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77.11% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 182: 6 Evolución

Chapter 182: 6 Evolución

De: CrazyTom%LocoMajaraSsandhurst.inglaterra.gov A: Legumbre%Magica@IComeAnon.com

Dirigido y enviado por IcomeAnon Encriptado usando código ******** Decodificado usando código *********** Sobre: Inglaterra y Europa.

Espero que todavía uses esta dirección, ahora que ya eres oficial y no eres Mr. Tendón. No creo que esto debiera ir por canales normales.

Wiggin sigue dándome mala espina. Me parece que se cree que tiene alguna afinidad especial con los miembros del grupo, sólo porque es hermano de Ender. ¿La tiene? Sé que anda con los dedos metidos en todas partes (los asuntos que la Hegemonía parece conocer antes que nosotros son a veces sorprendentes), ¿pero tiene los dedos metidos en lo nuestro?

Me ha pedido que valore la disponibilidad europea a rendir su soberanía a un Gobierno europeo. Puesto que toda la historia de los últimos doscientos años consiste en el flirteo de Europa con un verdadero Gobierno europeo, para echarse atrás siempre, me pregunto si la pregunta procede de un niño idiota o de un profundo pensador que sabe más que yo.

Pero si piensas que su pregunta es legítima, déjame que te diga que rendir la soberanía de cualquier mundo existente a un Gobierno regional es irrisorio. Sólo países pequeños como el Benelux o Dinamarca o Eslovenia están ansiosos por unirse. Es como las comunas: la gente que no tiene nada siempre está dispuesta a compartir. Aunque Europa hable ahora una versión del inglés como lengua nativa (excepto en unos cuantos enclaves que resisten), estamos tan lejos de la unidad como siempre.

Lo cual no quiere decir que con la presión adecuada, en el momento adecuado, todas las orgullosas naciones de Europa no puedan cambiar la soberanía por la seguridad.

* * *

Tom

Tendría que ser Fortaleza Ruanda, por supuesto. La Suiza de África, la llamaban en ocasiones, aunque sólo mantenía su independencia y neutralidad porque metro a metro era probablemente la nación más fortificada de la Tierra.

Nunca podrían haber entrado en el espacio aéreo ruandés. Pero una falsa llamada telefónica de Peter a Félix Starman, el primer ministro, les consiguió el pase para dos helicópteros jet de la Hegemonía y veinte soldados... junto con montones de mapas detallados del centro médico donde trabajaba Volescu.

Bajo otro nombre, naturalmente. Pues Ruanda era uno de los sitios donde Aquiles mantenía pisos francos y células de espías. Lo que Volescu no podía haber sabido era que los expertos en informática de Peter habían podido entrar en la red de ordenadores clandestina de Aquiles a través de Suriyawong, y célula a célula, la organización de Aquiles había sido comprada, subvertida o destruida.

Volescu dependía de una célula ruandesa que había sido denunciada al Gobierno ruandés. Félix Starman había decidido continuar manejando la célula a través de intermediarios, así que los miembros de la célula no eran conscientes de que en realidad trabajaban para el Gobierno.

Así que no fue poco que Starman (que exigía que el nombre que había elegido para sí mismo se tradujera, para que todo el mundo fuera consciente de la extraña imagen que deseaba dar) renunciara a esa ventaja. Mientras Bean y Petra se encargaban de Volescu, la policía ruandesa arrestaría a todos los otros miembros de la organización de Aquiles. Incluso habían prometido que expertos de la Hegemonía podrían seguir la deconstrucción ruandesa de los ordenadores de Aquiles.

El tableteo de los rotores de los helicópteros era igual que una sirena de la policía cuando anunciaba su aproximación, así que se posaron a un kilómetro de distancia del centro médico. Cuatro soldados de cada helicóptero iban equipados con estilizadas motocicletas y se marcharon para asegurar todos los puntos de salida de vehículos. El resto avanzó a través de patios y aparcamientos de casas, edificios de apartamentos y pequeños negocios.

