Hacía una hora, Tedros había decidido ir a nadar.
Ya se habían publicado las calificaciones de las dos primeras clases en las puertas del Salón de Belleza; el príncipe y Beatrix competían por el primer lugar.
El interior del Salón de Belleza para mujeres parecía un balneario medieval: había tres piscinas aromáticas («Caliente», «Fría» e «Ideal»), un sauna dedicado a la niña de los fósforos, tres tocadores de Roja-flor, un rincón de pedicura inspirado en Cenicienta y una ducha con forma de cascada incorporada en una laguna que remitía a La Sirenita.
Los Salones de Belleza para hombres estaban más dedicados al buen estado físico: había un sauna inspirado en el rey Midas, un salón de bronceado inspirado en entornos campestres, un gimnasio con martillos escandinavos, un foso para la lucha en lodo, una piscina de agua salada y una serie completa de baños turcos.
Después de Aseo y Caballerosidad, Tedros aprovechó el descanso antes de Historia para probar la piscina.
Mientras nadaba su última vuelta, vio que Beatrix —y las siete chicas que ahora la seguían constantemente— lo observaban con los ojos como platos a través de las rendijas de la puerta de madera.
Tedros estaba acostumbrado a que las chicas lo miraran.
Pero, ¿cuándo encontraría una que no pensara solo en su aspecto?
¿Que lograra ver algo más que al hijo del rey Arturo?
Alguien a quien le interesaran sus pensamientos, sus esperanzas, sus temores…
No obstante, se dio vuelta mientras se secaba para que las chicas pudieran verlo bien.
Su madre tenía razón: podía fingir todo lo que quisiera, pero era la viva imagen de su padre, para bien o para mal.
Con un suspiro abrió la puerta para recibir a su club de admiradoras, mientras el cisne destellaba en su pecho desnudo.
Pero las chicas habían desaparecido, víctimas de una patrulla de hadas.
Tedros quedó un poco desilusionado, pero siguió su camino y se chocó con algo que lo derribó al piso.
—Otra vez estoy mojada —replicó Agatha, y lo miró—. Deberías mirar por donde…
Era Tedros.
— Hola – saludo y le tendió la mano para ayudarlo a levantarse – los siento, estoy perdida.
Tedros tomo la mano que le ofrecía, pero procuro no apoyar su peso al levantarse.
Al ser el doble de ancho que ella, dejarla cargar su peso solo acabaría con los dos en el piso.
— Descuida – la tranquilizo – también estaba distraído.
Agatha dudo un momento, abrió y cerro la boca, pero parecía que no se decidía a preguntar.
Estaba terriblemente perdida y necesitaba que alguien le indicara por dónde seguir, pero Tedros, parecía alguien de difícil acceso.
Si Rhian estuviera, probablemente preguntaría, pero a hora que estaba solo…
Agatha sacudió la cabeza y decidió no preguntar.
— Buen día – se despidió y siguió por el pasillo.
Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que tenía un olor era característico.
Fue hacia el final del pasillo, golpeteando el cristal del suelo con sus botas, y tomó el pomo de la puerta para abrirla.
Pero estaba cerrada.
—Es por aquí —le indicó Tedros, señalando la escalera que estaba a sus espaldas.
Agatha se golpeó la cara con la mano y murmuro un débil «gracias» mientras pasaba a su lado sin mirar los ojos del chico.
Agatha pasó junto a él refunfuñando.
—¡Encantado de ver! —dijo el príncipe.
Oyó un distante «igualmente» antes de que Agatha desapareciera escaleras abajo, echando sombras por doquier. Tedros hizo una mueca.
Las chicas lo adoraban; lo amaban sin excepción.
Pero esta chica rara lo miraba como si él no existiera.
Por un momento sintió perder la confianza, pero luego recordó lo que una vez su padre le había dicho.
Los mejores villanos te hacen dudar.
Tedros creía poder enfrentar a cualquier monstruo, a cualquier bruja, a cualquier fuerza que el Mal conjurara.
Pero esta chica era diferente; daba miedo.
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
"Entonces, ¿por qué está en mi escuela?"
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Comunicación con Animales, dictada por la princesa Uma, se realizó en las orillas del lago en la Bahía Intermedia.
Por tercera vez ese día, Agatha se encontró con que la clase era solo de mujeres.
Seguro que en la Escuela del Mal no había necesidad de diferenciar entre aptitudes de «chico» o de «chica».
Pero aquí, en las Torres del Bien, los chicos salían a pelear con espadas, mientras las niñas debían aprender a ladrar como perros y ulular como búhos.
