Con los ojos abriéndose abruptamente, Hitomi respiró con desesperación, su pecho se alzaba y descendía como si estuviera luchando por contener un dolor insoportable. Se llevó las manos a su torso, como si pudiera frenar un sufrimiento invisible que lo recorría por dentro.
El sudor, frío y pegajoso, le resbalaba por las mejillas, mojando su rostro como una lluvia inesperada. Se encontraba de espaldas sobre la hierba, su cuerpo aún temblando, sus músculos entumecidos por la incomodidad de una posición forzada.
Un estremecimiento recorrió su espina dorsal, y en un intento por recuperar el control, sus manos se aferraron con fuerza al suelo, buscando la estabilidad que su mente aún no podía ofrecerle.
El aire estaba denso, impregnado de la fragancia terrosa de la hierba fresca y la humedad que emanaba de la tierra, y a pesar del frío que le calaba los huesos,
algo en el ambiente parecía pulsar, vibrante, como si el mundo mismo estuviera esperando que él despertara de ese estado de shock. El cielo sobre él era de un azul vívido, casi irreal, y las nubes se deslizaban suavemente, deshaciendo cualquier certeza de estar en el mismo lugar que conocía.
Trató de calmar su respiración, su pecho subiendo y bajando de forma irregular, como si intentara llenar de aire unos pulmones que aún no comprendían que podían volver a funcionar. Necesitaba encontrar algo en sus pensamientos, un hilo, una ancla que lo conectara a lo que conocía, algo que lo sacara del caos en el que estaba sumido.
"¿Qué hago aquí?" se preguntó, su mente vacía de respuestas, atrapada en un torbellino de confusión. ¿Cómo había llegado hasta este lugar? ¿Por qué no podía recordar nada claro? Un repentino parpadeo de imágenes lo golpeó como una oleada: vastos cielos estrellados, un vacío cósmico, y figuras nebulosas danzando a través de un espacio infinito. Todo era tan distante, tan... ajeno.
"¡Arg, mi cabeza!" gritó, apretándose con ambas manos los templos como si pudiera despejar el dolor que lo embargaba. El dolor punzante no desaparecía, se intensificaba, atravesando sus sienes como un filo afilado. Y entonces, sin poder sostenerse más, su cuerpo se desplomó de nuevo sobre la hierba, la caída suave pero agónica. Miró hacia arriba, hacia el cielo que se extendía ante él, inmenso y lejano. Las nubes flotaban tranquilas, sin prisas, como si fueran ajenas al caos de su mente.
Unos segundos pasaron, pero a Hitomi le parecieron horas. Se quedó inmóvil, observando el cielo, buscando en sus ojos una razón para entender lo que le estaba sucediendo. La desorientación no lo dejaba, y cuando finalmente sus ojos se centraron en sus propios brazos, un escalofrío le recorrió la piel. Abrió los ojos con incredulidad, los parpadeó varias veces, pero la realidad no cambiaba: sus brazos.
"¿Qué es eso?" musitó, su voz entrecortada, y de inmediato un nudo de horror se formó en su garganta. ¿Por qué tan flaco? Sus brazos estaban tan delgados que la piel parecía pegarse a los huesos. No podía apartar la mirada, incapaz de comprender lo que veía.
Parecía una visión sacada de una pesadilla: sus huesos sobresalían, y la piel era translúcida, casi cadavérica. Estaba tan flaco que sus brazos parecían frágiles, como si fueran una caricatura de lo que alguna vez fue un cuerpo humano. Un estremecimiento recorrió su columna vertebral.
"¡Oh, Dios!" exclamó, su voz temblorosa, casi un susurro de terror. El shock se apoderó de él con la fuerza de una tormenta. ¿Qué le estaba pasando? Sus manos, que antes le habían sido familiares, ahora eran extrañas, ajenas. Su piel tan delgada y casi translúcida lo aterraba, como si estuviera frente a una momia que acababa de despertar de su letargo.
