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79.64% El diario de un Tirano / Chapter 133: Antes de la partida

Chapter 133: Antes de la partida

Se deshizo del polvo con delicadeza, rozando su pecho y espalda con el paño húmedo que la esclava, sumisa y obediente, le había ofrecido. Lork, que lo observaba desde la distancia, se encontraba agotado y sin aliento, su corazón latía con tal intensidad que parecía querer escapar de su prisión ósea.

—Mejoras demasiado lento, Lork —dijo Orion con severidad.

Regresó el paño a la charola de plata que la esclava continuaba cargando.

—Eso es porque es demasiado fuerte —replicó enojado, poco dispuesto a ver minimizado su esfuerzo de los últimos meses—. Déjeme combatir contra otro y observará mi progreso.

—No —Se vistió con la camisa guardada en su inventario—, todavía no estás preparado para un combate real.

El niño bajó la mirada, y quiso volver a hablar, pero la sola contemplación del soberano de Tanyer le hizo desistir en su idea.

—Largo.

Lork, obediente, alzó su mano, recibida por su esclavo en un gesto solícito para ayudarlo a erguirse. Anhelaba ordenarle que lo cargara, pero evitó hacerlo ante la imponente figura del alto hombre, temiendo mostrar aún más su debilidad.

Pronto, la diminuta silueta del niño se desvaneció tras cruzar el umbral de las magníficas puertas del palacio, acompañada por el esclavo guerrero.

El camino de vuelta al palacio no era su destino en ese instante. Anhelaba un respiro de libertad, la oportunidad de refrescarse en el aire libre que la opulencia de su fortaleza no podía otorgar.

Mujina concluyó su entrenamiento con Fira, Alir y Yerena al percatarse de los deseos de su soberano, quien se encaminaba hacia las gigantes puertas de madera.

Orion observó la quietud de la vahir, el sol apenas comenzaba a sobresalir en el horizonte, y aunque había una tenue claridad, eran pocos los despiertos. Sus pies lo llevaron al inicio del bosque, el ambiente era todavía más fresco, y el aire más puro. Se sintió cómodo, lo necesitaba, su interior agradecía, no había hecho espacio en sus agitados días para observar la magnificencia del mundo, que el laberinto nunca habría podido duplicar. Era consciente de las cuatro mujeres que le seguían, tratando de apurar el paso para alcanzarlo, pero él solo continuaba, echando vistazos de vez en vez a lo que la naturaleza obsequiaba.

Se detuvo, sentándose en una roca grande y semilisa, sumida en territorio plano y despejado.

Las damas a sus espaldas aparecieron en breve, no hablaron, solo se quedaron ahí, de pie, en espera de nuevas órdenes.

Se perdió en los insectos que transitaban sobre el pasto húmedo por el rocío de la madrugada; en las aves que comenzaban su vuelo matutino; y en los pocos especímenes de fauna que tuvieron la osadía de acercarse más de lo que se consideraría inteligente... Entonces observó a una criatura pequeña, de barriga inflamada, jorobada, tez verdosa como el musgo, ojos muertos, orejas largas y grandes, y enormes colmillos. Vestía retazos de tela, roída por el tiempo, y sucia. La cosa le miró, incrédulo de no haber sentido a aquellas altas siluetas.

«Otra criatura similar a las del laberinto», pensó, y en las cavilaciones su corazón tembló, deshaciéndose con rapidez de cualquier pensamiento que pudiera quitarle su paz momentánea. Respiró profundo, sin hacer algún movimiento en contra de la criatura.

—Es un pirianes —dijo Fira con un toque de asco—. Deberíamos matarlo. Nunca es bueno dejar ese tipo de cosas vivas.

Orion negó con la cabeza, liberando una minúscula porción de su imponente energía que fue únicamente dirigida a la cosa verdosa. El pirianes salió corriendo por su vida al experimentar el verdadero terror.

—El día es pacífico, la muerte de tales cosas arruinaría mi humor —dijo con calma, retrayendo su energía.

Mujina pareció entender entre líneas, por lo que ella mismo rodeó el lugar con su basta intención asesina, que provocó que muchas de las aves al vuelo cayeran en picada, y la escasa fauna que se había atrevido a acercarse huyera.

—Lo has arruinado —suspiró, omitiendo el enojo, pues ya buscaría la forma de castigar a su poderosa guardiana en un futuro.