Como toda la población de Ruanda recibía entrenamiento militar, la gente sabía lo suficiente para quedarse en casa cuando vio a los soldados uniformados de verde oscuro de la Hegemonía cruzar al trote los solares. Podían intentar telefonear al Gobierno para que averiguara qué estaba pasando, pero los móviles daban un mensaje de «estamos mejorando nuestro servicio, por favor, tenga paciencia», y las líneas terrestres decían que «todas las líneas están ocupadas».

Petra sabía que, por su embarazo, no podía correr con los demás. Y Bean era tan grande que también se quedó en los helicópteros con los pilotos. Pero Bean había entrenado a esos hombres y no tenía ninguna duda de sus habilidades. Además, Suriyawong, todavía tratando de rehabilitarse aunque Bean le había asegurado que contaba con toda su confianza, estaba ansioso por demostrar que podía ejecutar la misión perfectamente sin la supervisión directa de Bean.

Así que sólo pasaron quince minutos antes de que Suriyawong les enviara «fa», que significaba fait accompli o la cuarta nota de la escala musical, según de qué animo estuviera Bean. Esta vez, cuando vio el mensaje lo cantó y los helicópteros volvieron a despegar.

Aterrizaron en el aparcamiento del complejo médico. Como correspondía a un país rico como Ruanda, era de tecnología punta, pero la arquitectura estaba diseñada para hacer el lugar acogedor para los pacientes. Así que parecía un poblado, con habitaciones que no necesitaban un entorno controlado abierto a las brisas que soplaran.

Volescu estaba retenido en el laboratorio donde lo habían arrestado. Asintió gravemente a Bean y Petra cuando entraron.

—Cuánto me alegro de volver a veros —dijo.

—¿Era cierto algo de lo que nos dijo? —preguntó Petra. Su voz era tranquila, pero no iba a fingir que iba a ser amable.

Volescu le ofreció una sonrisita y se encogió de hombros.

—Hacer lo que el chico quería pareció una buena idea en su momento. El me prometió... esto.

—¿Un lugar donde llevar a cabo investigaciones ilegales? —preguntó Bean.

—Extrañamente, en nuestros nuevos días de libertad, ahora que la Hegemonía carece de poder, mi investigación aquí no es ilegal. Así que no tengo que estar preparado para disponer rápidamente de mis sujetos de estudio.

Bean miró a Petra.

—Sigue diciendo «disponer de» en vez de «asesinar a». La sonrisa de Volescu se volvió triste.

—Cómo desearía haber tenido a todos tus hermanos —dijo—. Pero no estáis aquí por eso. Cumplí el tiempo que me correspondía y me liberaron legalmente.

—Queremos recuperar a nuestros bebés —dijo Petra—. A los ocho. A menos que haya más.

—Nunca hubo más de ocho —contestó Volescu—. Me observaron todo el tiempo, como dispusiste, y es imposible que hubiera podido falsificar ese número. Ni podría haber falseado la destrucción de los descartes.

—Ya he pensado varias formas de hacerlo —dijo Bean—. La más obvia es que los tres que fingió encontrar que tenían la Clave de Antón activa ya se los habían llevado. Lo que destruyó fueron otros embriones. O ninguno.

—Si sabes tanto, ¿para qué me necesitas? —preguntó Volescu.

—Ocho nombres y direcciones —dijo Bean—. Las mujeres que están engendrando a nuestros bebés.

—Aunque lo supiera, ¿para qué serviría decirlo? Ninguno de ellos tiene la Clave de Antón. No merece la pena estudiarlos.

—No hay ninguna prueba fehaciente —dijo Petra—. Así que no sabe cuál de ellos tenía la Clave de Antón operativa. Lo más normal sería que los hubiera conservado todos. Que los hubiera implantado todos.

—Una vez más, ya que sabes más que yo, avísame cuando los encontréis. Me encantaría saber qué hizo Aquiles con los cinco supervivientes.

Bean se acercó a su medio-tío biológico. Se alzó sobre él.

—Vaya —dijo Volescu—. Qué dientes tan grandes tienes.

