—¿Por la ventana? —inquirió Beau mientras miraba hacia abajo desde una elevación de dos pisos.
Él nunca se había asustado por la altura, pero poder ver todos los detalles con tanta claridad hacía que la perspectiva fuera bastante menos atractiva. Los ángulos de las rocas que se extendían abajo tenían un aspecto más agudo de como se los había imaginado.
Edward sonrió.
—Es la salida más conveniente. Si tienes miedo, puedo llevarte.
—¿Tenemos toda la eternidad por delante y a ti te preocupa el tiempo que perderemos si salimos por la puerta de atrás?
Edward sonrió.
—Solo era una sugerencia.
—Claro.
Beau era muy consciente de toda la familia allí a sus espaldas, observando en silencio. O casi en silencio. Eleanor ya había empezado a reírse entre dientes. Si Beau cometía un solo error, Eleanor se revolcaría por el suelo. Y entonces comenzarían los chistes sobre el único vampiro patoso del mundo…
Por otra parte, Alice se había aprovechado de su inconsciencia, durante la quemazón, para ponerle aquella ropa «formal», no era lo que uno se habría puesto para saltar o cazar. ¿Una camisa de seda azul hielo ajustada al cuerpo? ¿Jeans negros para la ocasión? ¿Para qué pensaba Alice que iba a necesitar Beau esto? ¿Acaso había luego una fiesta de cóctel?
—Observa cómo lo hago —dijo Edward y entonces, sin esfuerzo aparente, dio un paso hacia delante desde la alta ventana abierta y saltó.
Beau atendió cuidadosamente, analizando el ángulo de sus rodillas al doblarse para absorber el impacto. El sonido de su aterrizaje fue muy bajo, un golpe sordo que podía haber sido igual que el de una puerta que se cierra despacio o un libro que se deja en una mesa con suavidad.
No parecía difícil.
Beau apretó los dientes mientras se concentraba e intentó copiar su paso casual hacia el vacío. ¡Ja! El suelo pareció moverse en su dirección tan despacio que no tuvo problema alguno en posicionar bien los pies. Y entonces se percató… Pero ¿qué zapatos le había puesto Alice a Beau? ¿Cómo es posible que se le hubiera ocurrido elegir unos zapatos de vestir? Beau pensaba que a esta mujer se le había ido la cabeza. Llegó al suelo tan suavemente como Edward. Beau le sonrió con ganas.
—Muy bien. Qué fácil.
Edward le devolvió la sonrisa.
—¿Beau?
—¿Sí?
—Lo has hecho con mucha gracilidad, incluso para un vampiro.
Beau reflexionó sobre ello durante un momento, y después sonrió abiertamente. Si sólo lo hubiera dicho por decirlo, Eleanor estaría rugiendo de risa. Pero nadie encontró gracioso su comentario, así que debía de ser cierto. Era la primera vez que nadie le aplicaba la palabra «gracilidad» en toda su vida… o bueno, a lo largo de su existencia.
—Gracias —le contestó Beau.
Y entonces se quitó los zapatos negros, uno detrás de otro, y los lanzó hacia lo alto a través de la ventana abierta. Quizá con un poco más de fuerza de la necesaria, pero Beau escuchó que alguien los recog��a antes de que pudieran estropear los paneles del suelo.
Alice gruñía.
—Su sentido de la moda no parece haber mejorado a la par que su equilibrio.
Edward lo tomó de la mano y Beau no pudo menos que maravillarse de la suavidad y la agradable temperatura de su piel. Después se lanzaron a través del patio trasero hacia la orilla del río. Beau le siguió el ritmo sin tener que hacer grandes esfuerzos.
El aspecto físico de todo esto estaba resultando de lo más fácil.
—¿Vamos a nadar? —le preguntó Beau cuando se detuvieron al lado del agua.
—¿Y estropear esa camisa que te queda tan bien? No. Saltaremos.
Beau apretó los labios, considerando la idea. La otra orilla del río estaba casi a cuarenta metros de distancia.
—Tú primero —le dijo Beau.
Edward le tocó la mejilla y dio dos rápidos pasos hacia atrás; después corrió ese espacio tomando impulso y saltando sobre una piedra plana firmemente anclada en el talud de la orilla. Beau estudió el movimiento, rápido como un rayo, del arco que trazó sobre el agua. Edward lo remató con una voltereta antes de desaparecer entre los grandes árboles que había al otro lado del río.
—Pero qué fanfarrón —masculló Beau, y escuchó su risa invisible.
Beau se retrasó unos cinco pasos, sólo por si acaso, y tomó una gran cantidad de aire.
De repente, volvió a sentir una gran ansiedad. No por caer o hacerse daño, sino por si le hacía algo al bosque.
Había ido llegando con lentitud, pero ahora podía sentirla por completo: la cruda fuerza titánica que hacía estremecer sus miembros. De pronto, estuvo seguro de que si quería hacer un túnel bajo el río, abriéndose camino con las garras o a mordiscos a través de la roca del lecho del río, no se llevaría mucho esfuerzo. Los objetos que lo rodeaban, los árboles, los arbustos, las rocas… la misma casa, empezaban a parecerle a Beau muy frágiles. Confiando en que Carine no le tuviera especial cariño a ninguno de los árboles que bordeaban el río, comenzó su primera zancada.
Pudo escuchar las risas sofocadas en alguna parte de la casa e incluso el sonido de alguien que hacía chirriar los dientes. Las carcajadas venían tanto del piso superior como del inferior y Beau reconoció muy fácilmente las risitas rudas, guturales del primer piso, tan distintas a las otras. Lo que le recordó a Beau… ¿Julie, en alguna parte del bosque, también estaba observando? No se podía imaginar lo que ella estaba pensando ahora. Beau era capaz de representar en su mente la última vez que la vio, justo después de escuchar que él y Edward estaban comprometidos; Beau quería arreglar las cosas con ella, que lo pudiera perdonar por no haber mencionado nada, si es que algún día llegaba a perdonarlo, en un futuro muy lejano, cuando Beau estuviera más estable y el tiempo hubiera cerrado las heridas que le había infligido al corazón de Julie.
