Las semanas que siguieron al anuncio de la competencia interacadémica se sintieron como un torbellino en la academia. El ambiente cambió drásticamente; ya no era solo un lugar de aprendizaje, sino un campo donde la ambición y la disciplina chocaban constantemente. Los entrenadores, antes calmados y pacientes, ahora parecían más exigentes, presionándonos para sacar lo mejor de nosotros mismos. Las sesiones de entrenamiento se volvieron más largas y desafiantes, y la tensión entre los estudiantes era palpable. Cada uno de nosotros sabía que, para ser seleccionado, no bastaba con ser bueno; debíamos ser excepcionales.
Por mi parte, tenía claro mi objetivo: representar a la academia en gimnasia, natación y atletismo. Desde el momento en que escuché sobre la competencia, sentí una mezcla de emoción y presión. No era solo el orgullo de competir, sino la oportunidad de demostrar lo que podía hacer, no solo ante mis compañeros, sino también ante otras academias y, quién sabe, tal vez incluso ante futuros mentores o cazatalentos. Sin embargo, sabía que este objetivo no sería fácil de alcanzar.
La primera disciplina en ser evaluada fue gimnasia. Las pruebas consistieron en una serie de rutinas que exigían precisión, fuerza y creatividad. Cada estudiante debía demostrar su dominio en aparatos como la barra fija, las anillas y el suelo. Había pasado meses perfeccionando mis movimientos, observando a mis compañeros y adaptando sus técnicas a mi propio estilo. Sin embargo, esta evaluación era diferente. No bastaba con repetir lo aprendido; debía destacar de una manera única.
Cuando llegó mi turno, sentí que todos los ojos estaban puestos en mí. Comencé con una rutina en la barra fija, asegurándome de mantener un control perfecto en cada giro y transición. Luego, pasé al suelo, donde añadí movimientos que había diseñado yo mismo, combinando fuerza y flexibilidad en una secuencia que sabía que impresionaría. Podía sentir la tensión en el aire, pero me concentré en cada movimiento, bloqueando cualquier distracción.
Al final de la jornada, uno de los entrenadores me llamó. Su expresión era difícil de leer, lo que aumentó mi nerviosismo.
—Tu habilidad para adaptarte y crear algo único es impresionante —dijo finalmente, esbozando una sonrisa—. Felicidades, has sido seleccionado para representar a la academia en gimnasia.
La sensación de alivio y orgullo fue indescriptible, pero sabía que esto era solo el comienzo.
La siguiente evaluación fue en natación. Las pruebas se dividieron en velocidad, resistencia y técnica en diferentes estilos: crol, espalda y mariposa. Este era mi terreno más fuerte. Había pasado incontables horas en la piscina, perfeccionando cada brazada, cada respiración, cada viraje. Sin embargo, el nivel de competencia entre mis compañeros era altísimo.
Cuando comenzó mi prueba, me lancé al agua con una fuerza y precisión que habían sido refinadas a través de meses de práctica. Cada movimiento era calculado, cada brazada impulsaba mi cuerpo con una eficiencia casi mecánica. Sabía que los entrenadores no solo estaban evaluando mi velocidad, sino también mi técnica, y me aseguré de mantenerla impecable durante toda la prueba.
Después de completar mi último nado, uno de los instructores se acercó. Su expresión era seria, y por un momento temí que algo hubiera salido mal.
—Has trabajado duro y tus resultados hablan por sí solos —dijo finalmente, con una leve sonrisa—. Representarás a la academia en natación. Estoy seguro de que nos harás sentir orgullosos.
Por último, llegó la evaluación de atletismo, la disciplina más reciente en mi entrenamiento. Aunque llevaba poco tiempo practicándola, había dedicado horas a perfeccionar las técnicas básicas. Las pruebas incluyeron carreras de velocidad, saltos de longitud y pruebas de resistencia.
La carrera de 100 metros fue el primer desafío. Me coloqué en la línea de salida, ajustando mi postura y recordando las técnicas que había observado en otros atletas. Cuando sonó el disparo de salida, me impulsé con todas mis fuerzas. Cada paso resonaba en mis oídos, cada zancada era un esfuerzo por alcanzar mi máximo potencial. Aunque no terminé primero, mi tiempo fue más que suficiente para impresionar a los entrenadores.
