La armadura, forjada en metales resplandecientes, captaba la luz solar con una intensidad deslumbrante, transformándose en un espectáculo de destellos que danzaban a su alrededor. Sus brazos, robustos y musculosos, brillaban debido a las cristalinas gotas de sudor que deslizaban suavemente por su cuero cabelludo de cabellos semidorados, creando un contraste cautivador entre el oro de su cabello y el brillo de su piel. Su expresión, endurecida por las experiencias vividas, navegaba con una mirada penetrante entre los rostros de sus subalternos, como si buscara a alguien en específico en medio de la multitud que le rodeaba.
—Cada uno de ustedes diez me ha demostrado el suficiente valor, resistencia y habilidad para cumplir con la misión que les he encomendado, sin embargo, en las cuevas le demostrarán al Barlok si en verdad son dignos de pertenecer a sus fuerzas —dijo Gosen.
Cada hombre respiró profundo, la sensación de expectación se fue haciendo cada vez mayor en sus corazones, con espadas en mano, y equipados con sus armaduras, sintieron que podrían cumplir con cualquier tarea que les otorgaran, debían hacerlo, eran «Sabuesos».
A lo lejos, el grupo de Ita observaba la escena con expresiones complicadas de definir, esos mismos hombres les habían vencido en el pasado, masacrando a sus compañeros, y humillado al ejército al que habían pertenecido, pero no guardaban rencor, se les hacía lógico que un grupo tan diestro con la espada les hubiera vencido, no había vergüenza en admitirlo, solo sentían extraño que aquellos que alguna vez fueron enemigos, ahora combatirían a su lado.
—Dolib —dijo al acercarse al hombre alto, robusto y de cabello corto—, serás mi voz y mis ojos.
—Será mi honor, Comandante. —Golpeó su mano en su pecho.
Al instante, los nueve soldados le imitaron, demostrando su buena voluntad para con su líder designado.
—Barion, en el breve tiempo que has pertenecido a nuestro escuadrón ha demostrado carácter y entrega, por ello y en esta ocasión te concedo ser el Segundo de Dolib. Demuestra que no me equivoco.
—Sí, Comandante. Gracias Comandante —dijo Barion con un semblante serio, aunque con el brillo del orgullo en sus ojos.
—Retírense —dijo, mientras sus ojos apreciaban el rostro maltratado de la no esclava de nombre Ita, que le regresó la mirada, aunque solo por un breve momento.
Se dio la vuelta, orientándose hacia el campamento, y sintió en su pecho el latido vibrante de la determinación. No había nada más gratificante que combatir por una causa sustancial; la imagen de compartir el campo de batalla, hombro con hombro, con sus leales subalternos en esta peligrosa misión lo llenaba de motivación y deseo. Sin embargo, debía confrontar la realidad: su lealtad inquebrantable estaba con su soberano. Como gestor del campamento minero, su deber era primordial, y en ese contexto, sus deseos personales debían permanecer relegados.
∆∆∆
Orion había descansado lo suficiente, sintiendo que los minutos inactividad comenzaban a pesar sobre sus hombros como una carga invisible. La inquietud fermentaba dentro de él, alimentada por un deseo creciente de regresar a la familiar y acogedora comodidad de su cama, donde las suaves sábanas lo esperarían. Ese anhelo se convertía en un fuego que avivaba su impulsividad, llevándolo a actuar sin reflexionar. Sumido en sus pensamientos, no se daba cuenta de cómo sus ansias distorsionaban su juicio.
Las heridas en los cuerpos de los Islos habían dejado de brotar sangre, resumiéndose a marcas tenues sobre su piel. Gracias a los genes potenciados por la bendición de Orion, junto a la herencia de la sangre de su propia raza, poseían una extraordinaria capacidad de regeneración celular. No se trataba de un milagro sobrenatural, pero sí de un proceso biológico asombroso, lo suficientemente efectivo como para que, en apenas un par de días, sus cuerpos fueran capaces de sanar por completo, restaurando su fuerza y vitalidad.
