Beau no se había percatado de que otro día había culminado frente a sus ojos. Estuvo tan apañado a la idea de relajarse con todo este asunto del sexo, y que no intentaría hacerle competencia a Royal y Eleanor. Pero ahora que le entristecía el poco tiempo que tenía un día para poder disfrutar de Edward, definitivamente parecía que pretendía ganarle a sus hermanos.
El brillo de las luces del bosque le daba al horizonte un suave brillo pardo que se mezclaba con la oscuridad del cielo nocturno, perforado sólo por la luna. Estando, milagrosamente vestidos a duras penas, afuera de su casa le daba un toque mágico al asunto.
Edward señaló hacia un grupo tenue de estrellas que brillaban a su derecha.
—Ahí está Boötes, y Corona y Hércules a su lado.
—¿Por qué se supone que es romántico señalar a las estrellas? —Preguntó Beau, con una sonrisa en su rostro—. Mira, esa de allí es… Dave… el Cazador… y aquella es… la Rana… y el Helicóptero. Lo siento, no conozco de constelaciones.
—Es romántico porque estás compartiendo conocimiento sobre el mundo —dijo Edward—. El que sabe sobre las estrellas le enseña a aquel que no sabe. Eso es romántico.
—No puedo pensar en algo que te pudiera enseñar —dijo Beau. Seguía sonriendo, pero Edward sintió una pequeña punzada.
—Claro que puedes —respondió Edward—. ¿Qué fue lo que aprendiste a hacer con tus manos en las artes marciales?
Beau levantó su mano y la examinó como si fuera algo nuevo para él.
—Bastantes cosas. Cosas que seguramente ya sabes hacer tú.
—Conozco la idea básica de las artes. Golpe aquí, golpe allá y entonces uno de ellos termina en el suelo y el otro es vencedor —dijo Edward—. Pero no me quedan claros los detalles. Ilumíname. Estuviste el tiempo suficiente como para solo saber dar puñetazos, ¿cierto?
—Así es —respondió Beau lentamente—. Lo primero son ejercicios básicos, que van aumentando de intensidad para ver si soportarás lo que viene después.
—¿Qué me dices de sus trucos? ¿Qué mejoró el entrenamiento en ti? —dijo, y se dio cuenta que estaba trazando la curvatura del bíceps de Beau con el dedo índice, viendo como Beau se estremecía bajo la inesperada intimidad del gesto.
Beau miró a Edward a los ojos.
—Puntería —respondió.
—¿Entonces debo de agradecerle a tu entrenador por cómo sabes acertar?
—Tal vez.
Aprovechó que tenía tomada la mano de Beau para acercarlo a su cuerpo, por lo que ambos quedaron en el centro del suave brillo de la luna. Se inclinó para dar un pequeño beso en el brazo de Beau.
—¿Y qué más aprendiste?
Ahora tenía sus dedos a lo largo de un lado del cuello de Beau. La respiración estremecida de Beau rompió la quietud de la noche. Su mano abrazó la cadera de Edward, presionando sus cuerpos más cerca.
—Equilibrio —dijo Beau sin aliento—. Nos sirve para mantener firmeza en los pies a la hora de atacar.
Edward bajó su cabeza y puso sus labios gentilmente sobre la suave piel del cuello de Beau. Beau inhaló súbitamente, no le era necesario, pero ayudaba con la excitación y a que no perdiera el equilibrio.
Edward deslizó su boca a lo largo de la cálida piel hasta que alcanzó la oreja de Beau y ronroneó.
—Me parece que no te lo enseñaron bien.
—No quiero que funcione en estos momentos —murmuró Beau.
Giró su rostro hacia Edward y atrapó su boca con la suya. Beau lo besó en la forma que hacía todas las cosas, con dedicación y con todo su corazón que sorprendió a Edward. Edward acomodó su mano sobre el hombro de Beau, y a través de sus pestañas vio que nueva piel estaba siendo descubierta a la luz de la luna.
—¿Y eso fue todo? —dijo Edward, en una voz más callada.
—A tener resistencia —respondió Beau.
Edward lo miró.
—¿Lo estás diciendo en serio?
Beau comenzó a sonreír.
—Sí.
—Ya, en serio —dijo Edward—. Quiero que me digas la verdad sobre esto. ��No lo estás diciendo solo para verte sexy?
