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Chapter 3: Jenny

Julio de 1990

Odiaba ese calor veraniego tan pringoso. Odiaba Berlín, caliente y pegajoso. El despacho de arquitectos Strassner en Kantstrasse, con esos grandes ventanales. Odiaba a Angelika, su colega, tan emperifollada. A los dos jóvenes arquitectos, Bruno y Kacpar. ¿A quién más? A Simon, por supuesto. A ese el que más. ¡Ojalá no hubiera conocido nunca a ese cobarde mentiroso!

Ay, en realidad no se aguantaba a sí misma.

Jenny dejó otra hoja en la fotocopiadora, cerró la tapa y apretó el botón. Un destello de color verde fluorescente se paseó de un lado de la tapa al otro, después salió la copia del aparato con un leve siseo y Jenny la dejó en el montón. Notaba un olor raro; seguro que no era sano estar en la salita de la fotocopiadora sacando treinta copias de la barriga de esa caja gruesa y gris.

Por lo menos se lo había soltado. La conversación de aquella mañana había sido breve, pero concisa. Él le había anunciado que antes de separarse de Gisela, su mujer, quería ir de vacaciones familiares de nuevo a Portugal. Por los niños. Al fin y al cabo era la última vez que irían todos juntos, tenía que entenderlo. Jochen tenía trece años y Claudia nueve. Los dos tenían derecho. Todo aquello tampoco era fácil para él, siempre expuesto en el hotel a las expectativas conyugales de Gisela.

—Ahórrate las explicaciones —le dijo ella por teléfono—. Si te vas, se ha terminado definitivamente. Es mi última palabra.

Luego colgó. Ese cobarde llevaba un año diciendo que su matrimonio había terminado, pero aún no había sido capaz de abandonar a Gisela. Y ese teatro constante con los «pobres» niños, que tenían derecho a una vida familiar sana. ¡Precisamente a ella no podía venirle con esas!

A los nueve años ya había vivido en tres pisos compartidos. Y mejor no hablar de la vida amorosa de su madre. Hubo unos cuantos tipos majos, pero se largaron como los demás. Derecho a una vida familiar sana, ¡bah!

Cinco copias más. Al otro lado se oía el tecleo de la máquina de escribir de Angelika; era increíble lo rápido que tecleaba a golpes las cartas. Jenny nunca había aprendido a mecanografiar bien. Todo lo que hacía en el despacho podría hacerlo cualquiera. Hacer fotocopias, ensobrar cartas y llevarlas al correo, desviar llamadas, recibir a los clientes, llevarles café y galletas, estar guapa, pestañear… Tal vez no debería haber abandonado el puesto de aprendiza en un banco, ahora habría terminado y tendría un trabajo fijo. De todos modos no ganaría mucho. Allí, como chica para todo recibía un sueldo bastante generoso porque Simon era el dueño del despacho de arquitectos y era el que tomaba las decisiones.

¿Y si se iba de vacaciones a pesar de todo? ¿Y si elegía dejarla? Se quedó mirando fijamente el borde luminoso de color verde que se arrastraba despacio sobre la carcasa gris. ¿Soportaría el hecho de perderlo? Le costaría. Lo necesitaba. Era su amante y su padre a la vez. Era veinte años mayor que ella, experimentado, comprensivo, reflexivo. Cuando estaba cerca de él se sentía libre y a salvo al mismo tiempo, podía hablar con sinceridad de cualquier cosa, comportarse como era.

No, el dinero y el trabajo no eran importantes. Quería tener a Simon, entero, para siempre. Vivir con él, despertarse a su lado por la mañana, prepararle la cena. Mantener su casa en orden, plancharle las camisas, comprarle corbatas nuevas. Ser la perfecta ama de casa burguesa, lo contrario que su madre fruto del 68, justo eso quería. Por supuesto, también las noches con él. Sin tener que mirar el reloj todo el tiempo. «¡Cielo santo, tengo que irme! Gisela cree que tenía una reunión…, una visita…, una comida de negocios…» Simon tenía preparadas un montón de mentiras. Por desgracia, no solo para su mujer.

