La taberna del rey loco era un sitio agradable, el favorito de los puños de plata en la ciudad de Sixto. Con un fuego vivo en una amplia chimenea y con un agradable aroma a estofado casero que impregnaba el lugar. A pesar del aroma a sudor y suciedad de muchos de sus parroquianos. Un solitario bardo sentado en una esquina, rasgaba su laúd, cantando odas a legendarios héroes de tiempos antiguos, lasibas canciones sobre tal o cual doncella o sátiras sobre la abundante pansa de algún noble local. Todos los clientes, ya entrados en copas, gritaban y reían gracias que solo un borracho podría entender. Era una noche agradable. Pero Sigfrid era la única esepción.
Sigfrid miró a sus compañeros a lo largo de la mesa. Aún tenían heridas de su batalla contra el rey demonio, pero por fortuna habían regresado... o casi todos... miraron con pesar la silla vacía en la mesa entre sus compañeros. Ahí había solo una solitaria jarra de hidromiel que nadie había tocado. Antes, su sexta compañera estaría bebiendo de esa jarra.
Él sabía que el plan era arriesgado, sabía que cabía la posibilidad de que alguno de sus compañeros, o todos, no pudieran regresar. Pero vivirlo en persona era algo muy diferente. Eso ya hace un par de semanas. Ahora estaban de regreso en el reino de Galmar. Con el ejército de los demonios dividido, eso les daría algo de tiempo hasta que un nuevo cacique surgiera entre los demonios. Por fin, Galmar y sus habitantes podrían descansar por unas noches en paz. El ánimo entre sus compañeros era extraño. Vio sus sonrisas, notó que estaban alegres por regresar a casa, pero las bromas, las risas y las anécdotas eran ya menos frecuentes. Ese brillo de alegría que caracterizaba a los Puños de Plata estaba atenuado.
Maya dio un golpe sobre la mesa, las jarras saltaron y el tintineo del montoncito de monedas de oro que ella se había agenciado de las bodegas de la fortaleza del rey demonio sacó a Sigfrid de su ensimismamiento.
—¡Con esto seguro que puedo jubilarme antes! —Los ojos azules de Maya brillaron de codicia—. Tengo ya 300 piezas de oro. Si lo fundo y lo vendo como joyería, podría duplicar las ganancias.
Maya, que era una ladrona conocida por no tener escrúpulos sobre a quién robaba, también era una mercader, cambista, prestamista, traficante, estafadora o lo que sea que le pudiera reportar ganancias. Ella decía que era una mujer de negocios. Todos los demás decían que era una usurera.
—No me hagas reír, perra. Seguro que al jubilarte regresarías a las andadas en una semana. —Dijo la otra compañera de Sigfrid, Ilda.
Ilda era una guerrera, nacida y criada en las tribus bárbaras del helado sur. Como era propio de las mujeres de su gente, estaba peinada con una trenza rubia que le llegaba a media espalda, vestida con pieles viejas y con la empuñadura de su sable asomada por detrás de su hombro. Sus pies, calzados con botas hechas de piel de foca, estaban descansando sobre la mesa mientras ella balanceaba su peso en las patas traseras de la silla.
El rostro de Maya se puso tan rojo como su cabello, su rostro de bellas facciones se deformó en un gesto de ira apenas contenido.
—¡No me digas perra, golfa sureña!
Por toda respuesta, Ilda solo se río. Maya apretó su mandíbula y volvió a contar sus monedas mascullando maldiciones y elaborados planes de venganza contra su amiga. La mayoría implicaban clavarle sus dagas gemelas en lugares inadecuados en Ilda.
—Mátala ya o no lo hagas, pero no nos hagas sufrir a los demás con tu cháchara —dijo Aurel. Sus brillantes ojos negros se asomaban por entre su enmarañado cabello y barba negros. Era un hombre alto y delgado, de piel cetrina y nariz ganchuda. Sin prestar más atención a Maya o a Ilda, regresó su mirada a las amarillentas páginas del grimorio que sostenía en su otra mano. Maya lo miró, sus ojos casi parecían lanzar chispas.
—A este paso, sé que lo haré y de paso a ti también viejo. —Contestó Maya, pero Sigfrid realmente lo dudaba. Aurel asintió sin prestár atención. Cosa que solo enfadó más a Maya.
—Oye, Sigfrid —dijo Rober, a su derecha—, ¿estás bien, compañero? No has tocado tu comida.