No se volvió para mirar en la penumbra del bosque ahora, preocupado por sus cambios de humor. No sería nada bueno si dejaba que una emoción cualquiera se adueñara por completo de su estado de ánimo. Los miedos de Jasper también lo habían puesto nervioso a Beau. Debía ir de caza antes de poder vérselas con nada más. Intentó olvidarse de todo de modo que pudiera concentrarse.
—¿Beau? —Lo llamó Edward de entre los árboles, mientras su voz se acercaba más—. ¿Quieres verlo de nuevo?
Beau lo recordaba todo perfectamente, claro, y no quería darle a Eleanor nuevos motivos para que se divirtiera a su costa. Esto era algo físico, y seguro que era instintivo. Así que volvió a inhalar un gran trago de aire y corrió hacia el río.
Le bastó un salto largo para alcanzar la orilla del río. En una milésima de segundos. Y aún le sobró tiempo, ya que sus ojos y su mente se movieron con tanta rapidez que sólo necesitó un paso. Le resultó muy sencillo apoyar el pie derecho sobre la piedra plana y ejercer la presión necesaria para enviar su cuerpo impulsado por el aire, pero Beau le había prestado más atención a la dirección que a la fuerza, no calculó bien esta última y empleó demasiada potencia. Al menos no le pasó al contrario, lo que le hubiera dejado chorreando. La distancia de cuarenta metros le pareció demasiado corta…
Para Beau fue algo extraño, electrizante, vertiginoso, pero muy breve. Le quedaba aún un segundo entero y ya había cruzado el río.
Temía que los árboles situados tan juntos fueran un problema, pero por el contrario resultaron de gran ayuda. Fue sólo cuestión de adelantar una mano con seguridad, agarrarse de la primera rama que encontró y dirigirse hacia la tierra en la parte más densa del bosque. Se balanceó en la rama y después aterrizó sobre las puntas de los dedos de sus pies, todavía a unos cinco metros del suelo, en otra amplia rama que pertenecía a un abeto de Sitka.
Fue fabuloso.
Escuchó el sonido de la carrera de Edward aproximándose a él por encima del repique de campanas de sus carcajadas de alegría. El salto de Beau había doblado la longitud del de Edward. Cuando alcanzó al lado del árbol, Edward tenía los ojos abiertos como platos. Beau se bajó con habilidad desde la rama hasta su lado, aterrizando sin ruido sobre los talones.
—¿Me ha salido bien? —le preguntó Beau, con la respiración acelerada por la excitación.
—Muy bien —la sonrisa aprobatoria de Edward y el tono ligero de su respuesta no acompañaban a la expresión sorprendida de sus ojos.
—¿Podemos hacerlo de nuevo?
—Céntrate, Beau… Estamos en una expedición de caza.
—Ah, okey —asintió—. Caza, sí.
—Sígueme…, si puedes.
Beau suspiró y empezó a correr.
Correr nunca había sido su fuerte. No se le daba demasiado mal si el terreno era plano, si prestaba bastante atención y si se miraba los pies. Y para ser sinceros, incluso así conseguía hacerse un lío y caerse. Edward sonrió con verdaderas ganas y su expresión fue repentinamente provocadora, y echó a correr. Él era rápido. A Beau no le entraba en la cabeza cómo podía mover las piernas con esa cegadora velocidad, estaba más allá de su capacidad de comprensión.
Sin embargo, Beau era más fuerte, y cada una de sus zancadas equivalía a tres de las de Edward. Así que ambos volaron a través de aquella red verde llena de seres vivientes, el uno al lado del otro, sin que esta vez Beau tuviera que seguirle. Mientras corrían, Beau no pudo evitar echarse a reír por la emoción, pero las carcajadas ni le hicieron perder velocidad ni le descentraron como le hubiera sucedido siendo humano.
Aquello era tan distinto… Estaba sobrevolando el bosque, más rápido de lo que se había movido en su vida, pero es que le resultaba muy sencillo apoyar el pie en el lugar exacto en que debía hacerlo. Percibía todos los músculos de su cuerpo, casi era capaz de ver las uniones entre ellos mientras se movían acompasadamente, y podía hacer que se movieran exactamente del modo que él quería.
Finalmente pudo comprender por qué Edward nunca se golpeaba contra los árboles cuando corría, una cuestión que siempre había sido un misterio para Beau. Era una sensación peculiar, la del equilibrio entre la velocidad y la claridad en la percepción de las cosas. Porque aunque atravesaban aquella densa masa de color jade a la velocidad de un cohete, y eso debería haber convertido todo lo que los rodeaba en un irregular manchurrón verde, podía ver con toda claridad cada hoja diminuta de todas las pequeñas ramas de cada uno de los insignificantes arbustos a cuyo lado pasaba.
El viento provocado por su velocidad hacía que sus cabellos se agitaran detrás de sí. Aunque Beau sabía que no debería ser así, sentía el suelo áspero del bosque como terciopelo bajo las plantas desnudas de los pies y los brazos que se agitaban a ambos lados de su cuerpo como látigos, como plumas acariciadoras.
El bosque estaba mucho más vivo de lo que siempre supuso, lleno de pequeñas criaturas mágicas cuya existencia nunca habría adivinado y que abarrotaban las plantas que había a su alrededor.
Todos se quedaron en silencio tras su paso, con el aliento contenido por el miedo. Los animales tenían una reacción mucho más sabia a su olor que los humanos. Ciertamente, había tenido el efecto contrario en el caso de Beau. Él creía que, en cualquier momento, se quedaría sin aliento, pero éste salía y entraba sin esfuerzo. También supuso que sentiría cómo le ardían los músculos, pero su fuerza parecía incrementarse mientras se acostumbraba a su propia zancada. Ésta se fue haciendo cada vez más larga, hasta que, muy pronto, Edward se vio obligado a esforzarse para mantener su paso.
Beau se echó a reír de nuevo, exultante, cuando le oyó retrasarse. Sus pies descalzos tocaban el suelo ya de forma tan poco frecuente que se sentía más como si estuviera volando que corriendo.
—Beau —lo llamó con sequedad Edward.
