Brabos le aconsejó que fuera el primero en abandonar la carroza, y él asintió, sin necesitar el apoyo del cochero cuya mano se había ofrecido inconscientemente, ajena al hecho de que el Ministro sería el primer rostro en capturar sus ojos. Aunque había sorpresa en el aire, demostró la destreza necesaria para reprimirla, un acto que los presentes que esperaban para dar la bienvenida a la comitiva no lograron emular.
Salió de la elegante caja de madera tallada, descendiendo a la tierra con la compostura y majestuosidad propias de su cargo. El aire vibraba con la emoción contenida, mientras los rayos del sol filtrados a través del denso follaje de las nubes, iluminaban su figura imponente.
Frente a la entrada de la imponente casa de madera y roca, un joven de porte impecable se alzaba con altivez. Vestido con una fina túnica abierta en un llamativo color rojo, su presencia no pasaba desapercibida. Dos joyas relucientes adornaban su cuello, otorgándole un aura de poder y misterio. Completaba su atuendo unas botas altas de cuero negro, que anunciaban el predestinado dominio sobre la tierra que pisaba, así como un pantalón del mismo material que resaltaba su figura esbelta y poderosa. Una camisa de lino color hueso, elegante, pero sencilla, le confería un aire de sofisticación.
Junto a él, una dama de aspecto austero y conservador, portando un recatado atuendo que, sin embargo, no lograba ocultar la belleza que aún residía en sus facciones. Su cabello, recogido en una coleta discreta, reposaba sobre su pecho. No obstante, el ceño fruncido y la perpetua mueca de disgusto que adornaban su semblante oscurecían la hermosura que aún le quedaba. A escasos pasos de ella, dos niñas pequeñas, temblorosas y nerviosas, se mantenían encogidas ante la presencia de los jinetes desconocidos.
Los sirvientes de la casa se mantuvieron quietos detrás de la familia Horson, en espera de la próxima orden.
—¿Quién eres tú? —inquirió el joven con molestia tan pronto como lo observó bajarse del carruaje de su padre.
Astra le miró, sin reacción aparente en su rostro.
Trunan bajó de su caballo con un salto experto, y como un relámpago se colocó al flanco izquierdo de su actual patrón.
—Ordene y lo mato, señor Ministro —dijo con frialdad e indiferencia.
Brabos salió de inmediato del carruaje, con su frente aperlada por el sudor, había escuchado la sugerencia, y aunque dispuesto a hablar, no se atrevió a arrebatar la decisión de la boca del joven Ministro. Amaba a su hijo de sobremanera y lo apreciaba como su legítimo heredero, pero su propia vida no tenía el mismo valor que el legado de los Horson. En el hipotético caso de que se presentara la peor situación imaginable, haría todo lo posible por encontrar a alguien apropiado para engendrar un nuevo vástago varón.
—No es necesario —dijo con el mismo tono bajo que Trunan ocupó—. Y calma tus ansias, estamos entre aliados.
El guardia de la raza islo asintió, y aunque deshizo cualquier intención hostil referente a su aura, su fiero semblante no desapareció.
—Te hice...
—¡Cierra la boca! —gritó Brabos, con la decepción dibujada en su rostro, no había creído que su hijo sería tan estúpido como para no leer la situación.
El joven calló, sorprendido por el repentino regaño. La señora estuvo igual de sorprendida, y sus ojos solicitaron respuesta ante tal bramido.
Belian salió del carruaje, intrigada por el ruido de fuera. Helia fue la siguiente y última en salir.
—El hombre ante mí es un Distinguido al que se le debe respeto. Una ofensa hacia él es una ofensa a mi persona, y se castigará con severidad.