Luego vino el salto de longitud. Había practicado este movimiento innumerables veces, analizando cada detalle desde el momento de la carrera hasta el impulso final. Mi salto no fue perfecto, pero mostró una promesa que los entrenadores no pudieron ignorar.
Al finalizar las pruebas, me llamaron para darme la noticia.
—Sabemos que llevas poco tiempo en atletismo, pero tu progreso ha sido excepcional. Queremos que formes parte del equipo en esta disciplina.
Días después la competencia finalmente había llegado. Desde las primeras horas de la mañana, la academia estaba envuelta en un ambiente de expectativa. Los entrenadores corrían de un lado a otro, asegurándose de que todo estuviera en orden, mientras que los estudiantes seleccionados para competir lucían una mezcla de emoción y nerviosismo. Yo no era la excepción. Aunque había entrenado incansablemente para este momento, sentía el peso de la responsabilidad de representar a mi academia en tres disciplinas.
La competencia se llevaría a cabo en un enorme complejo deportivo que albergaba pistas de atletismo, gimnasios y piscinas olímpicas. Al llegar, mi atención se centró en el bullicio del lugar: atletas de otras academias caminaban con confianza, mientras los entrenadores ajustaban los últimos detalles. Las gradas ya comenzaban a llenarse de espectadores, entre ellos familiares, amigos y aficionados al deporte, creando una atmósfera eléctrica.
Antes del inicio oficial, los organizadores reunieron a todos los competidores para darnos la bienvenida y explicar las reglas generales. La voz del locutor resonaba en todo el complejo mientras explicaba cómo se desarrollarían las rondas eliminatorias. Cada disciplina contaría con su propio grupo de jueces, y las puntuaciones no solo dependerían del desempeño individual, sino también del esfuerzo en equipo.
Cuando terminaron las indicaciones, nos llevaron a las áreas de calentamiento específicas para cada disciplina. En el área de gimnasia, los competidores practicaban sus rutinas, ajustando los últimos detalles. En la piscina, los nadadores realizaban estiramientos y calentamientos cortos para afinar su técnica. En la pista de atletismo, los velocistas realizaban arranques explosivos, preparando sus músculos para la intensidad de la carrera.
Yo tenía un cronograma ajustado, ya que competiría en gimnasia primero, luego en natación y finalmente en atletismo. Mi entrenador me había advertido sobre la importancia de manejar mi energía de manera eficiente. Aunque cada disciplina requería de máxima concentración, era crucial que mantuviera un equilibrio físico y mental para no desgastarme antes de tiempo.
El inicio de la competencia fue anunciado con un estruendoso aplauso. Las primeras pruebas de gimnasia comenzaron, y mi turno estaba programado para la mitad de la jornada. Mientras esperaba, me enfoqué en visualizar cada uno de mis movimientos, repasando mentalmente la rutina que había perfeccionado durante semanas. Sabía que todos los detalles contaban, desde la postura inicial hasta la ejecución del último giro.
Cuando llegó mi turno, una calma inesperada se apoderó de mí. El gimnasio estaba en silencio, excepto por los murmullos apagados del público y el sonido de mis pasos al acercarme al suelo de competencia. Sabía que mi rutina debía ser extraordinaria, no solo porque representaba a la mejor academia de la región, sino porque había entrenado para que cada movimiento fuera un espectáculo inolvidable.
Comencé mi rutina con una entrada fluida, combinando giros y transiciones rápidas que atraparon la atención del público desde el primer instante. Mi cuerpo parecía moverse con una precisión casi inhumana, cada músculo controlado al milímetro. Los entrenadores de otras academias miraban con asombro, susurrando entre ellos mientras ejecutaba una secuencia de movimientos únicos que no estaban en ninguna rutina estándar.
Al llegar al primer punto clave, realicé un giro inverso con doble salto mortal, un movimiento que había perfeccionado durante semanas. El público dejó escapar un murmullo de admiración, y escuché el leve aplauso de algunos espectadores antes de que el silencio regresara, mientras esperaban con ansias lo siguiente.
Luego pasé a las anillas, donde sabía que mi fuerza y control serían puestos a prueba. Me suspendí con total estabilidad, mis brazos firmes como rocas, y comencé una serie de transiciones que exigían no solo fuerza física, sino una concentración absoluta. En el punto culminante, realicé un cristo invertido con una transición rápida hacia un giro completo, un movimiento que pocos en mi categoría podrían siquiera intentar.