La voz de su prometido sonaba monótona, incluso perezosa. No escuchó nada más, se había detenido. Se le pasó por la cabeza la posibilidad de un motín, pero luego, con un suspiro, se giró y fue dando saltos ligeros hasta situarse a lado de Edward, a unos cien metros atrás. Le miró expectante. Estaba sonriendo, con una ceja alzada. Estaba tan hermoso que no podía quitarle los ojos de encima.
—¿Quieres quedarte en este país? —le preguntó Edward, divertido—. ¿O planeas continuar hasta Canadá esta misma tarde?
—¡Tenemos que repetirlo! —dijo Beau muy alegre.
Edward se detuvo a unos cuantos metros de Beau, con aquella expresión de frustración que tan bien conocía en el rostro.
Beau rió.
—¿Qué quieres saber? Te diré lo que estoy pensando.
Edward frunció el ceño.
—No lo entiendo. Estás… de un humor excelente.
—Ah. ¿Eso es malo?
—¿No te sientes increíblemente sediento?
Beau tragó para aplacar la quemazón. Era dolorosa, pero no tanto como el resto del fuego del que acababa de librarse. El escozor de la sed era permanente, y empeoraba cuando pensaba en él, pero había muchas otras cosas en las que concentrarse.
—Sí, cuando pienso en ello.
Edward cuadró los hombros.
—Si quieres que hagamos esto primero, también podemos.
Beau lo miró. Era evidente que se estaba perdiendo algo.
—¿Hacer «esto»? ¿Qué cosa?
Edward se le quedó mirando un momento con ojos dubitativos y de repente levantó las manos en señal de rendición.
—Sabes, esperaba ser capaz de leerte la mente, ahora que se parece más a la mía. Supongo que eso nunca va a pasar.
—Lo siento.
Edward rió, pero el sonido de su risa encerraba una nota de tristeza.
—En serio, Beau.
—¿Me podrías dar una pista para entender de qué estamos hablando, por favor?
—Querías que estuviéramos solos —dijo, como si aquello fuera una explicación.
—Eh, sí.
—¿Porque había algunas cosas que querías decirme? —cuadró los hombros de nuevo, tensándose como si estuviera esperando malas noticias de parte de Beau.
—Ah. Bueno, supongo que sí tengo algunas cosas de las que quiero hablar contigo. Quiero decir, hay una muy importante, pero no estaba pensando en ella —al ver Beau lo frustrado que estaba por el malentendido que se estaba produciendo, fue completamente honesto con Edward—. Quería quedarme a solas contigo porque… bueno, no quería resultar grosero, pero no quería cazar delante de Eleanor —confesó—. Pensé que había muchas posibilidades de meter la pata, y tengo la sensación de que le iba a parecer muy cómico.
Puso unos ojos enormes.
—¿Tenías miedo de que Eleanor se riera de ti? ¿En serio? ¿Eso es todo?
—Miedo no es la palabra que yo usaría. Tu turno, Edward. ¿Qué pensabas que estaba pasando?
Edward dudó.
—Pensaba que estabas siendo caballeroso, y que preferías gritarme a solas en lugar de que lo presenciara toda la familia.
Beau se quedó inmóvil. Se preguntó si aquello sucedería cada vez que se sorprendiera. Tardó un segundo en descongelarse.
—¿Gritarte? —repitió—. ¡Ay, Edward! Lo siento, yo…
—¿Lo sientes? ¿Por qué te estás disculpando ahora, Beau Swan?
Parecía confundido. Aunque Beau lo describiría más como: confundido y tan hermoso… Beau era incapaz de averiguar por qué estaba desconcertado, así que se encogió de hombros.
—Quería habértelo dicho entonces, pero no podía. Es decir, que en realidad no podía concentrarme…
—Por supuesto que no podías concentrarte.
—¡Edward! —Cruzó el espacio que los separaba en una fugaz carrera invisible y le apoyó las manos en los hombros—. Nunca sabrás qué estoy pensando si no dejas de interrumpirme.
La intriga desapareció de su rostro cuando deliberadamente decidió calmarse. Entonces, asintió.
—De acuerdo —dijo Beau—. Quisiera haber podido decirte que no tenías por qué disculparte. Esto no es culpa tuya…
Edward comenzó a decir algo, pero Beau le puso un dedo sobre los labios.
—Y no es tan malo —prosiguió—. Estoy… Bueno, la cabeza me sigue dando vueltas y sé que tengo un millón de cosas sobre las que pensar, y por supuesto que estoy triste, pero también estoy bien, Edward. Siempre estoy bien cuando estoy contigo.
Se le quedó mirando un largo minuto. Levantó la mano lentamente para apartar el dedo de Beau de su boca. Él no lo detuvo.
—¿No estás enfadado conmigo por lo que te he hecho? —preguntó en voz baja.
—Edward, ¡me salvaste la vida! De nuevo. ¿Por qué iba a estar enfadado? ¿Por el modo en que lo hiciste? ¿Qué otra cosa podrías haber hecho?
Exhaló, y dio la sensación de que volvía a estar irritado.
—¿Cómo puedes…? Beau, tienes que darte cuenta de que, en realidad, todo esto es culpa mía. No te he salvado la vida, te la he arrebatado. Charlie, Renée…
Beau volvió a ponerle el dedo en la boca y, a continuación, inspiró hondo.
—Sí, es duro. Y va a ser duro durante mucho tiempo. Tal vez para siempre, ¿verdad? Pero ¿por qué iba a hacerte cargar a ti con eso? Sulpicia fue quien… Bueno, quien le pidió a sus guardias que me mataran. Tú me trajiste de vuelta a la vida.
Edward le empujó la mano.
—Si no te hubiera involucrado en mi mundo…
Beau rió, y Edward lo miró como si hubiera perdido la cabeza.
—Edward, si no me hubieras involucrado en tu mundo, Charlie y Renée me habrían perdido desde antes.
Edward se le quedó mirando con el ceño fruncido. Era evidente que no aceptaba ninguno de sus argumentos.