Nadie habló, no podían siquiera pensar el significado de tales palabras. Distinguido, ¿desde cuándo alguien de tal importancia visitaba un lugar tan alejado como era la vaher Cenut? Por lo que fue la propia imaginación de cada uno de los presentes lo que les rescató de caer en la locura de lo inexplicable, formando en sus mentes posibles identidades que podría tener el joven
—Lamentó lo que ha ocurrido —Se dirigió a Astra—, si gusta, podría acomodar una habitación para su descanso, mientras ordeno preparar un banquete en su honor...
—No —dijo con un tono seco—, primero se debe cumplir con la encomienda de mi señor antes de tomar descansos y preparar banquetes.
Brabos asintió, suspirando para sus adentros por la incomodidad que sentía y deseaba eliminar.
—Por supuesto, señor Ministro. Ahora mismo mandaré a alguien para que organice a los kat'os. —Le costó pronunciar la raza sin que una expresión de asco se dibujara en su rostro.
Astra asintió.
—Helia, mis cosas —dijo, mientras su mirada se posaba en Trunan, que al sentir los ojos del Ministro deshizo su expresión hostil, volviéndose más servil, aunque su rostro se mantenía fiero—. Dile a la persona que comanda a los jinetes que busque un sitio en el cual asentarse. Administrador, Brabos.
—Señor Ministro —respondió de inmediato.
—Quiero que dispongas a los mejores cuidadores de caballos que tengas, y los mandes a con los jinetes del Barlok.
—Por supuesto, señor Ministro. —Se despidió al vislumbrar la prisa en su mirada, dirigiéndose primero dónde su familia con la compañía de su preciada hija, que no había apartado los ojos de Astra ni un solo momento.
Trunan se dirigió a cumplir la orden al instante que notó el asentimiento de Astra, debía reconocer que aunque el joven no tenía la presencia ni la autoridad de su soberano, tenía un gran talento para hacerse notar y ser escuchado.
Helia aguardó al silencio para presentar el único baúl que el Ministro había optado por traer.
Astra abrió el objeto que guardaba con recelo su equipaje, extrayendo un grueso rollo de papel, y un palillo plateado.
—¿Sabes escribir? —preguntó al cerrar el baúl.
—No, amo.
—Si no quieres una espada en tus manos, será mejor que aprendas.
—Sí, amo —asintió, complaciente.
Astra se encontraba enredado en los pliegues de su propia respiración, atrapado en una red invisible de emociones encontradas. Aunque sabía con claridad lo que tenía que hacer, la situación le parecía una ensoñación, uno de esos sueños que son tan hermosos que uno desearía nunca despertar. El peso de la responsabilidad se mezclaba con la satisfacción de sentirse digno, orgulloso de la confianza que su Barlok había depositado en él. Anhelando con todo su ser que todo saliera perfecto...
∆∆∆
Se había despertado, alerta ante el inesperado zumbido que retumbó en sus oídos. El hombre, apenas medio dormido, aferró con maestría el pequeño ser entre sus dedos y, sin mediar palabras ni concesiones, lo aplastó. La vida de aquel insecto no merecía siquiera un ligero atisbo de contemplación.
La madrugada, impaciente, había excluido al sueño de su regazo, invocando a su cuerpo hacia el despertar. Con una indiferencia palpable, el hombre se erguía como un ícono de solemnidad. La luz lunar, tímida y velada, entraba por el balcón para bañar su desnudez, ofreciendo un halo de misterio en torno a su figura. Su mirada, profunda e imponente, se adentraba en la negrura infinita del horizonte mientras el viento gélido de la madrugada acariciaba su rostro.
Entendía lo que estaba por venir. Una batalla más en su interminable ciclo de cacería, un nuevo monstruo al que dar muerte, y sin saber porque, ya deseaba que el sol apareciera en el cielo para partir.
Se despertó entre las sábanas cálidas y sin abrir los ojos, se estiró como un gato perezoso en busca de la comodidad. Un suspiro largo y pesado escapó de sus labios entreabiertos, como si el peso de la noche no hubiera abandonado su cuerpo. Lentamente, se incorporó y se levantó de la cama, todavía envuelta en la somnolencia de los sueños últimos. El mundo que le rodeaba parecía difuminado, como si la realidad aún no quisiera asentarse en su mente.