—No —respondió Beau, su voz suave y ligera—. Pero estoy feliz de que así te parezca.
Edward descansó sus dedos en el espacio debajo de la clavícula de Beau y vio como este se estremecía al contacto. Deslizó la mano hacia arriba del cuello de Beau y tomó la parte de atrás de su cabeza para acercarlo.
Y mientras lo hacía, susurró:
—Dios, amo tu cuerpo.
—Estoy feliz por eso —dijo Beau de nuevo—. Así no me sentiré culpable de amar tu abdomen marcado.
Su boca era suave y cálida, una contradicción a sus fuertes manos, el beso se volvió reconfortante y de una urgencia ardiente. Edward retrocedió por un momento, gimiendo, porque la otra opción era tomar a Beau y llevarlo hacia el suelo y la oscuridad.
—¿Crees que podríamos esperar a ver a los demás hasta mañana? —preguntó Beau con una voz tensa.
—¿A quiénes? —respondió Edward.
Se alejaron de ahí, fuera del prado y hacia su casita, deteniéndose dos veces porque se detuvieron a besarse recargados en árboles sin temer si el árbol terminaba cayéndose o no. Se hubieran perdido aún más si no fuera por el fino sentido de orientación de ambos.
Sin molestarse con las llaves, Edward movió un dedo hacia la puerta principal y usó un poco de su fuerza para abrirla del todo. Él y Beau entraron a la cabaña mientras se besaban, apoyándose en las paredes y tropezando con cuatro pisos de escaleras. La puerta se abrió de golpe con un fuerte ruido y ellos entraron.
Los bermudas de Beau no llegaron a entrar a la casa, porque Edward se las arrancó y los lanzó en el pasillo cerca de la puerta. Mientras estaban pasando el umbral, rasgó la camisa de Edward. Los botones, que apenas si se había abrochado por la mañana, sonaron mientras caían al suelo. Edward estaba tratando desesperadamente de abrir la franela mientras presionaba a Beau contra el descansa brazos del sofá y lo empujaba a los cojines. Beau cayó con gracia sobre su espalda, jalando a Edward con él.
Edward besó su brazo, luego la clavícula. El cuerpo de Beau se arqueó bajo él, y sus manos apretaron los hombros de Edward. Miró un par de veces a Edward aunque sus ojos le ardían, no sabía si era por tanto placer o por su extraño problema con ello. No le importó, porque continuó besándolo.
La voz de Edward era insistente mientras murmuraba «bla bla bla, Beau, bla bla bla».
—Edward —Beau murmuró como respuesta, y sintió el cuerpo de Edward moverse sobre él como respuesta. Sus manos seguían clavadas en sus hombros. Beau lo miró con una preocupación súbita.
Edward, con los ojos abiertos, estaba mirando algo a través suyo.
—Beau. Tus ojos.
Beau de manera instantánea miró hacia el pequeño espejo colocado sobre una de las paredes. Y allí estaba otra vez ese pequeño círculo debajo de su pupila y tratando de arrebatarle el lugar al color carmesí de sus pupilas. Esa era la razón del ardor.
—Tranquilo —gimió Beau— se irá en unos instantes.
Edward asintió. Y olvidó el asunto en cuestión de segundos cuando el intercambio de caricias y besos aumentaba.
***
Pasaron toda la mañana juntos.
Fue un poco más tarde cuando Edward le recordó a Beau sus prioridades.
La manera en la que Beau pegó un salto debió de ser muy parecida a la de un dibujo animado. Lo primero que miró fue el gran espejo del tocador, observó sus ojos, que volvían a ser carmesíes. Y entonces se volvió hacia Edward, a su cuerpo como de diamante relumbrando bajo la luz difusa y después nuevamente al oeste, donde los esperaban los Cullen, si es que así era. Volvió a mirarle de nuevo, y otra vez al oeste, con la cabeza girando de un lado a otro más de una docena de veces en menos de un segundo. Edward sonrió, pero no se rió. Era un hombre fuerte.
—Todo consiste en el equilibrio, amor. Pero se te está dando tan bien que no creo que tardes mucho en poner las cosas en la perspectiva adecuada. Además, ya te habían enseñado lo suficiente sobre el equilibrio…
—No es la misma clase de equilibrio —respondió Beau—. Tendremos todas las noches para nosotros, ¿no?
Edward sonrió con más ganas.