Bean lo asió por los hombros. Los brazos de Volescu parecían pequeños y frágiles dentro de la tenaza de las enormes manos de Bean. Bean sondeó y apretó los dedos. Volescu dio un respingo.

Las manos de Bean recorrieron lentamente los hombros de Volescu hasta que su mano derecha se posó junto a la nunca del hombre, y su pulgar jugueteó con la nuez de Adán.

—Vuelva a mentirme —susurró Bean.

—Cabría esperar que alguien que solía ser pequeño no acabara convirtiéndose en un matón —dijo Volescu.

—Todos fuimos pequeños —dijo Petra—. Suéltale el cuello, Bean.

—Déjame aplastarle un poquito la laringe.

—Es demasiado confiado. Está muy seguro de que nunca los encontraremos.

—Muchos bebés —dijo Volescu, tan tranquilo—. Muy poco tiempo.

—Cuenta con que no vamos a torturarlo —dijo Bean.

—O tal vez quiere que lo hagamos —dijo Petra—. ¿Quién sabe cómo funciona su cerebro? La única diferencia entre Volescu y Aquiles es el tamaño de sus ambiciones. Los sueños de Volescu son muy, muy pequeños.

Los ojos de Volescu se llenaron de lágrimas.

—Sigo considerándote mi único hijo —le dijo a Bean—. Me apena que no nos comuniquemos mejor.

El pulgar de Bean masajeó la piel de la garganta de Volescu alrededor de la nuez de Adán.

—Me sorprende que pueda encontrar siempre un sitio para dedicarse a su especialidad científica —dijo Petra—. Pero este laboratorio ya está cerrado. El

Gobierno de Ruanda hará que sus científicos lo examinen para descubrir qué ha estado haciendo.

—Siempre hago el trabajo para que otros se lleven el mérito —dijo Volescu.

—¿Ves cómo casi puedo abarcarle la garganta con una sola mano? —dijo Bean.

—Llevémoslo a Ribeirão Preto, Julian .

—Eso estaría bien —dijo Volescu—. ¿Cómo les va a mi hermana y su marido? ¿O ya no los veis, ahora que sois tan importantes?

—Está hablando de mi familia como si no fuera el monstruo que clonó a mi hermano ilegalmente y luego asesinó a todos los clones menos uno —dijo Bean.

—Han vuelto a Grecia —dijo Petra—. Por favor, no lo mates, Bean. Por favor.

—Recuérdame por qué.

—Porque somos buenas personas. Volescu se echó a reír.

—Vivís asesinando. ¿A cuánta gente habéis matado los dos? Y si añadimos a todos los insectores que asesinasteis en el espacio...

—Muy bien —dijo Petra—. Adelante, mátalo.

Bean tensó los dedos. No mucho, en realidad. Pero Volescu emitió un sonido ahogado con la garganta y en unos instantes se le pusieron los ojos saltones.

En ese momento, Suriyawong entró en el laboratorio.

—General Delphiki, señor —dijo.

—Un momentito, Suri —dijo Petra—. Está matando a alguien.

—Señor —dijo Suriyawong—. Esto es un laboratorio de material bélico. Bean relajó su presa.

—¿Investigación genética aún?

—Varios de los otros científicos que trabajan aquí tenían recelos sobre el trabajo de Volescu y las fuentes de sus subvenciones. Estaban recopilando pruebas. No hay gran cosa que recopilar. Pero todo señala a que Volescu estaba desarrollando un virus del resfriado común que podía causar alteraciones genéticas.

—Eso no afectaría a los adultos —dijo Bean.

—No tendría que haber dicho material bélico —dijo Suriyawong—, pero he supuesto que eso detendría tu pequeño juego de estrangulamiento.

—¿Qué es, entonces?

—Es un proyecto para alterar el genoma humano.

—Sabemos que ha trabajado en eso —dijo Petra.

—Pero no con virus como portadores —dijo Bean—. ¿Qué estaba haciendo aquí, Volescu?

Volescu emitió algunas palabras ahogadas.

—Cumpliendo los términos de mi acuerdo.