—¿Recuerdas lo que dije cuando me salvaste la vida en Port Angeles? La segunda vez, o la tercera, no estoy tan seguro, fue hace mucho. Creo que fue algo así como que estabas interfiriendo con el destino porque había llegado mi hora. Bueno, Edward, si tenía que morir… ¿acaso no es esta la manera más asombrosa de hacerlo?
Transcurrió otro largo minuto mientras Edward lo contemplaba, y entonces sacudió la cabeza.
—Beau, tú sí que eres asombroso.
—Sí, supongo que ahora lo soy.
—Siempre lo has sido.
Beau no dijo nada, pero su rostro lo delató. O, tal vez, simplemente se le diera bien a Edward descifrarlo. Conocía tan bien sus facciones, había pasado tanto tiempo intentando comprenderlo que era capaz de detectar inmediatamente cuándo se estaba reservando algo.
—¿Qué pasa, Beau?
—Es… Bueno, has estado tan irritado… Sé que te sientes mal por Charlie y por mi madre, pero supongo que me preocupa que en parte se deba que no esperabas que esto pasara pronto… —se le abrió la boca a tal velocidad que Beau tuvo que cubrírsela con la mano entera—. Porque si es eso, no te preocupes. Puedo marcharme pasado un tiempo, puedo hacerlo. Puedes enseñarme lo que tengo que hacer para no meternos en problemas a ninguno de los dos. No espero que tengas que cargar conmigo para siempre. Tú no elegiste esto mucho más que yo. Quiero que sepas que soy consciente de ello.
Edward esperó a que Beau apartara la mano. Lo hizo muy despacio; no estaba seguro de querer escuchar lo que venía a continuación.
Gruñó suavemente y le enseñó los dientes, pero no en una sonrisa.
—Quiero que me escuches muy atentamente, Beau. Esto, tenerte conmigo, poder mantenerte aquí, es como si me hubieran concedido todos los deseos que alguna vez haya podido tener. Pero el precio de todo lo que yo ansiaba significa arrebatarte exactamente eso mismo a ti: toda tu vida. Estoy furioso y decepcionado conmigo mismo. No sabes cuánto desearía volver a Volterra para poder matar a Sulpicia con mis propias manos, una, y otra, y otra vez…
»Hace tiempo, el motivo por el que no quería que fueras un vampiro no era que no seas lo suficientemente especial, sino por todo lo contrario: eres demasiado especial, y te mereces más. Quería que tuvieras todo lo que nosotros extrañamos: una vida humana. Pero quiero que sepas que si esto solo dependiera de mí, si tú no hubieras tenido que pagar un precio, entonces esta sería la mejor noche de mi vida. Llevo enfrentándome a ello todo un siglo, y esta es la primera noche que me ha parecido hermoso. Y es gracias a ti.
»Jamás vuelvas a pensar que no te quiero, porque siempre lo haré. No te merezco, pero te amaré por siempre. ¿Te queda claro?
Era evidente que estaba siendo completamente honesto. La verdad reverberaba en cada una de sus palabras.
Una enorme sonrisa se extendió por el rostro de Beau.
—Entonces, te parece bien.
Edward le respondió con otra.
—Yo diría que sí.
—Hay otra cosa importante que quería decirte. Simplemente, que te amo. Y siempre lo haré. Lo supe muy pronto. Así que, visto como están las cosas, creo que el resto ya lo iremos resolviendo.
Edward sostuvo su rostro entre sus manos y se agachó para besarlo. Y luego Edward deshizo el abrazo, y lo hizo riendo. Aquella vez su risa estaba llena de alegría. Sonaba como un cántico.
—¿Cómo lo haces? —rió—. Se supone que eres un vampiro neófito y aquí estás, discutiendo tranquilamente conmigo sobre el futuro, sonriéndome, ¡besándome! Se supone que solo deberías sentir sed, y nada más.
—Siento muchas más cosas —dijo—. Pero ahora que lo mencionas, estoy bastante sediento.
Edward se agachó y lo besó una vez más con rudeza.
—Te amo. Vamos a cazar.
—Está bien —admitió, concentrándose menos en lo que estaba diciendo que en la manera hipnótica en la que se movían sus labios cuando hablaba. Era difícil no distraerse con tantas cosas nuevas que se ofrecían a sus nuevos y eficaces ojos—. ¿Qué vamos a cazar?
—Alces. Estaba pensando en algo fácil por ser tu primera vez…
Su voz se desvaneció cuando los ojos de Beau se entrecerraron a la mención de la palabra «fácil», pero no se iba a poner a discutir, estaba demasiado sediento. Tan pronto como comenzó a pensar en la reseca quemazón de su garganta, se convirtió en lo único en lo que podía pensar, y cada vez se ponía peor. Tenía la boca como si fueran las cuatro de la tarde en pleno día soleado en el Valle de la Muerte.
—¿Dónde? —le preguntó Beau, examinando los árboles con impaciencia. Ahora que le había otorgado su atención a la sed, parecía contaminar cualquier otro pensamiento que le pasara por la cabeza, filtrándose dentro de los pensamientos más agradables como correr, los labios de Edward, sus besos… y la sed abrasadora. No podía huir de ella.
—Estate quieto un minuto —le dijo Edward, poniéndole las manos suavemente sobre los hombros.
La urgencia de la sed cedió al momento ante su contacto.
—Ahora cierra los ojos —murmuró Edward.
Cuando le obedeció, alzó las manos hasta su rostro, acariciándole los pómulos. Sintió cómo se le aceleraba la respiración y esperó durante un momento a que se produjera el rubor que no se produciría.
—Escucha —le instruyó Edward—. ¿Qué oyes?
