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96.36% El diario de un Tirano / Chapter 159: Testigos del poder (3)

Chapter 159: Testigos del poder (3)

La cortina blanca que marcaba el final de la arboleda se sentía tan próxima que intensificaba el sentimiento de urgencia que lo envolvía. Kurta giraba la mirada de vez en cuando, pero el enemigo que los había emboscado parecía haber desaparecido, como si se hubiese desvanecido en el aire. En ese instante de aparente calma, reaccionó de repente, justo en el momento en que cruzaron al vasto territorio del prado, y sintieron la seguridad de estar fuera del alcance de proyectiles.

—Falsa emboscada. —Su voz, apenas un susurro que intento camuflarse con la tensa atmósfera que les rodeaba. Inmediatamente, el mundo a su alrededor pareció detenerse. Se quedó inmóvil, analizando la situación, su mente haciendo el mayor esfuerzo por discernir las variables.

A lo lejos, una comitiva de jinetes transitaba en una formación compacta sobre la elevación del llano, sus siluetas recortándose contra el horizonte salpicado de ocres y dorados del atardecer. Kurta frunció el ceño, un gesto que revelaba su creciente inquietud. A esa distancia, los contornos se volvían vagos e ilusorios, pero una corazonada picaba en su interior: había algo en el aire, algo fuera de lugar.

—Ordene, Hordie —dijo Tjun, sediento por incrustar su arma en el cuerpo del enemigo.

Los Buga rugían en su interior, el asesinato de dos de sus hermanos era algo que debían hacer pagar a los culpables, no estarían quietos hasta que el kut estuviera teñido de rojo, y los miserables convertidos en comida de gusanos.

«Todo será en vano si dan la voz de alarma», pensó Kurta, cuestionándose las variables que enfrentaba.

Los doce esperaban la orden. Seis de ellos cuidaban la retaguardia con el arco tensado, dispuestos a conceder muerte a cualquier indicio de vida proveniente del bosque.

—Horza Tjun —El líder Buga emitió un sonido gutural, prestando suma atención a las siguientes palabras del hombre de trenza—, serán los señuelos, que vayan a ustedes. Todos deben morir.

—Ni uno quedará —dijo Tjun, y los presentes, incluido Kurta, repitieron el lema de batalla.

El líder de los Buga, Tjun, se alzó con una imponente firmeza, un semblante férreo que les decía a sus hombres que el momento de la verdad había llegado. A su alrededor, el aire vibraba con la tensión palpable de la inminente batalla, como si el mismo cielo contuviera la respiración. La orden brotó de sus labios con la gravedad de un juramento, y sus hombres, fieros y decididos, la acataron al instante.

Las potentes patas de los caballos golpeaban la tierra, resonando como un tambor de guerra que anunciaba el avance de una tormenta. Sus ojos, fijos en el enemigo, presenciaban la quietud de los hombres y mujeres ataviados con armaduras de acero liviano. En lo profundo de su ser, un deseo voraz de conquista y masacre se agitaba, un anhelo de demostrar la suprema grandeza de la caballería de erfe Dedios. Estaba determinado a hacer temblar los cimientos de sus enemigos, en transformar el campo de batalla en un paisaje de horror y gloria. No solo deseaba la victoria; anhelaba ser el último rostro que sus adversarios vieran en sus últimos momentos, el portador de su desesperación y su derrota.

Kurta ordenó a sus hombres separarse en dos grupos, ampliando su distancia a medida que ganaban terreno. Su objetivo era claro: rodear y destruir. Ahora solo era cuestión de tiempo; la comitiva de jinetes enemigos pronto se vería envuelta en la furia provocada por los Buga, lo que dejaría sus flancos desprotegidos, una acción que aprovecharían al máximo.

Su atención sobre el bosque no había disminuido, sabiendo del peligro latente que se resguardaba ahí, y en silencio maldecía por la gran habilidad del adversario, y su impulsividad tomada. Le había cambiado por completo sus planes, debiendo arriesgarse en una confrontación directa para formular una nueva estrategia de incursión.