—¿Acuerdo con quién?

—Los acordantes —dijo Volescu.

—Clausura este lugar —le dijo Bean a Suriyawong—. Llamaré al Hegemón para solicitar que ponga en observación Ruanda.

—Creo que nuestro brillante científico tenía alguna extraña idea para rehacer a la especie humana —dijo Petra.

—Necesitamos que Antón examine lo que estaba haciendo este loco discípulo suyo.

—Suri —dijo Petra—. Bean no iba a matarlo.

—Sí que iba —dijo Bean.

—Yo lo habría detenido. Suri soltó una risita.

—Algunas personas necesitan que las maten. Hasta ahora, el cómputo de Bean es uno a uno.

* * *

Petra dejó de acudir a los interrogatorios de Volescu. Apenas podía llamárselos así: preguntas directas que no llegaban a ninguna parte, amenazas que parecían no significar nada. Era enloquecedor y agobiante y odiaba la forma en que él la miraba. Miraba su vientre, que empezaba a dejar ver su embarazo más y más cada día.

Pero seguía controlando lo que llamaban, a falta de nombre mejor, el proyecto Volescu. El jefe de seguridad electrónica, Ferreira, trabajaba intensamente intentando localizar todo lo que Volescu había estado haciendo con su ordenador y siguiendo sus diversas identidades a través de las redes. Pero Petra se aseguraba de que las investigaciones de bases de datos e índices que ya tenían localizados continuaran. Aquellos bebés estaban en alguna parte, implantados en madres de alquiler, y en algún momento tendrían que dar a luz. Volescu no arriesgaría sus vidas prohibiendo a las madres acceder a buenos cuidados médicos: de hecho, eso era lo mínimo que podía esperarse. Así que nacerían en hospitales y sus nacimientos serían registrados.

Cómo encontrarían a esos bebés entre los millones que nacerían en ese tiempo era algo que Petra no era capaz de empezar a imaginar. Pero recopilarían los datos e indexarían todas las variables útiles imaginables para trabajar con ellas cuando por fin descubrieran algún marcador identificativo.

Mientras tanto, Bean se encargaba de los interrogatorios a Volescu. Estaban consiguiendo alguna información que resultaba cierta, pero a Bean le costaba trabajo decidir si Volescu estaba dejando caer inconscientemente información útil o si jugaba deliberadamente con ellos dejando filtrar gotitas de información que sabía que no serían demasiado útiles al final.

Cuando no estaba con Volescu, Bean estaba con Antón, quien había dejado su retiro y aceptado tomar grandes cantidades de fármacos para controlar su reacción adversa a trabajar en su campo científico.

—Me digo a mí mismo cada día que no estoy haciendo ciencia —le dijo a Bean—. Simplemente estoy calificando los trabajos de un estudiante. Pero sigo vomitando. Esto no es bueno para mí.

—No te esfuerces más de lo que puedas.

—Mi esposa me ayuda —dijo Antón—. Es muy paciente con este viejo. ¿Y sabes una cosa? Está embarazada. ¡Por vía natural!

—Enhorabuena —dijo Bean, sabiendo lo duro que eso era para Antón, cuyos deseos sexuales no tendían en la misma dirección que sus planes reproductores.

—Mi cuerpo sabe cómo, incluso a esta edad. —Rió—. Hace lo que viene de modo forzado.

Pero felicidad personal aparte, el panorama que Antón empezaba a pintar era cada vez peor.

—Su plan era bastante sencillo. Planeaba destruir a la especie humana.

—¿Por qué? Eso no tiene sentido. ¿Venganza?

—No, no. Destruir y sustituir. El virus que eligió iría directamente a las células reproductoras del cuerpo. Cada espermatozoide, cada óvulo. Infectaría, pero no mataría. Sólo cortaría y sustituiría. Todo tipo de cambios. La fuerza y la velocidad de un africano del este. Unos pocos cambios que no comprendo porque nadie ha trazado en realidad esa parte del genoma... no son funciones. Y algunos que ni siquiera sabía que encajaran con el genoma humano. Tengo que probarlos y no puedo hacerlo. Eso sería ciencia de verdad. Que lo haga otro. Más tarde.