Rober era un corpulento cazador, Este le miraba con sus ojos castaños. sus orejas ligeramente puntiagudas le hacían destacar bastante, los medio elfos no eran tan comunes. Su pesado arco descansaba a su costado mientras que, echada a sus pies, su pantera mascota, Bagheera, mordisqueaba un trozo de carne que Rober le acababa de arrojar.
—Sí, descuida, amigo mío —dijo Sigfrid—. Solo pensaba en... —apuntó al asiento vacío al otro lado de la mesa, con un movimiento de cabeza. Las charlas y las risas se silenciaron. Todos intercambiaron miradas culpables.
—Eh, grandulón, recuerda, Kara, no, —dijo Maya—, a ella no le gustaría verte así. A ninguno de nosotros nos gusta.
—Ella sabía dónde se metía —dijo Aurel sin levantar la mirada de su grimorio—. No te sientas tan mal contigo mismo.
Sigfrid no respondió. Agachó la cabeza y, a su lado, Ilda le pasó un brazo por los hombros.
—No fue culpa tuya —susurró, su voz más suave de lo regular—. No quedó de otra. Ella nos lo dijo.
—Sí —murmuró Sigfrid sin estar convencido realmente—. Pero ¿dejarla atrás? —meneó la cabeza, sus cabellos cenisos se agitaron.
Llevó su mano a su medallón, un triángulo dorado colgado a una cadena de plata. Símbolo del dios triple. Era un artefacto que le nombraba como un agente jurado del dios del orden. De muy poco le había servido para salvar a su amiga.
—Que su alma descanse en paz. —Dijo y sus compañeros repitieron sus palabras con parsimonia. Sigfrid levantó su jarra, sus compañeros le imitaron. Entre los cinco chocaron sus jarras y cada uno se giró para brindar con la solitaria jarra de su amiga Kara. En paz descanse.
La melancolía se apoderó del ambiente en la taberna mientras los Puños de Plata brindaban en silencio por su compañera caída. La risa y la charla habían cesado por completo, y todos se sumieron en sus propios pensamientos, reviviendo las memorias compartidas con Kara.
Sigfrid dejó su jarra en la mesa y miró alrededor, tomando una decisión. No podía quedarse allí lamentándose por siempre. Kara no lo habría querido. Se levantó, y todos los ojos se volvieron hacia él.
—Escuchen, amigos —dijo con firmeza—, Kara no está aquí, pero nosotros sí. Le prometimos seguir adelante y proteger este reino. No vamos a permitir que su sacrificio sea en vano.
Los rostros de sus compañeros mostraban una mezcla de dolor y determinación. Sabían que tenía razón. Galmar aún los necesitaba, y había mucho por hacer.
Maya guardando sus monedas en una bolsa de cuero dijo lentamente:
—Sigfrid tiene razón. Tenemos un trabajo que hacer y mucho por lo que luchar.
Ilda dejó de balancear su silla y se incorporó, su mirada decidida:
—Por Kara y por todos los que han caído antes que ella. No dejaremos que su sacrificio sea en vano.
Aurel cerró su grimorio con un chasquido seco y se levantó, sus ojos brillando con una luz intensa:
—El reino entero necesita protección. No debemos olvidarlo. hasta donde sé, aun hay demonios al norte; nuestro trabajo no ha terminado.
Rober acarició a Bagheera, que ronroneaba suavemente a sus pies.
—Estamos contigo, Sigfrid. Todos nosotros. —Dijo Rober poniéndose de pie.
El fuego en la chimenea crepitaba, lanzando sombras danzantes sobre sus rostros. En ese momento, renovaron su juramento de proteger a Galmar y de honrar la memoria de Kara.
—Por los Puños de Plata —dijo Sigfrid solemnemente.
—Por los Puños de Plata —repitieron los demás al unísono.
—Por Galmar. —Dijo Aurel.
—Por su gente. —Dijo Rober.
—Por Kara. —murmuró Maya.
—Por su memoria. —siguió Ilda.
—por su sacrificio. —dijo Sigfrid.
La decisión estaba tomada. No permitirían que el sacrificio de Kara fuera en vano. Saldrían de la taberna con una determinación renovada y enfrentarían cualquier amenaza que se interpusiera en su camino. La batalla contra el rey demonio había sido solo el comienzo; su lucha por proteger a Galmar continuaba, y lo harían con el mismo coraje y unidad que siempre los había caracterizado.