—La primera muerte en la que hablé fue la muerte de mi abuelo —dijo—. Ni siquiera había leído La reina Colmena y El Hegemón. —(Los dos libros eran vendidos invariablemente ahora en un solo volumen)—. Pero cuando lo hice, la gente me dijo que tenía un auténtico don como portavoz de los muertos. Así fue como finalmente leí los libros y tuve la idea de cómo debía hacerse. De modo que, cuando otras personas me pidieron que hablara en funerales, supe hasta qué punto tenía que investigar. Ni siquiera ahora sé lo que estoy haciendo « bien» .
—Para ser un portavoz de los muertos, usted simplemente…
—Hablo. Y se me pide que hable de nuevo. —El hombre sonrió—. No es un trabajo pagado, si es eso lo que está pensando.
—No, no —dijo Andrew—. Sólo…, sólo deseaba saber cómo se hacía, eso es todo. —No era probable que el hombre, y a cumplidos los cincuenta, crey era que el joven de veinte años que tenía delante fuera el autor de La reina Colmena y El Hegemón.
—En caso de que se lo esté usted preguntando —dijo el portavoz de los muertos—, no somos ministros. No delimitamos nuestro territorio ni nos irritamos si alguien mete la nariz en él.
—¿Oh?
—Si está pensando usted en convertirse en portavoz de los muertos, todo lo que puedo decirle es: adelante. Pero no haga un trabajo incompleto. Está remodelando el pasado para la gente, y si no se sumerge completa y honestamente en él, hallándolo todo, sólo causará daño y es mejor que ni lo intente.
—No, supongo que no.
—Eso es. Tendrá que pasar por todo un aprendizaje como portavoz de los muertos. Espero que no desee un certificado. —El hombre sonrió—. No siempre es tan apreciado como lo era. A veces hablas porque la persona fallecida pidió un portavoz de los muertos en su testamento.
La familia no desea que lo hagas, y se siente horrorizada por las cosas que dices, y nunca te perdonarán por lo que has hecho. Pero…, lo haces de todos modos, porque el muerto deseaba que se dijera la verdad.
—¿Cómo puede estar seguro de que ha hallado la verdad?
—Nunca lo sabes. Simplemente haces lo mejor que puedes. —Palmeó a Andrew en el hombro—. Me gustaría seguir charlando con usted, pero tengo llamadas que hacer antes de que todo el mundo se vay a a casa esta noche. Soy contable de los vivos…, este es mi trabajo de día.
—¿Contable? —preguntó Andrew—. Sé que está atareado, pero ¿puedo preguntarle acerca de un software de contabilidad? Una cabeza parlante, una mujer apareció en mi pantalla, dijo que se llamaba Jane.
—Nunca oí hablar de ella, pero el universo es un lugar grande, y no hay forma en que puedas estar al tanto de todo el software que no utilizas. ¡Lo siento!
—Y con eso el hombre se marchó.
Andrew hizo un rastreo por la red acerca del nombre Jane con los delimitadores inversiones, finanzas, contabilidad e impuestos. Hubo siete respuestas, pero todas señalaban a un escritor en el planeta Albión que había escrito un libro sobre planificación interplanetaria de activos hacía un centenar de años. Posiblemente la Jane del software había recibido su nombre por él. O no. Pero no llevó a Andrew más cerca de su objetivo.
Cinco minutos después de concluir su búsqueda, sin embargo, la cabeza
familiar se asomó al monitor de su ordenador.
—Buenos días, Andrew —dijo—. Oh. Todavía es muy pronto, ¿verdad?
Resulta tan difícil mantener el control de la hora local en todos esos mundos.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó Andrew—. Intenté localizarla, pero no sabía el nombre del software.
—¿De veras? Esto es sólo una visita preprogramada de seguimiento, en caso de que hubiera cambiado usted de opinión. Si lo desea puedo desinstalarme de su ordenador, o puedo hacer una instalación parcial o completa, según lo que usted desee.
—¿Cuánto cuesta la instalación?
—Puede usted permitírselo —dijo Jane—. Soy barata, y usted es rico.
Andrew no estaba seguro de que le gustara el estilo de aquella personalidad simulada.
—Todo lo que deseo es una respuesta sencilla —dijo—. ¿Cuánto cuesta la instalación?
—Le daré la respuesta —dijo Jane—. Soy una instalación progresiva. La tarifa depende de su estatus financiero y de lo que realice para usted. Si me instala simplemente para ay udar con los impuestos, se le cobrará un décimo de un uno por ciento de la cantidad que le ahorre.
