De: PetraDelphikigPuebloLibreTierra.pl.gov A: DinkMeeker@colmin.gov
Sobre: No me puedo creer que estés en esa dirección
Cuando Bean me contó lo que pasó en la reunión, pensé: conozco a un tipo que nunca va a seguir el plan de Graff.
Luego recibí tu carta informándome de tu cambio de dirección y entonces reflexioné un poco y me di cuenta: no hay ningún sitio en la Tierra donde Dink Meeker vaya a encajar. Tienes demasiada habilidad para contentarte en cualquier parte donde te dejen servir.
Pero creo que te equivocas al rechazar ser jefe de la colonia a la que vas a unirte. En parte es porque: ¿quién va a hacerlo mejor que tú? No me hagas reír.
Pero el motivo principal es: ¿qué clase de infierno en vida va a ser para el líder de la colonia con Mister Insubordinado allí mismo? Sobre todo cuando todo el mundo sabrá que estuviste en el grupo de Ender y se preguntará por qué no eres tú el líder...
No me importa lo leal que vayas a ser, Dink. No es por ti. Eres un mocoso de la Escuela y lo serás siempre. Así que admite lo mal seguidor que eres, y da el paso y lidera.
Y por si no lo sabías, el más estúpido de todos los genios posibles: todavía te quiero. Siempre te he querido. Pero ninguna mujer en su sano juicio se casaría jamás contigo y tendría tus bebé porque NADIE PODRÍA SOPORTAR CRIARLOS. Así que tenlos en una colonia donde haya un sitio adonde ir cuando se escapen de casa unas quince veces antes de cumplir los diez años.
Dink, voy a ser feliz, a la larga. Y sí, me preparé para tiempos difíciles cuando me casé con un hombre que va a morir y cuyos hijos probablemente tendrán la misma enfermedad. Pero Dink... nadie se casa jamás con nadie que no vaya a morir.
Que Dios esté contigo, amigo mío. El cielo sabe que el diablo ya lo está.
Con amor,
* * *
Petra.
En el vuelo de Kiev a Yerevan, Bean llevaba en brazos a dos bebes, y Petra a uno: quien tuviera más hambre se quedaba con mamá. Los padres de Petra vivían allí; a la muerte de Aquiles, cuando habían podido regresar a Armenia, los inquilinos de su antigua casa de Maralik habían cambiado demasiado para que quisieran regresar.
Además, Stefan, el hermano menor de Petra, era ya todo un viajero y Maralik le quedaba demasiado pequeño. Yerevan, aunque no era lo que nadie podría considerar una de las grandes ciudades del mundo, seguía siendo la capital de la nación y tenía una universidad en la que merecería la pena estudiar cuando se graduara en el instituto.
Pero para Petra, Yerevan era una ciudad tan desconocida como lo habría sido Volgogrado o cualquiera de las ciudades llamadas San Salvador. Incluso el armenio que todavía hablaban muchos por la calle le sonaba extraño. La entristecía. No tengo tierra materna, pensó.
Bean, sin embargo, lo absorbía todo. Petra subió primero al taxi y él le tendió a Bella y al más nuevo (pero más grande) de los bebés, Ramón, a quien él había recogido en Filipinas. Cuando Bean estuvo dentro del taxi, alzó a Ender hasta la ventanilla. Y como su hijo primogénito empezaba a mostrar signos de que comprendía el habla, no fue sólo un juego.
—Ésta es la tierra de tu mamá —dijo Bean—. Toda esta gente se le parece. —Bean se volvió hacia los dos que Petra tenía en brazos.
Todos vosotros parecéis distintos, porque la mitad de vuestro material genético procede de mí. Y yo soy mestizo. Así en toda vuestra vida no habrá ningún sitio adonde podáis ir y os parezcáis a los lugareños.
—Eso es, tú deprime y aísla a tus hijos desde el principio —dijo Petra.
—A mí me ha ido bien.
—No estuviste deprimido de niño. Estuviste desesperado y aterrado.
—Por eso intentamos que las cosas mejoren para nuestros hijos.