No es de extrañar que las princesas fueran tan impotentes en los cuentos de hadas.
Si lo único que sabían hacer era sonreír, pararse derechas y hablar con las ardillas, ¿qué otra alternativa les quedaba salvo esperar a que un chico las rescatara?
La princesa Uma parecía demasiado joven para ser una profesora.
Sentada sobre el césped impecable, iluminado por el destello del lago, muy derecha, con las manos plegadas sobre el vestido rosa, cabellera negra hasta la cintura, piel aceitunada, ojos almendrados y labios color carmesí fruncidos primorosamente.
Cuando por fin habló, lo hizo con susurros y risitas, pero no alcanzaba a terminar las oraciones.
Cada pocas palabras se detenía para escuchar a un zorro o a una paloma en la distancia y responderles con un aullido aturdidor o con un gorjeo.
Cuando vio que la clase entera la miraba boquiabierta, se cubrió las mejillas con las manos.
—¡Uy! —rio—. ¡Tengo muchos amigos! —Agatha no supo si estaba nerviosa o si simplemente era idiota.
—El Mal cuenta con muchas herramientas —dijo la princesa Uma, comenzando al fin —. Venenos, pestes, maldiciones, maleficios, secuaces y magia negra, muy negra. ¡Pero nosotros tenemos a los animales!
Agatha se rio por lo bajo.
A juzgar por las caras de sus compañeras, no era la única que no se convencía.
La princesa Uma tomó nota.
Soltó un silbido ensordecedor, y se oyó un aluvión de ladridos, aullidos, relinchos y rugidos provenientes del bosque detrás de las escuelas.
—¿Lo ven? —dijo Uma riendo—. Todos los animales pueden comunicarse con nosotros, si sabemos cómo hablarles. ¡Algunos incluso tienen recuerdos de cuando eran humanos!
Con un escalofrío, Agatha pensó en los animales disecados de la galería.
Todos habían sido alumnos como lo eran ellas ahora.
—Sé que todas quieren ser princesas —señaló Uma—, pero las que tienen bajas calificaciones no son buenas candidatas. Terminarían acribilladas, apuñaladas o devoradas, y eso no sería muy útil. Sin embargo, bajo la forma de zorro compañero, gorrión espía o cerdo amigable, ¡podrían encontrar un final mucho más feliz!
Dio un silbido entre dientes y, con una señal, una nutria salió del lago y se acercó a la orilla, llevando sobre el hocico un libro de cuentos con piedras preciosas.
—Podrían acompañar a una doncella cautiva o conducirla a un lugar seguro —explicó Uma mientras extendía las manos.
La nutria, nerviosa, volteó el libro sobre su hocico para encontrar la página indicada.
— O podrían ayudar a confeccionar un vestido para un baile —prosiguió la profesora mientras miraba a la inepta criatura—. También podrían entregar un mensaje urgente o… ¡Ejem! —Con un gemido, la nutria encontró la página.
Deslizó el libro en las manos de la princesa y se desplomó, agotada por el estrés.
— Hasta podrían salvar una vida — agregó Uma, y mostró un brillante dibujo de una princesa agazapada mientras un ciervo ensartaba a un brujo hechicero.
La profesora se parecía a la joven del dibujo.
—Hace mucho tiempo, un animal me salvó la vida y, como recompensa, tuvo el mejor final feliz.
Cada vez menos convencida, Agatha vio que todas sus compañeras abrían los ojos con veneración.
Esta no era solo una profesora: era una princesa viva, de carne y hueso.
—Así que, si quieren ser como yo, ¡deben aprobar el desafío de hoy! —gorjeó su nuevo ídolo mientras las conducía a la orilla del lago.
Mientras seguía a las alumnas hacia la orilla con nerviosismo, Agatha vio que el libro de cuentos de Uma se abría sobre el césped.
—A los animales les encanta ayudar a las princesas por muchos motivos —manifestó la princesa Uma, deteniéndose al borde del lago—. Porque les cantamos canciones bonitas, porque les damos refugio en el bosque tenebroso, porque desearían ser tan hermosos y amados como…
—Aguarden. — Agatha levantó el libro de cuentos en la última página, donde había un dibujo del ciervo destrozado por monstruos mientras la princesa escapaba.
Uma y las alumnas se dieron vuelta.
— ¿Eso es un final feliz?
—Si no son tan buenas como para ser princesas, tendrán el honor de morir por una princesa, por supuesto—Uma sonrió, como si pronto fueran a aprender esta lección.