En lo alto de una habitación decorada con el delicado balance entre la magia y la infancia, un niño de ojos monocromáticos descansaba sobre una colcha de terciopelo azul oscuro. Las paredes, adornadas con suaves pinturas de criaturas mágicas, daban la sensación de estar dentro de un cuento de hadas. Los juguetes mágicos, cuidadosamente ordenados, parecían cobrar vida en los rincones de la habitación. Pequeños dragones de madera revoloteaban cerca del techo y caballos encantados trotaban en círculos. Entre ellos, destacaba una escoba de juguete que flotaba levemente, lista para ser tomada por manos pequeñas.
Dorian, con su cabello rubio plateado reflejando la luz tenue de las lámparas flotantes, observaba un libro infantil cuyas ilustraciones se movían con cada página que pasaba. Tenía apenas unos años, pero su mirada parecía contener una sabiduría más allá de su corta vida. El libro en sus manos mostraba historias de valientes magos y criaturas míticas, pero lo que realmente le interesaba no eran las historias, sino los garabatos que su abuela Vinda llamaba runas. A menudo, Dorian se perdía mirando esas formas antiguas, sintiendo una conexión que no podía explicar.
Desde que podía recordar, la magia había sido parte integral de su entorno. La mansión Rosier era un lugar donde lo extraordinario era cotidiano, pero para Dorian, cada rincón era una invitación a descubrir algo nuevo. Desde su primer año de vida, había comenzado a explorar el espacio que lo rodeaba. Las amplias salas, con techos altos y candelabros encantados, lo llenaban de curiosidad. A menudo gateaba por los corredores de mármol, siguiendo el eco de sus propios pasos, hasta que su abuela lo encontraba y lo llevaba de vuelta a su habitación con una sonrisa indulgente.
Con el paso del tiempo, su exploración se volvió más estructurada. No fue hasta que cumplió tres años que su fascinación encontró un destino claro: la biblioteca. Ocupaba una de las alas principales de la mansión y se decía que era una de las colecciones más antiguas y completas de la región. A pesar de su corta edad, Dorian se maravillaba al entrar en esa sala. Las estanterías se alzaban como murallas, repletas de libros cuyas tapas de cuero estaban grabadas con símbolos que parecían vivos.
Un día, mientras recorría la biblioteca bajo la supervisión de un elfo doméstico, sus ojos se posaron en un libro en particular. La cubierta era negra y tenía grabadas runas plateadas que brillaban con un resplandor tenue. Dorian extendió la mano y, al tocarlo, sintió una leve vibración recorrer su cuerpo. Aunque no entendía lo que significaba, algo dentro de él se agitó, como si aquellas runas le estuvieran susurrando secretos antiguos.
La abuela Vinda, siempre observadora, notó su interés. "Es un lenguaje antiguo, Dorian," explicó un día mientras él examinaba un tomo de runas básicas. "Cada símbolo contiene un fragmento de magia. Algunos más poderosos que otros." Sus palabras eran siempre medidas y precisas, pero nunca subestimaban la capacidad del niño para entender.
Vinda Rosier era una presencia imponente en la vida de Dorian. Alta y elegante, su postura recta y su mirada penetrante dejaban claro que era una mujer acostumbrada al respeto. Aunque su carácter era severo, nunca fue injusta con su nieto. Al contrario, lo trataba con una mezcla de disciplina y afecto que marcaba cada aspecto de su crianza.
A pesar de la seriedad que impregnaba la mansión, la infancia de Dorian no carecía de momentos ligeros. Las visitas de las hermanas Black traían un aire diferente al hogar. Bellatrix, Andrómeda y Narcissa eran frecuentes visitantes, aunque sus motivos variaban. Algunas veces, simplemente venían a pasar tiempo con Dorian, a quien trataban como un pequeño hermano. Bellatrix, la más enérgica, solía enseñarle movimientos básicos de varita usando ramas del jardín, mientras que Narcissa prefería leerle cuentos mágicos. Andrómeda, en cambio, encontraba diversión en hacer que Dorian riera con historias humorísticas de sus días en Hogwarts.
Walburga Black también visitaba ocasionalmente, aunque su relación con Vinda era más formal. Cuando estaba en presencia de la matriarca Rosier, Walburga siempre mantenía una postura impecable, con una expresión de respeto mezclada con altivez. A pesar de esto, sus visitas nunca eran forzadas, y su interés en Dorian parecía genuino, aunque poco expresivo.
En las tardes tranquilas, cuando no había visitas ni estudios, Dorian solía jugar en los jardines que rodeaban la mansión. Las flores, algunas de ellas mágicas, cambiaban de color según la hora del día. Un árbol enorme, con ramas que parecían extenderse hacia el cielo, se convirtió en su lugar favorito para descansar. A menudo llevaba consigo algún libro, aunque más para mirar las imágenes que para leer las palabras.
Un día, mientras exploraba el jardín, encontró una piedra tallada con runas similares a las que había visto en los libros. La sostuvo en sus pequeñas manos, maravillado por el peso y la textura. Se la llevó a su abuela, quien la examinó con cuidado antes de devolverla. "Es un símbolo de protección," le explicó. "Deberías quedártela." A partir de ese momento, Dorian mantuvo la piedra en un rincón especial de su habitación, como un tesoro personal.