—¿Crees que podría soportar ver cómo te vistes ahora si no fuera ése el caso?
Ni siquiera se detuvo en las puertas dobles de madera, elaboradamente ornamentadas, para quedarse sin aliento ante lo que Alice había hecho. Sólo se sumergió allí, buscando cualquier cosa que ponerse. Debía de haber supuesto que no sería tan fácil.
—¿Cuáles son los míos? —susurró Beau.
Tal y como le había explicado Edward, la habitación era más grande que su dormitorio.
Más bien habría que decir que era más grande que toda la casa entera, pero fue poco a poco intentando tomárselo de forma positiva. Una imagen relampagueó en su cabeza: contempló cómo Alice trataba de persuadir a Earnest de que ignorara las proporciones clásicas de un armario para permitir esta monstruosidad. Y Beau se preguntó cómo había conseguido Alice salirse con la suya.
Todo estaba envuelto en bolsas para ropa, impoluta y sin etiquetar, fila tras fila.
—Según lo que me han contado, esta mitad es tuya —y señaló una barra que se extendía a la izquierda de la puerta, como a mitad de la pared—. Y esta de acá es mía.
—¿Todo esto?
Edward se encogió de hombros.
—Alice —dijeron a la vez, Edward en tono explicativo y Beau como si fuera una palabrota.
—Magnífico —masculló Beau y tiró de la cremallera de la bolsa más cercana. Gruñó para sus adentros cuando vio el saco que había dentro. Era de seda color rosa bebé y con toques de brillantina en las mangas.
Le iba a llevar todo el día encontrar algo normal que ponerse.
—Déjame que te ayude —se ofreció Edward.
Olisqueó con cuidado el aire y después siguió algún aroma hasta la parte trasera de la gran habitación. Allí había un ropero empotrado. Olfateó de nuevo y abrió un cajón. Con un guiño triunfal, sacó unos vaqueros azules artísticamente desgastados.
Beau revoloteó hasta llegar a su lado.
—¿Cómo lo has hecho?
—La tela vaquera tiene un olor particular, como casi todas las cosas, y ahora… Mmm, ¿algodón con licra?
Siguió su olfato hasta un estante donde halló una camiseta de algodón blanca de manga larga y se la entregó.
—Gracias —le dijo con fervor.
Beau olió cada una de las telas, memorizando su aroma peculiar para realizar futuras búsquedas en aquella casa de locos. Recordó el de la seda y el del satén, para evitarlos cuidadosamente.
A Edward sólo le llevó unos minutos encontrar sus ropas, como si ya tuviera práctica en hacerlo, cosa que era del todo cierta; y si no le hubiera visto desnudo, Beau habría jurado que no había nada más hermoso que Edward con sus pantalones caquis y un jersey de color beige. Edward tomó a Beau de la mano y salieron disparados hacia el jardín escondido, saltaron con ligereza el muro de piedra y abordaron el bosque en una carrera mortal. Beau le soltó la mano para que no pudiera tirar de él, y como se lo supuso, ganó otra vez, cosa que nadie había logrado.
Royal y Eleanor estaban en la entrada, más que observarlos, sus miradas estaban puestas sobre el prado frente a ellos.
—¿Cuánto tiempo llevan esperándonos? —preguntó Beau mientras Edward desaparecía a través del umbral de la puerta de la cocina. Seguro de que él había ido a buscar a Carine. Beau se preguntó si él se habría preocupado por la singularidad que se formaba en sus ojos.
Lo más probable es que para Edward fuera como sí Beau tuviera un tumor, algo exagerado, pensaba el neonato.
—La verdad no mucho —repuso Roy—. Los íbamos a llamar. Solo para asegurarnos de que la estaban pasando bien o de que no habían decidido irse de vacaciones sin avisarle a nadie. Alice se ha «sacrificado» para utilizar sus poderes y poder observar sus futuras decisiones —Roy sonrió al recordar aquella situación tan morbosa de parte de la chica—. No queríamos… ya sabes… molestarlos.
Royal se mordió el labio y apartó la mirada, intentando no echarse a reír. Beau pudo sentir las carcajadas silenciosas de Eleanor a sus espaldas, enviando las vibraciones a través de los cimientos de la casa.
Beau mantuvo la barbilla alzada.
