Al día siguiente, al despertarse, empezaron por besarse mucho, y Aladino dijo a su madre que su aventu- ra le había corregido para siempre de la travesura y haraganería, y que-en lo sucesivo buscaría trabajo como un hombre. Luego, como aun teía hambre, pidió el desayuno; y su madre le dijo: "¡Ay hijo mío! ayer por la noche te di todo lo que había en casa, y ya no tengo ni un pedazo de pan. ¡Pero ten un poco de paciencia y aguarda a que vaya a vender el poco de algodón que hube de hilar estos últimos días, y te compraré algo con el importe de la venta!" Pero contestó Aladino: "Deja el algodón para otra vez, ¡oh madre! y coge hoy esta lámpara vieja que me traje del subterráneo, y ve a venderla al zoco de los mercaderes de cobre. ¡Y pro- bablemente sacarás, por ella algún dinero que nos permita pasar todo el día!" Y contestó la madre de Ala- dino: "¡Verdad dices, hijo mío! ¡y mañana cogeré las bolas de vidrio que trajiste también de ese lugar mal- dito, e iré a venderlas en el barrio de los negros, que me las comprarán a más precio que los nmercaderes de oficio!"
La madre de Aladino cogió, pues, la lámpara para ir a venderla, pero la encontró muy sucia, y dijo a Ala- dino:. "¡Primero, hijo mío, voy a limpiar está lámpara que está sucia, a fin de dejarla reluciente y sacar por ella el mayor precio posible!" Y fue a la cocina, se echó en la mano un poco de ceniza, que mezcló con agua, y se puso a limpiar la lámpara. Pero apenas había empezado a frotarla, cuando surgió de pronto ante ella, sin saberse de dónde había salido, un espantoso efrit, más feo indudablemente que el del subterráneo, y tan enorme que tocaba el techo con la cabeza. Y se inclinó ante ella y dijo con voz ensordecedora: "¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué, quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!"
Cuando la madre de Aladino vio esta aparición, que estaba tan lejos de esperarse, como no estaba acos- tumbrada a semejantes cosas, se quedó inmóvil de terror; y se la trabó la lengua, y se la abrió la boca; y lo- ca de miedo y horror, no pudo soportar por más tiempo el tener a la vista una cara tan repulsiva y espantosa como aquella, y cayó desmayada.
Pero Aladino, que se hallaba también en la cocina, y que estaba ya un poco acostumbrado a caras de aquella clase, después de la que habían visto en la cueva, quizá más fea y monstruosa, no se asustó tanto como su madre. Y comprendió, que la causante de la aparición del efrit era aquella lámpara; y se apresuró a quitársela de las manos a su madre, que seguía desmayada; y la cogió con firmeza entre los diez dedos, y dijo al efrit: "¡Oh servidor de la lámpara! ¡tengo mucha hambre, y deseo que me traigas cosas excelentes en extremo para que me las coma!" Y el genni desapareció al punto, pero para volver un instante después, lle- vando en la cabeza una gran bandeja de plata maciza, en la cual había doce platos de oro llenos de manjares olorosos y exquisitos al paladar y a la vista, con seis panes muy calientes y blancos como la nieve y dora- dos par en medio, dos frascos grandes de vino añejo, claro y excelente, y en las manos un taburete de ébano incrustado de nácar y de plata, y dos tazas de plata. Y puso la bandeja en el taburete, colocó con presteza lo que tenía que colocar y desapareció discretamente.
Entonces Aladino, al ver que su madre seguía desmayada, le echó en el rostro agua de rosas, y aquella frescura, complicada con las deliciosas emanaciones de los manjares humeantes, no dejó de reunir los espí- ritus dispersos y de hacer volver en sí a la pobre mujer. Y Aladino se apresuró a decirle: "¡Vamos, ¡oh ma- dre! eso no es nada! ¡Levántate y ven a comer! ¡Gracias a Alah, aquí hay con qué reponerte por completo el corazón y los sentidos y con qué aplacar nuestra hambre! ¡Por favor, no dejemos enfriar estos manjares. ex- celentes!"