Le dieron ganas de contestarle «todo». Su voz perfecta, su aliento, el roce de sus labios entre sí cuando hablaba, el susurro de los pájaros atusándose las plumas en las copas de los árboles, sus corazoncillos aleteantes, la caída de las hojas de los arces, el chasquido ligero de las hormigas siguiéndose unas a otras en una larga línea mientras subían por la corteza del árbol más cercano… Pero Beau sabía que se refería a algo específico, de modo que dejó que sus oídos se extendieran a todo su alrededor, buscando cualquier cosa distinta al pequeño zumbido de la vida que le envolvía. Había un espacio abierto cerca de ellos, y podía percibirlo porque el viento sonaba de forma diferente al cruzar la hierba expuesta al aire, y un pequeño arroyo de lecho rocoso. Y allí, cerca del ruido del agua, se oía el chasquido que producían unos animales bebiendo a lengüetazos y el alto batir sonoro de sus pesados corazones, impulsando densas corrientes de sangre…
Beau sintió como si se le hincharan las paredes de la garganta.
—¿Al lado del arroyo, hacia el noreste? —le preguntó Beau, con los ojos todavía cerrados.
—Sí —su tono era de aprobación—. Ahora… espera que te llegue otra vez la brisa y… ¿qué hueles?
Le olía sobre todo a él… ese extraño perfume mezcla de miel, lilas y luz del sol, pero también el aroma rico de la tierra, de la putrefacción y del musgo, de la resina de los árboles perennes, el cálido efluvio como a nueces de los pequeños roedores guarecidos debajo de las raíces, y después, al extender de nuevo el radio de percepción, el olor limpio del agua, que le resultaba sorprendentemente poco apetecible a pesar de su sed. Se centró en el agua y encontró el olor que le había pasado desapercibido con el sonido de los lengüetazos y del latir de los corazones. Había otro olor cálido, rico y penetrante, más fuerte que todo lo demás, pero tan poco atrayente como el mismo arroyo. Arrugó la nariz.
Edward se echó a reír entre dientes.
—Ya lo sé, cuesta un poco acostumbrarse.
—¿Tres? —intentó adivinar Beau.
—Cinco. Hay dos más en los árboles que tienen detrás.
—¿Y qué hacemos ahora?
La voz de Edward sonaba como si estuviera sonriendo.
—¿Tú qué sientes que hay que hacer?
Pensó en el asunto, con los ojos aún cerrados, mientras escuchaba y aspiraba el olor. Otro ataque de sed ardiente se inmiscuyó en su conciencia y, de repente, el hedor cálido y penetrante se le antojó menos desagradable. Al menos podría llevarse algo caliente y húmedo a su boca reseca.
Se le abrieron los ojos de golpe.
—No lo pienses —le aconsejó Edward, mientras alzaba las manos del rostro de Beau y daba un paso hacia atrás—. Simplemente, sigue tus instintos.
Se dejó llevar a la deriva por el olor, sin ser apenas consciente de sus movimientos, y se deslizó como un fantasma por la pendiente inclinada hacia el estrecho prado donde fluía la corriente. Su cuerpo cambió su postura de forma automática hasta agazaparse, muy pegado al suelo, mientras dudaba en el límite del bosque cubierto por los helechos. Pudo ver un gran ciervo macho con dos docenas de puntas en la cornamenta que coronaba su cabeza justo al borde de la corriente, y los contornos punteados por las sombras de otros cuatro que se dirigían hacia el interior del bosque, en dirección este, a paso lento.
Beau se centró en el olor del macho, en aquel punto caliente de su cuello peludo donde el pulso cálido latía con más fuerza. Eran sólo unos treinta metros, dos o tres brincos, lo que había entre ellos. Se tensó para dar el primer salto.
Pero el viento cambió cuando contrajo los músculos para prepararse y sopló desde el sur con más fuerza. No se paró a pensar, sino que pasó volando por un camino perpendicular a su plan original, asustando al ciervo, que salió disparado hacia el bosque, mientras Beau abordaba una nueva fragancia tan atractiva que no le dejaba ninguna otra elección. Le resultaba imposible de evitar.
—Beau, no —gritó Edward, pero Beau estaba tan dominado por sus instintos que no logró escucharlo.
El olor lo dominó por completo. Cuando lo rastreó se volvió totalmente decidido, consciente sólo de la sed y del aroma que prometía saciarle. La sed empeoró, tan dolorosa ahora que confundió todos sus pensamientos y comenzó a recordarle la quemazón de la ponzoña en sus venas.
Había sólo una cosa que pudiera tener alguna oportunidad de alterar su concentración ahora, un instinto mucho más poderoso, más básico que la necesidad de saciar aquel fuego… el instinto de protegerse del peligro. La supervivencia.
Notó que le seguían, lo que lo puso alerta de pronto. El empuje del aroma irresistible guerreó contra el impulso de volverse y defender su caza. Le surgió una burbuja de sonido del pecho y se le retiraron los labios por sí mismos para exponer sus dientes. Sus pasos fueron perdiendo velocidad, la necesidad de protegerse la espalda luchando contra el deseo de saciar su sed.
Entonces Beau pudo escuchar cómo ganaba ventaja su perseguidor y el instinto de defensa venció. Cuando giró, el sonido que se iba alzando se abrió camino a través de su garganta y salió hacia fuera.
El rugido salvaje que salió de su propia boca fue tan inesperado que lo dejó clavado en el suelo. Eso lo desestabilizó, y le aclaró la cabeza durante un segundo. La niebla provocada por la sed cedió, aunque la sed continuó ardiendo.
El viento cambió, trayendo el aroma de tierra húmeda y de la lluvia a punto de caer y lo estampó contra su rostro, liberándolo además de la fiera sujeción del olor, un olor tan delicioso que sólo podía ser humano.
Edward dudó a unos cuantos pasos, con los brazos alzados como si fuera a abrazarlo o sujetarlo. Su rostro estaba atento y cauteloso cuando Beau se quedó helado, horrorizado. Se dio cuenta de que había estado a punto de atacarle. Con una fuerte sacudida, se enderezó, abandonando su postura defensiva. Contuvo el aliento cuando volvió a concentrarse, temiendo el poder de la fragancia que giraba procedente del sur. Edward pudo comprobar cómo regresaba la razón a su rostro, y dio un paso hacia Beau, bajando los brazos.
—Beau, detente —aprovechó Edward ahora que Beau lo oía—. Lo siento, no sabía que habría gente en las profundidades del bosque.
—Debo irme de aquí —escupió Beau entre dientes, usando el aliento que le quedaba.
El asombro le cruzó el rostro a Edward.