Jenny sacó la última hoja de la superficie de la fotocopiadora, cerró la tapa y dejó las copias ordenadas unas encima de otras. Ya era casi mediodía. Simon empezaba ese día las vacaciones. Esperaba que ahora estuviera en plena crisis matrimonial con su Gisela y la llamara por la noche. Destrozado y necesitado de consuelo, le pediría si podía vivir una temporada con ella porque su mujer lo había echado. Seguro que lo haría, su Gisela. Ella quería la casa, así que se quedaba. Él era el que tenía que irse. A Jenny le parecía bien así, no quería esa cabaña pomposa. Una casita normal en algún lugar junto al mar, con eso le bastaba.

Angelika había dejado de teclear. Jenny la oyó conversar muy animada con Bruno, uno de los dos arquitectos jóvenes; alguien abrió el grifo, seguramente para llenar el recipiente de la cafetera. Los ruidos procedían del despacho de Simon, así que Angelika se lo había llevado allí y ahora estaban sentados en el sofá de piel negro que tenía un tacto tan agradable. Jenny había tenido en él las mejores experiencias, sobre todo una vez terminada la jornada laboral, cuando se quedaba a solas con Simon.

Kacpar Woronski entró en la sala de la fotocopiadora con un mapa abultado bajo el brazo. Era un tipo torpe, siempre olía a sudor y parecía que le había pasado un cortacésped por el pelo negro. Era de Polonia, pero hablaba un alemán perfecto.

—Vaya —dijo, cohibido—. Aún te queda, ¿verdad?

—Acabo de terminar. ¿Quieres que te copie algo?

—Gracias, ya lo hago yo.

Dejó su mapa sobre la mesa y lo abrió. Jenny atisbó planos, vistas laterales, la perspectiva delantera de un edificio ultramoderno. Utópico, como una nave espacial que flotara.

—¿Es para el concurso? —preguntó.

Kacpar levantó la cabeza, como si lo hubieran pillado en falta.

—Eh, sí…

Vaya, no eran esbozos de Simon, sino suyos. Quería copiarlos a toda prisa, ahora que el jefe no estaba.

—¡Tienen muy buena pinta!

El joven arquitecto se puso rojo de alegría, seguramente recibía muy pocos elogios. Hacía tiempo que Jenny había notado que Kacpar tenía algo. Sus ideas eran originales, a veces alocadas, pero nunca comunes y corrientes. Simon le había dicho que ese chico podría llegar a algo si consiguiera aprender modales de una vez.

—Gracias —respondió Kacpar con humildad—. Es para el salón de congresos. Pensaba que estaría bien poder volar en una ciudad como Berlín. Por si los rusos nos cortan el grifo alguna vez…

Ese miedo constante a los rusos lo había contraído en Polonia. Era uno de sus defectos.

—No empieces otra vez. ¡Ahora está Gorbachov en el poder! —rio Jenny.

Kacpar hizo un gesto con la palma de la mano, como si se moviera en aguas revueltas.

—Con los rusos nunca se sabe…

—¡Bobadas! —Jenny se sentó en la mesa, al lado de sus dibujos, y vio cómo colocaba los grandes planos en la fotocopiadora con meticuloso cuidado, con el gesto torcido por el esfuerzo. Jenny observó que tenía la camisa oscura por el sudor en la espalda y bajo las axilas. «Modales», había dicho Simon. En realidad se refería a otra cosa. La capacidad de parecer simpático. Encandilar sin esfuerzo a la gente, sin importar lo que uno hiciera o dejara de hacer. Cierta facilidad que no se podía aprender. Simon iba sobrado en ese aspecto. Brillaba en las veladas, en las grandes recepciones, en su despacho con clientes importantes. Conocía a infinidad de personas y aprovechaba esos contactos. Los grandes encargos no los recibía el mejor arquitecto, sino el que conocía a alguien que conocía a alguien. Kacpar no conocía a nadie, y si seguía así eso no iba a cambiar.