—Mira, Bella, mira, Ramón —dijo Petra—. Esto es Yerevan, una ciudad con montones de personas que no conocemos de nada. El mundo entero está lleno de extraños.
El taxista habló, en armenio:
—Nadie en Yerevan es extraño para Petra Arkanian.
—Petra Delphiki —corrigió ella suavemente.
—Sí, sí, por supuesto —dijo él en común—. ¡Yo sólo querer decir que si tú querer una bebida en taberna, nadie dejará que tú pagar!
—¿Vale eso para su marido? —preguntó Bean.
—¿Un hombre grandote como usted? —dijo el conductor—. ¡Ellos no dirán precio, preguntarán qué querer dar!—Soltó una risotada. No advertía, naturalmente, que el tamaño de Bean lo estaba matando—. Hombre grande como usted, bebés pequeñitos como ésos. —Se rió de nuevo.
A ver qué gracia le haría si supiera que el bebé más grande, Ramón, era el más joven.
—Sabía que tendríamos que haber venido andando desde el aeropuerto —dijo Bean en portugués.
Petra hizo una mueca.
—Qué descortés, hablar en una lengua que él no conoce.
—Ah. Me alegra saber que el concepto de descortesía existe en Armenia.
El taxista aprovechó la mención a Armenia, aunque el resto de la frase, al estar en portugués, era un misterio para él.
—¿Ustedes querer un recorrido por Armenia? No ser país grande. Yo poder llevarlos, precio especial, sin taxímetro.
—No tenemos tiempo para eso —dijo Petra en armenio—. Pero gracias por el ofrecimiento.
La familia Arkanian vivía en un bonito edificio de apartamentos, todo balcones y cristal, pero lo bastante elevado para que no se viera ropa colgando desde la calle. Petra había avisado a su familia de su llegada, pero les había pedido que no fueran a recibirla al aeropuerto. Ellos se habían acostumbrado tanto a la extraordinaria seguridad durante los días en que Petra y Bean se escondían de Aquiles Flandres que lo habían aceptado sin rechistar.
El portero reconoció a Petra por las fotos que aparecían en los periódicos armenios cada vez que había un artículo sobre Bean. No sólo los dejó subir sin anunciarlos, sino que insistió en llevar las maletas.
—Ustedes dos y tres bebés, ¿y éste ser todo equipaje que traen?
—Apenas llevamos ropa—dijo Petra, como si aquello fuera lo más sensato del mundo.
Estaban a medio camino en el ascensor cuando el portero se echó a reír y dijo:
—¡Estar bromeando!
Bean sonrió, le dio una moneda de cien dólares de propina. El portero la lanzó al aire y luego se la guardó en el bolsillo con una sonrisa.
—¡Menos mal que haberla dado él! ¡Si haber sido Petra Arkanian, mi esposa nunca me dejar a mí gastarlo!
Cuando las puertas del ascensor se cerraron, Bean dijo:
—A partir de ahora, tú das las propinas en Armenia.
—Se quedarían la propina de todas formas, Bean. No quiere decir que vayan a devolvérnoslas.
—Oh, vaya.
La madre de Petra bien podría haber estado de pie en la puerta, tan rápido la abrió. Tal vez lo estuviera.
Hubo abrazos y besos y un torrente de palabras en armenio y común. Al contrario que el taxista y el portero, los padres de Petra hablaban con fluidez el común. Igual que Stefan, que había faltado a sus clases del instituto aquel día. Y el joven David estaba siendo educado obviamente con el común como su primera lengua, ya que se puso a charlar casi continuamente desde el momento en que entraron en el apartamento.
Hubo una comida, por supuesto, y vecinos invitados, porque aun que se tratase de una gran ciudad aquello seguía siendo Armenia. Pero en un par de horas sólo quedaron ellos nueve.
—Nueve —dijo Petra—. Nosotros cinco y vosotros cuatro. Os he echado de menos.
—Ya tienes tantos hijos como nosotros dijo el padre.