—La verdad es que no me caerían mal unas vacaciones —dijo Beau mirando en la dirección por la que Edward se había ido—. Pero por ahora mi casa bastará. Es un sitio mágico —alzó la mirada hacia Earnest—. Gracias, Earnest, muchísimas gracias. Es absolutamente perfecta.
Antes de que él respondiera, Eleanor se puso a reír de nuevo, pero esta vez no fue en silencio.
—Ah, pero ¿aún continúa en pie? —Se las apañó para decir entre carcajadas—. Habría jurado que, a estas alturas, la habrían reducido a escombros. ¿Qué estuvieron haciendo? ¿Discutiendo los detalles de la deuda nacional? ¿Hablando del excelente clima de Forks? —se puso a aullar de la risa.
Beau apretó los dientes y se recordó a sí mismo las consecuencias negativas que podrían tener lugar de siquiera perder el control. Aunque claro, Eleanor no era tan vulnerable como otros…
—Supongo que no importa ya eso. No nos quedaremos aquí mucho más tiempo para disfrutar del clima —dijo Royal.
—Sigo pensando que podríamos irnos directamente a New Hampshire y dejar que las cosas se tranquilicen —comentó Eleanor—. Beau ya está matriculado en Dartmouth, por cierto como: Beaufort Cullen, y así no parecerá que se está tomando demasiado tiempo en incorporarse a las clases —se volvió hacia Beau con una risa burlona—. Estoy segura de que serás el número uno de tu clase… Al parecer no tienes nada interesante que hacer por las noches aparte de estudiar.
Royal soltó unas risitas.
No pierdas los estribos, no pierdas los estribos, entonó Beau para sus adentros. Y en ese momento se sintió muy orgulloso de mantener fría la cabeza.
Así que se llevó una gran sorpresa porque Edward, que había aparecido de la nada, no estaba controlado.
Rugió, con un repentino y sorprendente sonido chirriante, y la más negra de las furias cruzó por su expresión como nubes de tormenta.
—Cuidado, Eleanor —dijo Edward
—Yo ni siquiera estoy segura de que sea de verdad un vampiro, así que mucho menos uno reciente —intervino Eleanor desde las escaleras—. Es demasiado comedido.
Volvieron a resonar en los oídos de Beau todos los comentarios embarazosos que había hecho delante de toda la familia, ni siquiera tomando de la mano a Edward estaba seguro de que se le pasaría. Siendo un vampiro tendía a molestarse de maneras, que siendo humano, jamás; se decía a sí mismo que se calmara. Pero fue incapaz de controlar del todo su reacción, así que le rugió entre dientes.
—Uy, qué susto —se rió Eleanor.
Beau siseó mientras Edward le pedía con gestos a Eleanor que se relajara. Y aunque para ella no era nada molesta la situación, y que incluso se divertía con ella, no tenía ganas de parar. Por lo que su rostro continuaba albergando una sonrisa.
—No caeré en tus provocaciones —le aseguró Beau.
—Excelente —replicó Eleanor, y esta vez Royal se echó a reír con ella.
—No es que estés actuando precisamente brillante, Eleanor —replicó Edward con resentimiento, extendiendo su mano para que Beau le diera la suya. Edward le guiñó un ojo cuando Beau vaciló y, con una cierta confusión por su parte, se la entregó.
—¿Qué quieres decir? —exigió Eleanor.
—¿No te parece un poco torpe por tu parte hacer enojar al vampiro más fuerte que hay en la casa?
Eleanor echó la cabeza hacia atrás y bufó.
—¡Anda ya, por favor!
—Beau —murmuró Edward mientras Eleanor escuchaba de cerca—, ¿te acuerdas de que hace unos cuantos meses te pedí que me hicieras un favor cuando fueras inmortal?
Esto hizo sonar unas lejanas campanas en su mente. Buceó en aquellas borrosas conversaciones humanas. Un momento más tarde, recordó y exclamó con un jadeo:
—¡Oh!
Alice gorjeó una larga carcajada.
—¿Qué? —gruñó Eleanor.
—¿De verdad? —le preguntó Beau a Edward.
—Confía en mí —replicó él.
Beau inhaló un gran trago de aire.
—Eleanor, ¿qué te parece si hacemos una pequeña apuesta? Se puso de pie en un instante.
—Formidable. Vamos allá.
Beau se mordió el labio un segundo. Es que ella era tan alta y fuerte…
—Claro, a menos que tengas miedo… —sugirió ella.
Beau cuadró los hombros.