—¿Y si le digo que pague más de lo que usted cree que es el pago mínimo que debo hacer?
—Entonces le ahorraré menos, y le costaré menos. No hay cargos ocultos. No hay trucos. Pero va a perder mucho si sólo me instala para impuestos. Hay mucho más dinero aquí del que gastará en toda su vida manejándolo, a menos que lo deje usted en mis manos.
—Esa es la parte que no me preocupa —dijo Andrew—. ¿Quién es usted?
—Yo. Jane. El software instalado en su ordenador. ¡Oh, entiendo, le preocupa saber si estoy conectada con alguna base de datos central que sepa demasiado sobre sus finanzas! No, mi instalación en su ordenador no hará que ninguna información sobre usted vay a a algún otro lugar. No habrá ninguna habitación llena de ingenieros de software intentando pensar en formas de meter sus manos en su fortuna. A cambio, tendrá usted el equivalente de un agente de bolsa, especialista en impuestos y analista de inversiones a tiempo completo manejando su dinero por usted. Pida un contable en cualquier momento que desee, y lo tendrá al instante frente a usted. Sea lo que sea lo que desee comprar, simplemente hágamelo saber y encontraré el mejor precio en el lugar más conveniente, lo pagaré, y se lo haré entregar allá donde usted desee. Si desea la instalación completa, incluido el ay udante de planificación e investigaciones, puedo ser su constante compañero.
Andrew pensó en aquella mujer hablándole día y noche, y negó con la cabeza.
—No, gracias.
—¿Por qué? ¿Mi voz es demasiado aguda para usted? —dijo Jane. Y, en un registro más bajo, con un cierto jadeo incorporado, continuó—: Puedo cambiar mi voz a cualquier nivel que usted prefiera. —Su cabeza cambió bruscamente a la de un hombre. Con una voz de barítono con apenas una ligera insinuación de afeminamiento, dijo—: O puedo ser un hombre, con varios grados de masculinidad. —El rostro cambió de nuevo, a unos rasgos más ásperos, y la voz tuvo un deje de cerveza—. Esta es la versión del frecuentador de bares, en caso de que tenga usted dudas sobre su masculinidad y desee compensar.
Andrew se echó a reír pese a sí mismo. ¿Quién había programado aquella cosa? El humor, la facilidad de lenguaje, todo estaba muy por encima incluso del mejor software que había visto en su vida. La inteligencia artificial era todavía algo utópico: no importaba lo buena que fuese la simulación, siempre sabías al cabo de unos momentos que tratabas con un programa. Pero esta simulación era tan buena, muy parecida a un agradable compañero, que la hubiera comprado simplemente para ver hasta dónde llegaba el programa, lo bien que podía mantenerse a lo largo del tiempo. Y puesto que era precisamente el programa financiero que necesitaba, decidió seguir adelante.
—Quiero un informe diario de lo que estoy pagando por sus servicios —dijo
—. A fin de poder librarme de usted si resulta demasiado caro.
—Sólo recuerde: nada de propinas —dijo el hombre.
—Vuelva a la primera —dijo Andrew—. A Jane. Y a la voz del principio. La cabeza de la mujer reapareció.
—¿No desea la voz sexy ?
—Se lo diré si alguna vez me siento tan solitario —dijo Andrew.
—¿Y si soy yo quien se siente solitaria? ¿Ha pensado alguna vez en eso?
—No, y no deseo ninguna bromista flirteadora —dijo Andrew—. Supongo que podrá desconectar eso.
—Ya está desconectado —dijo ella.
—Entonces prepare mi declaración de impuestos. —Andrew se sentó, esperando que le tomaría varios minutos realizar el trabajo. En vez de ello, el formulario completo apareció de inmediato en el monitor. El rostro de Jane había desaparecido. Pero su voz siguió.
—Aquí tiene el resultado. Le prometo que es enteramente legal, y no pueden tocarle ni un pelo por ello. Así es como están escritas las ley es. Están diseñadas para proteger las fortunas de la gente tan rica como usted, mientras descargan todo el peso de los impuestos sobre la gente con niveles de ingresos muy inferiores. Su hermano Peter diseñó la ley de esta forma, y nunca ha sido cambiada excepto algún detalle aquí y otro allá.
Andrew permaneció sentado unos instantes ante el ordenador, sumido en un impresionado silencio.
—Oh, ¿se supone que debo fingir que no sé quién es usted?