—¿Te interesa la arquitectura? —preguntó de pronto, sacándola de golpe de sus pensamientos.

—Claro. Si no, no estaría aquí, ¿no? —Soltó una risita y se sintió como una tonta. No estaba ahí porque le interesara la arquitectura, eso lo sabía hasta Kacpar.

—¿Quieres estudiar arquitectura algún día? —Él la miró con atención. Tenía los ojos de color azul marino. Rodeados de pestañas oscuras.

—No…

—¿Por qué no?

¿Eso era un interrogatorio? La estaba poniendo de los nervios. Y encima ese semblante serio, como si fuera un asunto de vida o muerte.

—Porque no tengo el bachillerato.

—Puedes hacerlo ahora.

Ella calló. ¿Qué sabía él de esos grandes intelectuales atiborrados de hachís y LSD de los distintos pisos compartidos? Se consideraban el ombligo del mundo por terminar unos estudios tras otros, cobraban el paro y echaban pestes a cada momento de los capitalistas de mierda y el proletariado esquilmado. No, ella dejó el colegio en secundaria y empezó de aprendiz en un banco.

—Pero no quiero —dijo por fin.

Él asintió con la cabeza. Aceptó su respuesta, pese a que seguramente no le convencía. Trabajó un rato en silencio con la fotocopiadora. Jenny decidió ir al despacho de Simon a ensobrar las copias.

—Lástima —musitó Kacpar cuando ella bajó de un salto de la mesa—. Siempre pensé que podrías hacer algo más con tu vida que… —Se interrumpió, consciente de que había entrado en terreno resbaladizo. Jenny ya estaba en la puerta, con la mano en el pomo, cuando terminó de hablar—, que ser solo la amante del jefe.

Lo miró furibunda, le entraron ganas de darle una bofetada.

—¡Ocúpate de tu propia mierda, Kacpar Woronski! —le soltó, y salió de la sala de la fotocopiadora.

¡Pero qué idiota era! Si se lo contaba a Simon, ya podía Kacpar recoger sus cosas. Seguro que lo despedía. Al cien por cien.

Jenny se detuvo, respiró hondo y reflexionó. No, no iba a mencionarlo delante de Simon. En el fondo, Kacpar había sido muy valiente al decirle algo así a la cara. El joven arquitecto no era idiota. Sabía a lo que se estaba arriesgando. ¿Sería que al final estaba loco por ella? Dios mío, lo que le faltaba.

En el despacho de Simon, Angelika y Bruno interrumpieron su conversación en cuanto entró ella. Estaban sentados muy juntos en el sofá de piel negro, y enseguida cogieron sus tazas de café, que yacían intactas sobre la mesa de cristal.

—La máquina de café de la sala de espera no funciona —aclaró Angelika con una sonrisa de colegiala—. Por eso hemos entrado aquí. No molestamos a nadie, ¿no?

Jenny disfrutaba de su poder, aunque en realidad le hacía sentir fatal. Los dos sabían que les convenía llevarse bien con ella.

—A mí no me molesta… ¿Me haces también un café, Geli?

—Claro. —Angelika se levantó y se dirigió a la máquina mientras Jenny clasificaba una vez más las copias, las metía en sobres y pegaba las direcciones correspondientes. Bruno también se puso en pie, hizo un gesto a Jenny con la cabeza y regresó a su despacho. Era un tipo flaco y callado del norte, cumplidor en el trabajo, y hacía tiempo que miraba a Angelika con buenos ojos.

—Cuando el jefe está de vacaciones no hay mucho movimiento —comentó la joven, que estiró los dedos hasta que le crujieron. Era un ruido desagradable.

Jenny se encogió de hombros y cogió su café. Angelika le había puesto leche, la desgraciada, cuando sabía perfectamente que Jenny lo tomaba solo.

—Tú pronto tendrás vacaciones, ¿verdad? —siguió hurgando Angelika.

Jenny asintió con la cabeza.

