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71.85% El diario de un Tirano / Chapter 120: Historias similares

Chapter 120: Historias similares

El inyar había culminado, pero por la noche, cerca de la caverna se sentía un frío que helaba los huesos, debiendo estar cerca unos de otros para apoyarse con el calor de sus cuerpos.

—No podemos avanzar más —dijo la mujer al acercar las manos al fuego de la fogata—. Ayer Zinon encontró dos podridos vagando por los senderos profundos.

—Debemos —dijo el enano—, el corazón de la tierra habla con nosotros, alegría, y comenta que hay tesoros en lo profundo, mucha alegría.

—Nos estaría mandando a morir, señor —dijo la mujer con forzada deferencia.

—No deseo muerte, hembra, empatía, pero debemos avanzar aún más. Cuando lo encontremos entenderás que fue la decisión correcta, certeza.

La mujer suspiró, asintiendo de mala gana, y se levantó, abrigándose con la capa de piel de lobo recién adquirida.

—Si solo prefiriera enfrentarme a él —suspiró.

El alba desplegaba su majestuosidad en el firmamento, pintando con tonos vivos los alrededores. El Sol se erigía con parsimonia, triunfando sobre las tinieblas del albor. Los rayos de luz se desplazaban con la fuerza de una legión, eliminando sin piedad las sombras que se atrevían a oponerse a su paso. Un nuevo día iniciaba, pero consigo se anudaban los peligros y las incertidumbres de una tierra implacable y feroz. En la distancia, las criaturas residentes del bosque afirmaban su espera, al acecho en las penumbras con la perspicacia y la prudencia inherente a cada raza. Nada era seguro, ningún hecho estaba asegurado, y cada alborada se convertía en una ocasión para sobrevivir o sucumbir, para aquellos que se aventuraban a vivir fuera del dominio del Barlok Orion.

—Abriremos un nuevo camino —dijo Ita, la mujer en el frente.

—¿Cuál de ellos? —preguntó un hombre, acompañado de una banda de tela sucia que cubría su frente.

—El de los podridos —respondió, sin disposición para mentir.

—Por los Sagrados —suspiró otro hombre—, esos malditos enanos nos quieren ver muertos.

—Por favor, Raspak —dijo Ita—, evita esos comentarios, o tendremos problemas con los antar.

—Concuerdo con Ita, de nada nos servirá arriesgar nuestras vidas allá dentro si los antar le mencionan al Barlok que los despreciamos.

Raspak bajó el rostro, afirmando con la cabeza, no tenía los testículos para enfrentarse nuevamente a ese terrible hombre, todavía podía verlo en malos sueños, causando que su despertar fuera abrupto y mojado.

—Haremos lo que hemos venido a hacer —dijo Zinon, el veterano—, y pidamos a los Sagrados que al menos no nos atrapen vivos.

∆∆∆

El silencio descendió sobre la estancia como una espesa niebla, al deslizarse por la puerta la figura del hombre alto, cuyo porte imponente y majestuoso hacía temblar el corazón de aquellos que osaban mirarle directamente a los ojos. Todos, con un gesto casi involuntario de tragar saliva, inhalar aire y desviar la mirada, se volvieron hacia el recién llegado, quién se movía con paso firme y tranquilo.

Una de las mujeres del séquito rompió filas, quedándose al pie de la puerta, con una postura firme, en alerta.

—Carne —dijo al sentarse.

La mujer que había avanzado para acomodar su silla asintió, ordenando con la mirada a las demás sirvientas sobre la encomienda dada.

—Pan dulce —dijo el niño de mirada severa.

—Dos piernas de gallina y fruta —dijo la de cabello platinado, sentándose con una elegancia todavía sin perfeccionar.

—Carne —dijo la alta mujer de tez negra, aunque con cierta reticencia a sentarse, actitud habitual en cada comida que compartía con el joven soberano.

—Yo no quiero nada, gracias. —Nina sonrió, rechazando con amabilidad. Los recuerdos del año anterior todavía presentes en su mente le entregaban imágenes totalmente distintas a las ahora vívidas, y sintió que el presente era mejor, más cálido y brillante para su gente.

—Señora, tres asientos de distancia —dijo Lork de inmediato, recordando la amonestación que había recibido sobre el mismo asunto en una ocasión previa.