Su mirada se posó en las siluetas de los jinetes, y como si los ojos de los caballos que montaban le hubieran susurrado algún secreto, sintió un repentino mal sabor de boca, una sensación desagradable que causaba lo desconcertante, pues, por muy extraño que pareciera, la comitiva no se había dejado seducir por la provocación de los Buga, quienes tenían una gran fama de irritar a sus enemigos, fama que se equiparaba a su destreza en batalla. Y, aunque había percibido movimiento, fue solo para solidificar aún más su formación.

Su voz, semejante al trueno ordenó el detenimiento, mandato que también fue acatado por el grupo de Tjun.

Pronto los Yaruba se unieron nuevamente. Formando su unidad de trece hombres.

Doscientos metros los separaban, una distancia significativa que, con un avance de unos pocos pasos, permitiría que al enemigo, si poseía hábiles arqueros, dispararles con una alta tasa de éxito. En ese instante tuvo ante sí la posibilidad de ordenar una retirada táctica, una opción que podría permitirles sobrevivir, sin embargo, no profundizó en esa rama de pensamiento. La incursión ya se había cobrado la vida de dos de sus hermanos, hombres cuya memoria su kut sentía la obligación de vengar. La necesidad de honor y justicia pesaba en su corazón, y no habría dudas: lo haría, sin lugar a la más mínima reflexión.

—Padil, libera tu arco, flecha de advertencia, a diez pasos de ellos.

El delgado hombre liberó de su espalda un fino arco de madera antigua, con un tallado exquisito de dos águilas rey en sus extremos, con un detalle excelso en esos pares de ojos, que parecían proyectar la majestuosidad y solemnidad misma del animal. La cuerda provenía del interior de un bondadoso animal, que había sido sacrificado en un honorable rito para dar vida a su arma.

—Las condiciones que brinda Dedios —Bajó el rostro en ceremonia— son las indicadas para matar, Hordie, confíe en la habilidad de mis manos.

—Confío hermano, pero no deseo que escapen. Y deseo que nos subestimen.

Padil obedeció, calculando en menos de dos segundos el punto de destino donde su fecha se posaría, y sin pensarlo dos veces disparó. El proyectil voló con la rapidez de la picada de un halcón, clavándose en la tierra exactamente a diez pasos de los jinetes, quienes observaron la flecha con miradas profundas.

—De nuevo, a quince pasos.

Padil repitió la ceremonia, y su flecha fue certera en su objetivo.

La comitiva que permanecía en la elevación del llano tensó las cuerdas de sus arcos ante la orden de su comandante.

—Ertoi, Thatku. —Les arrojó una mirada solemne, ellos sabían lo que debían hacer, solo esperaban la orden—. Cubrirnos.

—Sí, Hordie.

Rompieron formación, dirigiéndose a lados opuestos del grupo, sus caballos poco a poco fueron ganando velocidad mientras rodeaban a sus hermanos.

[Paso nebuloso]

De las robustas patas de los corceles se comenzó a desprender una extraña neblina, una bruma empujada por algo más que el viento, que se alzaba como un velo mágico sobre el terreno. Al principio tenue, pero pronto fue adquiriendo mayor consistencia, extendiéndose con rapidez y cubriendo el campo en un manto nebuloso. Con cada resoplido de los caballos, la bruma se espesaría.

Los guerreros alzaron sus voces, invocando desde lo más profundo de su ser resonancias que parecían brotar del mismo núcleo de la tierra. Sonidos ancestrales, cargados de fuerza y fervor, surgieron de sus gargantas, reverberando en el aire como un canto primitivo de guerra.

A medida que la bruma se intensificaba, los guerreros fueron envueltos en su blanco abrazo, sus cuerpos se desvanecieron, convirtiéndose en sombras sin forma, y aunque era densa, podían observarse con cierto detalle.

—Avancen —ordenó. Y como un solo cuerpo comenzaron la marcha.

Sus cantos persistieron. La fumarola cubrió su trayecto, expandiéndose por el llano como un virus mortal. A sabiendas de la posible estrategia que tomaría el enemigo, ordenó una formación dispersa.