—A partir del lunes…

—Sí, exacto. Kacpar, Bruno y yo nos quedamos de guardia. ¿Vas a ir de viaje?

—Claro. A Balconia. El país donde florecen los geranios…

—Ah, yo pensaba que ibas a ir a Portugal…

Simon había encargado a Angelika que reservara su viaje familiar, a escondidas, a espaldas de Jenny.

—¿Portugal? ¿Por qué lo dices? Hace demasiado calor. Y eso de comer solo pescado tampoco es lo mío.

Alguien abrió la puerta principal, se oyeron pasos en el pasillo de entrada. Angelika agarró presurosa su taza y la de Bruno, pero en ese momento ya se estaba abriendo la puerta del despacho y entró Simon, que las miró con cara de asombro.

—Buenos días, señor Strassner —balbuceó Angelika, cohibida—. ¡El trabajo no lo deja en paz! La máquina de café de la sala de espera está averiada, por eso nos hemos preparado una tacita aquí…

Simon llevaba un traje claro de verano que Jenny no le había visto nunca. Corte caro, le quedaba perfecto, seguramente cortado a medida. Hacía tiempo que no compraba ropa de confección industrial.

—No pasa nada, señora Krammler. Ahora mismo me voy. —Sonrió a Jenny y luego se volvió de nuevo hacia su secretaria—. Seguro que tiene algo que hacer, ¿verdad?

—Por supuesto. ¡Espero que disfrute usted de unas tranquilas vacaciones! —Angelika se dirigió a paso ligero hacia la puerta acolchada y la cerró al salir. Para escuchar a escondidas había que tener el oído de un murciélago. Seguro que Simon no hizo poner esa puerta porque sí, meditó Jenny. Conocía a su secretaria.

Dejó con diligencia el maletín sobre el escritorio, echó un vistazo rápido al correo y miró los sobres en los que Jenny había escrito la dirección para luego cerrarlos.

—Voy con prisa —le informó—. Aún tengo que ir al peluquero, ya sabes…

Lo conocía demasiado bien. Esos movimientos inquietos, la sonrisa nerviosa, ese intento inútil de ocultar algo. Qué raro. Delante de un cliente mostraba en cualquier situación una actitud relajada y sonriente, pero cuando se trataba de sentimientos no lo conseguía.

—Pensaba que querías comunicarme tu decisión —dijo ella con firmeza.

Él volvió a dejar los sobres en el escritorio, expulsó el aire en un gesto audible y se aclaró la garganta.

—Me has planteado un ultimátum —respondió, y le lanzó una mirada irónica, un tanto despectiva.

—Exacto.

Soltó una breve carcajada que sonó más bien a tos cohibida.

—Por supuesto, no puedo aceptarlo, cariño. Los dos somos adultos, y si estamos juntos solo puede ser por voluntad propia.

—¿Y cuándo?

El gesto tenso se relajó; era evidente que creía haberla convencido. Se acercó a ella con una sonrisa para consolarla entre sus brazos, pero ella retrocedió.

—¿Cuándo? Pero si ya te lo he dicho. Después de las vacaciones. En Navidad estaremos en Tenerife, cariño. Solo nosotros dos. Y llevaré una maravillosa sorpresa para ti en el equipaje…

Su cercanía era tentadora. Sería muy fácil dejarse abrazar, arrimarse a él, notar su mano cálida acariciándole el pelo, la espalda. Su voz, donde se mezclaba el deseo y la madurez. Sin embargo, se mantuvo firme. Tal vez fue por el comentario de Kacpar. «Pensaba que podrías hacer algo más con tu vida que ser la amante del jefe». Ah, no, ella no era solo la amante del jefe. No era el juguetito de nadie.

—Cuando vuelvas de Portugal ya no estaré aquí, Simon.

—Por favor, Jenny, no quiero un numerito en el despacho —le advirtió.

De pronto lo odiaba. «No quiero numeritos», «ten cuidado de que no te vea nadie cuando bajes del coche», «no me llames a casa en ningún caso». Al principio le parecía emocionante, la divertía. Ya no.