Los rondadores no habían terminado de traer los cadáveres de sus hermanos de raza ante el hombre de mirada imperturbable, que parecía poco satisfecho con el tributo ordenado.
Orion se había levantado, con esa calma parsimoniosa de la que a veces hacia gala, y con una clara intención impulsiva se dirigió a la salida.
Los islos se levantaron con prontitud, al igual que Los Búhos, y como cachorros persiguiendo a su amo, se dirigieron a dónde su señor.
La oscuridad continuaba alimentando los alrededores, su mirada acostumbrada apenas si podía vislumbrar sus propias piernas, debiendo esperar a la llegada de sus subalternos, que con una velocidad impresionante se habían hecho de una nueva antorcha. Los palos amenazaban con ser los últimos.
No había peligro más grande en los corazones de los presentes que la escasez de comida, pues, preveían que en unos pocos días la carne obtenida de los roedores llegaría a su fin. Y para empeorarlo, los suministros de su señor podrían acabarse mucho antes, y eso les afectaba más que su propio bienestar, pues no creían que un ser tan divino llevaría a su boca especímenes tan mundanos.
La exploración se estaba volviendo cansada para sus mentes acostumbradas a la luz. No podían bajar la guardia ni un solo momento, pues ese instante podría representar la diferencia entre la vida y la muerte. Lo sabían y lo aceptaban, solo deseaban que fuera otro tipo de lugar, no uno donde la oscuridad era el único gobernante.
Jonsa tropezó por la repentina pendiente, y debió tragar el aliento para evitar maldecir en voz alta. Alir sonrió, pero la mueca desapareció en breve, regañándose por la infantil actitud.
—Con cuidado, Trela D'icaya —dijo Mujina en deferencia—, el camino es traicionero.
—Puedo verlo —dijo Orion con disgusto.
Golpeó una roca y la escuchó rodar por la pendiente, tardando unos pocos segundos antes que el ruido se desvaneciera.
Resultaba extraña la sutil fuente de luz de la lejanía, pero, sobre todo, la intensificada presencia que los acechaba, la podían sentir rodeandoles, proviniendo de todas partes, como si caminara al lado suyo, a la misma velocidad.
Orion se enfocó en la luz, la sensación era conocida, la había experimentado tanto en el laberinto, como aquí, en el nuevo mundo, era energía mágica de lo que estaba impregnado los alrededores, pero al mismo tiempo no, y aunque no comprendía cómo era posible, no profundizó en el tema, pues lo ignoraba por completo.
Hizo aparecer su espada escarlata. La presencia se tornó más intensa.
[Lanza de luz]
La incandescente luz de las tres lanzas que aparecieron flotando a medio metro de la cabeza del soberano de Tanyer iluminaron gran parte del sendero, evidenciando que lo único que los acompañaba era la soledad, ni un solo bicho se encontraba en las cercanías, sin embargo, esa maldita presencia continuaba.
—¡Cobarde! —gritó Jonsa, con ligera desesperación e impotencia.
—Guarda silencio —ordenó Orion.
El islo bajó la cabeza, aceptando su error.
Una de las lanzas luminosas salió disparada hacia ninguna parte, dejando a los presentes confundidos por la acción de su señor.
—Se escapa. ¡Corran!
Al llegar a territorio nuevamente plano se percataron que la tenue luz provenía de pequeñas esferas flotando por encima de enormes pilares de piedra blanca, construcciones no naturales, aunque desconocidas a sus ojos, pues no llegaban a sus mentes incultas razas que pudieran construir tales obras.
Orion no apreció la arquitectura del lugar, no era tiempo, había visto algo, y lo había declarado como su enemigo, no sabía porque, pero sus instintos le gritaban que lo atacara, y así lo quería hacer, la única cuestión era que había desaparecido.