—Pero ¿acaso serías capaz de irte?
Beau no tuvo tiempo para preguntarle lo que quería decir con eso. Comprendió que la habilidad de razonar con claridad le duraría tanto como pudiera evitar el pensar en ello…
Rompió a correr de nuevo, una carrera acelerada y frenética justo hacia el norte, concentrándose solamente en la incómoda sensación de privación sensorial que parecía ser la única respuesta de su cuerpo a la falta de aire. Su objetivo era huir lo más lejos posible de aquel olor hasta que se perdiera por completo. Era imposible de encontrar, incluso aunque cambiara de opinión…
Una vez más, Beau fue consciente de que alguien lo seguía, pero ahora estaba cuerdo. Luchó contra el instinto de respirar para usar los ingredientes del aire y constatar que era Edward. No tuvo que pelear mucho, aunque estaba corriendo como nunca, disparado como una cometa a través del camino más directo que pudo encontrar entre los árboles. Edward lo tomó al cabo de un minuto escaso. A Beau se le ocurrió una nueva idea, y se quedó parado como una piedra, plantado sobre sus pies.
Estaba seguro de que allí se hallaba a salvo, pero contuvo el aliento sólo por si acaso. Edward pasó volando a su lado, sorprendido por la súbita detención del neófito. Revoloteó y regresó a su lado en un segundo. Puso las manos sobre los hombros de Beau y le miró fijo a los ojos, atónito ante la emoción que dominaba su rostro.
—¿Cómo has hecho eso? —le preguntó con exigencia.
—Antes dejaste que te ganara, ¿no es cierto? —le replicó a su vez, ignorando su pregunta. ¡Y Beau que pensaba que lo estaba haciendo tan bien!
Cuando abrió la boca, probó el sabor del aire, que ahora no estaba contaminado por nada, sin traza alguna del perfume absorbente que atormentaba su sed. Inhaló cuidadosamente.
Edward se encogió de hombros y sacudió la cabeza, rehusando que le cambiaran de tema.
—Beau, ¿cómo lo has hecho?
—¿Correr?
Beau contuvo el aliento.
—Pero ¿por qué has dejado de cazar?
—Cuando viniste tras de mí… lo siento tanto.
—¿Por qu�� te disculpas otra vez conmigo? Soy el único que ha sido horriblemente descuidado. Yo he asumido que no habría nadie cerca de las sendas al uso, pero debería haberlo comprobado primero. ¡Qué error tan estúpido! No tienes nada por lo que disculparte.
—¡Pero te he gruñido! —Beau estaba todavía horrorizado por haber sido capaz de tan horrible blasfemia.
—Claro que lo hiciste. Eso es lo único natural, pero no puedo entender por qué has huido.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —le preguntó. Su actitud lo confundía. ¿Qué quería Edward que hubiera ocurrido?—. ¡Podía haber sido alguien que conociera!
A Beau le sorprendió Edward, al explotar de repente en un ataque de fuertes risotadas, echando la cabeza hacia atrás y dejando que el sonido hiciera eco en los árboles.
—¿Por qué te ríes de mí?
Se detuvo de pronto, y pudo ver que recuperaba la expresión cautelosa. ¡Mantén el control!, pensó Beau para sí. Tenía que vigilar su temperamento. El neófito se comportaba más como un joven hombre lobo que como un vampiro.
—No me estoy riendo de ti, Beau. Me rio porque estoy en estado de shock…, asombrado de verdad.
—¿Por qué?
—No deberías ser capaz de hacer nada de eso. No deberías ser… tan racional. No deberías estar aquí discutiendo conmigo con toda calma y frialdad. Y por encima de todo lo demás, no deberías ser capaz de interrumpirte en mitad de una caza porque has percibido el olor a sangre humana en el aire. Incluso los vampiros maduros tienen dificultades en estos casos, por eso tenemos siempre mucho cuidado de que en los lugares donde cazamos no haya nada capaz de convertirse en una tentación para nosotros. Beau, te estás comportando como si tuvieras décadas en vez de horas.
—Oh… sabía que todo iba a ser muy difícil, y por eso estaba tan en guardia. Ya esperaba que fuera así de duro.
Edward puso sus manos otra vez en el rostro de Beau, y sus ojos estaban llenos de maravilla.
—No sé lo que daría por poder mirar dentro de tu mente justo en este momento.
Qué emociones tan poderosas. Beau estaba preparado para la parte de la sed, pero no para esto. Estaba tan seguro de que no sería igual cuando él lo tocara… Bueno, que en realidad, no era lo mismo.
Beau era mucho más fuerte.
Alzó los dedos para trazar los planos del rostro de su pareja y sus dedos se detuvieron en sus labios.
—Pensé que no me sentiría así durante mucho tiempo —y la inseguridad de Beau hizo que esas palabras parecieran una pregunta—. Pero todavía te quiero a ti.
Edward parpadeó asombrado.
—¿Y cómo es que puedes concentrarte en eso? ¿No sientes una sed insoportable?
¡Claro que Beau lo sentía ahora, una vez que él había traído el tema a colación! Intentó tragar y luego suspiró, cerrando los ojos como había hecho antes para ayudarse a concentrarse. Dejó que sus sentidos se extendieran a su alrededor, tenso esta vez ante la posibilidad de un nuevo ataque de aquel delicioso aroma prohibido.
Edward dejó caer los brazos, sin respirar siquiera, mientras Beau escuchaba más y más lejos, extendiéndose por la red verde de vida, buscando a través de todos los olores para identificar algo que no fuera del todo repelente para su sed. Había el ligero trazo de algo diferente, un tenue rastro que se dirigía hacia el este…
Se le abrieron los ojos de golpe, pero su interés estaba aún centrado en sus sentidos más desarrollados cuando se volvió y se lanzó quedamente hacia el este. El terreno se alzó de forma acusada casi de pronto, y corrió agachado en postura de caza, cercana al suelo, acercándose a los árboles donde eso resultaba más fácil. Sintió más que escuchaba a Edward detrás de él fluyendo de modo silencioso a través de los bosques, dejándole a Beau la guía.