—¿Quién está montando un numerito? —gruñó ella—. Te lo digo con toda la calma: la decisión es tuya.

La miró durante un momento como si la viera por primera vez.

—Entonces nos vemos en dos semanas, Jenny. —Cerró el maletín con ímpetu y salió del despacho sin decir nada.

«Bien —pensó ella—. Eso es una respuesta. Ahora sé a qué atenerme». Oyó cómo se cerraba la puerta principal. Empezó a sentir un dolor intenso en su interior que le llenaba el pecho como una gran herida ardiente. ¡Ahora no puedes echarte a llorar! ¡Bajo ningún concepto! Enseguida entrará Angelika, esa cotilla.

Jenny tenía práctica en disimular sus penas, lo aprendió de niña. En los pisos compartidos casi todos eran buenos y jugaban con ella, le daban de comer, incluso de vez en cuando se ocupaban de su ropa. También lo hacía su madre. Sin embargo, nadie quería estar con una llorona. Todos tenían suficiente con lo suyo. Así que se recompuso y luego hizo como si no pasara nada hasta que salió del despacho puntual, a las cinco.

Se acabó, se acabó, se acabó… La frase era como un martilleo rítmico en la cabeza mientras conducía en hora punta, esperaba en los semáforos y miraba a la gente que pasaba a toda prisa. Me lo he buscado. Me lo he jugado todo a una carta y he perdido. Perdido… Había perdido a Simon…

No sabría decir cómo había llegado exactamente a su casa. Por lo visto su Kadett rojo había encontrado el camino por sí solo. Las casitas bajas de una planta se sucedían unas a otras, un poco descuidadas, con los jardines cubiertos de maleza. La mayoría de los propietarios hacía tiempo que habían superado la sesentena y no estaban dispuestos a volver a invertir dinero en sus casas. Los inquilinos tenían que ingeniárselas. A Jenny le parecía correcto, no necesitaba lujos, y los vecinos estaban bien. Eran estudiantes, una familia turca, dos gais que aireaban a diario las sábanas en el alféizar de la ventana de la cocina.

Dentro el ambiente estaba cargado. Jenny abrió las ventanas y se metió en la cama. Hundió la cabeza en la almohada y quiso llorar, pero ya era demasiado tarde. Ya no funcionaba. Una calma paralizadora se había apoderado de ella, un estado de aturdimiento, como si alguien le hubiera dado un golpe en la cabeza con un martillo de goma.

¿Por qué se exasperaba? Que se fuera a Portugal con su familia. A la vuelta solicitaría el divorcio. Navidad en Tenerife. Solos los dos y una maravillosa sorpresa. Solo podía referirse a un anillo de compromiso. Se imaginó su cara de pícaro, su alegría cuando ella abriera el paquetito y soltara un grito de emoción. Cómo la estrecharía entre sus brazos, la besaría y la mecería con ternura. La ternura daría paso a la sensualidad, él la desnudaría despacio, le rozaría la piel con la lengua…

Con la ducha fría la cabeza le volvió a funcionar con normalidad. ¿Cómo podía ser tan tonta? Estaba claro que después de las vacaciones encontraría otra excusa. Uno de los niños estaba enfermo. Su mujer estaba en tratamiento. Estaba muy ocupado con el trabajo, la abuela yacía en su lecho de muerte…

Basta. Punto. Fin. Había tenido su oportunidad. Se había engañado a sí misma. No quería a Simon, sino a un personaje imaginario que por desgracia ya no la quería.