*La investigación: Entrenamiento especializado ha culminado*

∆∆∆

Se despertó al amanecer, cuando la luz del sol comenzaba a filtrarse tímidamente por las rendijas de la ventana cerrada. Bostezó y se estiró, sintiendo cómo sus músculos se desperezaban lentamente. Sin perder tiempo, se levantó y se deshizo de la holgada túnica que le envolvía el cuerpo, revelando su esbelto físico. Se acercó al lavabo de piedra adyacente, donde el agua fresca esperaba, y comenzó a lavarse la cara con movimientos decididos, borrando cualquier rastro de sueño. Tomó el trapo de tela, remojándolo, y con calma limpió sus extremidades, al igual que el cuello, pecho y entrepierna.

Se hizo con el pantalón de cuero sobrepuesto en la silla, vistiéndolo. Se dirigió a un arca de madera tallada, que yacía abierta sin ninguno de sus broches de bronce. En su interior reposaban hileras de camisas, cuidadosamente dobladas y perfumadas con esencias de hierbas silvestres, consejo de la madre de Itkar que había apreciado. Escogió la camisa de un delicado tono lila, con mangas amplias y un corte entallado en la cintura, resaltando su figura esbelta y elegante. Antes de colocarse las botas de cuero, se envolvió en una pesada túnica negra que le llegaba hasta las rodillas, se acomodó el cuello, y con sus dedos masajeó parte de su rostro.

Abrió la puerta, y se despidió de su habitación. La cara familiar al costado fuera de la entrada le provocó un sobresalto.

—Helia, maldición, hazme conocedor de tu llegada —dijo con ligera molestía—. Ya te lo he dicho.

—Yo no tenía intención de asustarlo, amo. —Bajó la mirada con una sonrisa dulce y coqueta.

—Eso dices siempre.

—Lo lamento.

—Como sea —Bofeteó el aire—, solo se más cortés conmigo, o puede que tú siguiente tarea no sea tan esplendorosa.

Helia hizo una mueca de arrepentimiento y preocupación, retomando rápidamente el camino al notar que su amo se alejaba.

Llegaron al gran comedor, pero Astra se dirigió al salón de los sirvientes, y por ende a sus mesas. Se sentó en una silla de madera desgastada que ya había designado como suya desde los primeros días que su señor se había hecho con la fortaleza, y permitió que la esclava que lo acompañaba se sentara junto a él.

—Hola, Lourdes —saludó con una sonrisa a la señora de cabello recogido en una coleta.

—Señor Ministro —dijo Lourdes al llegar a su mesa—. ¿Qué le apetece el día de hoy?

—Carne, mucha carne. Estoy seguro que pasarán días para que vuelva a probar tus deliciosos guisos.

—¿Por qué? —preguntó intrigada.

—Misión secreta del señor Barlok —respondió, y fueron palabras suficientes para apagar la curiosidad de la dama—. Helia, haz tu petición a la señora Lourdes antes que regrese a la cocina, o se enfadara contigo.

La cocinera sonrió, pero no replicó, pues el joven hombre no se equivocaba.

—Fruta —dijo, con un toque ligeramente dulce.

Lourdes asintió, mirando una vez más al Ministro.

—Enseguida le traeré su carne, señor Ministro.

—Lo agradezco.

Astra observó la silueta de la bien formada cocinera, pero pronto calmó sus impulsos, recordando las palabras de su soberano y la reprimenda de su hermana.

—¿En el ejército no comías fruta? —inquirió al ver a Helia.

La dulce dama forzó la sonrisa, negando con un suspiro.

—En la tierras de los salvajes no son tan comunes los árboles frutales. Y no soy del ejército... era la sirviente de un soldado de alto rango, mismo que me dio una maldita espada para luchar contra... —Tragó la descripción peyorativa que iba dirigida al señor del joven, y fue lo suficientemente hábil para que el Ministro no lo notara—. El Barlok, o más bien, contra su ejército. Dudó mucho que pudiera haber sobrevivido si combatía con el señor de estás tierras —sonrió con torpeza.

—Sobreviviste porque no fuiste una amenaza para nadie —soltó de tajo, sin querer realmente ser hiriente—. Escuché decir de la comandante Laut que te rendiste al verle.

—No soy una guerrera, y no quiero serlo. Pero, gracias a eso —Volvió a sonreír—, ahora puedo comer fruta.

—Toda la que quieras mientras me sirvas, y sirvas bien a nuestro señor.

—Soy suya —dijo, revelando en sus ojos un misterio que Astra no consiguió desvelar.

La fruta pronto llegó, en manos de una mujer delgada, vestida como cualquier sirvienta del palacio, pero sus ojos se enfocaron directamente en el joven de ojos traviesos.

—Hola, Astra.

—Señor Ministro, Estela —repuso, sin cambiar de expresión.

Helia observó a la mujer, interesada del porque la charola había azotado en la mesa tan cerca de ella.