—Las leyes han cambiado—repuso Bean. Además, no pretendíamos tenerlos lodos a la vez precisamente.
—A veces pienso que todavía estás en la Escuela de Batalla —le dijo la madre a Petra—. Tengo que recordarme que no, que volviste a casa, que te casaste, que tienes bebés. Ahora finalmente podemos ver a los bebés. ¡Pero son tan pequeños!
—Tienen un defecto genético —dijo Bean.
—Naturalmente, lo sabemos —dijo el padre—. Pero sigue siendo una sorpresa lo pequeños que son. Y sin embargo son tan... maduros.
—Los pequeñitos salen a su padre —contestó Petra con una sonrisa triste.
—Y los normales salen a su madre —dijo Bean—. Gracias por dejarnos usar vuestro apartamento para la reunión no oficial de esta noche.
—No es un sitio seguro.
—La reunión es no oficial, no secreta. Esperamos que los observadores turcos y azerbaiyanos hagan sus informes.
—¿Seguro que no intentarán asesinaros? —preguntó Stefan.
—Lo cierto, Stefan, es que te lavaron el cerebro cuando eras chiquitín —dijo Bean—. Cuando digan la palabra clave, saltarás y matarás a todos los presentes en la reunión.
—No, me voy al cine —dijo Stefan.
—Es terrible que digas eso —lo reprendió Petra—. Incluso en broma.
—Alai no es Aquiles —le dijo Bean a Stefan—. Somos amigos y no dejará que los agentes musulmanes nos asesinen.
—Eres amigo de nuestro enemigo —dijo Stefan, como si fuera demasiado increíble.
—Sucede en algunas guerras —dijo el padre.
—Todavía no hay guerra —les recordó la madre.
Entendieron la indirecta, dejaron de hablar de los problemas del momento y se dedicaron a recordar. Aunque como Petra había sido enviada a la Escuela de Batalla tan joven no podía decirse que tuvieran mucho que recordar. Más parecía que la estuvieran informando de su nueva identidad en una misión encubierta. Esto es lo que deberías recordar de tu infancia, si hubieras tenido una.
Y entonces aparecieron el primer ministro, el presidente y el ministro de Asuntos Exteriores. La madre se llevó a los bebés al dormitorio, mientras Stefan se llevaba a David a ver una película. Como el padre era viceministro de Exteriores, le permitieron quedarse, aunque no hablar.
La conversación fue compleja pero amistosa. El ministro de Exteriores explicó lo ansiosa que estaba Armenia por unirse al PLT, y luego el presidente repitió todo lo que había dicho, y después el primer ministro empezó a repetirlo todo otra vez.
Bean levantó una mano.
—Dejemos de ocultar la verdad. Armenia es un país cercado, con los turcos y los azerbaiyanos casi rodeándolo por completo. Como Georgia se niega a unirse al PLT de momento, les preocupa que no podamos ofrecerles suministros, mucho menos defenderlos contra el ataque inevitable.
Ellos se sintieron obviamente aliviados porque Bean comprendía.
—Quieren que los dejen en paz —dijo. Ellos asintieron.
—Pero ésta es la verdad: si no derrotamos al califa Alai y rompemos esta extraña y súbita unión de naciones musulmanas, entonces el califa Alai acabará por conquistar todas las naciones colindantes. No porque Alai lo quiera, sino porque no podrá ser califa mucho tiempo si no sigue agresivamente una política expansionista. Dice que ésa no es su intención, pero desde luego acabará haciéndolo porque no tiene más remedio.
A ellos no les gustó escuchar eso, pero siguieron atendiendo.
—Armenia luchará contra el califa tarde o temprano. La cuestión es si lo harán ustedes ahora, mientras yo lidero todavía las fuerzas del PLT en su defensa, o más tarde, cuando se encuentren completamente solos contra una fuerza abrumadora.
—Sea como sea, Armenia pagará —dijo el presidente, sombrío.
—La guerra es impredecible —continuó Bean—. Y todos los costes son altos. Pero
nosotros no pusimos a Armenia donde está, rodeada de musulmanes.