Se había mantenido en pie durante un prolongado periodo, su inquisitiva mirada, examinaba cada centímetro del lugar, a la caza de alguna pista, de un atisbo que revelara la presencia de aquello que se ocultaba en las sombras. Los ecos de su entorno parecían amplificarse. Comenzó a caminar lentamente, con pasos silenciosos, sin apartar su atención de los detalles que lo rodeaban.
Los Búhos imitaban la forma cautelar de su soberano, el sitio les había sorprendido, pero no podían permitir distraerse.
La luz artificial de los orbes iluminaba el entorno de manera inteligente, proyectando un resplandor tenue, pero penetrante, como si cada esfera vigilante estuviera dotada de una conciencia propia. Orion, atrapado en un torbellino de pensamientos, sentía en breves instantes la densa presencia de una entidad que lo observaba desde las sombras. Era una sensación inquietante, pero siempre se desvanecía en el instante mismo en que él intentaba fijar la mirada. La desesperación se acumulaba en su interior, aunque su semblante sereno mentía a los observadores.
Se detuvo con brusquedad, como si un hechizo lo cautivara, sus ojos quedaron atrapados por una puerta monumental a su flanco derecho, tan enorme que ni cinco de su estatura podrían alcanzar el marco superior, que se perdía en las sombras del techo. El contorno del marco estaba adornado por gemas opacas que destellaban sutilmente, como estrellas atrapadas en la piedra, y un exquisito tallado se desplegaba en todo su esplendor, lleno de detalles intrincados que desafiaban la comprensión. El polvo, como un manto del tiempo, se había depositado en su superficie, ocultando la magnificencia de figuras que, aunque bellas a la vista, carecían de significado en su corazón. Pero un destello de curiosidad se encendió dentro de él, atrayendo sus pasos hacia la imponente entrada. Fue entonces cuando su mirada se posó con asombro en el tallado: no representaba a humanos, sino a antars. Sin poder detenerse, su mano se movió de manera involuntaria hacia el grabado, algo muy intenso y enigmático le había llamado.
—¡Mi señor! —gritó Anda al sentir la extrañeza.
Orion despertó súbitamente del trance que lo mantenía en un limbo de ensueño, sus sentidos, agudizados como los de un animal al acecho, le alertaron de la inminente amenaza, permitiéndole esquivar con destreza el proyectil amorfo que se lanzaba hacia él. La solemnidad regresó a su rostro, esculpido por la determinación y la experiencia de batallas pasadas, mientras blandía con firmeza la espada de hoja roja. Sin embargo, una sombra de inquietud cruzó su mente, obligándolo a alzar la vista al notar la imponente figura de la colosal criatura frente a él.
Era un gigante de piedra. Raíces amarillentas, como serpientes de antaño, se entrelazaban alrededor de sus extremidades robustas, aferrándose con tenacidad. Un espeso musgo, de un verde profundo y brillante, cubría su lomo, vestigio de la vida que aún luchaba por florecer en su ser imponente. Su rostro, una fría máscara esculpida por el tiempo, carecía de expresión, sus rasgos tan rígidos como las rocas que lo conformaban. En lugar de ojos, dos cuencas vacías miraban al infinito, reflejando un abismo de sabiduría y desesperación. De él emanaba una aura opresiva, una sombra que se cernía sobre la bruma del lugar, y que por un momento el hombre de semblante imperturbable comparó con un jefe de los primeros pisos del laberinto.
Guardó la espada y sacó del inventario un arma contundente, un mazo grueso y pesado.
—No se acerquen —ordenó, consciente de que sus subordinados solo estorbarían.
Mujina, Alir y Jonsa bajaron el rostro al aceptar la orden, sus puños se cerraron tan fuerte que sus propias uñas se clavaron en la piel de sus palmas, provocando que sangraran levemente. Tenían espasmos por la impotencia, la sangre les hervía, eran islos con la sangre desbloqueada, pero parecía que su amado soberano no los veía capaces de enfrentar a una criatura de tal calibre, y odiaban que se preocupara por ellos, eran una raza guerrera, no había mejor manera de demostrar su absoluta lealtad que poniendo sus vidas en juego en un combate.