—Jugamos fuercitas en la mesa del comedor. Ahora mismo.
La sonrisa de Eleanor se extendió a todo lo ancho de su cara.
—Pues, Beau… —se apresuró a intervenir Alice—. Creo que a Carine le gusta mucho esa mesa. Es de anticuario.
—Gracias —replicó Carine, articulando la palabra con los labios.
—Sin problemas —repuso Eleanor con una sonrisa resplandeciente—. Vamos por aquí, Beau.
Le siguió por la puerta trasera hacia el garaje y Beau escuchó cómo todos los demás caminaban a sus espaldas. Había una gran roca de granito erguida entre un amontonamiento de piedras, al lado del río, y ése era el claro objetivo de Eleanor. Aunque la roca era algo redondeada e irregular, serviría para la ocasión.
Eleanor colocó su codo sobre la roca y le hizo gestos a Beau con la otra mano para que avanzara.
Beau se puso nervioso cuando observó contraerse los músculos de su brazo, pero mantuvo una expresión indiferente. Edward le había prometido que sería el más fuerte de todos al menos durante una temporada, y parecía muy confiado en esa idea. Además Beau se sentía muy fuerte, pero ¿tan fuerte?, se preguntó al mirar la confianza en los ojos de Eleanor. Sin embargo, Beau ni siquiera tenía un mes, y eso debía de contar algo, aunque claro, con él nada estaba resultando normal. Quizá Beau no fuera tan fuerte como cualquier otro neonato y por eso le resultaba tan fácil conservar el control.
Beau intentó mantener una fachada de despreocupación cuando puso también su codo sobre la piedra.
—Okey, Eleanor. Si gano, no volverás a hablar de mi vida sexual con nadie, ni siquiera con Roy. Ninguna alusión, ni indirectas, ni nada.
Elli entrecerró los ojos.
—Trato hecho, pero si gano yo, las cosas se te van a poner bastante peor.
Eleanor oyó cómo de repente se detenía la respiración de su oponente y sonrió con verdadera maldad. No había ningún farol en sus ojos.
—¿Te vas a echar para atrás tan fácilmente, hermanito? —le provocó—. No hay mucho de salvaje en ti, ¿eh? Te apuesto a que no le has hecho a esa cabaña ni un arañazo —se echó a reír—. ¿No te ha contado Edward cuántas casas echamos abajo Roy y yo?
Beau apretó los dientes, sus ojos ardieron con menor dolor que el de la noche, pero allí estaba y agarró la mano de Eleanor.
—Una, dos…
—Tres —gruñó Eleanor y empujó contra la mano de Beau. No ocurrió nada.
Oh, bueno podía sentir la presión que estaba ejerciendo. Su nuevo cerebro parecía bastante bueno en toda clase de cálculos, de modo que era capaz de decir con toda claridad que si no hubiera encontrado algún tipo de resistencia, su mano se habría empotrado contra la roca sin ninguna dificultad. La presión se incrementó y se preguntó al azar si un camión de cemento que fuera a sesenta kilómetros por hora en una cuesta en pendiente podría haber tenido la misma fuerza. ¿Y si fueran setenta y cinco? ¿Y ochenta? Probablemente era más. Pero no lo suficiente para moverlo. La mano de Eleanor empujaba la suya con una fuerza demoledora, pero no le resultaba nada desagradable a Beau. De una manera extraña, incluso se sentía bien. Había tenido tanto cuidado con todo desde la última vez que se despertó, intentando con tanto interés no romper nada, que esto era un raro alivio para sus músculos, el permitir que la fuerza fluyera con naturalidad en vez de estar reteniéndola todo el tiempo.
Eleanor gruñó, se le arrugó la frente y todo su cuerpo se tensó en una línea rígida contra el obstáculo de la mano inmóvil de Beau. El chico le dejó sudar, en sentido figurado, durante un momento mientras disfrutaba de aquella fuerza enloquecida que corría por su brazo.
Fue cuestión de unos cuantos segundos, hasta que se aburrió un poco. Entonces flexionó el brazo y Eleanor perdió unos centímetros. Se echó a reír. Ella rugió con aspereza entre los dientes.
—Sólo se trata de que mantengas la boca cerrada —le recordó Beau y entonces aplastó la mano de Eleanor contra la roca. Un crujido ensordecedor lanzó su eco entre los árboles.