—Oh, lo siento —dijo Nina al levantarse con una expresión apenada, deslizándose dos sillas de distancia.

—Puedes sentarte donde quieras —dijo Orion con indiferencia.

—Gracias —asintió con calma y una resplandeciente sonrisa—, pero soy su subordinada, y quiero respetar los rangos.

—Como prefieras.

Pronto la mesa se vio repleta de exquisitos platillos, que inundaron el comedor de un fragante olor a carne y especias.

—Escuché decir a mi hermano que los nuevos esclavos están descontentos. Tengo entendido que algunos dejaron a sus familias. —Su mirada rozó la preocupación por un breve segundo, pero se reincorporó al pensar en lo bueno que había sido Orion con su gente, incluido los esclavos. Para su corazón, no existía un mejor lugar que el territorio de su señor, y aquel pensamiento influyó para menospreciar a los incitadores.

—Sí, Astra me lo mencionó hace un par de días —dijo Orion, engullendo un pedazo de pan caliente—, pero ya se acostumbrarán.

—Podrías matarlos —dijo Lork con la boca llena—. Yo lo haría...

—No, niño —repuso con una mirada severa—, matarlos no es la solución. Los necesito para hacer prosperar estas tierras, y ellos me necesitan para sobrevivir. Si mato alguno, tendré que matarlos a todos para evitar en el futuro una revuelta.

Nina le pasó el paño blanco al niño, y le pidió con la mirada que se limpiará. Lork obedeció, sonriendo con timidez.

—Puede...

Los escandalosos susurros forzaron a Orion a levantarse con brusquedad, llevando su atención a la puerta principal.

—¿Qué sucede? —preguntó al volver su atención a la entrada, la mueca de disgusto acompañaba su rostro, como la fiera mirada.

—Es está mujer... —respondió Alir de inmediato, observando con mala cara a la delgada mujer de cabello castaño.

—Señor Barlok —dijo con total humildad, con una pizca de súplica y dolor—, por favor, por los Sagrados, déjeme ver a mi hija. Sé que usted la tiene.

—Eres una esclava, madre de Itkar, no tienes ningún derecho a hacerme peticiones. —Le miró, apenas percibiendo el paño blanco que inteligentemente había ocupado para cubrir la marca de esclavo debajo de su hombro derecho.

Se levantó de forma imponente, la silla sacudió el comedor con un estruendoso sonido agudo por el rozamiento de la losa, y se acercó, a paso calmo, sin emoción en su semblante.

Alir, recibiendo la muda orden de su señor, tomó de la nuca al hombre que hacía de custodio, obligándole a postrarse de rodillas con la fuerza de su agarre.

—Solo pido lealtad, es lo único que les he pedido. —Con la ayuda de su habilidad [Espadas Danzantes], una espada ilusoria apareció y se desvaneció por su monstruosa velocidad, notándola nuevamente cuando atravesó el pecho del hombre arrodillado—. ¿Qué tanto es eso?

Alir le soltó, dejando que cayera al suelo como un muñeco sucio. Su expresión se mantenía seria, pero su corazón palpitaba con tal fuerza que pensó erróneamente que se saldría de su pecho.

—Me debes la vida mujer de tantas veces que te la he perdonado —Se dirigió a la fémina madura, colocándose frente a ella—, pero hoy me obligaste a matar a quién cuidaba de ti porque lo influenciaste con tu cuerpo. —Otra espada apareció—. Es el último subordinado que mato por tu culpa, la próxima espada —El arma ilusoria se asentó en su cuello—, se dirigirá a tus hijos, y luego a ti. Ahora, vuelve a pedirme algo.

La mujer se arrodilló, cubierta en lágrimas y con el corazón destrozado, había creído que podría, se había engañado que todavía era lo suficientemente atractiva para seducirlo, quería ver de nuevo a su hija, tenerla a su lado, pero olvidó que quién la tenía en sus manos era el mismo monstruo que en una noche había convertido su hogar en un lugar de muerte.

—Le daré tus saludos. —Se volvió a la mesa, cancelando su habilidad—. Llévala de vuelta a su cuarto, y dile a Astra que busqué mejores hombres para custodiarla. Tú, limpia esto.

—Sí, Trela D'icaya.

—Sí, amo.