—Dios lo hizo —dijo el presidente—. Así que intentamos no quejarnos.
—¿Por qué no puede Israel ser su provocación? —preguntó el primer ministro—.
Militarmente, son mucho más fuertes que nosotros.
—Más bien al contrario —dijo Bean—. Geográficamente su situación es y ha sido siempre desesperanzada. Y se han integrado tanto con las naciones musulmanas que los rodean que, si ahora se unieran al PLT, los musulmanes se sentirían profundamente traicionados. Su furia sería terrible y nosotros no podríamos defenderlos. Mientras que ustedes... digamos que a lo largo de los dos últimos siglos los musulmanes han matado a más armenios que a judíos. Los odian, los consideran una terrible intrusión en sus tierras, aunque estaban ustedes aquí mucho antes de que ningún turco saliera de Asia central. Hay una carga de culpa unida al odio. Y si se incorporan ustedes al PLT se enfurecerían, sí, pero no se sentirían traicionados.
—Esos matices se me escapan —dijo el presidente, escéptico.
—Suponen una diferencia enorme en la manera en que combate un ejército. Armenia es vital para obligar a Alai a actuar antes de que esté preparado. Ahora mismo la unión con la India es todavía meramente formal, no un hecho sólido. Es un matrimonio, no una familia.
—No tiene que citarme a Lincoln.
Petra dio interiormente un respingo. La cita «un matrimonio, no una familia» no procedía de Lincoln en absoluto. Procedía de uno de sus ensayos como Martel. Era mala señal que la gente confundiera a Lincoln y Martel. Pero naturalmente era mejor no corregir el error, no fuera a parecer que estaba demasiado familiarizada con las obras de ambos.
—Resistiremos como hemos resistido desde hace semanas —dijo el presidente—.
Se está pidiendo demasiado a Armenia.
—Estoy de acuerdo —contestó Bean—. Pero recuerde lo que estamos pidiendo. Cuando los musulmanes decidan por fin que Armenia no debería existir, no preguntarán.
El presidente se apretó la frente con los dedos. Era un gesto que Petra definía como «sondear en busca de un cerebro».
—¿Cómo vamos a celebrar un plebiscito? —preguntó.
—Es exactamente un plebiscito lo que necesitamos.
—¿Por qué? ¿Qué les aporta a ustedes militarmente a no ser extender en demasía sus fuerzas y contener una parte relativamente pequeña de los ejércitos del califa?
—Conozco a Alai —dijo Bean—. No querrá atacar Armenia. Aquí el terreno es una pesadilla para una campaña. Ustedes no constituyen ninguna amenaza seria. Atacar Armenia no tiene ningún sentido.
—Entonces ¿no nos atacarán?
—Los atacarán sin ninguna duda.
—Es usted demasiado sutil para nosotros —dijo el primer ministro. Petra sonrió.
—Mi marido no es sutil. El argumento es tan obvio que ustedes piensan que no puede querer decir esto. Alai no atacará. Pero los musulmanes sí. Eso forzará su juego. Si Alai se niega a atacar, pero otros musulmanes atacan, entonces el liderazgo de la yihad pasará a otro. Ataque a esos que ataquen por libre o no, el mundo musulmán se dividirá y dos líderes competirán.
El presidente no era tonto.
—Esperan ustedes otra cosa —dijo.
—Todos los guerreros están llenos de esperanza —respondió Bean—. Pero comprendo su falta de confianza en mí. Para mí es el gran juego. Pero para ustedes se trata de sus hogares, de sus familias. Por eso quisimos reunimos aquí. Para asegurarles que también se trata de nuestros hogares y nuestras familias.
—Sentarse y esperar a que el enemigo ataque es decidir morir—dijo Petra—. Le pedimos a Armenia que haga este sacrificio y corra este riesgo porque, si no lo hace, Armenia estará condenada. Pero si se unen ustedes al Pueblo Libre de la Tierra, entonces Armenia tendrá la defensa más poderosa.
—¿Y en qué consistirá esa defensa?
—En mí —dijo Petra.