El camisón blanco envolvía su cuerpo con la suavidad de una caricia, llegando hasta sus rodillas y revelando sutilmente la silueta de su figura. Ante la mesa con el gran cuenco de madera rebosante de agua, se despojó de la tela y se entregó a la tarea de limpiar su piel. Con delicadeza, tomó un paño y comenzó a deslizarlo por sus brazos, cuello, senos, axilas y piernas, dejando que el agua purificadora eliminara toda impureza. Finalmente, se detuvo en su zona más íntima, cuidando cada movimiento como si se tratara de un delicado ritual.
El frío viento que se escurrió por los huecos de las ventanas le hizo temblar sus blancas piernas.
Era su ceremonia de todos los días, lo había adoptado gracias a mucha investigación entre mujeres, sabía que la limpieza era algo que atraía a sus opuestos, y ella haría cualquier cosa por atraerlo a él.
Recogió sus platinados cabellos en una sencilla coleta, asegurándolos con un lazo de tela roja, y acto seguido se vistió con el conjunto que había elegido la noche anterior. Tomó el cinturón con vaina, dibujando en su rostro una mueca de complicación, no sabía si debía portar su espada, su señor no estaría, y se sentía desprotegida sin él a su lado, y, sin embargo, estaba la otra cuestión, como su "voz", debía mostrar dignidad, y, sobre todo, valentía.
Se arrojó agua al rostro, despertando por completo su mente, mientras miraba la sólida pared de piedra.
«Por el Barlok».
Y sin volver hacia atrás salió del cuarto.
∆∆∆
Como el sol, él emergió majestuoso, deslumbrando con su magnífica silueta a todos los presentes. Sus pasos descendieron los escalones con gracia, su mirada solemne se posó en el hombre que se acercaba, mientras escuchaba los susurros que no debía escuchar.
—Mi señor —dijo Gosen, al tiempo que caía sobre una rodilla. Acción que fue imitada por los cincuenta y cinco soldados de élite—, con su bendición partiremos.
—Por supuesto —dijo Orion sin emoción—. Y asegúrense que llegue sano. —Apuntó con los ojos al pelirrojo de la raza antar que desde la carreta principal observaba el panorama.
—Sí, señor Barlok —asintió.
Se puso en pie, inclinándose ligeramente en un gesto de absoluto respeto, y con un grito de mando instó a sus seguidores a levantarse y seguirlo fuera de la fortaleza. Los Sabuesos tocaron su corazón al dirigirse a su soberano, en deferencia, lo amaban y le temían, pero muchos de ellos estaban agradecidos por tenerlo como señor, pues sus familias ya gozaban de su protección.
Orion esperó unos minutos a qué su caballo le fuera entregado.
—No esperaremos a los demás —dijo Alir, notando lo reducido del grupo.
Mujina bufó, sus penetrantes ojos fueron a parar al rostro de su hermana de raza. Jonsa se aguantó la carcajada, pero el minúsculo sonido que salió de sus labios se hizo ganador de la reprobatoria mirada de su Sicrela y capitana.
—No hay más —respondió Orion con la misma seriedad de siempre.
Fira sonrió al notar la despedida de su señor. Yerena, quién se encontraba un paso detrás de ella endureció aún más el porte, aseverando con su expresión lo dispuesta que estaba por hacer cumplir la misión.
Orion montó. Y sus tres acompañantes hicieron lo mismo con sus respectivos equinos.
—Adios, mi señor —dijo Fira al verle emprender el viaje. No estaba preocupada por él, pues sabía que nada en el mundo podría dañarlo, solo estaba experimentando un extraño vacío en su corazón, que se acrecentó tan pronto como le miró desaparecer tras las enormes puertas que dividían la fortaleza de la vahir.