Cuando la madre de Aladino vio la bandeja de plata encima del hermoso taburete, las doce platos de oro con su contenido, los seis maravillosos panes, los dos frascos y las dos tazas, y cuando percibió su olfato el olor sublime que exhalaban todas aquellas cosas buenas, se olvidó de las circunstancias de su desmayo, y dijo a Aladino: "¡Oh hijo mío! ¡Alah proteja la vida de nuestro sultán! ¡Sin duda ha oído hablar de nuestra pobreza y nos ha enviado esta bandeja con uno de sus cocineros!" Pero Aladino contestó: "¡Oh madre mía!
¡no es ahora el momento oportuno para suposiciones y votos! Empecemos por comer, y ya te contaré des- pués lo que ha ocurrido."
Entonces la madre de Aladino fue a sentarse junto a él, abriendo unos ojos llenos de asombro y de admi- ración ante novedades tan maravillosas; y se pusieron ambos a comer coas gran apetito. Y experimentaron con ello tanto gusto, que se estúviron mucho rato en torno a la bandeja, sin cansarse de probar manjares tan bien condimentados, de modo y manera que acabaron por juntar la comida de la mañana con la de la noche. Y cuando terminaron por fin, reservaron para el día siguiente los restos de la comida. Y la madre de Aladi- no fue a guardar en el armario de la cocina los platos y su contenido, volviendo en seguida al lado de Ala-
dino para escuchar lo que tenía él que contarle acerca de aquel generoso obsequio. Y Aladino le reveló en- tonces lo que había pasado, y cómo el genni servidor de la lámpara hubo de ejecutar la orden sin vacilación. Entonces la madre de Aladino, que había escuchado el relato de su hijo con un espanto creciente, fue pre-
sa de gran agitación y exclamo: "¡Ah hijo mío! por la leche con que nutrí tu infancia te conjuro a que arro- jes lejos de ti esa lámpara mágica y te deshagas de ese anillo, don de los malditos efrits, pues no podré so- portar por segunda vez la vista de caras tan feas y espantosas, y me moriré a consecuencia de ello sin duda. Por cierto que me parece que estos manjares que acabo de comer se me suben a la garganta y van a aho- garme. Y además, nuestro profeta Mahomed (¡bendito sea!) nos recomendó mucho que tuviéramos cuidado con los genni y los efrits, y no buscáramos su trato nunca!" Aladino, contestó: "¡Tus palabras, madre mía, están por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡Pero, realmente, no puedo deshacerme de la lámpara ni del anillo! Porque el anillo me fue de suma utilidad al salvarme de una muerte segura en la cueva, y tú misma acabas de ser testigo del servicio que nos ha prestado esta lámpara, la cuál es tan preciosa, que el maldito maghrebín no vaciló en venir a buscarla desde tan lejos. ¡Sin embargo, madre mía, para darte gusto y por consideración a ti, voy a ocultar la lámpara, a fin de que su vista no te hiera los ojos y sea para ti motivo de temor en el porvenir!" Y contestó la madre de Aladino: "Haz lo que quieras, hijo mío. ¡Pero, por mi parte, declaro que no quiero tener que ver nada con los efrits, ni con el servidor del anillo, ni con el de la lámpara!
¡Y deseo que no me hables más de ellos, suceda lo que suceda!"
Al otro día, cuando se terminaron las excelentes provisiones, Aladino, sin querer recurrir tan pronto a la lámpara, para evitar a su madre disgustos, cogió uno de los platos de oro, se lo escondió en la ropa y salió con intención de venderlo en el zoco e invertir el dinero de la venta en proporcionarse las provisiones nece- sarias en la casa. Y fue a la tienda de un judío, que era más astuto que el Cheitán. Y sacó de su ropa el plato de oro y se lo entregó al judío, que lo cogió, lo examinó, lo raspó, y preguntó a Aladino con aire distraído: "¿Cuánto pides por esta?" Y Aladino, que en su vida había visto platos de oro y estaba lejos de saber el valor de semejantes mercaderías, contestó: "¡Por Alah, ¡oh mi señor! tú sabrás mejor que yo lo que puede valer ese plato; y yo me fío en tu tasación y en tu buena fe!" Y el judío, que había visto bien que el plato era del oro más puro, se dijo: "He ahí un mozo que ignora el precio de lo que posee. ¡Vaya un excelente provecho que me proporciona hoy la bendición de Abraham!" Y abrió un cajón, disimulado en el muro de la tieda, y sacó de él una sola moneda de oro, que ofreció a Aladino, y, que no representaba ni la milé- simaparte del valor del plato, y le dijo: "¡Toma, hijo mío, por tu plato! ¡Por Moisés y Aarón, que nunca hu- biera ofrecido semejante suma a otro que no fueses tú; pero lo hago sólo por tenerte por cliente en lo suce- sivo!" Y Aladino cogió a toda prisa el dinar de oro, y sin pensar siquiera en regatear, echó a correr muy contento. Y al ver la alegría de Aladino y su prisa por marcharse, el judío sintió mucho no haberle ofrecido una cantidad más inferior todavía, y estuvo a punto de echar a correr detrás de él para rebajar algo de la moneda de oro; pero renuncio a su proyecto al ver que no podía alcanzarle.