—¿Una madre que todavía está dando el pecho? —preguntó el primer ministro.
—La armenia miembro del grupo de Ender —respondió ella—. Yo dirigiré las fuerzas armenias.
—Nuestra diosa de la montaña contra la diosa de la India —dijo el ministro de Exteriores.
—Esto es una nación cristiana —intervino el padre de Petra—. Y mi hija no es ninguna diosa.
—Estaba bromeando —dijo su jefe.
—Pero la verdad que subyace —dijo Bean— es que Petra es una digna rival para Alai. Igual que yo. Y Virlomi no es rival para ninguno de nosotros.
Petra esperaba que esto fuera cierto. Virlomi ya tenía años de experiencia en el terreno: si no en la logística de mover grandes ejércitos, sí en el tipo de pequeñas operaciones que serían más efectivas en Armenia.
—Tenemos que pensarlo —dijo el presidente.
—Entonces estamos donde estábamos —dijo el ministro de Asuntos Exteriores—.
Pensando.
Bean se puso en pie (una visión formidable) y se inclinó para saludarlos.
—Gracias por reunirse con nosotros.
—¿No sería mejor si pudieran conseguir que esa nueva... sociedad hindú- musulmana... fuera a la guerra contra China? —dijo el primer ministro.
—Oh, eso sucederá tarde o temprano —contestó Bean—. ¿Pero cuándo? El PLT quiere romper el soporte de la Liga Musulmana del califa Alai ahora. Antes de que se haga más fuerte.
Y Petra supo lo que estaban pensando todos: antes de que Bean muera. Porque Bean es el arma más importante.
El presidente se levantó de su asiento, pero colocó cada mano sobre una de los otros dos.
—Tenemos aquí a Petra Arkanian. Y a Julian Delphiki. ¿No podríamos pedirles que asesoraran a nuestros militares en nuestros preparativos para la guerra?
—No veo que aquí haya ningún militar —dijo Petra—. No quiero que piensen que les hemos sido impuestos.
—No se sentirán así—dijo blandamente el ministro de Exteriores. Pero Petra sabía que los militares no estaban representados porque estaban ansiosos por unirse al PLT, precisamente porque no se sentían capaces de defender ellos solos Armenia. No habría ningún problema con una vuelta de inspección.
Después de que los principales dirigentes de Armenia salieran del apartamento, Petra y su padre se tumbaron en los sillones y Bean se tendió en el suelo, y de inmediato empezaron a discutir qué había sucedido y lo que pensaban que iba a suceder.
La madre llegó cuando su conversación estaba terminando.
—Todos dormidos, criaturitas —dijo—. Stefan recogerá a David después de la película, pero los adultos tenemos un ratito por delante.
—Bien, bien —dijo el padre.
—Estábamos discutiendo si era una pérdida de tiempo o no que hayamos venido aquí—informó Petra.
La madre puso los ojos en blanco.
—¿Cómo puede ser una pérdida de tiempo?
Y entonces, para sorpresa de todos, se echó a llorar.
—¿Que pasa? —De inmediato se sintió rodeada por la preocupación de su marido y su hija.
—Nada —respondió—. Es que... no has venido a traer a estos bebés porque tuvieras que negociar. Aquí no ha pasado nada que no pudiera haber pasado por teleconferencia.
—Entonces, ¿por qué crees que estamos aquí? —preguntó Petra.
—Habéis venido a decirnos adiós.
Petra miró a Bean y, por primera vez, advirtió que eso podía ser verdad.
—Si es así, no lo hemos planeado —dijo.
—Pero es lo que estáis haciendo —dijo la madre—. Vinisteis en persona porque puede que no volváis a vernos. ¡Por culpa de la guerra!
—No —respondió Bean—. No por culpa de la guerra.
—Madre, ya conoces el estado de Bean.
—¡No estoy ciega! ¡Puedo ver que ha crecido tanto que apenas cabe dentro de las casas!