Los Búhos, por el contrario, se limitaron a asentir, conocían su capacidad, y entendían que enfrentar al gigante era como arrojarse de un acantilado.
∆∆∆
Los diez se encaminaban hacia la entrada de la cueva, donde la sombra se extendía como una cortina, impenetrable y susurrante. Al pie del umbral, un grupo nada desdeñable aguardaba: quince guerreros, perfiles marcados por el acero bien moldeado, cuyas armaduras de cuero con pequeños aditamentos de metal brillaban con destellos apagados bajo la tenue luz de la tarde. Cada uno de ellos tenía posturas que hablaban de entrenamiento y firmeza, el tipo de confianza que solo aquellos que habían sangrado y hecho sangrar en batalla poseerían. Sin embargo, toda su atención se centró en el pequeño de barba negra. Luchó por controlar su respiración, consciente de que cada palabra que asomaba a su mente podría desatar consecuencias imprevistas por la importancia de tal individuo.
—Me llamo Dolib, y lideraré a Los Sabuesos en la expedición —dijo con tono calmo, pero digno, con respeto, pero sin verse sumiso—. Señor —saludó al pequeño.
—Me llamo Ita, y soy la líder de la expedición —dijo, reuniendo el valor para mantenerle la mirada a tan fiero hombre. Había tenido pensamientos contrariados, pues había creído que por jerarquía, el hombre enviado por Gosen le arrebataría el liderazgo, y por ende, la gloria y el honor de conseguir la hazaña.
—Guíenos.
Ita asintió, ordenando a sus cautivados guerreros por las hermosas armaduras de Los Sabuesos a qué caminasen.
La abrumadora oscuridad de los primeros pasos no les tomó por sorpresa, entrenaban sus sentidos al máximo cada día para que en cualquier ambiente o terreno pudieran combatir a toda su capacidad.
La repentina luz de las antorchas, y los hombres trabajando trajo a su corazón esa sensación de vida que muchas veces apreciaba en la vahir, amaba ver las nuevas construcciones, las innovaciones de su señor con las armaduras y armas, y los entrenamientos, estaba enamorado del progreso, y le encantaba ser parte de ello, ansioso por conocer que era lo que les depararía el futuro.
Caminaron en sincronía hacía una de las muchas entradas oscuras, donde hombres aguardaban, custodiando con recelo y seriedad. Fue imposible no llamar la atención, todos sabían de Los Sabuesos, pues muchos de ellos tenían su vida actual gracias a sus rápidas y diestras espadas. No hubo odio, tal vez si un resentimiento natural, pero no eran idiotas como para tener pensamientos de atacarlos, pues, en el extraordinario caso que pudieran vengarse, nunca podrían escapar de la poderosa mano del soberano de Tanyer, que, a través de los rumores sabían de lo que era capaz, por lo que era mejor abstenerse de tales pensamientos y aceptar sus nuevas realidades, tal vez algún día sus destinos volverían a cambiar.
—Sabuesos, posición defensiva —ordenó al sentir la extrañeza del angosto sendero. A miradas rápidas inspeccionaba al antar, que caminaba en la retaguardia de los no esclavos, iba a protegerlo a cualquier costo, al igual que su gente.
Los Sabuesos tomaron sus escudos al unísono, volviendo su andar más preciso, cerrando cualquier abertura que podrían haber tenido.
Ita se mantenía en alerta, cada paso suyo podría ser el último si se descuidaba, sabía que estaban cerca del peligro, del combate inevitable. Era la vanguardia, y debía mostrar que tal privilegio era merecido.
Las antorchas bañaron con su cálida luz la silueta de una criatura humanoide, que al percatarse de la presencia de los guerreros les lanzó una tenebrosa mirada con sus ojos muertos.
—¡Defensa! —ordenó.
