levemente de izquierda a derecha, sus ojos se cerraban mientras su expresión dibujaba una mueca de pena y vergüenza.
—No, señor Barlok, no hemos encontrado ningún indicio de la gran criatura.
Los tres a sus espaldas mostraron la misma vergüenza, siendo incapaces de levantar la mirada para observar a su señor.
—No voy a esperar a ser emboscado —dijo con un tono que todos lograron escuchar, sin embargo, fueron palabras para sí mismo, que sirvieron como combustible para sus ansias de combatir.
Anda preparó los oídos para recibir la orden, acción que fue igualmente implementada por Mujina y Alir, sin embargo, pasaron los segundos y la orden nunca salió de la boca de su sagrado soberano, quién, perdido entre sus pensamientos observó por un buen tiempo los árboles que le rodeaban. Todo fue silencio por un momento, el propio aire desapareció, y el susurro de las hojas se debilitó.
—¿Qué criaturas habitan por estos lares? —preguntó, aunque intuía la respuesta.
—Pirianes, señor Barlok —respondió—, aunque en nuestra búsqueda por la gran criatura nos encontramos con dos refugios de buscadores de tierra. Los quemamos. Una de esas cosas había matado al caballo de Throka.
El más alto de Los Búhos asintió.
Alir frunció el ceño, su mueca era un espejismo de repulsa al oír hablar de los buscadores de tierra. Su odio hacia esas abominaciones no nacía de un capricho infantil, sino de un terror enterrado en la memoria oscura de su niñez. Todavía podía sentir el frío mortal que produjo el miedo al verles acercarse, con ese rostro repugnante. Una criatura hambrienta que la había confundido con presa fácil. Solo el azar y la providencia de un padre vigilante habían rasgado ese destino sombrío que casi la envuelve; el acero de la herramienta de agricultura de su padre brilló bajo la luz de la luna tan rápido como los gritos de Alir rasgaron la noche, salvando su vida.
—Concéntrense en encontrar a las dos bestias que atacaron a mi caravana. Lo demás no es importante.
Anda asintió, tragando saliva a causa de la solemne y penetrante mirada de su soberano.
—Sí, señor Barlok. —Se colocó en pie, hizo una profunda reverencia, y desapareció.
Los tres a sus espaldas le imitaron.
—Trela D'icaya, me gustaría expresar mi agradecimiento...
—Silencio —le interrumpió, y Mujina como buena subordinada obedeció de inmediato.
Orion tomó asiento con delicadeza en el lomo de aquel árbol caído, con un respeto que parecía disonante con su personalidad, tal vez una estrategia para formar un puente entre su propia esencia y la magna conciencia del bosque, como quien tantea en la oscuridad una luz que antes lo guio. Sus manos, finas y delicadas, tímidas mariposas sobre la corteza ruda, intentaron platicar con los susurros silenciados del árbol, aquellos mismos murmullos que en el laberinto, fluían como corrientes acaudaladas.
Pero la comunión era inexistente; ninguna voz se alzaba para acariciar sus palmas abiertas, ninguna sabiduría corría por las vetas de madera muerta hacia su esperanza. La frustración se talló en su rostro, esculpiendo una severidad que desentonaba con la paz del entorno.
«No soy lo suficientemente poderoso», pensó, pero el enojo no disminuyó.
—Buscaremos a la criatura nosotros mismos —Se levantó, observando el horizonte arbolado—, y asesinarlos para volver cuánto antes a la vahir.
Los islos asintieron, sumamente complacidos por la oportunidad de cazar con su Trela D'icaya, pues el acto en sí era un ritual sagrado, por lo que compartirlo con su Divino Soberano hizo que sus corazones quisieran explotar de lo extasiados que se encontraban.
∆∆∆
Fira inhaló profundamente el aire frío del amanecer. Desde que su señor pasó por las grandes puertas de la fortaleza, su mundo había quedado suspendido en un eterno silencio. Los sonidos del mundo seguían existiendo: los enérgicos entrenamientos de la caballería, el murmullo de voces entre los soldados, y sobre todo, el rítmico golpeteo de los talones de Yerena al subir y bajar. Cada toque al suelo era una estocada punzante en el tejido de la calma se esforzaba por mantener. Y quiso pedirle que se detuviera, pero no era lo indicado, creía que hablar volvería demasiado real lo que estaba sucediendo, y todavía no quería aceptar que su señor no estaba a su lado.