Volvió a su asiento, indiferente a las miradas aterradas de las sirvientas.

—La señorita Tara nunca fue mala conmigo —dijo Nina, interrumpiendo sus siguientes palabras por la severa mirada del soberano.

—Buena carne. —Arrojó el plato al frente, teniendo como contenido únicamente huesos—. Nina —Se limpió los dientes con la lengua y los labios con un trapo blanco, una costumbre recién adquirida al estudiar la ingiera de alimentos de Fira—, prometí traerte a Itkar, y lo haré. La forma no es importante.

Nina asintió con calma, bajando su mirada al no poder contradecir su determinación, pero sus ojos no engañaban a nadie, la frialdad e intención asesina se proyectaron en ambos orbes al instante que su soberano hizo la mención del de apellido Horson. Lo odiaba con tal devoción que ansiaba el momento para tenerlo frente a ella.

—Señor Orion, por favor, déjeme hablar a mí con Astra —dijo Fira, no era tonta, había entendido entre líneas la advertencia de su soberano, conocía a su hermano y sus hobbies, por lo que ya sentía apropiado que era tiempo de encontrarle una mujer para que formara una familia, y así forzarle a dejar sus escapadas nocturnas.

—Claro. —Se levantó, despidiéndose de la mesa.

Su séquito le imitó, la mayoría había culminado, salvo por Mujina, quién seguía mordiendo una enorme pieza de carne.

—¿Cuando me enseñarás esas habilidades? —preguntó Lork, y Fira se sorprendió al verle sonreír, casi podía asegurar que parecía un niño de verdad.

—Cuándo dejes de quejarte en los entrenamientos.


Chapter 121: Akros

Diez días habían transcurrido desde la partida de Helda, diez, y aunque podía decir con total certeza que no la echaba de menos, poseía una peculiar y nada agradable sensación en su pecho, como si algo le hiciera falta.

—¿Dónde está Itkar? —preguntó nuevamente al sentir que el silencio le afectaba más que un ataque enemigo.

La mujer meneó la cabeza, el temor brillando en sus oscuros ojos. Sus manos temblorosas se retorcían mientras los dedos heridos se analizaban unos a otros, como si buscaran algo perdido. No pudo soportar la penetrante mirada del soberano, sabiendo que en cada sombra de sus ojos se escondía un peligro aterrador.

—Estoy cansando de estos juegos —dijo, envolviendo la estrecha habitación con una pizca de su brutal energía.

La mujer, presa del terror, se asfixió con el pesaroso aire.

—No lo sé —dijo con voz temblorosa y baja.

Orion apretó la mandíbula, visiblemente irritado. Aquella respuesta ya la había escuchado en más de una ocasión, y en cada una de ellas quiso poner fin a la vida de la muchacha, pero había algo en ella que le provocaba desistir.

—Hace poco vino a verme tu madre —dijo, venciendo la impulsividad de sus instintos asesinos. Tara le miró, aunque solo por un segundo, pues sentía que no podría aguantarle la aterradora mirada—, suplicó para que le permitiera verte, pero incurrió en un error imperdonable al hacerlo, y tuve que quitarle sus privilegios. Si gustas, puedo traerla ante ti y degollarla —Tara enmudeció, forzando a qué las lágrimas no salieran de su rostro por miedo a que aquello también le molestase al joven—, o, puedo darle a tus hermanos a mis cachorros —Señaló a los perros presentes a cada flanco de su cuerpo, ambos canes respondieron con gruñidos, eran animales muy inteligentes—, necesitan comer, pues están en crecimiento.

—Por favor, no —suplicó ella, con su frente apoyada sobre el suelo frío y áspero, puesto que sus rodillas ya encontraban tormento en la dureza de la tierra—, se lo ruego, Gran Señor, demuestre piedad. Máteme si así lo desea, úsese de mí como instrumento para sus más oscuros deseos, pero no toque a mi madre, ni a mis hermanos. Por los Sagrados, suplico clemencia...

La angustia y desesperación palpitaban en sus palabras, pero el hombre ante ella parecía no conmoverse. Sus ojos, tan fríos y apagados como una noche invernal, la contemplaban sin rastro de compasión.

—Solo busco a Itkar —declaró con voz apagada y grave, asemejándose al eco del viento sobre las heladas montañas—. Revela dónde se esconde, y encontraré en mí la benevolencia para perdonar la vida de tu madre y tus hermanos.

