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Capítulo 2: Los duendes piratas del bosque

Su madre le preparó un té para que se calmara y al beberlo, empezó a sentirse adormitada. Las extremidades le pesaban, todo su alrededor se oscurecía.

Cuando despertó, estaba tumbada sobre su espalda en una cama, con las manos por encima de su cabeza, sostenidas por la señora Alda, quien apretó más fuerte el agarre al percatarse de que se había despertado. El padre le sujetaba las piernas abiertas y había un hombre con un abrigo marrón apuntando una pinza en dirección a la parte baja de su cuerpo.

Por instinto intentó mover las piernas, pero Agostino la inmovilizó con mucha fuerza. Tenía los tobillos rojos por la presión.

Gritó y trató de patear.

—¡Mi bebé! ¡No, mi bebé!

Aunque sus padres eran estrictos, no podía creer lo que le estaban haciendo. Le estaban arrancando lo único que le quedaba de Filipo. Le estaban quitando lo único que tenía y que era suyo. Lo único que amaba.

En un arrebato de energía, logró zafarse de la sujeción de su madre y cuando tuvo las manos libres, abofeteó a su padre.

El doctor retrocedió, Agostino enmudeció, perplejo. Y la soltó.

Aprovechando el estupor de ambos, se levantó para echar a correr. Sin embargo, su madre fue más rápida. La tomó por el cabello, tirando de este hasta causarle mucho dolor.

Scarlatta se giró y le mordió la mano, logrando escaparse.

Cuando estaba alcanzando el pomo de la puerta, sintió la rígida sujeción de su padre desde la cintura.

¿Por qué? ¿Por qué nadie la ayudaba? ¿Por qué le hacían esto las únicas personas que se suponía que debían quererla en este mundo?

—¡Es por tu bien! —gritó Alda, como si respondiera a sus pensamientos—. ¡No puedes tenerlo!

Desesperada, siguió chillando y pateando hasta sentir que los brazos de su viejo padre empezaban a aflojarse. Se enganchó al pomo de la puerta con todas sus fuerzas mientras trataba de deslizarse fuera de su agarre.

Lo logró. Se puso en pie y arrojó las velas de la mesa, que encendieron las telas de las cortinas.

Todos gritaron de horror al tiempo que ella huía fuera de esa casa. Sabía que los sirvientes irían tras ella, así que corrió tan rápido como pudo, con el corazón palpitando a toda prisa, a través de las calles del pueblo.

Las personas afuera la observaban con espanto y lanzaban gritos de pavor al verla.

Había sido guapa alguna vez, antes de la paliza de sus padres. Había tenido muchos pretendientes dispuestos a pedir su mano. Había rechazado a cientos.

Pero sabía que ahora lucía terrible, con desfiguraciones y cicatrices. Su labio superior prácticamente no existía. Había sido suturado hasta la nariz, dejando sus dientes visibles y su boca permanentemente abierta. La habían golpeado tanto que no logró recuperar la piel perdida.

Su nariz había quedado chueca y un ojo le sobresalía mucho más que el otro. La parte blanca de sus ojos era roja y nunca volvió a recuperar su color normal.

Cada vez que miraba su reflejo, ella misma se sorprendía de estar viva. Y de que su bebé lo estuviera. Si sobrevivía a esto, iba a ser un niño o niña muy luchador.

Antes de saber que su amado Filipo había fallecido, también se preguntaba si él seguiría queriéndola en este estado. Aunque en el fondo estaba segura que sí, porque había prometido amarla sin condiciones, sin importar lo que le sucediera o cómo se viera.

Descalza, Scarlatta se subió el vestido hasta las rodillas para correr más rápido. Estaba exhausta, mareada, le faltaba el aire, no podía dar un paso más…

Al volverse para ver si la seguían, vislumbró a los sirvientes de la mansión montando sus caballos en la entrada.

Tenía poco tiempo antes de que la alcanzaran. Para despistarlos, se arrojó cuesta abajo desde una pequeña colina debajo de un puente. Se escondió un momento y gateó entre los arbustos en silencio.

