Tadeo la llevó en brazos hacia el ascensor hasta un coche que los estaba esperando justo en la salida. Ignorando las miradas, los dos entraron al coche y se dirigieron de vuelta a casa.
Naia podía sentir la tensión que lo envolvía, y él se negaba a mirarla. Sabía que estaba enojado, aunque no le quedaba del todo claro por qué estaba tan enojado hasta el punto de no hablar.
De todos modos, instintivamente cerró la boca, sintiendo que hablar empeoraría las cosas. Solo miraba hacia afuera, pero a diferencia del camino de ida, no estaba de ánimo para admirar el coche o la vista de nuevo.
Cuando llegaron a la casa, él entró con ella en brazos, sobresaltando a los sirvientes.
—M-Maestro —balbuceó Harold, sorprendido—, ¿la señorita Naia necesita un doctor?
—No es necesario.
Harold se sobresaltó ante la cara muy oscura del maestro.
Antes de subir, se giró hacia Harold y los pocos otros sirvientes que estaban allí. —Nadie nos molestará. Bajaremos por nuestra propia cuenta.