Tara experimentó el derrumbamiento de su ser, sucumbiendo ante el dolor y la tristeza, por el temor a la muerte y de aquellos a los que amaba. Ya había respondido con la verdad, desconocía por completo donde se encontraba Itkar, se había marchado de forma misteriosa unos pocos días después de llegar a la durda controlada por la familia Lettman. La había dejado sola en una situación atroz con aquella fría mujer, la había abandonado, y aunque le guardaba un gran cariño por ser su consanguíneo, si hubiera conocido su destino, habría declarado su paradero hace tiempo para salvar a su madre y sus hermanos pequeños.

—Te dejaré pensar —Se levantó de la silla de madera—, pero si en la próxima ocasión que nos encontremos continúas negándote a responder con la verdad, cumpliré con mi amenaza, estés viva o muerta. Castigo, Justicia.

Los perros siguieron a su amo al ser llamados, moviendo sus colas con mucho entusiasmo, al igual que Mujina y Alir, solo que estás no movieron la cola.

Orion abrió su interfaz, tocando la notificación que había llegado poco antes de entrar al cuarto donde tenía retenida a Tara. La investigación: Sala de investigación había culminado, una noticia que le mejoró el humor, pues sabía que los efectos de la construcción serían muy beneficiosos, tanto para él, como para su vahir, sin embargo, sabía que debía retrasar la construcción, al menos hasta que los trabajos de edificación del santuario, el cuartel del sindicato, y las tres nuevas barracas para esclavos terminaran, pues apresurar demasiado las cosas no llevaba a nada bueno.

Los cachorros, atraídos por las oscuras vibraciones que se filtraban en el pasillo, frenaron en seco, molestos ante la maliciosa mirada que alguien les clavaba en los lomos. Alir carcajeó, tentada a patearlos, pero se abstuvo por el respeto y devoción a su soberano.

—Trela D'icaya, sus perros son algo curiosos —dijo en deferencia, aunque los canes intuían la burla en sus palabras.

—Alir —dijo Mujina con severidad, enfadada porque su subalterna se permitiera tanta facilidad con el soberano de Tanyer.

Orion se detuvo, sonriendo al ver a los perros en posición de ataque.

—Curiosos no —dijo él—, poderosos. Caminen. —ordenó y los perros obedecieron, gruñendo por última vez a la mujer.

Alir mordió sus labios para evitar reír, pues, aunque de apariencia agresiva, los canes solo le inspiraban la ternura de un ser inferior.

—¿Conocen la raza: akros?

Alir se quedó de piedra al escuchar nombrar aquella estirpe. Mujina guardó mejor su sorpresa.

—Sí, Trela D'icaya —asintió la capitana.

—¿Qué saben de ella?

—Muy poco, Trela D'icaya —aceptó Mujina—, solo que fueron unas de las razas mascotas de los dioses humanos que lucharon en la guerra de las Tres Eras. Y que pertenecían al reducido grupo con el título de: bestias primigenias.

—Algo así también leí —asintió, complacido por el conocimiento de su subalterna—, bueno. —Se volvió a las mujeres con una expresión de triunfo y seriedad—. Justicia y Castigo pertenecen a esa raza, ambos son akros.

«Eso no es posible», pensaron ambas.

Mujina tragó saliva, negando con la cabeza por la nueva información, quería expresar sus pensamientos, pero no podía hacerlo sin sonar irrespetuosa, y no quería ni tenía intención de serlo, por lo que calló, ignorando la advertencia de sus antepasados sobre las antiguas razas mascotas de los humanos.

—Sé que los akros son enemigos de los islos —dijo al ver las conflictivas miradas de ambas mujeres—, de todas las razas de Tanyer por lo que sucedió en la antigüedad, pero ahora son mis perros, y quiero que los traten como tales.

—Sí, Trela D'icaya —dijeron al unísono.

Reconocían que las advertencias de sus antepasados eran importantes, pero los mandatos de su soberano lo eran más, por lo que, aunque les pidiera que se cortaran un brazo para darles de comer a los canes, ella y cada uno de los islos lo harían sin dudar.

—Bien —Regresó a la caminata—, porque pronto en verdad mostrarán lo que guarda la sangre Akros.


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