Hasta que halló su salvación.

Un caballo.

No dudó ni un instante antes de montarlo. Su embarazo estaba avanzado, por lo que era extremadamente peligroso que montara a caballo. Pero supuso que era igual de peligroso dejar que esos hombres la atraparan y mataran a su bebé.

Cabalgó durante una hora antes de colapsar y desmayarse a las afueras del pueblo.

Al despertar, se encontraba tendida boca arriba con un dolor insoportable en el vientre bajo. Gritó al tiempo que se ponía las manos en la panza, tratando de calmar las punzadas.

Reconoció aquel lugar. El heno donde se había tumbado infinitas veces con Filipo, las paredes de madera con sus iniciales escritas, las rendijas por la que entraba la luz del amanecer. También logró atisbar la cara del señor Valentino, dueño del lugar, quien la miraba con un profundo sentimiento de lástima.

De inmediato, puso una taza de agua fresca contra sus labios, calmándola. La mujer del señor también estaba ahí, contemplándola de lejos con la misma cara de dolor ajeno.

—Por… por favor —suplicó, con la garganta seca y adolorida. Casi no podía hablar—. No me entregue a mis padres, por favor. Déjeme tener a mi bebé aquí, se lo suplico.

Ninguno de los dos dijo nada, se limitaron a sostener su mano mientras la parte baja de su camisón de dormir se llenaba de agua.

******

Había dolido tanto, tanto que no sabía cómo estaba con vida. La sangre empapaba el heno y a su pequeña bebé recién nacida.

Era una preciosa luchadora. Se había aferrado a la vida como una campeona.

Scarlatta lloraba, en parte de dolor, en parte por ver la carita de su pequeña niña en sus brazos. Ahora era suya y nadie se la quitaría. Nadie.

Era su Delilah.

Afueras de Castell'Arquato - Reino de Italia - 1898

Scarlatta le puso una corona de flores hecha a mano por ella misma a Delilah, quien se reía de emoción al ver por primera vez algo así.

—Ya no eres una princesa, sino que eres la monarca de tooodo el reino, ¿verdad?

Delilah dio saltitos y fingió volar con las alas de hojas de los árboles que le había hecho su mami.

Scarlatta se había hecho unas para ella misma también, pretendiendo que era un hada del bosque con poderes. Ella se encontraba sentada sobre el heno del establo del señor Valentino mientras veía a su hija jugar con entusiasmo.

Al final, el hombre le había dado hospedaje a cambio de nada en su granero el tiempo que quisiera.

Ni ella ni la niña podían salir jamás. Delilah nunca había visto la luz del sol, salvo por la poca que entraba de la rendija de la puerta y a través de los pliegues de madera del techo.

El espacio era bastante reducido y sólo lo compartían con dos gallinas, Clotilda y Donna, con las cuales la niña solía jugar todos los días.

De vez en cuando, si ponían huevos, la esposa del señor Valentino venía a recogerlos y les entregaba un par de ellos cocinados.

Scarlatta no podía salir a trabajar, así que sólo se resignaba a aceptar las sobras de los dueños del granero. Muchas veces un huevo y un trozo de pan era todo lo que comía en mucho tiempo. De hecho, ese era su tercer día sin comer.

El señor Valentino le había dicho a Scarlatta que en los últimos años habían venido varios mensajeros preguntando por ella. Sus padres no habían dejado de cazarla durante todo este tiempo y, algunas veces, los soldados merodeaban la zona en su búsqueda.

Lo cierto era que no podía ni asomar su cabeza fuera de la puerta, pues si alguien la veía, inmediatamente reconocería a la chica con la cara deforme que tanto estaban buscando. Y la entregarían a cambio de la recompensa que sus padres ofrecían a quien la hallara.

Por suerte, la familia con la que vivía jamás se había atrevido a entregarla por dinero.

Scarlatta temía por su vida y la de su hija, así que nunca dejaría que la vieran ni que la encontraran, aunque tuviera que permanecer su vida entera en ese establo.