El final de mi rutina fue igual de impresionante. En la barra fija, desplegué una combinación de giros y saltos que culminaron con un aterrizaje perfecto. La precisión y elegancia de cada movimiento eran el resultado de horas interminables de práctica y análisis. Mientras levantaba las manos al finalizar, escuché cómo las gradas estallaban en aplausos y vítores. Había logrado lo que me propuse: no solo competir, sino elevar el estándar de lo que significaba ser un gimnasta en esta competencia.
Los jueces, visiblemente impresionados, tardaron unos momentos en anunciar mi puntuación. Cuando finalmente apareció en el marcador, una mezcla de sorpresa y admiración recorrió el gimnasio: había alcanzado la puntuación más alta del día hasta ese momento. Era un reconocimiento no solo a mi habilidad, sino al nivel de excelencia que mi academia representaba.
Mientras caminaba de regreso al área de espera, mis compañeros y entrenadores me felicitaron con entusiasmo. Uno de ellos, un veterano gimnasta de mi academia, me dijo en voz baja:
—Lo que hiciste ahí fuera fue extraordinario. Nos acabas de asegurar una ventaja increíble en esta competencia.
Pero no podía relajarme todavía. Aunque el triunfo en gimnasia era un buen inicio, sabía que la jornada apenas comenzaba. Mi próximo desafío me esperaba en la piscina, y debía estar listo para demostrar, una vez más, por qué nuestra academia era la mejor.
Mientras regresaba al área de espera, aún podía sentir la energía del público resonando en el gimnasio. Mi respiración comenzaba a calmarse, pero mi mente seguía activa, repasando cada movimiento que había ejecutado. Aunque sabía que mi rutina había sido impecable, no esperaba el efecto que estaba causando.
Apenas crucé la zona de los competidores, noté las miradas que me seguían. Algunos me observaban con una mezcla de asombro y respeto, mientras otros parecían incómodos, probablemente recalculando sus propias estrategias tras ver mi actuación. Uno de los gimnastas de otra academia, un chico que aparentaba unos 9 años y tenía una postura impecable, se acercó con una sonrisa algo nerviosa.
—¿Eso fue... un giro inverso con doble salto mortal? —preguntó, como si necesitara confirmar que lo que había visto era real.
Asentí, tratando de no parecer demasiado arrogante.
—Sí, es un movimiento que he estado practicando mucho.
El chico dejó escapar un suspiro de asombro.
—He visto a gimnastas mayores intentar algo así, pero nunca a alguien de nuestra categoría. Fue increíble.
Sus palabras eran sinceras, pero también podía sentir el peso de la presión que mi rutina había puesto sobre él y otros competidores. Antes de que pudiera responder, otro niño, uno de los favoritos de la competencia según lo que había escuchado, intervino con un tono más desafiante.
—No está mal —dijo, cruzando los brazos—, pero esto apenas comienza. No será tan fácil mantenerte arriba.
Su comentario tenía una mezcla de admiración y rivalidad. Era evidente que mi desempeño había encendido una chispa de competitividad en todos, algo que, en el fondo, me complacía. Esta competencia no se trataba solo de ganar, sino de elevarnos mutuamente al máximo nivel.
Más tarde, mientras esperaba los resultados de las siguientes rutinas, noté que varios entrenadores de otras academias me miraban con interés. Uno de ellos incluso se acercó a hablar con mi entrenador. No pude escuchar lo que decían, pero por sus gestos era evidente que estaban discutiendo mi actuación. Algunos de los gimnastas más jóvenes comenzaron a copiar movimientos básicos de mi rutina en sus calentamientos, tratando de entender cómo había logrado ejecutar con tanta fluidez y precisión.
En el área de descanso, uno de mis compañeros de academia, un chico llamado Emiliano que competía solo en gimnasia, me dio una palmada en la espalda.
—Has puesto la barra muy alta para el resto de nosotros —dijo con una sonrisa—. Ahora todos están hablando de ti. Incluso los jueces parecían asombrados.
Aunque sus palabras me llenaban de orgullo, también me recordaban la responsabilidad que tenía sobre mis hombros. Ser el centro de atención podía ser un arma de doble filo. Sabía que cualquier error en las próximas disciplinas sería observado y juzgado con más dureza. Sin embargo, en lugar de intimidarme, esa presión me motivaba aún más.