En cuanto a Aladino, corrió sin pérdida de tiempo a casa del panadero, le compró pan, cambió el dinar de oro y volvió a su casa para dar a su madre el pan y el dinero, diciéndole: "¡Madre mía, ve ahora a comprar con este dinero las provisiones necesarias, porque yo no entiendo de esas cosas!" Y la madre se levantó y fue al zoco a comprar todo lo que necesitaban. Y aquel día comieron y se saciaron. Y desde entonces, en cuanto les faltaba dinero, Aladino iba al zoco a vender un plato de oro al mismo judío, que siempre le en- tregaba un dinar, sin atreverse a darle menos después de haberle dado esta suma la primera vez y temeroso de que fuera a proponer su mercancía a otros judíos, que se aprovecharían con ello, en lugar suyo, del in- menso beneficio que suponía el tal negocio. Así es que Aladino, que continuaba ignorando el valor de lo que poseía, le vendió de tal suerte los doce platos de oro. Y entonces pensó en llevarle el bandejón de plata maciza; pero como le pesaba mucho, fue a buscar al judío, que se presentó en la casa, examinó la bandeja preciosa, y dijo a Aladino: "¡Esto vale dos monedas de oro!" Y Aladino, encantado, consintió en vendér- selo, y tomó el dinero, que no quiso darle el judío más que mediante las dos tazas de plata como propina.
De esta manera tuvieron aún para mantenerse durante unos días Aladino y su madre. Y Aladino continuó yendo a los zocos a hablar formalmente con los mercaderes y las personas distinguidas; porque desde su vuelta había tenido cuidado de abstenerse del trato de sus antiguos camaradas, los niños del barrio; y a la sazón procuraba instruirse escuchando las conversaciones de las personas mayores; y como estaba lleno de sagacidad, en poco tiempo adquirió toda clase de nociones preciosas que muy escasos jóvenes de su edad serían capaces de adquirir.
Entre tanto, de nuevo hubo de faltar dinero en la casa, y como no podía obrar de otro modo, a pesar de todo el terror que inspiraba a su madre, Aladino se vio obligado a recurrir a la lámpara mágica. Pero adver- tida del proyecto de Aladino, la madre se apresuró a salir de la casa, sin poder sufrir el encontrarse allí en el momento de la aparición del efrit. Y libre entonces de obrar a su antojo, Aladino cogió la lampara con la mano, y buscó el sitio que había que tocar precisamente, y que se conocía por la impresión dejada con la ceniza en la primera limpieza; y la frotó despacio y muy suavemente. Y al punto apareció el genni, que in- clinóse, y corno voz muy tenue, a causa precisamente de la suavidad del frotamiento, dijo a Aladino: "¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en ele ai-
re por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!" Y Aladino se apresuró a contestar: "¡Oh servidor de la lámpara! ¡tengo mucha hambre, y deseo una bandeja de manjares en un todo semejante a la que me trajiste la primera vez!" Y el genni desapareció, pero para reaparecer, en menos de un abrir y cerrar de ojos, cargado con la bandeja consabida, que puso en el taburete; y se retiró sin saberse por dónde.
Poco tiempo después volvió la madre de Aladino; y vio la bandeja con su aroma y su contenido tan en- cantador; y no se maravilló menos que la primera vez. Y se sentó al lado de su hijo, y probó los manjares, encontrándolos más exquisitos todavía que los de la primera handeja. Y a pesar del terror que le inspiraba el genni servidor de la lámpara, comió con mucho apetito; y ni ella ni Aladino pudieron separarse de la bandeja hasta que se hartaron completamente; pero como aquellos manjares excitaban el apetito conforme se iba comiendo, no se levantó ella hasta el anochecer, juntando así la comida de la mañana con la de me- diodía y con la de la noche. Y Aladino hizo lo propio.