Haría lo que fuera por proteger a su niña.

—Mami, tengo hambre —le murmuró la pequeña con su tierna voz de diablilla mientras su estómago rugía por encima de sus palabras.

Cuando llamaron a la puerta, su corazón latió acelerado de miedo. Siempre le pasaba. No importaba durante cuántos años el señor Valentino había hecho lo mismo, el terror la consumía hasta el punto de ponerse a temblar.

—¡Tomen!

Al oír la voz del señor Valentino, su alma regresó a su cuerpo. Ella le abrió y agarró a toda velocidad, por una diminuta abertura, los dos trozos de pan y la botella de leche que le ofrecía. Una vez que tomó la comida, cerró de prisa.

—Lo siento, niña, las gallinas no pusieron nada, no tenemos huevos. Sólo pudimos conseguir eso.

—Gracias, señor, ¡es muchísimo! —le dijo Scarlatta con alegría.

Delilah no esperó ni un momento antes de quitarle de las manos uno de los pedazos de pan. Se lo comió con tanto apuro que casi se ahoga. Scarlatta no había ni probado el suyo cuando Delilah había terminado.

Su pecho dolió tanto que pensó que estaba sufriendo alguna enfermedad. Pero sólo era su corazón quebrándose.

Con una sonrisa triste en la cara, le entregó su pan a la niña.

Bueno, este sería su cuarto día sin comer.

Delilah frunció el ceño.

—Pero ¿y tú, mamá?

—No tengo hambre, mi princesa.

—¡Reina!

—¡Oh! Perdón, su majestad, lo había olvidado.

—Mami, ¿por qué nunca tienes hambre?

Scarlatta le sonrió para tranquilizarla.

—Ya te dije que ese es mi poder mágico de hada.

—¿Y cuál es el mío?

—Lo sabrás cuando seas mayor.

—¿Cuánto mayor, mamá? ¿Cuando tenga cuatro años?

—No, aún más mayor.

—Entonces cinco, ¿verdad?

Scarlatta se rió tanto que se le olvidó que tenía hambre.

—Sí, lo sabrás cuando cumplas cinco años.

—Y, ¿a qué edad podré salir a ver las estrellas que están en el cielo?

—Mucho más que cinco, mi hermosa —respondió la madre con voz más suave y desanimada debido al dolor que le provocaban esas palabras.

—Y mi papá es una estrella, ¿verdad? Dijiste que estaba en el cielo de color azul.

—Sí, tu papá es una estrella que siempre está observándote y cuidándote desde el cielo. Al igual que mami, sólo que yo te cuido desde la tierra. Mientras mamá esté contigo, nada malo te va a pasar nunca ni nadie te hará daño. ¿Entendiste, mi cielo?

La niñita se rió con los ojos destellantes.

—¿Yo soy un cielo?

—No, tú eres más hermosa —Scarlatta le besó toda su carita y le hizo cosquillas hasta que la chiquilla se retorció y estalló en risitas.

Cuando se calmaron y la niña recuperó el aire, pareció quedarse pensativa.

—Mami, quiero ver a papá. Quiero ver el cielo, el césped verde y las flores de colores que me traes de afuera cuando es de noche. Por favor, mamá. Yo quiero ir contigo cuando caiga el sol.

Scarlatta tragó saliva con pánico y pesadumbre.

—Está bien, mi chiquita —le dijo mientras le acariciaba sus rizos castaños.

—Prométemelo, mamá. Por favor.

—Te lo prometo, mi amor. Pero debemos hacer silencio y tener cuidado con los duendes piratas del bosque, ¿verdad que sí?

—¡Sí, mami, lo juro! —vociferó la niña con muchísima emoción.

—Shhh —Scarlatta le puso un dedo en los labios, indicándole con señas que no alzara la voz para que los duendes piratas no la oyeran.

Al caer la tarde, el silencio pareció pertubado por varias voces que venían de afuera. Su corazón se paralizó y le cubrió la boca a Delilah con la mano.