A medida que avanzaba la jornada, la atmósfera en el gimnasio comenzó a cambiar. Los competidores de otras academias, que inicialmente parecían confiados, ahora mostraban un enfoque más serio. Las rutinas que siguieron a la mía eran técnicamente sólidas, pero ninguna logró capturar la misma atención. Algunos intentaron incorporar movimientos más complejos, probablemente inspirados por lo que habían visto, pero la falta de práctica los llevó a cometer pequeños errores.
Cuando llegó la hora de los resultados preliminares, mi nombre estaba en la cima de la tabla, un recordatorio de que mi esfuerzo y dedicación estaban rindiendo frutos. Sin embargo, el verdadero desafío aún estaba por venir: mantener ese nivel de excelencia en las siguientes disciplinas y demostrar que mi éxito no era cuestión de suerte, sino de preparación y estrategia.
El ruido del gimnasio comenzó a desvanecerse a medida que la competencia de gimnasia llegaba a su fin y nos dirigíamos a la piscina. Mi mente ya estaba en modo de enfoque total. Sabía que, después de la impresionante rutina que acababa de presentar, las expectativas estaban por las nubes. Pero la natación era diferente; la presión era distinta. Aquí no solo contaba la destreza técnica, sino también la resistencia física y la velocidad pura. Sin embargo, estaba preparado.
Al llegar a la piscina, el ambiente era completamente distinto al del gimnasio. El sonido del agua al moverse y los murmullos de los competidores creando una atmósfera de tensión palpable llenaban el aire. Los atletas se alineaban en los bordes de la piscina, estirando sus cuerpos, preparándose para lo que vendría. Algunos se veían relajados, mientras que otros luchaban con los nervios, pero yo me sentía tranquilo. Había entrenado mucho para este momento.
Me puse mi gorro y mis gafas, asegurándome de que todo estuviera listo. En mi mente, visualicé cada tramo de la carrera. Primero, la salida explosiva, luego la velocidad en los primeros metros, y finalmente, cómo mantener mi ritmo durante la última parte, cuando la fatiga comienza a apoderarse de los músculos. No podía permitirme un solo error.
El sonido de la señal de inicio rompió el silencio. En ese momento, mi cuerpo reaccionó instintivamente, y me lancé al agua con una explosión de energía. El agua me envolvió por completo, y me sumergí rápidamente, concentrado en mi técnica de crol. Cada brazada estaba cuidadosamente calculada. Recordaba todo lo que había observado durante mis entrenamientos y lo que había aprendido de los nadadores más experimentados.
Sentía el ritmo de mi cuerpo como un engranaje bien aceitado. Mi respiración era constante, controlada, mientras avanzaba a gran velocidad. Las sensaciones del agua moviéndose a mi alrededor, el esfuerzo de mis músculos al impulsarme hacia adelante, eran las mismas que había experimentado tantas veces en mis entrenamientos, pero esta vez con la presión añadida de la competencia.
A mitad de carrera, vi por el rabillo del ojo que algunos competidores estaban cerca, pero ninguno parecía ser una amenaza directa. Mi enfoque permaneció en la pared de la piscina, sabiendo que los últimos metros serían los más decisivos. La tensión se apoderaba de mi cuerpo, pero la adrenalina me empujaba a seguir. No podía permitirme aflojar.
Cuando llegué al último tramo, comencé a aumentar la velocidad, dándolo todo. Mi cuerpo era un solo movimiento, guiado por años de práctica y análisis. Al llegar a la pared, realicé una viraje rápido y preciso, manteniendo la fuerza en los últimos metros. El tiempo parecía detenerse mientras me acercaba a la meta.
Finalmente, toqué la pared con la mano derecha. El sonido de la campana de la meta resonó en mis oídos, y el agua comenzó a calmarse a medida que emergía, agotado pero satisfecho. Miré a mi alrededor para ver los rostros de los otros competidores. No pude evitar una sonrisa al notar la expresión de sorpresa de algunos. Habían subestimado mi habilidad en la natación, pero ahora veían la realidad.
Al salir del agua, mi entrenador se acercó rápidamente. Sus ojos reflejaban una mezcla de orgullo y expectación.
—Lo has hecho, es una de tus mejores carreras hasta ahora —dijo con una sonrisa—. Ahora solo espera los resultados.
Mientras me secaba y me dirigía a la zona de descanso, no pude evitar ver cómo algunos competidores comenzaban a mirar con más respeto. Sabían que la competencia no sería fácil, y mi desempeño acababa de poner a todos en alerta.