Citando se terminaron las provisiones de la bandeja, como la vez primera....
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y -se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 744 NOCHE Ella dijo:
... Cuando se terminaron las provisiones de la bandeja, como la vez primera, Aladino no dejó de coger uno de los platos de oro e ir al zoco, según tema por costumbre, para vendérselo al judío, lo mismo que ha- bía hecho con los otros platos. Y cuando pasaba por delante de la tienda de un venerable jaique musulmán, que era un orfebre muy estimado por su probidad y buena fe, oyó que le llamaban por su nombre y se detu- vo. Y el venerable orfebre le hizo senas con la mano y le invitó a entrar un momento en la tienda. Y le dijo: "Hijo mío, he tenido ocasión de verte pasar por el zoco bastantes veces, y he notado que llevabas siempre entre la ropa algo que querías ocultar, y entrabas en la tienda de mi vecino el judío para salir luego sin el objeto que ocultabas. ¡Pero tengo que advertirste de una casa que acaso ignores, a causa de tu tierna edad! Has de saber, en efecto, que los judíos son enemigos natos de los musulmanes; y creen que es lícito esca- motearnos nuestros bienes por todos los medios posibles. ¡Y entre todos los judíos, precisamente ese es el más detestable, el más listo, el más embaucador y el más nutrido de odio contra nosotros los que creemos en Alah el Unico! ¡Así, pues, si tienes que vender alguna cosa, ¡oh hijo mío! empieza por enseñármela, y por la verdad de Alah el Altísimo te juro que la tasaré en su justo valor, a fin de que al cederla sepas exac- tamente lo que haces! Enséñame, pues, sin temor, ni desconfianza lo que ocultas en tu traje, ¡y Alah maldi- ga a los embaucadores y confunda al Maligno! ¡Alejado sea por siempre!"
Al oír estas palabras del viejo orfebre, Aladino, confiado, no dejó de sacar de debajo de su traje el plato de oro y mostrárselo. Y el jaique calculó al primer golpe de vista el valor del objeto y preguntó a Aladino: "¿Puedes decirme ahora, hijo mío, cuántos platos de esta clase vendiste al judío y el precio a que se los ce- diste?" Y Aladino contestó: "¡Por Alah, ¡oh tío mío! que ya le he dado doce platos como éste a un dinar ca- da uno!" Y al oír estas palabras, el viejo orfebre llegó al límite de la indignación, y exclamó: "¡Ah maldito judío, hijo de perro, posteridad de Eblis!" Y al propio tiempo puso el plato en la balanza, lo pesó; y dijo: "¡Has de saber, hijo mío, que este plato es del oro más fino y que no vale un dinar, sino doscientos dinares exactamente! ¡Es decir, que el judío te ha robado a ti solo tanto como roban en un día, con detrimento de los musulmanes, todos los judíos del zoco reunidos!" Luego añadió: "¡Ay hijo mío! ¡lo pasado pasado está, y como no hay testigos, no podemos hacer empalar a ese judío maldito! ¡De todos modos, ya sabes a qué atenerte en lo sucesivo!
Y si quieres, al momento voy a contarte doscientos dinares por tu plato. ¡Prefiero, sin embargo, que antes de vendérmelo vayas a proponerlo y a que te lo tasen otros mercaderes; y si te ofrecen más, consiento, en pagarte la diferencia y algo más de sobreprecio!" Pero Aladino, que no tenía ningún motivo para dudar de la reconocida probidad del viejo orfebre, se dio por muy contento, con cederle el plato a tan buen precio. Y tomó los doscientos dinares. Y en lo sucesivo no dejó de dirigirse al mismo honrado orfebre musulmán pa- ra venderle los otros once platos y la bandeja.