—Vamos a jugar un juego —susurró en la oscuridad—. Tenemos que hacernos una casita de paja —dijo mientras la escondía en un bloque de heno—, pero no puedes salir hasta que mami te diga, ¿está bien? —Delilah asintió suavemente—. Y no puedes hacer ruido, respira muy despacio. Porque si las hadas de afuera nos ven, vamos a perder nuestros poderes para siempre. A ellas les gusta robar poderes de otras personas, especialmente si son reinas como tú.

Delilah quiso hablar por debajo de la mano de su madre, pero Scarlatta la detuvo con otro "Shh" y una mirada. Ambas se arrastraron a un rincón oscuro y se ocultaron dentro del incómodo heno.

Las voces no se detenían.

—El lechero lo vio hablando con sus gallinas —se escuchó la voz de un hombre desconocido.

—Ése es mi problema. Les canto y les hablo para que pongan mejores huevos. Usted no debe meterse en mis técnicas de crianza.

—Lo siento, pero tenemos que revisar su establo.

A Scarlatta se le aceleró el corazón tanto que no sentía su cuerpo, únicamente sentía sus latidos como un tambor golpeteando dentro de su pecho.

Se aferró a Delilah y presionó su palma contra la boca de su hija con más fuerza.

Cuando las puertas se abrieron, la luz de la luna inundó el espacio. Desde su escondite, no podía ver absolutamente nada. Además, había cerrado los ojos. Sin embargo, escuchó los pasos de dos hombres y el tintineo de las medallas de sus uniformes. Eran soldados, buscándola.

Clotilde y Donna cacarearon asustadas y volaron desesperadas fuera del establo. Los hombres también se sobresaltaron al verlas.

Aparentemente el cobertizo se hallaba vacío, pero patearon los bloques de heno uno a uno para asegurarse. Tan pronto como se aproximaron al rincón donde ellas se ocultaban, se detuvieron. Scarlatta hacía su mayor esfuerzo por no respirar.

—Parece que no hay nada —se resignó uno de los soldados.

Ambos salieron del lugar.

Scarlatta no respiró hasta que el señor Valentino le gritó del lado de afuera que ya se habían ido. Estaba a salvo.

Soltó a la niña.

—Se fueron, mami, ¡lo logramos! Tenemos nuestros poderes.

Exhausta, Scarlatta asintió con la cabeza al tiempo que forzaba una sonrisa.

Cuando la noche comenzó a alzarse en el firmamento, Scarlatta sintió cada vez más nervios. Le había prometido a Delilah que verían el cielo, las estrellas, las flores…

La joven solía escaparse algunas veces para buscar frutas o bayas, envuelta completamente con una capucha y un velo sobre el rostro. Era muy rápida y sigilosa. También sabía el momento exacto en el que todos los vecinos en los alrededores dormían.

Pero esta vez pondría en peligro a su hija.

—Por favor, mami, me hiciste una promesa real de hadas. Tienes que cumplirla —Delilah agarraba su mano para tirar de ella hacia la puerta.

—Tienes que ponerte esto para que los duendes piratas piensen que eres una de ellos —la cubrió con su velo mientras ella se tapaba con la capucha.

—¡Grrr, soy un duende!

Tan pronto como Scarlatta abrió la puerta, Delilah salió disparada hacia afuera.

Sintió el césped en sus pies descalzos. Era como el heno, pero más suave. El viento le rozaba la cara. Y se paralizó cuando vislumbró todas esas luces sobre su cabeza en una sábana azul oscura.

—¿Son estrellas, mamá? —lo supo enseguida. Scarlatta asintió con la cabeza—. ¿Cuál es mi papi?

Su mamá cerró los ojos al tiempo que se le escapaba un suspiro y una débil lágrima. Señaló al cielo.

—Esa, la más brillante.

Delilah estaba fascinada viéndola. Su pequeño corazón saltaba de alegría.

—Quiero ver a papá todos los días.


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