Cuando los resultados fueron anunciados, mi nombre apareció en la parte superior de la tabla. Había logrado un tiempo que no solo me colocaba en la primera posición, sino que también superaba las expectativas de los entrenadores. La sensación de haber dado todo en la piscina me llenó de satisfacción, pero sabía que esto era solo el comienzo. Había competido en gimnasia y ahora en natación, pero aún quedaba el atletismo.
La competencia de atletismo comenzaba a tomar forma, y mientras nos preparábamos para la siguiente prueba, la tensión en el aire se hacía más palpable. Sabía que esta era mi oportunidad de mostrar todo lo que había entrenado. Después de mi éxito en la natación, no podía permitirme un desliz en atletismo. Quería demostrar que, además de ser un prodigio en el agua, también podía destacarme en tierra firme.
El evento de atletismo en el que participaría era la carrera de 100 metros, una prueba que siempre me había intrigado por la velocidad y la técnica que requería. Era la distancia más corta y, por lo tanto, la más explosiva. En esos 100 metros, cada centésima de segundo contaba, y todo debía suceder en un abrir y cerrar de ojos. Había estado practicando con intensidad, enfocándome en la salida perfecta, la aceleración explosiva y la capacidad de mantener la velocidad máxima hasta la línea de meta.
Cuando llegamos a la pista, la emoción era palpable. El sol brillaba sobre la superficie de la pista, y el ambiente estaba cargado de energía. A mi alrededor, competían algunos de los mejores velocistas de la región, pero no me intimidaban. Sabía que mis entrenamientos y mi capacidad para aprender rápidamente de los mejores competidores me habían preparado para este momento. La pista parecía un escenario listo para mi actuación, y yo estaba dispuesto a dar lo mejor de mí.
Nos alineamos en los bloques de salida. El sonido del pitido que marcaría el inicio de la carrera resonó en mi cabeza. Cada uno de nosotros esperaba en tensión, y aunque los nervios trataban de aflorar, logré mantenerme concentrado. La clave era no pensar en el público ni en la competencia, solo en la carrera, en la meta, en mi respiración. Sabía que mi cuerpo estaba preparado para esa explosión de velocidad que se requería en los primeros metros.
El silbido final llegó, y me lancé hacia adelante con la fuerza de un resorte. La salida fue perfecta: mis piernas se impulsaron con la potencia de una máquina bien engranada. La primera zancada me lanzó hacia adelante con una rapidez impresionante, y en un parpadeo ya estaba alcanzando mi máxima velocidad. El viento me azotaba la cara, pero me sentía imparable. Cada paso parecía llevarme más rápido que el anterior, y mi cuerpo respondía con la precisión de un atleta experimentado.
En los primeros 50 metros, sentí que mi ritmo era perfecto. Mi técnica era impecable, y aunque podía ver a los otros competidores a mi lado, su distancia comenzaba a aumentar rápidamente. Ya en la segunda mitad de la carrera, sabía que la clave estaba en mantener la concentración y evitar que la fatiga me alcanzara antes de la meta. Aceleré con todo lo que me quedaba, buscando el punto máximo de mi velocidad. Cada zancada era un esfuerzo, pero el objetivo estaba claro: llegar primero.
La línea de meta se acercaba rápidamente, y pude ver cómo la distancia entre yo y los otros competidores se ampliaba más y más. Mis músculos comenzaban a arder, pero el deseo de cruzar primero la meta me mantenía enfocado. En los últimos metros, la velocidad era tan intensa que todo parecía diluirse a mi alrededor. Solo importaba la meta, solo importaba esa última fracción de segundo. Crucé la línea de meta con una explosión final de velocidad, y aunque me dolían las piernas, la sensación de haber dado lo mejor de mí era indescriptible.
El cronómetro marcó un tiempo impresionante, y la multitud estalló en vítores. Mis entrenadores me miraban con una sonrisa de satisfacción, sabían que todo el trabajo que había invertido en mis entrenamientos había dado frutos. No solo había logrado vencer a mis rivales, sino que lo había hecho con una diferencia significativa.
La victoria en los 100 metros no solo fue una medalla para mí, sino también una victoria para mi academia. Este triunfo no era solo el resultado de mi esfuerzo físico, sino de la mentalidad, la concentración y la disciplina que había aprendido a lo largo de mi entrenamiento.