De repente, un miedo profundo se apoderó de él, uno que le heló la sangre y lo sumió en la desesperación. ¿De quién era este cuerpo? Pensó. Miró sus manos, sus huesos expuestos, y el miedo se hizo más grande, más opresivo. No podía ignorar lo evidente: estaba en un cuerpo que no era el suyo, uno que apenas parecía estar vivo.
"¿Acaso volví a la vida en mi antiguo cuerpo?" pensó, pero al instante esa posibilidad lo aterrorizó aún más. La idea de regresar a la vida solo para seguir existiendo en un cuerpo en descomposición, arrastrado por los restos de lo que alguna vez fue, le pareció una maldición insoportable.
La sensación de repulsión lo llenó, como si su alma se estuviera alejando aún más de él. El miedo y la desesperación crecieron, y con un sudor frío recorriendo su espalda, se preguntó si realmente había vuelto a vivir o si estaba atrapado en un nuevo tipo de condena.
"¿Qué clase de mundo es este?" murmuró, su voz quebrada, como si esa pregunta fuera la única salida a su angustia. Pero no había respuestas, solo la vastedad del cielo sobre él y la extraña quietud de un paisaje que no entendía. En ese momento, el peso de su situación lo aplastó con toda su intensidad: No sabía dónde estaba, ni quién era, ni si su sufrimiento tenía algún fin.
Divisó su entorno con una mirada atónita, sintiendo el peso de la desesperación asentarse en su pecho. El lugar era vasto, inhóspito, y la inmensidad de la naturaleza lo rodeaba sin compasión. No había señales de civilización a la vista, ni caminos ni estructuras que sugirieran la cercanía de algún ser humano. Estaba completamente solo. El sol, que ya comenzaba a ponerse, teñía el cielo de tonos naranjas y morados, proyectando largas sombras sobre la vasta extensión de hierba que se extendía ante él. El aire era fresco, pero no lograba calmar la sensación de desorientación que lo envolvía.
"Esto debe ser una broma," murmuró en tono de reproche, con un dejo de incredulidad en su voz. Miró a su alrededor, como si esperara que algo cambiara, que alguna señal de familiaridad apareciera, pero todo seguía igual.
El paisaje era ajeno a él. Se preguntó, mientras sus pensamientos se desbordaban, si en Shanghái había algún parque tan grande, pero rápidamente desechó la idea. Nada de lo que veía le era familiar en ningún sentido.
Después de un escaneo minucioso, su mente se concentró en el cuerpo que habitaba. La sensación de extrema debilidad era inconfundible. Su estómago rugía, pidiendo auxilio, pero la garganta estaba tan seca que ni siquiera podía tragar con comodidad.
El hambre era terrible, insoportable, como un agujero negro en su interior que devoraba todo a su paso. Pero lo peor de todo era el estado de su propio cuerpo.
Con los ojos aún cargados de desconcierto, comenzó a examinar su figura. Era un cuerpo masculino, de aproximadamente 170 centímetros o más, con una piel de un blanco enfermizo, casi translúcido, como si la vida misma estuviera siendo drenada de él. Sus dedos, que antes le habían sido familiares, se deslizaban lentamente sobre la superficie de su rostro, tocando cada rasgo con un tipo de reverencia desconcertada.
Su cabello, castaño rojizo, caía en ondas suaves hasta sus hombros, con una suavidad que contrastaba con el aspecto débil de su cuerpo. Una mirada afilada, penetrante, parecía emerger de sus ojos, cuya claridad intensificaba la tensión en su rostro. Las cejas finas, las pestañas largas, todo se complementaba con una armonía sutil, casi angelical.
A medida que sus dedos recorrían su mandíbula, la suavidad de su contorno le pareció casi demasiado delicada, más propia de una estatua que de un ser humano. Su nariz, fina y perfectamente proporcionada, se alzaba sobre sus labios rajados, agrietados por la deshidratación.