—Estás evitando el gran cambio —dijo Bean.

—Mi pequeña clave. Su virus la dispara.

—Entonces no tiene cura. No hay forma de disparar la clave de la habilidad intelectual sin disparar también esta pauta de crecimiento perpetuo.

—Si la tuviera, la usaría. No hay ninguna ventaja en no hacerlo.

—Entonces sí que es un arma biológica.

—¿Arma? ¿Algo que afecta sólo a tus hijos? ¿Que los hace morir de gigantismo antes de cumplir los veinte años? Oh, ello haría que los ejércitos salieran corriendo muertos de miedo.

—¿Entonces qué?

—Volescu cree que es Dios. O al menos está jugando a disfrazarse de Dios. Intenta empujar a la especie humana al siguiente estadio de la evolución. Esparcir esta enfermedad para que ningún niño normal pueda nacer jamás.

—Pero eso es una locura. Todo el mundo muriendo tan joven...

—No, no, Julian . No es una locura. ¿Por qué viven tanto los humanos? Los matemáticos y los poetas se queman de todas formas a los veintipocos años. Vivimos tanto por los nietos. En un mundo difícil, los abuelos pueden asegurar la supervivencia de sus nietos. A las sociedades que conservaban a sus ancianos y los escuchaban y los respetan y los alimentaban siempre les iba mejor. Pero se trataba de una comunidad a punto de morir de inanición. Siempre en riesgo. ¿Corremos ese riesgo hoy?

—Si estas guerras siguen empeorando...

—Sí, las guerras —dijo Antón—. Eliminan a toda una generación de hombres, pero los abuelos conservan su potencia sexual. Pueden propagar la siguiente generación aunque los jóvenes hayan muerto. Pero Volescu cree que estamos listos para dar otro paso planeando las muertes de los jóvenes.

—Así que no le importa tener generaciones que duren menos de veinte años.

—Cambia las pautas de la sociedad. ¿Cuándo estuviste dispuesto a aceptar un papel de adulto, Bean? ¿Cuándo estuvo tu cerebro listo para trabajar para cambiar el mundo?

—A los diez años. Antes, si hubiera tenido una buena educación.

—Entonces consigue una buena educación. Todas nuestras escuelas cambian porque los niños están dispuestos a aprender a los tres años. A los dos. A los diez años, si el cambio genético de Volescu tiene lugar, la nueva generación estará completamente preparada para sustituir a la antigua. Casarse lo antes posible. Reproducirse como conejos. Convertirse en gigantes. Irresistibles en la guerra. Hasta que se mueran de ataques al corazón. ¿No lo ves? En vez de malgastar a los jóvenes en muertes violentas, enviamos a los viejos... a los de dieciocho años. Mientras todo el trabajo en la ciencia, la tecnología, la construcción, la agricultura, todo, lo hacen los jóvenes. Los niños de diez años. Todos como tú.

—Y ya no son humanos.

—Una especie distinta, sí. Los hijos del Homo sapiens. Homo lumens, tal vez. Todavía capaces de reproducirse entre sí, los humanos a la antigua usanza se hacen

viejos pero nunca grandes. Y nunca son demasiado listos. ¿Cómo pueden competir? Desaparecen, Bean. Tu pueblo gobierna el mundo.

—No serían mi pueblo.

—Es bueno que seas leal a los humanos antiguos como yo. Pero tú eres algo nuevo, Bean. Y si tienes hijos con mi clave activada, no serán rápidos como ha diseñado Volescu, pero serán brillantes. Algo nuevo en el mundo. Cuando puedan hablar unos con otros, en vez de estar solos como tú, ¿podrás mantenerte a su nivel? Bueno, tal vez sí, porque eres tú. ¿Pero podré yo mantenerme a su nivel?

Bean se rió amargamente.

—¿Podrá Petra? Eso es lo que estás diciendo.

—No tuviste padres que se sintieran humillados al descubrir que aprendías más rápido de lo que te podían enseñar.