—Y lo mismo les pasa a Ender y Bella. Tienen la misma enfermedad que Bean. Cuando rescatemos a todos nuestros otros hijos, vamos a irnos al espacio. A velocidad de la luz. Para poder aprovecharnos de los efectos relativistas. Para que Bean esté vivo cuando por fin encuentren una cura.
El padre sacudió la cabeza.
—Entonces habremos muerto antes de que volváis a casa —dijo la madre.
—Piensa que vuelvo a estar en la Escuela de Batalla.
—Tengo todos estos nietos, pero... luego no los veo. —La madre volvió a llorar.
—Yo no me marcharé hasta que Peter Wiggin esté al control de todo —dijo Bean.
—Por eso tenéis tanta prisa para empezar esta guerra —dijo el padre—. ¿Por qué no se lo dices a ellos?
—Necesitamos que tengan confianza en mí. Decirles que podría morir a mitad de la campaña no los convencerá para que se unan al PLT.
—¿Entonces los bebés crecerán en una nave espacial? —preguntó la madre, escéptica.
—Nuestra alegría será verlos hacerse mayores... dijo Petra—, sin que ninguno sea tan grande como su padre.
Bean levantó un pie enorme.
—Es difícil llenar estos zapatos.
—Es cierto que esta guerra, en Armenia, es la que queremos librar —dijo Petra—.
Con todas estas montañas. Irá despacio.
—¿Despacio?—preguntó el padre—. ¿No es lo opuesto de lo que queréis?
—Lo que queremos es que la guerra termine lo antes posible —respondió Bean—.
Pero en este caso ir lento acelerará las cosas.
—Vosotros sois los estrategas brillantes —dijo el padre, marchándose a la cocina—
. ¿Alguien más quiere algo de comer?
* * *
Esa noche, Petra no pudo dormir. Salió al balcón y contempló la ciudad.
¿Hay algo en este mundo que no pueda dejar?
He vivido apartada de mi familia durante casi toda mi vida. ¿Significa eso que la añoraré más o menos?
Pero entonces advirtió que eso no tenía nada que ver con su melancolía. No podía dormir porque sabía que iba a llegar la guerra. Su plan era mantener el conflicto en las montañas, hacer que los turcos pagaran cada metro. Pero no había ningún motivo para suponer que las fuerzas de Alai (o de quien fueran las fuerzas musulmanas) no bombardearían los grandes núcleos de población. Los bombardeos de precisión llevaban tanto tiempo siendo la norma (desde que se habían lanzado nucleares contra La Meca) que un súbito cambio a bombas de saturación antipoblación sería un choque desmoralizador.
Todo depende de que podamos dominar y controlar el aire. Y el PLT no tiene tantos aviones como la Liga Musulmana.
Malditos sean esos cegatos israelíes por entrenar a las Fuerzas Aéreas árabes y conseguir que se cuenten entre las más formidables del mundo.
¿Por qué se mostraba Bean tan confiado?
¿Era sólo porque sabía que pronto dejaría la Tierra y no tendría que estar allí para enfrentarse a las consecuencias?
Eso era injusto. Bean había dicho que se quedaría hasta que Peter fuera Hegemón de facto además de nominal. Bean no faltaba a su palabra.
¿Y si nunca encuentran una cura? ¿Y si navegamos eternamente por el espacio? ¿Y si Bean se muere ahí fuera conmigo y los bebés?
Oyó pasos tras ella. Supuso que sería Bean, pero se trataba de su madre.
—¿Despierta sin que sea por causa de los bebés? Petra sonrió.
—Tengo muchas cosas en la cabeza para dormir.
—Pero necesitas hacerlo.
—Al final, mi cuerpo cederá me guste o no. Su madre contempló la ciudad.
—¿Nos has echado de menos?
Ella sabía lo que su madre quería que dijera: todos los días. Pero tendría que contentarse con la verdad.