"Este cuerpo… es hermoso, si estuviera saludable," pensó, pero la revelación no le trajo consuelo. Lo más extraño de todo era que su mente estaba claramente consciente de que no pertenecía a ese cuerpo. No podía ser suyo. La pregunta lo atormentaba sin cesar: ¿De quién es este cuerpo?
La inquietud se transformó en angustia. ¿Qué está pasando? pensó, tocándose las sienes con las manos temblorosas, como si pudiera aliviar la presión psicológica que lo agobiaba.
Esto debe ser una pesadilla, pensó. No había manera de que todo esto fuera real. Pero la dureza del suelo bajo su espalda, la sensación de vacío en su estómago, y la inquietante sensación de que algo estaba muy mal con él, no dejaban lugar a dudas.
Miró sus muñecas y tobillos, y allí encontró las marcas de grilletes, aún frescas. Eran señales claras de que había sido prisionero, tal vez esclavo, de alguien o algo. El horror comenzó a apoderarse de él con más fuerza. No solo había sido despojado de su cuerpo, sino también de su libertad.
"¿Qué me hicieron?" susurró, temiendo la respuesta. El miedo lo envolvía como una niebla espesa. La desnutrición lo había dejado al borde de la muerte. Cada respiración le costaba esfuerzo, y la debilidad le cortaba los movimientos, como si su propio cuerpo estuviera en su contra. Sentía que podría morir en cualquier momento si no encontraba algo que comer, algo que aliviara el hambre que lo devoraba.
Desesperado, comenzó a arrastrarse por el suelo, buscando algo, cualquier cosa que pudiera calmar su hambre. Sus dedos tocaban la hierba fresca, las raíces, las flores que crecía en la tierra a su alrededor.
No importaba lo que fuera; su única necesidad era saciarse. Incluso pequeños insectos que cruzaban su camino fueron devorados sin pensarlo dos veces. El dolor en su estómago se aplacó ligeramente, pero el vacío interno seguía presente, insaciable.
La noche comenzó a caer, lenta pero segura, envolviendo todo en una quietud ominosa. El animado bullicio de las aves y los animales desapareció, y el bosque quedó en un extraño silencio. De repente, el aire se cargó de electricidad. Los relámpagos iluminaron el horizonte, como un presagio de lo que estaba por venir. La tormenta estaba cerca.
Y, en efecto, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, seguidas rápidamente por un torrente imparable de agua. Los vientos soplaban con fuerza, arrastrando la lluvia en todas direcciones, y los relámpagos iluminaban el cielo con destellos cegadores.
Hitomi, sin fuerzas para levantarse, abrió la boca para beber, aprovechando la lluvia que caía y calmaba, gota a gota, su sed. Tragaba con dificultad, sintiendo el agua recorrer su garganta seca y herida. Cada trago era un alivio, aunque mínimo, pero suficiente para mantenerse consciente.
La lluvia no se detuvo, y él, tirado en el suelo, aprovechó ese momento para lavar su cuerpo, sintiendo la frescura del agua que caía sobre su piel, limpiando parte de la suciedad que se había acumulado durante todo este tiempo de sufrimiento. El torrencial aguacero continuó durante horas, y cada minuto parecía arrastrarlo más cerca de la desesperación.
Cuando finalmente la lluvia cesó, Hitomi se quedó allí, casi inmóvil, casi cubierto por el agua estancada. Su cuerpo, agotado y debilitado por la desnutrición, apenas podía moverse. El aire fresco y húmedo se sentía agridulce sobre su piel, pero el alivio era solo temporal. Cielos, pensé que iba a morir, se dijo, dejando escapar un suspiro entrecortado. Estaba cansado. Tan cansado. Pero la vida, por alguna razón, aún no lo había dejado ir.
Aprovechando los enormes charcos de agua que la tormenta había dejado en el suelo, Hitomi se acercó y, con manos temblorosas, comenzó a beber con avidez. Cada trago era un bálsamo para su garganta reseca y dolorida.