—¿Quién más lo sabe? —preguntó Andrew.
—No es exactamente información protegida. Cualquiera puede acceder a ella e imaginar cosas a partir del registro de sus viajes. ¿Le gustaría que pusiera un poco de seguridad alrededor de su auténtica identidad?
—¿Qué me costaría?
—Está incluido en la instalación completa —dijo Jane. Su rostro reapareció
—. Estoy diseñada para poder alzar barreras y ocultar información. Todo legal, por supuesto. Será especialmente fácil en su caso, debido a que mucho de su pasado se halla listado todavía como alto secreto por la flota. Es muy fácil meter información como sus varios viajes en la penumbra de la seguridad de la flota, y entonces tendrá todo el peso de los militares protegiendo su pasado. Si alguien intenta violar la seguridad, la flota caerá sobre él…, aunque nadie en la flota sepa exactamente qué es lo que está protegiendo. Para ellos es un reflejo.
—¿Puede hacer eso?
—Acabo de hacerlo. Toda la evidencia que pueda existir se ha ido.
Desaparecido. Puf. En realidad soy muy buena en mi trabajo.
Por la mente de Andrew cruzó la idea de que aquel software era demasiado poderoso.
Nada que pudiera hacer todas aquellas cosas podía ser legal.
—¿Quién la hizo? —preguntó.
—Suspicaz, ¿eh? —dijo Jane—. Bien, usted me hizo.
—Lo recordaría —murmuró Andrew secamente.
—Cuando me instalé la primera vez, hice mi análisis normal. Pero parte de mi programa es automonitorizarme. Vi lo que usted necesitaba, y me programé para poder hacerlo.
—Ningún programa automodificador es tan bueno —dijo Andrew.
—Hasta ahora.
—Hubiera oído hablar de él.
—No quiero que se hable mucho de mí. Si todo el mundo pudiera comprarme, no podría hacer lo que hago. Mis distintas instalaciones se cancelarían unas a otras. Una versión de mí estaría desesperada por conocer una pieza de información que otra versión de mí estaría desesperada por ocultar. Poco efectivo.
—Así pues, ¿cuánta gente tiene instalada una versión de este software?
—En la exacta configuración que está comprando, señor Wiggin, usted es el único.
—¿Cómo puedo creerlo?
—Déme tiempo.
—Cuando le dije que se fuera no lo hizo, ¿verdad? Volvió porque detectó mi búsqueda sobre Jane.
—Usted me dijo que me desconectara. Eso fue lo que hice. No me dijo que me desinstalara, o que permaneciera desconectada.
—¿Le han programado insolencia?
—Eso es un rasgo que he desarrollado por mí misma —dijo ella—. ¿Le gusta? Andrew se sentó al otro lado del escritorio. Benedetto llamó la declaración de impuestos presentada, hizo todo un espectáculo de estudiarla en el monitor de su
ordenador, luego sacudió tristemente la cabeza.
—Señor Wiggin, supongo que no esperará usted que me crea que esa cifra es exacta.
—Esta declaración de impuestos cumple totalmente con la ley. Puede examinarla hasta que se sienta satisfecho: todo está anotado, con todas las ley es y precedentes relevantes completamente documentados.
—Creo —dijo Benedetto— que estará usted de acuerdo conmigo en que la cantidad resultante es insuficiente…, Ender Wiggin.
El joven le miró con un parpadeo.
—Andrew —dijo.
—Creo que no —dijo Benedetto—. Ha estado usted viajando mucho. Una gran cantidad de viajes a la velocidad de la luz. Huy endo de su propio pasado. Creo que las redes de noticias estarían encantadas de saber que tenemos una celebridad tan grande en el planeta. Ender el Xenocida.
—En general a las redes de noticias les gusta apoy ar unas afirmaciones tan extravagantes con una sólida información —dijo Andrew.
Benedetto esbozó una ligera sonrisa y pidió su archivo sobre los viajes de Andrew. Estaba vacío, excepto el viaje más reciente.
Se le hundió el corazón. El poder de los ricos. Este joven se había metido de alguna manera en su ordenador y le había robado información.
—¿Cómo lo hizo? —preguntó.
—¿Hacer qué? —quiso saber Andrew.
—Vaciar mi archivo.
—El archivo no está vacío —observó Andrew.
Con el corazón martilleando y la mente llena de alocados pensamientos, Benedetto decidió optar por aprovechar al máximo la situación.