—Cuando tengo tiempo de pensar en algo, sí. Pero no es que os eche de menos... Es que me alegro de que estéis en mi vida. Me alegro de que estéis en este mundo. — Se volvió para mirar a su madre—. Ya no soy una niña pequeña. Sé que todavía soy muy joven y estoy segura de que no sé nada todavía, pero ahora formo parte del ciclo de la vida. Ya no soy de la generación más joven. Así que no me aferró a mis padres como antes me hubiese gustado hacer. Eché muchas cosas de menos allá arriba, en la Escuela de Batalla. Los niños necesitan a su familia.
—Y crean una familia con lo que tienen a mano —dijo su madre con tristeza.
—Eso no les sucederá nunca a mis hijos. El mundo no está siendo invadido por alienígenas. Puedo quedarme con ellos.
Entonces recordó que algunas personas dirían que algunos de sus hijos eran una invasión alienígena.
No podía pensar de esa forma.
—Llevas mucho peso en tu corazón —dijo su madre, acariciándole el pelo.
—No tanto como Bean. Mucho menos que Peter.
—¿Es un buen hombre ese Peter Wiggin? Petra se encogió de hombros.
—¿Los grandes hombres son de verdad buenos? Sé que pueden serlo, pero los juzgamos por un baremo diferente. La grandeza los cambia, fueran lo que fuesen cuando empezaron. Es como las guerras: ¿solucionan algo? Pero no podemos pensar de esa forma. Lo que cuenta de una guerra no es si resolvió las cosas o no. La pregunta es: ¿librar la guerra fue mejor que no librarla? Y supongo que el misino tipo de pregunta debería hacerse respecto a los grandes hombres.
—Si es que Peter Wiggin es grande.
—Madre, Peter era Locke, ¿recuerdas? Detuvo una guerra. Ya era grande antes de que yo volviera de la Escuela de Batalla. Y todavía era un adolescente. Más joven de lo que yo soy ahora.
—Entonces he hecho una pregunta equivocada. ¿Será un mundo bajo su gobierno un buen lugar donde vivir?
Petra volvió a encogerse de hombros.
—Creo que es lo que él pretende. No he visto que sea vengativo. Ni corrupto. Se está asegurando de que todas las naciones que se unen al PLT lo hagan por votación popular, para que nada sea forzoso. Eso es prometedor, ¿no?
—Armenia se pasó tantos siglos anhelando tener su propia nación... Ahora la tenemos, pero parece que el precio para conservarla es renunciar a ella.
—Armenia seguirá siendo Armenia, madre.
—No, no lo será. Si Peter Wiggin gana todo lo que intenta ganar, Armenia será...
Kansas.
—¡Difícilmente!
—Todos hablaremos común y, si vas de Yerevan a Rostov o Ankara o Sofía, ni siquiera sabrás que has ido a alguna parte.
—Todos hablamos común ahora. Y nunca habrá un momento en que no puedas distinguir Ankara de Yerevan.
—Estás muy segura.
—Estoy segura de un montón de cosas. Y la mitad de las veces tengo razón. —Le sonrió a su madre, pero la sonrisa que ésta le devolvió no era auténtica.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Petra—. ¿Cómo renunciaste a tu hija?
—No «renunciamos» —dijo su madre—. Te llevaron. La mayor parte de las veces conseguía creer que todo había sido por una buena causa. Las otras veces lloraba. No fue como si hubieras muerto porque estabas viva todavía. Me sentía orgullosa de ti. Te echaba de menos. Fuiste buena compañía casi desde tu primera palabra. ¡Pero tan ambiciosa! —Petra sonrió un poquito al oír eso—. Ahora estás casada. La ambición para ti misma se ha acabado. Ahora la ambición es para tus hijos.
—Solo quiero que sean felices.
—Eso es algo tú no puedes hacer por ellos. Así que no lo fijes como objetivo tuyo.
—No tengo ningún objetivo, madre.
—Eso está bien. Entonces nunca se te romperá el corazón. La madre la miró con expresión seria.
Petra se rió un poco.
—¿Sabes?, cuando estoy fuera algún tiempo, se me olvida que tú lo sabes todo. La madre sonrió.
—Petra, no puedo salvarte de todo. Pero quiero hacerlo. Lo haría si pudiera.