Los guerreros bloquearon sus cuerpos y los de sus aliados con sus escudos de madera, avanzando paso a paso con sus espadas apuntando a la criatura.
La cosa se movió a una velocidad no propia de un humanoide delgado, lleno de agujeros y flaco, casi en los huesos. Golpeó el muro de escudos con una poderosa embestida, haciendo retroceder a los guerreros, y fracturando la madera reforzada con la que estaban hechos.
—¡Empujen! —gritó, mientras intentaba clavar su espada en el podrido, sin éxito.
La fortaleza de los quince le hizo retroceder, pero la cosa no estaba dispuesta a darse por vencida, atacaba como podía con sus poderosos brazos huesudos, mientras los tres guerreros de la primera línea intentaban herirlo. Sus dientes oscuros derramaban un líquido negro, viscoso, de un olor asqueroso y penetrante. La cosa era demasiado fuerte.
Le ganaron terreno, pero el podrido era incontrolable, sus uñas ya habían herido a los tres de la primera línea, causando un dolor punzante en sus heridas. Debían matarlo, debían hacerlo pronto, antes que apareciera otro, y volviera la tarea de avanzar imposible.
Sus escudos ya no resistían, sus extremidades les dolían por los golpes constantes, solo habían podido avanzar veinte pasos, pero era nada en comparación a su destino, al cual nunca habían llegado.
El guerrero a su flanco derecho fue herido en la garganta, Ita maldijo para sus adentros, y se lamentó por no poder ayudarle, pero sabía lo que debía hacer, ya había presenciado lo mismo en más de una ocasión, y el guerrero detrás del herido también lo sabía, tomando en un instante su lugar para impedir que el podrido rompiera la formación. El herido se desangraba, pero el buen samaritano detrás suyo le ayudo a vendarle con retazos de tela antes equipados, impidiendo que la sangre continuará saliendo a borbotones.
La cosa no era inteligente, pero lo compensaba con una fuerza bruta inhumana.
Ita fue la primera en quedar indefensa ante sus ataques bestiales, su escudo se había partido en dos, y la única forma de bloquear el golpe era con su espada, sabía que no podría aguantar, por lo que ordenó al guerrero de atrás sustituirle, aprovechando el momento para vendar sus heridas. Habían logrado herir al podrido en dos ocasiones, sin embargo, no habían sido heridas profundas.
El combate parecía eterno, el desgaste de la primera línea era demasiado, y fue la experiencia la que les permitió sobrevivir tanto tiempo, y en un caso extraordinario, terminar con la vida del podrido, que fue decapitado por la hábil espada de Zinon.
Tomaron aliento, lo necesitaban, porque sabían que debían proseguir. Los heridos de gravedad volvieron al campamento, y por suerte para la expedición solo habían sido dos, aunque no esperaban que sobrevivieran, nadie lo había hecho hasta el momento luego de recibir tales heridas.
Los guerreros abrieron un camino, que Ita ocupó para llegar al líder del grupo de Los Sabuesos. Levantó el rostro para verle a los ojos, la sensación fue la misma, una presión aplastante. Estaba más cerca de ser un monstruo que un humano.
—Solícito nos ayude en la vanguardia —dijo al tragarse el orgullo, pero sabía que los necesitaba, y la misión era lo más importante.
Dolib asintió con calma, había esperado tales palabras desde el principio.
—Sabuesos, avancen.
Los diez se movieron como uno, colocándose en la vanguardia del grupo, la energía que desprendían de sus cuerpos era suficiente para volver el lugar angosto aún más pequeño. Levantaron los escudos trás la orden, posicionando sus espadas en ataque, y en posturas defensivas comenzaron a avanzar, mientras los soldados de la tercera línea levantaban las antorchas para alumbrar los diez pasos siguientes.
—Son hombres del señor de Tanyer, ellos lo lograrán —dijo Ita al ver la impaciente mirada del antar.
Korgan asintió, confiaba en las fuerzas de su Prim Dono.
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