Bebió todo lo que su cuerpo pudo soportar, sin considerar cuánto más podría consumir. El agua fría y refrescante parecía darle algo de alivio temporal, y en medio de ese pequeño respiro, pensó en voz baja, como si estuviera hablando con el alma que había poseído ese cuerpo antes que él.
"Tal vez si hubieras resistido solo un poco más, esta lluvia te habría salvado." Sus palabras se disolvieron en el aire, mezcladas con el sonido de la tormenta que aún retumbaba en el horizonte. La amargura de su pensamiento se asentó en su pecho, una carga pesada que ni siquiera la lluvia podría quitar.
Pero el pasado ya no importaba. Ahora, su lucha era por sobrevivir, por encontrar alguna forma de salir de ese infierno, y lo único que le quedaba era seguir adelante.
Con el dolor físico retumbando en su estómago y en su mente, se arrastró por el fango como si fuera una criatura diminuta, un gusano que luchaba por sobrevivir en un mundo que le era completamente ajeno. Sus movimientos eran torpes, cansados, como si cada centímetro que avanzaba le costara el doble de esfuerzo.
Su cuerpo estaba roto, debilitado por la inanición y la fatiga. Pero él no podía darse el lujo de detenerse. Avanzaba con la esperanza, ya débil, de encontrar algo que pudiera darle fuerzas.
Mientras avanzaba hacia el bosque, sus ojos comenzaron a notar los pequeños insectos flotando en el agua estancada. Eran criaturas muertas, arrastradas por la corriente de la tormenta, pero para él, cada uno de esos insectos representaba una fuente de energía, un pedazo de esperanza en medio de la oscuridad.
Sin pensarlo, comenzó a comerlos. Al principio, su cuerpo intentó rechazar el asco, negándose a aceptar algo tan repugnante, pero Hitomi no tenía opción.
"Nunca imaginé que llegaría a comer insectos para sobrevivir," pensó mientras masticaba una de las criaturas. La sensación era asquerosa, su estómago protestaba, pero él no podía darse el lujo de rendirse. Cualquier cosa, se dijo, todo lo que pueda darme algo de fuerza. Los insectos eran pequeños, frágiles, pero al menos eran algo.
Cuando sus dedos tocaban las raíces de las plantas que encontraba, las arrancaba sin dudar, metiéndolas en su boca como si fueran manjares. Las flores, aunque insípidas, también pasaban por su garganta, mientras su cuerpo intentaba procesarlas con desgano.
La lucha interna de su cuerpo era evidente. Cada bocado era una batalla: su estómago se rebelaba contra la ingesta, las vísceras trataban de rechazar lo que les ofrecía, como si se resistieran a la idea de aceptar esa alimentación tan primitiva.
Pero Hitomi no podía permitirse el lujo de ser exigente. Cada vez que su cuerpo rechazaba un bocado, lo obligaba a tragarlo, una y otra vez, hasta que poco a poco el hambre, ese monstruo devorador, comenzaba a calmarse.
Horas pasaron mientras él se aferraba a la vida con uñas y dientes. Su cuerpo, desgarrado por el hambre, las heridas y la debilidad, comenzaba a aceptar los alimentos, aunque no sin cierto dolor.
Cada pequeño gesto, cada bocado, era una victoria. Pero no había tiempo para celebraciones. La lucha por su vida continuaba, cada segundo más agotador que el anterior.
A medida que la oscuridad de la noche avanzaba, Hitomi no podía dejar de pensar en lo que había sido y en lo que había perdido. Su mente vagaba entre recuerdos vagos y sensaciones confusas. ¿Quién era él realmente? ¿Por qué estaba en ese cuerpo? Pero más allá de esas preguntas, el hambre lo mantenía anclado a la realidad. Necesitaba encontrar algo más. Necesitaba encontrar una forma de sobrevivir.