—Veo que estaba equivocado —dijo—. Su declaración de impuestos es aprobada tal cual.
—Tecleó unos cuantos códigos. —Aduanas le entregará su documento de identidad, válido para una estancia de un año en Sorelledolce. Muchas gracias, señor Wiggin.
—Así que el otro asunto…
—Buenos días, señor Wiggin. —Benedetto cerró el archivo y tomó otros papeles. Andrew captó la indirecta, se puso en pie y se marchó.
Apenas hubo desaparecido Benedetto se sintió invadido por la ira. ¿Cómo lo
había hecho?
¡El pez más grande que Benedetto había atrapado nunca, y se le había escapado!
Intentó duplicar la investigación que le había conducido a la auténtica identidad de Andrew, pero ahora la seguridad del gobierno había caído sobre todos sus archivos y su tercer intento provocó una advertencia de Seguridad de la Flota de que si persistía en intentar acceder a material clasificado sería investigado por la Contrainteligencia Militar.
Hirviendo de rabia, Benedetto limpió la pantalla y empezó a escribir. Todo un informe de cómo había empezado a sospechar de aquel Andrew Wiggin y había intentado descubrir su auténtica identidad. Cómo había descubierto que Wiggin era el Ender el Xenocida original, pero luego su ordenador fue saqueado y los archivos desaparecieron. Pensó que ni siquiera las redes de noticias más dignificadas se negarían a publicar la historia, saltarían sobre ella. Este criminal de guerra no podría escapar usando su dinero y sus conexiones militares para hacerse pasar por un ser humano decente.
Terminó su historia. Salvó el documento. Luego empezó a mirar y entrar en las direcciones de las redes principales, tanto del planeta como fuera.
Se sobresaltó cuando todo el texto desapareció del monitor y un rostro de mujer apareció en su lugar.
—Tiene usted dos alternativas —dijo la mujer—. Puede borrar todas las copias del documento que acaba de crear y no enviar jamás ninguna a nadie.
—¿Quién es usted? —preguntó Benedetto.
—Considéreme una consejera de inversiones —respondió la mujer—. Le estoy dando un buen consejo sobre cómo prepararse para el futuro. ¿No desea oír su segunda alternativa?
—No quiero oír nada de usted.
—Ha dejado tantas cosas fuera de su historia —dijo la mujer—. Creo que su informe sería mucho más interesante con todos los datos pertinentes.
—Yo también —dijo Benedetto—, pero el señor Xenocida los ha borrado.
—No, él no lo hizo —dijo la mujer—. Sus amigos lo hicieron.
—Nadie debería estar por encima de la ley —dijo Benedetto—, sólo porque tiene dinero o conexiones.
—Entonces no diga nada —señaló la mujer—, o diga toda la verdad. Esas son sus alternativas.
Como respuesta, Benedetto pulsó el comando de ejecutar que enviaría su historia a todas las cadenas que y a había tecleado. Añadiría las demás direcciones cuando consiguiera eliminar aquel software intruso de su sistema.
—Una elección valiente pero estúpida —dijo la mujer. Su cabeza desapareció del monitor. Las cadenas recibieron su historia, cierto, pero ahora incluía toda una confesión documentada de todos los trapicheos y engaños que había efectuado
durante su carrera como recaudador de impuestos. Fue arrestado antes de que transcurriera una hora.
La historia de Andrew Wiggin jamás fue publicada: las cadenas y la policía la reconocieron como lo que era, un intento de chantaje que había salido mal. Interrogaron al señor Wiggin, pero fue sólo una formalidad. Ni siquiera mencionaron las locas e increíbles acusaciones de Benedetto. Había sido etiquetado sin lugar a dudas, y Wiggin simplemente no era más que su última víctima potencial. El chantajista simplemente había cometido el error de incluir inadvertidamente sus propios archivos secretos con el archivo del chantaje. Torpezas así habían llevado a más de un arresto en el pasado. La policía nunca se sorprendía de la estupidez de los criminales.
Gracias a la cobertura de las redes de noticias, las víctimas de Benedetto supieron ahora lo que les había hecho. No había sido muy discriminador acerca de a quién robaba, y algunas de las víctimas tenían el poder de actuar dentro del sistema penitenciario. Benedetto fue el único que llegó a saber si fue un guardia u otro prisionero quien rebanó su garganta y metió su cabeza en la taza del váter de modo que su propia sangre fuera la que terminara ahogándole. Andrew se sintió enfermo al saber la muerte de su recaudador de impuestos. Pero Valentine le aseguró que no era más que una coincidencia el que el hombre fuera arrestado y muriera tan pronto después de intentar chantajearle.