Las flechas surgieron como un espectro nocturno, silencioso e inesperado, rasgando el silencio del prado e hiriendo la tierra con un sonido sordo. Se clavaron en la suave hierba, siendo el único objetivo conseguido, pues los guerreros resultaron ilesos.

Una nueva lluvia de proyectiles descendió como la ira de un dios vengador, directa y poderosa, sin embargo, al igual que había sucedido con la anterior tanda, está también fue ineficaz en su intento de conseguir bajas. En sus pensamientos, Kurta comprendió que entre la comitiva no había manos de diestros arqueros, pues no habían sabido localizar sus localizaciones.

Los arqueros detuvieron su intención cuando percibieron que la neblina comenzaba elevarse por la pendiente.

Kurta y su grupo detuvo el avance, y casi como si una Prelun de sus clanes les hubieran contado lo que se avecinaba, una lluvia de flechas impactó la tierra, a unos quince metros de su posición. Con órdenes rápidas dividió una vez más en tres a su pequeño escuadrón, y con señales efectuadas por sus manos detalló lo que debía de hacerse.

Los guerreros asintieron. Sus cantos se tornaron más largos y lúgubres, asemejando por momentos el eco de una cueva, y una reducción de volumen, queriendo imitar la perdida de moral y de compañeros.

Kurta les lanzó una mirada satisfecha a Ertoi y Thatku, de esas que no requieren palabras, y ellos, con sus rostros pálidos y empapados de sudor, comprendieron de inmediato la señal. Era el momento de cesar su acto místico. Se habían sobre esforzado, pero no estaban dispuestos a ser relegados de la batalla, ellos también tenían derecho de vengar a sus hermanos.

—Serán los ojos de la retaguardia —dijo, y sin esperar la obvia réplica, hizo avanzar su montura a uno de los flancos, donde un grupo de tres guerreros esperaba.

Tjun le lanzó una mirada cargada de determinación, un destello que reflejaba el ardor de los Buga, quienes esperaban con ansias el caos de la batalla. Cada uno de sus rostros, adornados con la pintura roja sobre sus párpados rebelaban el hartazgo por la prolongada espera. Kurta podía percibir esa tensión palpable en el aire, estaba esperando por el momento perfecto, aquel que su instinto dictaba.

—Ahora.

Ante la resonante orden, el ejército de once, fragmentado en tres grupos desiguales, rompió la espesa neblina que lo había envuelto como una sombra, emergiendo de su manto gris con una fuerte determinación salvaje. Cruzaron la elevación que en un momento le había causado a Kurta cierta incertidumbre por la amenaza que representaba. Sin embargo, nada más recibir de nuevo la cálida caricia de los rayos del sol, un silencio inquietante se apoderó del grupo; habían notado que la comitiva había retrocedido unos veinte metros.

—Ni uno quedará —gritó Tjun, ordenando la carga, a sabiendas de que si esperaba un segundo más podría recibir la orden de retroceso.

La última andanada de flechas enemigas surcó el cielo, no obstante, el grupo de los Buga aguardaba con la calma de quienes conocen su destino. En un instante de alta tensión uno de ellos rompió la formación, su figura moviéndose con la agilidad de un felino. En un gesto preciso lanzó al aire una capa de piel, que en el momento de elevarse se expandió como un despliegue de las alas de un águila, creando un escudo que abarcaba un área de cuatro metros cuadrados, protegiéndolos así de los proyectiles. La misteriosa capa cayó al suelo con su tamaño original, aunque ya sin su funcionalidad especial.

—Padil, que nadie escape.

—Sí, Hordie.

El delgado hombre se volvió una montaña, inamovible y vigilante, con el arco en mano, preparado para conceder muerte.

Kurta ordenó a su grupo avanzar, flanqueando la comitiva por ambos lados con la precisión de un depredador acechando a su presa. A medida que se acercaban, su mirada se posó en dos jinetes apartados del grupo; eran mujeres, de una belleza inigualable, que deslumbraba en medio del caos. Quedó atrapado en sus miradas: una era solemne, profunda como un abismo, mientras que la otra brillaba con un destello salvaje, como el fuego que consume todo a su paso. En ese instante, comprendió, con una punzante claridad del peligro que representaban. Sabía que no era demasiado tarde para concentrar su atención en ellas, pero desviarse podría resultar en una amenaza para los suyos, especialmente por la desventaja numérica. Con gesto decidido volvió su mirada hacia su segundo, Padil, buscando impartir una nueva encomienda. Sin embargo, el rugido ensordecedor de la batalla que estalló a su alrededor le demandó que filtrara sus pensamientos hacia lo inminente.