El viento comenzó a soplar más fuerte, haciendo que el fango bajo su cuerpo se pegara a su piel. Su ropa, empapada y sucia, se adhirió a su cuerpo, pero Hitomi no se detuvo. Siguió avanzando, consumiendo lo que fuera necesario para recuperar algo de la energía que había perdido. La lucha por su vida había comenzado, y no importaba lo que tuviera que hacer para continuar.
Glenn permaneció inmóvil por un instante, permitiendo que la brisa cálida y húmeda de la jungla le envolviera. Los sonidos del bosque eran un espectáculo en sí mismos: el zumbido rítmico de insectos colosales, el crujir de hojas de tamaño descomunal, y el canto lejano de criaturas desconocidas que tejían una sinfonía inquietante pero cautivadora. El aire olía a tierra húmeda, a la resina dulce que rezumaba de los árboles y a algo metálico, una señal sutil de la presencia de vida y muerte en ese vasto e inexplorado paraje.
El tronco del árbol sobre el que se apoyaba era áspero al tacto, su superficie rugosa le recordaba la corteza de jade en bruto, como si la naturaleza misma hubiera infundido en él la esencia de una joya. Las raíces se retorcían en la colina, abrazándola con la fuerza de una garra milenaria, mientras que el brillo etéreo que emanaban parecía pulsar en armonía con los latidos de Glenn.
"Esto no es mi mundo", susurró, y la certeza de sus palabras le provocó un escalofrío que le recorrió la columna vertebral. La afirmación se expandía en su mente como una onda, cada repetición le traía una nueva capa de significado, una mezcla de incredulidad, miedo y una inesperada emoción de descubrimiento.
Con la respiración todavía agitada, cerró los ojos un momento y dejó que su mente divagara.
Las memorias de su vida pasada en la tierra parecían un sueño distante, difuso y bañado en la luz mortecina de una ciudad siempre en movimiento. Allí, los rascacielos de Shanghái se erguían como torres de vigilancia, y las luces de neón parpadeaban con indiferencia. La monotonía del trabajo, el zumbido constante de la tecnología y la opresión de la rutina lo ahogaban lentamente. Ahora, esa realidad se sentía tan lejana que casi parecía pertenecer a otra persona.
Un sabor salado y terroso se deslizó por su lengua cuando bebió nuevamente del charco a sus pies. El líquido, aunque apenas potable, le devolvía una chispa de vitalidad que su cuerpo famélico agradecía. Sus ojos se posaron en su reflejo, distorsionado por las ondulaciones del agua. La imagen que vio fue casi un desconocido: un joven de piel pálida, ojos grandes y rasgados, con una melena castaño rojiza que caía descuidadamente sobre sus hombros. La delgadez extrema de su cuerpo y las marcas de grilletes en sus muñecas y tobillos hablaban de una historia de sufrimiento que no le pertenecía, pero que ahora debía asumir.
—Diablos, esto es increíble... —dijo, esta vez en un murmullo emocionado, con la mirada perdida en el horizonte. La risa que siguió fue un sonido quebrado, como si su mente y su corazón no supieran si reír o llorar. Era la primera vez que sentía algo parecido a la libertad, aunque viniera envuelta en incertidumbre y peligro. La ironía de todo lo que le habían enseñado, desde las misas dominicales hasta las lecciones de ciencia, le resultó casi hilarante. ¿Realmente estábamos solos en el universo? No, la respuesta estaba allí, en cada hoja gigante, en cada destello de luz que jugaba entre las ramas.
Glenn tomó aire profundamente y se permitió sentir la maravilla. Sus pupilas, reducidas al mínimo por la intensa luminosidad de la vegetación, reflejaban un brillo resuelto. La sensación de lo desconocido ya no era solo una amenaza; era una promesa. Una promesa de que, por primera vez en su vida, todo podía ser diferente.
La humedad recorría su piel mientras el agua goteaba lentamente de sus labios y se deslizaba por su pecho, un recordatorio tangible de su fragilidad y de lo cerca que había estado de morir de sed. Colocó la mano sobre su pecho, sintiendo el tamborileo irregular de su corazón. No podía permitir volver a enfrentar un dolor tan desgarrador como aquel. Sin embargo, la idea de un nuevo comienzo, aunque llena de espinas y dudas, también brillaba con un tinte de esperanza.