—Discúlpeme, señor Ministro —se burló.

Astra dejó de sonreír, mirando con solemnidad a su antigua amante.

—Respeta el título, Estela, pues vives bajo la protección del soberano que me lo concedió.

—Deberías respetarlo tú —dijo, y ella misma no sabía de dónde se originaba tanta ira—, pasearte con este tipo de "damas" no es algo que un Ministro al servicio de nuestro Barlok deba hacer.

—Por el recuerdo al amor que te tuve pasaré por alto está falta —Le miró a los ojos—, pero expresa una sola palabra más, y te prometo que tu siguiente comida será en los calabozos.

Estela refunfuñó, quería replicar, su corazón lo ansiaba, pero el miedo pudo más, pues al observar la mirada de su ex amante se percató que no había falsedad en su amenaza, y sintió que aquello le dolió más que verlo con otra mujer.

—Lo siento, señor Ministro. —Retiró la charola ya sin nada en ella, regresando a la cocina.

—¿Quién era? —preguntó Helia, mordiendo la fruta de color amarillo, mientras una sonrisa florecía en su rostro por el grato placer.

—Alguien por la que hubiera dado todo —respondió sin emoción, pero su expresión cambió al escuchar el alboroto cercano.


Chapter 134: Escolta

—¡¿Qué osadía?! —gritó, levantando su mano con intención de abofear.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó Astra desde el umbral.

La jefa de sirvientas hizo inmediatamente una reverencia sincera y respetuosa.

—Hice una pregunta —dijo, y en su mente recordó a su buen amado soberano.

—Esta sierva no deja sentarme en la mesa —dijo Brabos con el ceño fruncido, retorciendo su rostro en una mueca de enojo.

Su hija a sus espaldas se quedó hipnotizada por la presencia del joven hombre. Al ver qué le miraba apartó sus ojos al suelo, y sonrió con timidez.

—Hizo bien —respondió de inmediato, acercándose a paso calmo al hombre regordete—. Está mesa solo se encuentra disponible cuando nuestro Barlok decide sentarse en aquella silla. —Apuntó con su dedo índice al asiento singular, el que se encontraba en el lado ancho de la mesa—. Si desea consumir alimento puedo ofrecerle un lugar en mi mesa, en el comedor de los sirvientes.

Brabos logró disimular su enojo mientras escuchaba las palabras del Ministro. Aquellas últimas palabras, llenas de desprecio disfrazado, hirieron su orgullo de una manera que no podía ignorar tan fácilmente. Él, descendiente de la noble familia Horson, no podía permitir que nadie menospreciara su legado.

A pesar de su enojo, Brabos decidió jugar con astucia. Una sonrisa falsa se dibujó en su rostro, mientras asentía con educación, como si las palabras del Ministro no le afectaran en lo más mínimo. En su interior, sin embargo, ardía la pasión y el orgullo de su linaje.

¿Cómo podía aquel Ministro, con aires de superioridad, atreverse a subestimar la importancia de su familia? Los Horson habían sido participantes de la historia de Jitbar desde tiempos inmemoriales. Eran ellos quienes habían tenido el privilegio de custodiar las peligrosas tierras de Tanyer, y nutrir con esclavos a todo el reino. Pero sabía que no era momento de confrontación abierta. Su astucia le dictaba un camino diferente. En lugar de explotar su furia en ese momento, decidió aceptar la invitación del Ministro, manteniendo su sonrisa falsa intacta.

—Le agradezco por la invitación, señor Ministro —dijo con un tono calmo—. Y será mi honor aceptar.

—Por aquí —respondió Astra, guiando el camino.

Helia, que se había mantenido al lado de su amo vislumbró la peculiar mirada de Belian, comprendiendo el significado profundo.

∆∆∆

Por la senda de piedra y minerales avanzaba una procesión de tres enormes carretas cargadas hasta el tope de imponentes rocas en su estado más primitivo, sin haber sido labradas o pulidas por el hábil trabajo de las manos del hombre. A su alrededor, intrépidos jinetes escoltaban la mercancía en una formación defensiva, con sus armas y miradas atentas dispuestas a proteger el valioso cargamento.

Sin embargo, en medio de ese aparente orden y determinación, no tardó en presentarse una intranquilidad casi palpable. Los poderosos corceles que tiraban de los pesados transportes comenzaron a sentir una extraña inquietud, que se transmitía de forma agitada en sus relinchos y movimientos incontrolados.

El cochero guía, notablemente preocupado, se esforzaba por aplacar los ánimos exaltados de los caballos. Con mano firme, intentaba tranquilizarlos con palabras de aliento y caricias suaves en sus blancos y sudorosos cuellos. No obstante, sus esfuerzos resultaban en vano, ya que los equinos continuaban forcejeando con las riendas de manera frenética y enloquecida.