—Petra los amará igual.

—Sí, lo hará. Pero todo su amor no los convertirá en humanos.

—Y tú que me decías que era definitivamente humano. No era cierto después de todo.

—Humano en tus amores, tus ansias. En lo que te hace bueno y no malo. Pero en la velocidad de tu vida, las alturas intelectuales, ¿no estás solo en este mundo?

—A menos que se libere ese virus.

—¿Cómo sabes que no será liberado de todas formas? —preguntó Antón—.

¿Cómo sabes que no ha completado ya una cepa y la ha diseminado? ¿Cómo sabes que no se contagió a sí mismo y ahora la esparce por dondequiera que va? En las semanas transcurridas desde que llegó aquí, ¿cuántas personas del complejo de la Hegemonía han pillado un resfriado? La nariz tapada, picor en el pene, los pezones más sensibles... sí, usó ese virus como base, tiene sentido del humor, del peor.

—No he comprobado los síntomas más sutiles, pero hemos tenido el número normal de resfriados.

—Probablemente no —dijo Antón—. Probablemente no se convirtió en portador.

¿Qué sentido tendría? Quiere que otra gente lo transmita.

—Estás diciendo que ya está ahí fuera.

—O tiene un sitio web que tiene que comprobar cada semana o cada mes. Y entonces pasa un mes y no lo hace. Y se envía una señal a alguien de la antigua red de Aquiles. El virus se lanza y se usa. Y todo lo que habrá tenido que hacer Volescu para dispararlo habrá sido... estar cautivo sin acceso a los ordenadores.

—¿Tan completa fue su investigación? ¿Podría tener un virus activo?

—No lo sé. Cuando se mudaba, cambiada todos sus archivos. Cuando le enviaste un mensaje, me lo dijiste, ¿recuerdas? Le enviaste un mensaje y se mudó a Ruanda. Antes de eso tal vez tenía una versión anterior del virus. Tal vez no. Tal vez ésta es la primera vez que ha puesto los genes para cambiar a los humanos en el virus. Si ése es el caso, entonces no, no ha sido lanzado. Pero podría ser. Está preparado. Bastante preparado. Tal vez lo capturaste justo a tiempo.

—Y si está ahí fuera, ¿qué?

—Entonces espero que el bebé que está esperando mi esposa sea como tú y no como yo.

—¿Por qué?

—Tu tragedia, Bean, es que eres único. Si todo el mundo es pronto como tú, ya sabes en qué te convierte eso.

—En un maldito idiota.

—Te convierte en Adán.

Antón se mostraba insoportablemente complaciente al respecto. Lo que Bean era, lo que le estaba sucediendo, era algo que no le deseaba a nadie. Ni a su hijo, ni al de Antón. Pero podía perdonarle a Antón su absurdo deseo. No había sido tan pequeño; no había sido tan grande. No podía saber lo... lo larval que era la primera etapa.

Como los gusanos de seda, la larva de mi especie hace todo el trabajo de su vida cuando es joven. Luego, la mariposa grande, que es lo que la gente ve, lo único que hace en la vida es echar un polvo, poner huevos y morir.

Bean habló del tema con Petra y luego ambos fueron a ver a Ferreira y a Peter. A partir de entonces la búsqueda informática se centró (con cierta urgencia) en la detección de cualquier señal que Volescu hubiera ido marcando cada día o cada semana. Sin duda esa señal estaba preparada para autodestruirse en cuanto se enviara su mensaje. Lo que significaba que, si ya había sido enviado, ya no existiría. Pero en algún lugar habría huellas. Copias de seguridad. Registros de algún tipo u otro. Nadie viajaba limpio por las redes.

Ni siquiera Bean. Se había convertido en imposible de seguir cambiándolo todo constantemente. Pero Volescu había permanecido anclado en un laboratorio aquí o un laboratorio allá, mientras pudo. Tal vez no había sido tan cuidadoso en sus maniobras a través de las redes. Después de todo, Volescu podía creerse brillante, pero no era Bean.


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