Con un último vistazo al imponente bosque que se extendía ante él, Glenn supo que el desafío apenas comenzaba. Pero por primera vez en mucho tiempo, tenía algo que perder. Y algo que ganar.
La vastedad del bosque que rodeaba a Hitomi Glenn lo hacía sentirse pequeño e indefenso. Los árboles, de proporciones inimaginables, con alturas que rivalizaban con los edificios más altos de la Tierra, le recordaban lo insignificante que era en este mundo nuevo. El más "pequeño" de estos titanes tenía al menos 70 metros de altura y troncos tan anchos que se necesitaría una docena de hombres tomados de la mano para rodearlos. La conclusión a la que llegó Glenn fue inmediata y perturbadora: si la vegetación era de un tamaño descomunal, los animales que la habitaban podrían ser igual de impresionantes, o incluso más.
Un frío y desagradable escalofrío recorrió su espina dorsal. En su mente, empezó a imaginar cómo sería encontrarse con un depredador similar a un guepardo africano, pero adaptado a este entorno extremo. Pensó en un felino gigantesco, de tres metros de altura, con músculos tan desarrollados que parecían capaces de destrozar todo a su paso. Sus fauces podrían albergar colmillos tan largos como un antebrazo humano, y sus patas, llenas de una potencia feroz, le permitirían correr a una velocidad vertiginosa, tal vez superando los 200 km/h. Y el peso de semejante criatura, Glenn se atrevía a suponer, podría llegar fácilmente a los 1,000 kg, haciéndolo una máquina imparable de músculo y muerte.
—No, no debo seguir pensando en eso —murmuró, sacudiendo la cabeza con fuerza. La idea de aquellos depredadores imaginarios le hacía palpitar el corazón a un ritmo que le dejaba sin aliento y lo empujaba a un estado de paranoia incontrolable.
Con un gesto nervioso, se rascó la cabeza. La incertidumbre lo invadía, y no era para menos. Ignoraba por completo los peligros reales de este lugar. No conocer las amenazas de su entorno significaba exponerse a un riesgo constante, y la falta de información lo dejaba vulnerable, atrapado en un estado perpetuo de alerta. Pero lo que más le inquietaba era el ocaso. Cuando la luz se desvanecía, la noche traía consigo un espectáculo aterrador y hermoso: tres lunas dominaban el cielo, cada una con un brillo y un tamaño diferente. La más grande era majestuosa, acompañada por dos lunas medianas que orbitaban a su alrededor como guardianas. Juntas, formaban un cuadro que iluminaba las noches de manera hipnótica y que, paradójicamente, hacía que las horas de oscuridad parecieran eternas.
La peculiaridad de estas noches era su duración, mucho más extensa que la del día, y la bajada brusca de la temperatura. Las noches anteriores, Glenn había tenido que recolectar hojas enormes para cubrirse, formando una improvisada y gruesa capa que apenas le ayudaba a resistir el frío inclemente. —Noches interminables y heladas... esto es un verdadero infierno —murmuró, recordando la sensación de casi congelarse hasta los huesos mientras se esforzaba por mantener su cuerpo caliente.
Sin embargo, las tres lunas tenían su utilidad, especialmente dependiendo de dónde se encontrara. Si permanecía en las profundidades del bosque, el denso follaje bloqueaba casi toda la luz, sumiéndolo en una oscuridad tan espesa que apenas podía ver sus propias manos. Esto le obligaba a esperar pacientemente hasta el amanecer para aventurarse a explorar. Por más que quisiera aprovechar la larga noche para moverse y buscar recursos, la oscuridad era su mayor enemigo en esas horas.