La roca se estremeció y un trozo, aproximadamente del tamaño de una pelota de soccer, se desprendió a lo largo de una invisible línea de fractura y cayó con gran ruido contra el suelo. De hecho, cayó sobre el pie de Eleanor y Beau se río para sus adentros. También escuchó las risas sofocadas de Edward y Roy.
Eleanor pateó los trozos de roca hacia el río, que partieron en dos un joven arce antes de caer con un golpe sordo contra la base de un gran abeto, donde rebotaron y fueron a parar a otro árbol.
—Quiero la revancha. Mañana.
—No va a desaparecer tan rápido —le dijo—, quizá sería mejor que te diera un mes.
Eleanor rugió, mostrando los dientes.
—Mañana.
—Eh, eh, lo que te haga feliz, hermana.
Cuando se volvió para marcharse a grandes zancadas, Eleanor golpeó el granito, produciendo una gran avalancha de fragmentos y polvo. Fue una especie de rabieta infantil.
Beau, fascinado por la prueba innegable de que era más fuerte que la vampira más fuerte que había conocido en su vida, colocó la mano con los dedos bien extendidos contra la roca. Entonces apretó los dedos lentamente, aplastando más que excavando y la consistencia le recordó a la del queso duro. Terminó con un montón de grava en las manos.
—Genial —masculló Beau.
Con una sonrisa ensanchándose en su rostro, giró en una vuelta repentina y le dio un golpe de karate a la roca con el borde de la mano. La piedra chirrió, y crujió y con una gran humareda de polvo, se partió en dos.
Beau empezó a reírse.
No prestó atención a las otras risitas que se oían a sus espaldas cuando golpeó y pateó el resto de la gran roca hasta que la redujo a fragmentos. Se lo estaba pasando genial, sin dejar de reírse todo el rato. No fue hasta que escuchó la última risita cuando dejó su juego de tontos.
El sol salió repentinamente entre las nubes, lanzando unos largos rayos de color oro y rubí sobre ellos, y de inmediato Beau se perdió en la belleza de su piel a la luz del crepúsculo, asombrado por el espectáculo.
Beau acarició las suaves facetas brillantes como un diamante y después tocó su propia piel con cierto asombro. Su piel tenía una tenue luminosidad, sutil y misteriosa. Nada que lo obligara a recluirse en pleno día soleado como las refulgentes chispas que despedía. Se tocó el rostro, pensando en la diferencia que había entre el Beau humano y el Beau actual, sintiendo un pésame por el viejo.
—Esto es tan raro —aseguró Beau.
—Pues yo no estoy seguro de estar de acuerdo con eso —replicó Edward y cuando Beau se volvió para responderle, el reflejo de la luz del sol en su rostro le aturdió tanto que se quedó en silencio.
—Llámame «Beau el friqui» —comentó.
—Qué criatura tan sorprendente —murmuró Edward, como si estuviera de acuerdo con él, aunque tomándose el comentario de Beau como un cumplido. Estaba tan deslumbrante como deslumbrado.
Era un sentimiento extraño para él, aunque supuso que no sorprendente, puesto que todo lo sentía ahora de forma rara. Lo extraño era que lo sentía como algo natural en cierto sentido.
Cuando era humano, nunca había sido el mejor en nada. Llevaba muy bien sus relaciones con Renée, pero probablemente habría mucha gente que lo hubiera hecho mejor que él. De hecho, Phil parecía estar haciéndolo mejor que bien. Era un buen estudiante, pero nunca el mejor de la clase, y obviamente, no se podía contar con Beau para nada referido al deporte. Solo tenía un talento particular en lo artístico y en las artes marciales. Pero nadie le dio nunca un trofeo por leer libros y después de dieciocho años de mediocridad, estaba más que acostumbrado a ser una medianía. Se dio cuenta en ese momento de que hacía mucho tiempo que se había resignado a no brillar jamás en nada. Hacía lo mejor que podía con lo que tenía, pero sin terminar de encajar nunca del todo en su propio mundo.
Sin embargo, esto era completamente distinto. Se había vuelto algo sorprendente, tanto para ellos como para él mismo.
Había nacido para ser un vampiro.
Esa idea le hizo querer echarse a reír, pero también le dieron ganas de cantar. Había encontrado su verdadero lugar en el mundo, el lugar en el que por fin encajaba, el lugar donde podía brillar.