¿Ayuda eso? ¿Saber que alguien quiere que seas feliz?
—Más de lo que crees, madre.
Ella asintió. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Salir al espacio. Es como encerrarte en tu propio ataúd. ¡Lo sé! Pero así es como me parece. Sólo sé que voy a perderte, como si estuvieras muerta. Tú también lo sabes. ¿Por eso estás aquí, despidiéndote de Yerevan?
—De la Tierra, Madre. Yerevan es lo último.
—Bueno, Yerevan no te echará de menos. Las ciudades no lo hacen nunca. Continúan y nosotros no suponemos ninguna diferencia para ellas. Por eso odio las ciudades.
Y eso también se cumple con la especie humana, pensó Petra.
—Creo que es buena cosa que la vida continúe. Como el agua en una noria. Saca un poco, el resto vuelve a llenarse.
—Cuando mi hija desaparece, nada llena su lugar.
Petra sabía que su madre se refería a los años que había pasado sin Petra, pero lo que destelló en su mente fueron los seis bebés que aún no habían encontrado. Las dos ideas juntas hacían que la pérdida de esos bebés (si existían siquiera) fuera demasiado dolorosa. Petra empezó a llorar. Odiaba llorar.
Su madre la rodeó con sus brazos.
—Lo siento, Pet —dijo—. Ni siquiera estaba pensando. Yo añoraba a una hija, y tú tienes tantos y ni siquiera sabes si están vivos o muertos.
—Pero ni siquiera son reales para mí—contestó Petra—. No sé por qué estoy llorando. Ni siquiera los he visto.
—Ansiamos a nuestros hijos. Necesitamos cuidarlos, una vez que les damos vida.
—Yo ni siquiera hice eso. Otras mujeres los parieron a todos menos a uno. Y voy a perderlo.
Y de repente su vida pareció tan terrible que resultó insoportable. Sollozó mientras su madre la abrazaba.
—Oh, mi pobre niña —murmuraba la madre—. Tu vida me rompe el corazón.
—¿Cómo puedo quejarme así? —dijo Petra, la voz aguda por el llanto—. He visto parte de algunos de los acontecimientos más grandes de la historia.
—Cuando tus bebés te necesitan, la historia no proporciona mucho consuelo.
Y, como siguiendo una señal, llegó el sonido de un bebé llorando dentro del apartamento. La madre hizo amago de acudir, pero Petra la detuvo.
—Bean la atenderá. —Usó el faldón de la camisa para secarse los ojos.
—¿Sabes por el llanto qué bebé es?
—¿No lo sabías tú?
—Nunca tuve dos hijos a la vez, mucho menos tres. No hay muchos partos múltiples en nuestra familia.
—Bueno, he encontrado la forma perfecta de tener partos múltiples. Conseguir otras ocho mujeres para que te ayuden a dar a luz. —Consiguió soltar una débil risita en respuesta a su humor negro.
El bebé volvió a llorar.
—Definitivamente, es Bella, siempre es más insistente. Bean la cambiará y luego me la traerá.
—Podría hacerlo yo y él seguir durmiendo —ofreció la madre.
—Son algunos de nuestros mejores momentos juntos —dijo Petra—. Cuidar a los bebés.
La madre le dio un pellizquito en la mejilla.
—Entiendo una indirecta.
—Gracias por hablar conmigo, mamá.
—Gracias por volver a casa.
La madre entró en el apartamento. Petra se quedó en el balcón. Al cabo de un rato, Bean se acercó, descalzo. Petra se subió la camiseta y Bella empezó a mamar ruidosamente.
—Menos mal que tu hermano Ender puso en marcha la fábrica de leche —dijo Petra—, o habrías tenido que contentarte con el biberón.
Mientras permanecía allí, amamantando a Bella y contemplando la ciudad de noche, las enormes manos de Bean la sujetaron por los hombros y le acariciaron los brazos. Tan amablemente. Tan suavemente.
Una vez fue tan pequeño como esta niñita.
Pero siempre un gigante, mucho antes de que su cuerpo lo demostrara.