La vegetación fue raleando a medida que ascendían; el olor de la brea y la resina se volvieron cada vez más fuerte, como la pista que seguía, un olor cálido, más intenso que el del alce y mucho más atractivo. Unos cuantos segundos más tarde pudo escuchar el golpeteo sordo de unas patas inmensas, mucho más sutiles que el crujido de los cascos. El sonido se percibía arriba, en las ramas, más que en el suelo. De forma automática se lanzó hacia las ramas, ganando una posición más estratégica, a mitad de camino de un imponente abeto plateado.
El golpeteo sordo de las patas continuó escuchándose furtivo, ahora a sus pies. El suculento efluvio se percibía ya muy cerca. Los ojos de Beau localizaron el movimiento que había provocado el sonido, vio la piel leonada de un gran felino deslizándose por la amplia rama de un abeto justo debajo de él y hacia la derecha de donde Beau se encontraba. Era grande, fácilmente cuatro veces su tamaño. Tenía los ojos clavados en algo que había en el suelo debajo de ellos, sin duda, estaba cazando, como Beau. El neófito captó el aroma de algo más pequeño, insulso comparado con el olor de su presa, encogido en un arbusto a los pies del árbol. La cola del puma se retorcía de modo espasmódico, preparándose para saltar.
Con un pequeño impulso, Beau voló por el aire y aterrizó al lado del puma. El puma sintió temblar la rama y se giró, chillando de sorpresa y desafío. Cerró el espacio que había entre ellos, con los ojos brillantes de furia. Beau, que estaba ya medio enloquecido por la sed, ignoró sus colmillos expuestos y las garras engarfiadas y saltó sobre él, derribándolo hasta caer al suelo del bosque.
No fue una gran lucha.
Sus garras afiladas lo mismo hubieran sido dedos cariñosos si hubieran tenido en cuenta el impacto que tuvieron sobre su piel. Tampoco sus dientes tuvieron mucho que hacer contra su hombro o su garganta y su peso no era nada para Beau. Los dientes del chico buscaron certeros la garganta y la resistencia instintiva del felino fue lamentablemente débil contra su fuerza. Encontró con facilidad el punto preciso donde el flujo de calor se concentraba.
Le costó menos esfuerzo que si hubiera estado mordiendo un trozo de mantequilla. Los dientes de Beau eran como cuchillas de acero. Cortaron a través de la piel, la grasa y los tendones como si no estuvieran allí.
El sabor no era muy bueno, pero la sangre era caliente y húmeda, y suavizó la sed mordiente y desesperada mientras bebía con apresurada impaciencia. Los intentos del puma por luchar se hicieron cada vez más débiles y sus gritos se ahogaron con un gorgoteo. La calidez de su sangre irradió por todo el cuerpo de Beau, calentándolo hasta las puntas de los dedos de los pies y las manos.
El puma murió antes de que él terminara. La sed ardió de nuevo cuando se quedó seco, y Beau apartó lejos de su cuerpo su carcasa vacía, disgustado. ¿Cómo podía sentirse sediento después de todo esto?
Se irguió completamente derecho en un solo movimiento rápido. Una vez de pie, se dio cuenta de que estaba hecho un desastre. Se limpió la cara con el dorso del brazo e intentó arreglarse la ropa. Las garras que tan ineficaces habían sido contra su piel, habían tenido bastante éxito con la camisa.
—Mmm —ronroneó Edward. Beau alzó la mirada y lo encontró reclinado con aire casual contra el tronco de un árbol, observándolo con un gesto pensativo en el rostro.
—Creo que debería haberlo hecho mejor —estaba cubierto de polvo, con el pelo enredado, la ropa manchada de sangre y colgando en harapos. Edward no regresaba de sus expediciones de caza con este aspecto.
—Lo has hecho estupendamente —le aseguró—. Es sólo que… ha sido mucho más difícil para mí observar de lo que debería haber sido.
Beau alzó las cejas, confuso.
—Va en contra de mis principios —se explicó—, lo de dejarte luchar con pumas. No sabes el ataque de ansiedad que he sufrido durante todo el rato.
—Qué tonto eres.
—Ya lo sé, pero no es fácil desprenderse de los viejos hábitos. De cuando eras humano. De todas formas, me gustan los nuevos arreglos de tu camisa.
Si Beau hubiera podido ruborizarse lo habría hecho, así que cambió de tema.
—¿Por qué tengo sed todavía?
—Porque aún eres muy joven.
Suspiró.
—Y supongo que no hay ningún otro puma por aquí.
—Hay ciervos por todas partes, de todos modos.
Beau puso cara rara.
—No huelen ni la mitad de bien.
—Son herbívoros. Los carnívoros huelen más parecido a los humanos —volvió a explicarle.
—No se le acercan ni de lejos a los humanos —le discutió, intentando no recordarlo.
—Podemos regresar —comentó de forma solemne, aunque había una chispa divertida en sus ojos—. Fueran quienes fueran los que estaban allí, lo más probable es que no les hubiera importado que los matasen si fueses tú quien lo hiciera —su mirada vagó de nuevo por su ropa destrozada—. De hecho, probablemente pensarían que estaban ya muertos y en el cielo en el momento en que te vieran.
Beau puso los ojos en blanco y resopló.
—Anda, vamos a cazar algunos de esos malolientes herbívoros.
Encontraron un gran rebaño de ciervos mulo mientras corrían de regreso a casa. En aquella ocasión, Edward cazó con él, ahora que Beau ya le había agarrado el hilo. Bebió de un macho enorme, montando un desastre casi tan grande como el del puma. Edward acabó con dos antes de que Beau hubiera terminado con el primero, sin que se le moviera un pelo de su sitio, y sin que le cayera ni una mancha en su camiseta blanca. Persiguieron la manada aterrorizada y dispersa, pero en vez de alimentarse de nuevo, esta vez Beau observó con cuidado cómo Edward se las apañaba para hacerlo de un modo tan pulcro.
Todas las veces que había deseado que Edward no lo dejara atrás mientras cazaba, secretamente, se había sentido un poco aliviado. La verdad es que Beau estaba seguro de que verle sería aterrador, espantoso. En definitiva, que verle cazar le mostraría ante sus ojos como el vampiro que era en realidad.