∆∆∆
Astra había concluído el sondeo a los exesclavos kat'os de la vaher Cenut, que para sorpresa suya se habían negado a trasladarse a la vahir controlada por su amado señor. Y no solo fue sorpresa lo que sintió, pero al notar la fuerte cólera en el guardián islo, comprendió que debía mantenerse digno...
—Ministro Astra...
El joven alzó la mirada, perdido en su cabeza había escuchado a lo lejos que alguien le llamaba, y para su sorpresa, la emisora estaba justo a su lado, probando bocadillo de los manjares puestos en la gran mesa de madera.
—No te he escuchado. Repite, te lo pido con amabilidad —dijo, recuperando la etiqueta.
—¿Qué si gusta le sea llenado la copa?
Astra notó la copa de plata vacía, recordaba el olor a fruto rojo que desprendía la bebida, y reconocía su delicioso sabor, que parecía calentar su garganta, no obstante, también era consciente que tipo de bebida era, por lo que prefirió negarse.
La sirvienta que había sido llamada por Belian para cumplir con la tarea se retiró, con el cántaro en sus manos.
—¿Se quedará, gran señor?
—Señor Ministro, dulce amor —repuso Brabos en voz baja, ganándole la palabra al propio Astra.
—Oh, perdone usted, señor Ministro —dijo Irianne, la mujer de Brabos, y madre de los infantes y dos jóvenes, que no le fue ajena la reprobatoria mirada de su hombre.
—Un par de días —respondió antes de que formulara nuevamente la pregunta—. ¿Es mi estadía un problema para su familia?
Nadie habló de inmediato, pero, logró obtener respuestas claras de las posiciones de los presentes con su llegada sin invitación con solo observar sus expresiones. El hijo mayor de los Horson, heredero de una casa antiquísima, no levantó la vista de su plato de carne, pero su rostro enrojecido y la vena palpitante en su sien anunciaban su opinión. La mujer mayor seguía sonriendo, pero sus ojos helados revelaban una hostilidad apenas contenida, como la de una bestia acechando a su presa. Belian parecía preocupada, negando con rapidez a una pregunta que no se le había formulado, y Brabos, tosiendo nerviosamente, luchaba por tragarse un bocado que se le había ido por el camino equivocado. Los dos niños, completamente ajenos al tenso ambiente que reinaba en la mesa, seguían comiendo con fruición.
—Por supuesto que no, señor Ministro —dijo Brabos al poder tragar el bocado—, la morada de mi familia es de usted y del Barlok cuando gusten disponer de ella.
—Lo tomaré en cuenta.
Se colocó de pie, despidiéndose con un ademán de todos los presentes, no se sabía las costumbres humanas en la mesa, no todas al menos, y en realidad no le importaban, por lo que la mueca desagradable de Irianne se le resbaló.
—Trunan, ¿acaso comiste? —preguntó sorprendido al verle de pie a un lado de la entrada.
—Lo hice, señor Ministro —dijo el alto hombre—, pero no debe preocuparse por mí.
—No te apresures por querer volver a mi lado, tal vez para ti y los tuyos soy débil, pero ante un ataque de alguien de aquí, estoy seguro de que puedo defenderme.
—No dudo de ello, señor Ministro, pero su vida es más importante que la mía, si algo le pasa, ni mi cabeza será pago suficiente para Trela D'icaya, que confió en mí.
—Lo mismo ocurre contigo, no eres mi subordinado, lo eres del Barlok, no puedo tratarte como un simple perro.
—Estaré a gusto de ser tratado como un perro si usted está bien, señor Ministro.
Astra sonrió, pues, aunque lo dicho por el guerrero no era broma, y lo sabía, la seriedad con la que decía aquellas palabras parecía ser mejor que un chiste.
—Hay que cumplir con nuestras propias encomiendas, y no preocuparnos por lo demás —dijo al suspirar.
Trunan asintió, alegre en su interior de que el señor Ministro pudiera entenderle.
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