Tjun y los Buga lanzaron su embestida con una ferocidad inusitada, sus poderosos caballos relinchaban como bestias indómitas. Sin embargo, la rigurosa formación de los soldados enemigos supo mantenerse firme, resistiendo el embate con la tenacidad de un muro inquebrantable. El primer choque resonó en el aire como un trueno, acero contra acero, donde la corpulencia de los Buga se estrelló contra la determinación de los guerreros de Tanyer. Tjun se llenó de satisfacción al observar las miradas de sorpresa y temor que danzaban en los rostros de los humanos, estaba disfrutando en demasía, y era algo que se podía percibir en todo su semblante.

Los primeros muertos del bando humano cayeron, las armaduras habían soportado más de lo esperado, pero aquello no les quitó el final predestinado por enfrentarse a los Buga. Los Yaruba impactaron con cruento estruendo en el enfrentamiento, provocando con el kut que algunos jinetes abandonaran sus monturas, o no tuvieran más opción que retroceder. La caballería de Tanyer había demostrado cierta habilidad, mucho mayor de lo que Kurta habría esperado, no obstante, aunque podrían resistir más tiempo de lo normal, su destino era el mismo.

El poderoso rugido de una bestia invadió la zona, provocando que los caballos entrenados de ambos bandos se movieran con nerviosismo y miedo, aunque fueron los equinos de erfe Dedios los primeros en recuperarse. Kurta no supo su procedencia, pero por los rostros enemigos podía sentir que algo no estaba bien, y aquel sentimiento fue comprobado unos segundos después cuando observó la alta silueta saltar por el aire y arrojar a un caballo junto con su jinete al suelo.

Tragó saliva, el furor de la batalla se había extinguido para él, ahora solo podía concentrarse en esa extraña criatura que arrebató de su ser toda confianza, sumergiéndolo en la inquietud e incredulidad.

—Katodi —Escuchó con claridad, sin ser consciente de quién lo había pronunciado, y esa afirmación lo llenó de miedo, hasta entonces había ignorado aquel conocimiento ancestral, y a decir verdad, habría preferido pasarlo por alto toda su vida.

Su accionar no fue una extrañeza para tal situación, tantos sus hombres, como los del clan Buga evidenciaron su terror con la quietud de sus movimientos. Acto que fue aprovechado por el bando enemigo para ordenar el ataque.

Kurta notó una veloz flecha impactar contra la espalda de la feroz criatura, sin embargo, el proyectil no logró perforar la extraña armadura que envolvía su cuerpo. Y eso causó aún más nerviosismo en su corazón. Desvió la espada que con brutalidad se había dirigido a su cuello, logrando herir el ojo del caballo enemigo, y así lograr la caída del jinete. Su hacha de piedra se hundió en el hombro de un nuevo adversario, que con astucia se había escondido en su punto ciego, lamentablemente Kurta había sido muy consciente de él desde el inicio. Aunque podía resistir, muy dentro de sí mismo era consciente que con la criatura como oponente no podrían sobrevivir, nadie sobrevivía a un Katodi, todos lo sabían, y sí, de alguna manera lo hicieran, sus almas ya habían sido corrompidas por estar tan cerca de su presencia, de cualquiera forma era un no retorno.

Su mirada se dirigió a Padil, quién con esfuerzo había herido y/o asesinado a algunos humanos de Tanyer con sus flechas, una ayuda que muy pronto terminaría por la escasez de proyectiles. Gritó con fuerza, ganándose su atención, y con el dolor en su corazón hizo un par de ademanes con su mano izquierda. Logró apreciar la renuencia de su hermano de armas, amigo y subordinado, sabía lo que estaba sintiendo, pero era necesario, crucial, solo así, tal vez, el sacrificio que estaba por suceder no sería en vano.


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