Pero claro, resultaba muy distinto desde esta perspectiva, siendo vampiro él también. Aun así, dudaba de que incluso a sus ojos humanos, la belleza de todo esto le hubiera pasado desapercibida.
Para Beau era una experiencia sorprendentemente sensual observar cazar a Edward. Su salto suave era como el ataque sinuoso de una serpiente. Sus manos eran tan seguras, tan fuertes, tan por completo ineludibles… Sus labios llenos lucían perfectos cuando se separaban gráciles para mostrar sus dientes relumbrantes. Era glorioso. Beau sintió un estremecimiento tanto de deseo como de orgullo. Era suyo. Nada lo separaría de él a partir de ahora. Era demasiado fuerte para que nadie pudiera arrancarle de su lado.
Fue muy rápido. Se volvió hacia Beau y observó con curiosidad su mirada de deleite.
—¿Ya no tienes más sed? —le preguntó.
Beau se encogió de hombros.
—Me has distraído. Eres mucho mejor en esto que yo.
—Siglos de práctica —le sonrió.
Sus ojos mostraban un encantador y desconcertante matiz dorado en ese momento.
—Sólo uno —le corrigió.
Edward se echó a reír.
—¿Has terminado por hoy o quieres continuar?
—He terminado, creo —se sentía muy lleno, incluso a punto de reventar.
No estaba seguro de cuánto líquido más le cabría en el cuerpo, aunque la quemazón de su garganta sólo había sido aplacada. Otra vez comprendió que la sed era una parte inevitable de esta vida.
Y merecía la pena.
—Estoy seguro de que si el asesino de las hadas viene por nosotros, tú serías su mayor reto —dijo Edward en tono bromista.
—¿Eh?
—Ya lo entenderás.
—¿Pero de qué hablas?
—Cuando formas parte de un mundo como este, los problemas de los humanos dejan de ser relevantes para nosotros.
Eso hizo que se sintiera bajo control. Quizás esa seguridad era falsa, pero se sentía realmente capaz de no matar a nadie por ese día. Si podía resistirse a unos humanos que le eran del todo extraños, ¿no iba a ser capaz de apañárselas con la licántropo y sus padres?
—Quiero ver a Charlie —le dijo Beau.
Ahora que su sed parecía algo domesticada (casi cerca de haber sido erradicada), podía olvidar sus antiguas preocupaciones. Quería arreglar las cosas con Julie, decirle cuánto lo sentía y en verdad esperaba que ella comprendiera la situación. Igualmente necesitaba hablar con su papá, con su madre, sus amigos, con todos aquellos que había dejado atrás.
Edward le tendió la mano y él la tomó, sintiéndola más cálida que antes. Su mejilla parecía ligeramente ruborizada, y ya no había sombras debajo de los ojos.
Beau fue incapaz de resistir el acariciar su rostro una vez más. Y otra. Casi se le olvidó que estaba esperando una respuesta a su petición cuando se hundió en sus relumbrantes ojos dorados.
Era casi tan difícil como resistirse al olor de la sangre humana, pero de algún modo mantuvo clara en su mente la necesidad de tener cuidado cuando se alzó sobre las puntas de los pies y le envolvió con sus brazos. Con cuidado.
Pero Edward no fue tan vacilante en sus movimientos. Sus brazos se cerraron en torno a su espalda y lo apretó con fuerza contra su cuerpo. Sus labios aplastaron los de Beau, pero los sintió suaves. Los suyos ya no buscaron su lugar en los de Edward, sino que siguieron también su propio camino.
Como antes, fue como si el tacto de su piel, sus labios y sus manos se hundieran a través de su suave y dura piel hasta llegar a sus nuevos huesos y al mismo centro de su cuerpo. No se había imaginado que pudiera amarlo más de lo que lo había hecho hasta ahora.
Su vieja mente no hubiera sido capaz de soportar un amor tan excesivo. Tampoco su corazón hubiera sido lo bastante fuerte para haberlo aguantado. Tal vez ésta era la parte de él que se intensificaría en su nueva vida. Como la compasión de Carine o la devoción de Earnest. Probablemente, nunca sería capaz de hacer nada interesante ni especial como Edward, Alice o Jasper. Adiós a sus ilusiones de ser como un Superman. Quizá su único don sería amar a Edward más de lo que nadie hubiera amado a otro en toda la historia del mundo.
Podía vivir con eso.
Recordaba algunas cosas que antes había experimentado, como entrelazar sus dedos en su pelo o trazar los planos de su pecho, pero algunas otras eran nuevas. Él era nuevo, para sí mismo. Era una experiencia completamente distinta que lo besara sin miedo y con tanta fuerza. Respondió a su intensidad, y de pronto, cayeron al suelo.
—Ups —exclamó Beau y Edward se echó a reír debajo de él—. No quería placarte de este modo. ¿Estás bien?
Edward acarició su cara.
—Algo mejor que bien —y poco después una expresión perpleja cruzó su rostro—. Carine debe decirte algo, ¿volvemos? —preguntó con inseguridad, intentando discernir qué era lo que más deseaba su pareja en esos momentos. Una cuestión difícil de resolver, porque quería demasiadas cosas a la vez.
No sabría decir si Edward hubiera preferido posponer su vuelta a casa, y le resultaba muy duro pensar en nada que no fuera su piel contra la suya, teniendo en cuenta que de la ropa ya no quedaba mucho, pero por otra parte tenía ganas de escuchar que era lo que Carine le diría, quizá no era tan serio como Beau se lo imaginaba. Seguro era algo relacionado a Charlie. Beau rogaba porque ese no fuera el caso, ya que temía saber la respuesta a la solución que su nueva familia le brindaría, una solución que le partiría el alma. Una parte de él quería volver a casa y decirle a Charlie que todo iría bien, que justo como le había dicho, no lo perdería.
Sin embargo, la realidad era otra y sabía que era muy peligroso que Beau estuviera cerca de cualquier ser humano.
—Volvamos —respondió Beau.