—¡Hey! —exclamó con voz atronadora el capitán de los jinetes. Cerró el camino, y los suyos lo imitaron, cercando así a los caballos inquietos—. Controlénlos. El Barlok espera este cargamento, y no seré yo quién le falle.

El pequeño individuo, sentado al lado del cochero guía observó el suelo; la tierra y las rocas enterradas, había algo extraño, podía verlo, aunque no sabía el qué. Su mirada se posó en el capitán de los jinetes, aprobaba su impaciencia, pero notó en sus ojos que no entendía la rareza con los caballos. Regresó su vista al suelo, lo había vuelto a sentir.

—Macho soldado, guíe sus ojos a las rocas, preocupación —dijo el pequeño de la raza antar.

El capitán se volvió al pequeño, desconcertado por sus palabras, pero obedeció, observando las rocas de su cargamento.

—No veo nada —respondió con sinceridad, aunque en su interior un atisbo de burla se abrió paso.

—Algo ha inquietado al bosque, curiosidad. El suelo advierte y los antar entienden, confianza. Debemos irnos, impaciencia, dejar cargamento, Prim Dano entenderá, certeza.

El capitán inspiró profundo, la negativa la tenía en la punta de la lengua, pero se contuvo de ofender al pequeño individuo, a sabiendas que su vida era de gran importancia para su soberano, muy posiblemente más que la suya propia.

—No podemos abandonar el cargamento —Se negó de inmediato—, el Barlok nos confió esta tarea, y no podemos defraudarle.

Los cocheros habían logrado tranquilizar a los caballos, notando en sus severas expresiones la dificultad de la acción.

—El suelo advierte, macho soldado, y los antar siempre han escuchado al suelo. Irnos es la mejor opción, certeza.

—Comprendo, señor —mintió—, pero, debe entender lo que está en riesgo. Me disculpo, pero continuaremos.

El pequeño suspiró, contrariado por la negligencia que se había cometido al ignorar su advertencia.

El capitán impartió la orden, y como un solo cuerpo regresaron a la formación de avanzada. El joven observó el cielo despejado, notando cómo las nubes avanzaban con parsimonia. No encontró el origen de lo que había afectado a los caballos, y aunque probablemente no lo habría podido identificar, prefirió creer que sí. De pronto, un estruendo proveniente de la retaguardia interrumpió sus pensamientos, y al volverse, se topó con algo gigantesco que chocó violentamente contra la carreta central, llevándose consigo a los jinetes y los equinos.

Todo sucedió en tan solo un instante, su mano aún no había empuñado el arma cuando fue arrojado al suelo, y el caballo que había sido su fiel compañero de viaje momentos antes ahora escapaba en estampida, acompañado por otros más. Con celeridad, se levantó y tomó su espada, preparado para acabar con el desgraciado que se había atrevido a interponerse en su misión.

La densa cortina de humo provocada por el impacto se disipó lentamente, permitiendo a los supervivientes atisbar las dos sombras gigantescas y robustas que se erguían sobre dos patas.

—Por los Sagrados, ¡¿Qué son esas cosas?! —escuchó decir a un soldado cercano.

Su sangre se heló, pero su entrenamiento y la confianza de su soberano le motivó a moverse. Sus ojos pasaron brevemente por la batalla que se comenzaba a desarrollar, pero su interés estaba en algo más, o para ser más específico, en alguien. Buscó al pequeño de la raza antar, encontrándolo junto a una roca a unos cuantos pasos de él, tenía una herida por encima de su ceja derecha, al parecer, no demasiado profunda.

—Bronio. —Se dirigió al jinete cercano, que forzaba a su caballo a tranquilizarse—. ¡Bronio!

—Capitán —respondió el jinete.

—Lleva al enano a la fortaleza. —Señaló su ubicación—. Hazlo rápido —dijo al ver su renuencia.

Bronio ejecutó la orden, cargando al integrante de los antar en sus piernas. El pequeño se resistió, todavía conmocionado por lo ocurrido.

—Pediré refuerzos —gritó al abandonar a los suyos.

El capitán esbozó una sonrisa apenas perceptible, como si acariciara con dulzura la comisura de sus labios. Era un hombre astuto y perspicaz, alejado de la impaciencia que muchos demostraban en su afán por morir de una manera honorable. No, él no anhelaba ese destino que prometía la entrada al glorioso paraíso que los señores de la luz testificaban como verdadero. Había algo mucho más terrenal y sencillo que lo motivaba, el temor a enfrentarse a la venganza de su señor.


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