Salió de la ducha, se secó y se puso una camiseta y unas bragas, luego se acurrucó en la cama y se quedó mirando por la ventana. Enfrente, al otro lado de la calle, había un pequeño parque. Los niños jugaban, las madres estaban sentadas en los bancos, los ancianos paseaban con sus perros. ¿Eso eran hayas? ¿O robles? ¿Tilos? ¿Chopos? No tenía ni idea. Era una urbanita. Ni siquiera conocía las principales especies de árboles. Tampoco mucho más. Centeno, trigo, cebada… ¿qué más había? Salvado, mijo… Pero se cultivaba en África. Colinabo…

Colinabo… ¿Dónde había oído esa palabra tan rara? En todo caso, había sido mucho tiempo atrás. Aún era una niña. Colinabo. Fue con su madre a un entierro, cerca de Frankfurt. Cómo era…, no sé qué del káiser…, del conde…, Königstein. Eso, Königstein, así se llamaba la población. Llovía en el cementerio, la gente vestida de negro aguantaba los paraguas abiertos. Había paraguas rojos, azules y amarillos, como manchas de colores entre los árboles altos y la multitud de adoquines. Luego estuvieron en casa de su abuela, se sentaron a la mesa con unos escandalosos desconocidos a comer pastel. Entonces aún no había visto nunca una casa con alfombras, cortinas y muebles de verdad, y apenas se atrevía a levantar la vista. «Qué burgués», le dijo su madre. «¿Has visto los tapetes de ganchillo? Y encima del teléfono tiene una funda de seda con borlas doradas». Cuando Jenny le dijo que a ella le parecía bonita la fotografía que había encima del piano, su madre soltó un bufido de desdén.

Jenny ya no recordaba el rostro de su abuela. Había sido simpática con ella. Y le había contado que en la imagen se veía una mansión. Entonces se puso a hablar de todo tipo de cosas que ella había olvidado tiempo atrás; solo recordaba los colinabos.

—¿Colinabos? ¿Qué es eso? —preguntó entonces.

—Nabos, niña —le explicó la abuela—. También se llaman chichinabos.

Su madre tenía prisa por volver a casa. Más tarde Jenny le preguntó en dos ocasiones si podía visitar a su abuela, pero su madre no se lo permitió.

Cuando Jenny dejó los estudios se marchó del piso compartido de su madre y la relación con Cornelia se enfrió. También la abuela Franziska cayó en el olvido. De hecho, ni siquiera sabía si seguía viva.

Tal vez no fuera ninguna tontería averiguar su número de teléfono. Si es que tenía. A fin de cuentas era una familiar cercana, y podría visitarla. Largarse un tiempo. Dejar su dimisión a Simon en la mesa y luego irse a Königsberg…, eh, Königstein. Poner orden. Olvidar. Hacer planes. Empezar de nuevo.

«Qué idea tan descabellada —meditó—. Si mi abuela sigue con vida, lo más seguro es que esté enfadada conmigo por no haber dado señales de vida. Y por desgracia con toda la razón».

Pese a todo, levantó el auricular y llamó a información.

—Un número en Königstein, al lado de Frankfurt, por favor. Franziska… —Dios, ¿cómo se apellidaba su abuela? Kettler. Claro. Como ella y su madre—. Franziska Kettler.

—Hay una F. Kettler. Talstraße, 44 —le comunicó la mujer de información.

—Puede ser esa.

Jenny anotó el número con el prefijo y colgó. Estuvo un rato sentada delante de la hoja, mirando por la ventana y escuchando a los niños que se peleaban fuera, en el jardín de la casa de al lado. Discutían en turco, por eso no entendía lo que decían.

De pronto, el dedo índice pareció cobrar vida propia. Giró el dial, lo dejó volver, volvió a girar… Tono de llamada. Tono de llamada. Tono de llamada. La abuela tenía un contestador. No se lo esperaba. ¿La que hablaba era ella? La voz de mujer sonaba bastante animada, no como la de una abuela anciana.

—Lo siento, pero no puedo atender personalmente la llamada. Por favor, diga su nombre y su número de teléfono después de la señal y le llamaré. —Pip.

Jenny tomó aire.

—Soy…

En ese momento llamaron a su puerta. Perfecto, ahora tendría que volver a llamar. De mal humor, se puso encima el albornoz, se pasó una mano descuidada por el pelo húmedo y fue a la puerta.

Fuera estaba Simon con una maleta en la mano.

—Me he quedado sin casa, cariño. ¿Me aceptarías en la tuya?


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