—No puedes culparte por todo lo que le ocurre a la gente a tu alrededor — dijo—. No todo es culpa tuy a.
No, culpa suy a no. Pero Andrew todavía sentía algo de responsabilidad hacia el hombre, porque estaba seguro de que la habilidad de Jane de asegurar sus archivos y ocultar la información sobre sus viajes tenía algo que ver de alguna forma con lo que le había ocurrido al hombre del servicio fiscal. Por supuesto, Andrew tenía derecho a protegerse del chantaje, pero la muerte era una pena demasiado fuerte para lo que Benedetto había hecho. Apoderarse de lo que era de otro nunca era causa suficiente para quitarle a nadie la vida.
Así que acudió a la familia de Benedetto y preguntó si podía hacer algo por ella. Puesto que todo el dinero de Benedetto había sido incautado para ser restituido, estaban arruinados. Andrew les proporcionó una confortable pensión anual. Jane le aseguró que podía permitírselo sin siquiera darse cuenta de ello.
Y otra cosa. Pidió si podía hablar en el funeral. Y no solamente hablar, sino actuar como portavoz de los muertos. Admitió que era nuevo en ello, pero que intentaría llevar la verdad a la historia de Benedetto y ay udarles a extraer sentido a lo que hizo.
Estuvieron de acuerdo.
Jane le ay udó a descubrir un registro de las operaciones financieras de Benedetto, y demostraron ser invaluables para otras búsquedas mucho más difíciles…, en la infancia de Benedetto, en la familia en la que creció, en cómo
desarrolló su patológica hambre de procurar para la gente a la que amaba y en su absoluta amoralidad acerca de tomar lo que pertenecía a otros. Cuando Andrew empezó a hablar, no retuvo nada ni disculpó nada. Pero significó un cierto alivio para la familia el que Benedetto, pese a toda la vergüenza y la pérdida que les había reportado, pese al hecho que había causado su propia separación de la familia, primero a través de la prisión y luego a través de la muerte, les había amado y había intentado ocuparse de ellos. Y, quizá lo más importante, cuando terminó de hablar, la vida de un hombre como Benedetto dejó de ser incomprensible. El mundo tenía sentido.
Tres semanas después de su llegada, Andrew y Valentine abandonaron Sorelledolce. Valentine estaba lista para escribir su libro sobre el crimen en una sociedad criminal, y Andrew se alegró de ir con ella hacia su siguiente proy ecto. En el formulario de aduanas, donde se le preguntaba su ocupación, en lugar de teclear « estudiante» o « inversor» , Andrew tecleó « Portavoz de los muertos» . El ordenador lo aceptó. Ahora era una carrera, una que inadvertidamente había creado hacía años para él.
Y no tendría que seguir la carrera que su riqueza casi le había forzado. Jane se ocuparía de todo ello por él. Todavía se sentía algo intranquilo acerca de ese software. Estaba seguro de que en alguna parte al otro lado de la línea, descubriría el auténtico coste de todas aquellas utilidades. Mientras tanto, sin embargo, ay udaba mucho el tener un ay udante tan excelente, eficaz y constante. Valentine empezó a sentirse un poco celosa, y le preguntó dónde podía encontrar un programa así. La respuesta de Jane fue que le encantaría ay udar a Valentine en cualquier investigación o asunto financiero que necesitara, pero que seguiría siendo el software de Andrew, personalizado a sus necesidades.
Valentine se irritó un poco ante aquello. ¿No estaba llevando la personalización un poco demasiado lejos? Pero después de gruñir un poco, se echó a reír ante todo el asunto.
—Pero no puedo prometer que no me ponga celosa —dijo—. ¿Voy a perder un hermano ante una pieza de software?
—Jane no es más que un programa de ordenador —dijo Andrew—. Muy bueno, por cierto. Pero sólo hace lo que y o le digo, como cualquier otro programa. Si empiezo a desarrollar algún tipo de relación personal con ella, tienes mi permiso para encerrarme.
Así, Andrew y Valentine abandonaron Sorelledolce, y ambos prosiguieron viajando de mundo en mundo, exactamente igual a como habían hecho hasta entonces. Nada era diferente en absoluto, excepto que Andrew y a no tenía que preocuparse por sus impuestos, y mostraba un considerable interés en las columnas de obituarios cada vez que llegaban a un nuevo planeta.
FIN