La magia que impregnaba la mansión no era algo que Dorian cuestionara; simplemente era parte de su mundo. Aún no comprendía la magnitud de su herencia, ni los secretos que su familia guardaba. Pero en su inocencia infantil, no sentía la necesidad de hacerlo. Su mundo estaba lleno de maravillas, y cada día traía consigo una nueva razón para explorar.
En las semanas que siguieron a su hallazgo en el jardín, Dorian no dejaba de pensar en la piedra rúnica que ahora descansaba en su habitación. Había algo en esos extraños símbolos que despertaba una curiosidad incesante en él. Cada noche, después de que su abuela le daba las buenas noches, el niño se levantaba sigilosamente de su cama y encendía una pequeña lámpara mágica. Bajo la luz cálida y parpadeante, estudiaba la piedra, recorriendo las runas con sus dedos, como si al tocarlas pudiera desentrañar sus secretos.
A pesar de ser tan pequeño, su capacidad de concentración era asombrosa, algo que no pasaba desapercibido para Vinda. En lugar de desalentar sus inclinaciones, la matriarca lo observaba con interés desde las sombras, permitiendo que su curiosidad lo guiara. No le daba respuestas inmediatas ni lo llenaba de información. Para ella, el aprendizaje debía ser algo que se descubriera, no algo que se impusiera.
Una tarde, mientras jugaba cerca del lago que se extendía frente a la mansión, Dorian notó que el agua estaba particularmente tranquila, como un espejo. Tomó su piedra rúnica y la arrojó suavemente, observando cómo se hundía sin causar más que un pequeño chapoteo. "¿Crees que esas runas harían algo si las usaras de forma diferente?" La voz de Bellatrix, siempre algo desafiante, lo sacó de su ensimismamiento.
Bellatrix había llegado más temprano ese día y, como siempre, estaba ansiosa por encontrar algo interesante que hacer. Aunque sus visitas eran espontáneas, su trato con Dorian no carecía de afecto. Había algo en el niño que incluso la bruja más impetuosa encontraba cautivador.
"¿Cómo puedo usarlas si ni siquiera sé qué son?" respondió Dorian, mirando a Bellatrix con una expresión seria, pero infantil.
La joven Black sonrió de medio lado, como si acabara de decidir algo. "Bueno, si no sabes qué son, ¿por qué no intentas descubrirlo?" Tomó una rama cercana y dibujó formas en la tierra, imitando las runas que recordaba haber visto en la piedra de Dorian.
Aunque el niño aún no comprendía el verdadero significado de sus palabras, algo en esa interacción quedó grabado en su mente. La idea de que esas formas no eran simples garabatos, sino algo con un propósito, lo intrigaba profundamente. Esa noche, en su habitación, comenzó a copiar las runas de su piedra en una hoja de pergamino, repitiendo el patrón una y otra vez hasta quedarse dormido.
Los días en la mansión continuaban con su rutina usual, pero para Dorian cada momento parecía estar lleno de descubrimientos. Una mañana, mientras exploraba uno de los salones menos frecuentados de la casa, encontró un viejo reloj encantado que proyectaba imágenes de estrellas en el techo. Se quedó mirando las constelaciones cambiantes, sintiendo una paz inexplicable. A veces se preguntaba si las runas que tanto lo fascinaban tenían algo en común con esas estrellas, como si ambas fueran parte de un lenguaje universal que aún no entendía.
Vinda, aunque reservada, no dejaba de notar el progreso de su nieto. No era usual que niños tan pequeños mostraran tal dedicación a algo tan abstracto como las runas. A menudo, cuando estaba sola, la matriarca reflexionaba sobre el futuro de Dorian. No era una mujer dada a las emociones, pero había algo en el niño que despertaba en ella un instinto protector que rara vez mostraba.
Durante una cena tranquila en la gran sala de la mansión, Vinda observó a su nieto juguetear con su tenedor, trazando formas en la salsa de su plato. "Dorian," dijo con suavidad, "la magia está en todas partes, incluso en los lugares más pequeños. Lo que estás buscando, lo encontrarás cuando estés listo."
Aunque Dorian no entendió completamente sus palabras, asintió, satisfecho con la respuesta de su abuela. Para él, la magia no era un misterio que necesitara resolver, sino algo que simplemente existía, como el aire o la luz.
Algunos días después, mientras jugaba con Narcissa y Andrómeda en el jardín, las hermanas Black decidieron enseñarle un sencillo juego de adivinanzas mágicas. Andrómeda le entregó un pequeño amuleto que cambiaba de forma dependiendo de la intención de quien lo sostenía. "Piensa en algo que te guste," le dijo con una sonrisa.
Dorian cerró los ojos y, al abrirlos, vio que el amuleto había tomado la forma de una runa. Las hermanas lo miraron, sorprendidas, pero no dijeron nada. Para ellas, era una simple coincidencia, pero para Dorian fue un pequeño momento de revelación.
La conexión de Dorian con la magia, aunque aún era intuitiva y sin forma, seguía creciendo con cada experiencia. Su vida en la mansión Rosier estaba llena de pequeños momentos como este, fragmentos que, aunque parecían insignificantes, eran piezas importantes del rompecabezas que eventualmente definiría su destino.
Empezaré con este fanfic con la esperanza de que mucha gente lo lea, espero sea de su agrado. Disculpas si alguien estaba leyendo el fic anterior, aún no sé si lo retomaré. Gracias, sígueme, no cuesta nada.