Fue hasta observar la multitud de soldados que se disponían a salir de la fortaleza que decidió que era momento de comportarse como la "Voz" de su soberano.
El capitán del escuadrón Garras de Oso le saludó con sumo respeto, saludo que se extendió a la guerrera que le protegía, para los islos, luego de su Divino Soberano, no había nadie más importante que su Sicrela, pero los seis escogidos, aparte de ella, que tenían el trabajo de proteger a su Trela D'icaya poseían un estatus casi similar.
—Volvamos al palacio —dijo con un tono firme.
Sin advertencia transcurrieron dos días, días en los que ocupó todo su tiempo para repasar los documentos que su hermano había dejado en su oficina, deseaba conocer más sobre lo que hacía, y así aprender para mejorar aún más la vahir, pero se encontró con documentos sobre el conteo de todas las cosas que se construían, sembraban, cosechaban, etcétera. Toda esa información le mareó, pero la motivación sobre aprender no se esfumó, solo que lo haría con la orientación de su hermano cuando él volviera.
Inhaló una gran bocanada de aire, despertando su mente cansada, y entre miradas observó a la mujer apostada a un flanco de la entrada, la jovencita de expresión infantil que endurecía el semblante, queriéndose ver severa. Y no dudaba que lo fuera, solo que su apariencia no era la de una guerrera.
Yerena también le miró, estaba complacida por cuidar de ella, pero también decepcionada por no haber podido acompañar a su soberano. Había pasado por un entrenamiento tortuoso a manos de su Sicrela luego de su recuperación por su desastrosa e indigna batalla con Lucan. Cada noche se escapaban al bosque y combatían, espada en mano, o a veces cuerpo a cuerpo, razón de sus diversos hematomas y cortaduras, pero estaba decidida a mejorar, a no volver a manchar el nombre su Sagrado Señor, ni el de su raza al perder. Estaba motivada, razón que provocaba el extremo aburrimiento por estar en guardia, deseaba combatir, pelear con los enemigos de su Divino Soberano, y eso hacía que tuviera comezón en toda su piel, pero era obediente y leal, y cumpliría con la encomienda sin ninguna falla.
Sus ojos verdes se volvieron a la sombra que se apresuraba a ella, una esbelta figura, de cabello recogido, frente larga y nariz fina. Una esclava, supuso al ver la marca en su hombro.
—Traigo un mensaje de la comandante Laut —dijo, su expresión nerviosa y temblor provocaron una sonrisa en el rostro de la guardiana.
—¿Tienes miedo, esclava? —inquirió. Infló el pecho, haciéndose más alta al ponerse firme.
—No, señora —respondió, y de forma involuntaria bajo la mirada. Ella misma fue una soldado, por lo que le fue fácil entender la diferencia en poder con la guardiana.
—Entonces no tiembles —sonrió, haciéndose a un lado y permitiendo su entrada—. Ve y deja de perder el tiempo.
La esclava se adentró a la oficina del Ministro Astra con extremo cuidado, haciendo todo lo posible por no ofender a la persona que estaba dentro. Cayó de rodillas justo antes de llegar donde Fira se encontraba sentada.
—Traigo un mensaje de la comandante Laut, mi señora.
—Habla.
—La comandante Laut le solicita el permiso para aventurarse luego de la pendiente.
—¿Con qué razón?
—Lo lamento, no me fue dicho.
—Vuelve y tráeme la información completa —ordenó.
—Sí, mi señora.
La esclava se levantó con torpeza, estaba más allá del nerviosismo, pero, más que miedo, no quería fallar en su nuevo trabajo de mensajera de la comandante del escuadrón de La Lanza de Dios, pues era un trabajo que si era bien aprovechado la alejarían para siempre de las tortuosas construcciones.
—Podríamos acompañarle —dijo Yerena con una sonrisa traviesa.
Fira le observó, la idea no era mala, sin embargo, no quería alejarse demasiado de la fortaleza por si alguien necesitara de ella como la "Voz" de su soberano.
—En otra ocasión —dijo, perdiendo su mirada en los pilares de papeles que le rodeaban—. Salgamos de aquí.
La sonrisa en el rostro de la guardiana se pronunció.