En medio de ese inmenso y desolado entorno, Glenn entendió que su supervivencia dependía de su habilidad para adaptarse y aprender rápidamente. No solo debía enfrentar el desafío físico de buscar alimento y abrigo, sino también el terror psicológico de no saber qué acechaba más allá de lo que sus ojos podían ver. Y mientras el cielo comenzaba a teñirse con los primeros tonos de azul, prometiéndose que superaría cualquier prueba, Glenn se preparó para lo que vendría en el siguiente amanecer, sabiendo que cada día podría ser el último, pero también el más valioso.
La luz áurea del sol se filtró a través del follaje, iluminando su piel maltrecha y provocándole un momentáneo ardor. Parpadeó con fuerza para adaptarse al brillo repentino, y sus ojos azul celeste, más intensos que nunca, se entrecerraron.
"Siento que estoy en un sueño", murmuró, con el corazón todavía agitado por la incertidumbre. Sin más rumbo que el dictado por sus pies, comenzó a caminar por el espeso bosque.
Después de un par de minutos, su atención quedó cautivada por un claro en el que se erguía un árbol majestuoso y antiguo. A diferencia de los colosos que lo rodeaban, este árbol tenía un aura especial, como si la propia naturaleza lo venerara. Parecía un bonsái, pero robusto y frondoso, con ramas que caían como cascadas y hojas doradas y translúcidas que brillaban como cristales. Alrededor del árbol flotaban pequeñas luces, similares a luciérnagas del tamaño de un puño, que dotaban al lugar de un encanto mágico.
"Es... es tan hermoso", susurró, la voz impregnada de asombro. No podía apartar la vista de aquel árbol sagrado, grabando en su memoria cada detalle de su esplendor. Caminando alrededor de su base, notó una pequeña caverna en el tronco y, en su interior, un fruto rojo carmesí que se asemejaba a un durazno.
Atraído por la necesidad de descanso, Glenn se recostó junto al tronco del árbol, el cansancio pesando sobre él como una losa. Los días de caminatas interminables y las noches gélidas sin refugio le habían pasado factura. Apoyó la cabeza contra el tronco, buscando un mínimo de consuelo mientras la nostalgia lo embargaba. Las lágrimas rodaron cálidamente por sus mejillas al recordar a sus padres y su infancia en Japón, en la que había contemplado exposiciones de bonsáis. "Hitomi Glenn", susurró, y una ola de orgullo y tristeza lo recorrió. Era lo único que le quedaba de su pasado.
Cerrando los ojos, se dejó arrastrar por el peso del cansancio y el remolino de recuerdos. Entonces, un dolor lacerante, como fuego líquido, le atravesó el plexo solar. "¡Aahhhhhhg, ahora qué!", gritó, la voz rota y temblorosa. Sus dedos se clavaron en la tierra, y la sensación abrasadora lo inmovilizó. El dolor no venía de su cuerpo; era algo más profundo, una conexión desconocida que lo destrozaba desde dentro. La conciencia se le escapó poco a poco, hasta que finalmente quedó inconsciente.
Despertó de golpe, jadeando, sus músculos tensos y temblando. El dolor se había ido, pero el sudor frío aún perlaba su frente. "¿Qué acaba de pasar?", se preguntó, aún sin aliento. Poco a poco, una serie de palabras desconocidas empezaron a grabarse en su mente, como si siempre hubieran estado allí:
"Zhou Xintian". Ese nombre resonaba en cada fibra de su ser, marcando su cuerpo y su alma. Un recuerdo emergió de las profundidades de su conciencia: en este mundo, los cielos bautizaban el cuerpo y el alma de un individuo al nacer, y no usar ese nombre traía un castigo severo. La idea se asentó en su mente como una verdad inamovible.
A partir de ese momento, ya no era Hitomi Glenn. "Mi nuevo nombre... Zhou Xintian", pensó, mientras un torrente de información se deslizaba entre la niebla de su conciencia: conocimientos sobre política, artes marciales, alquimia y más, provenientes de almas que una vez habitaron este mundo, bloqueados por un misterioso sello.
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