Y he aquí que, enriquecidos de aquel modo, Aladino y su madre no abusaron de los beneficios del. Retri- buidor. Y continuaron llevando una vida modesta, distribuyendo a los pobres y a los menesterosos lo que sobraba a sus necesidades. Y entre tanto, Aladino no perdonó ocasión de seguir instruyéndose y afinando su ingenio con el contacto de las gentes del zoco, de los mercaderes distinguidos y de las personas de buen tono que frecuentaban los zocos. Y así aprendió en poco tiempo las maneras del gran mundo, y mantuvo relaciones sostenidas con los orfebres y joyeros, de quienes se convirtió en huésped asiduo. ¡Y ha- bituándose entonces a ver joyas y pedrerías, se enteró de que las frutas que se había llevado de aquel jardín y que se imaginaba serían bolas de vidrió coloreado, eran maravillas inestimables que no tenían igual en casa de los reyes y sultanes más poderosos y más ricos! Y como se había vuelto muy prudente y muy inte- ligente, tuvo la precaución de no hablar de ello a nadie, ni siquiera a su madre. Pero en vez de dejarlas fru-
tas de pedrería tiradas debajo de los cojines del diván y por todos los rincones, las recogió con mucho cui- dado y las guardó en un cofre que compró a propósito: Y he aquí que pronto habría de experimentar los efectos de su prudencia de la manera más brillante y más espléndida.
En efecto, un día entre los días, charlando él a la puerta de una tienda con algunos mercaderes ami- gos.suyos, vio cruzar los zocos a dos pregoneros del sultán, armados de largas pértigas, y les oyó gritar al unísono en alta voz: "¡Oh vosotros todos, mercaderes y habitantes! ¡De orden de nuestro amo magnánimo, el rey del tiempo y el señor de los siglos y de los momentos, sabed que tenéis que cerrar vuestras tiendas al instante y encerraros en vuestras casas, con todas las puertas cerradas por fuera y por dentro! ¡porque va a pasar para ir a tomar su baño en el hammam, la perla única, la maravillosa, la bienhechora, nuestra joven ama Badrú'l-Budur; luna llena de las lunas llenas, hija de nuestro glorioso, sultán! ¡Séale el baño delicioso!
¡En cuanto a los que se abrevan a infringir la orden y a mirar por puertas o ventanas, serán castigados con el alfanje, el palo o el patíbulo! ¡Sirva, pues, de aviso a quienes quieran conservar su sangre en su cuello!"
Al oír este pregón público Aladino se sintió poseído de un deseo irresistible por ver pasar a la hija del sultán, a aquella maravillosa Badrá'l-Budur, de quien se hacían lenguas en toda la ciudad y cuya belleza de luna y perfecciones eran muy elogiadas. Así es que en vez de hacer como todo el mundo y correr a en- cerrarse en su casa, se le ocurrió ir a toda prisa al hammam y escoraderse detrás de la puerta principal para poder, sin ser visto, mirar a través de las junturas y admirar a su gusto a la hija del sultán cuando entrase en el hammam.
Y he aquí que a los pocos instantes de situarse en aquel lugar vio llegar el cortejo de la princesa, pre- cedido vor la muchedumbre de eunucos. Y la vio a ella misma en medio de sus mujeres, cual la luna en me- dio de las estrellas, cubierta con sus velos de seda. Pero en cuanto llegó al umbral del hammmam se apresu- ró a destaparse el rostro; y apareció con todo el resplandor solar de una belleza que superaba a cuanto pu- diera decirse. Porque era una joven de quince años, más bien menos que más, derecha como la letra alef, con una cintura que desafiaba a la rama tierna del árbol ban, con una frente deslumbradora, como el cuarto creciente de la luna en el mes de Ramadan, con cejas rectas y perfectamente trazadas, con ojos negros, grandes y lánguidos, cual los ojos de la gacela sedienta, con párpados modestamente bajos y semejantes a pétalos de rosa, con una nariz impecable como labor selecta, una boca minúscula con dos labios encarna- dos, una tez de blancura lavada en el agua de la fuente Salsabil, un mentón sonriente, dientes como grani- zos, de igual tamaño, un cuello de tórtola, y lo demás, que no se veía, por el estilo. Y de ella es de quien ha dicho el poeta:
¡Sus ojos magos, avivados con kohl negro, traspasan los corazones con sus flechas aceradas!
¡A las rosas de sus mejillas roban los colores las rosas de los ramos!
¡Y su cabellera es una noche tenebrosa iluminada por la irradiación de su frente!
Cuando la princesa llegó a la puerta del hammam, como no temía las miradas indiscretas, se levantó el velillo del rostro, y apareció así en toda su belleza. Y Aladino la vio, y en el momento sintió bullirle la san- gre en la cabeza tres veces más deprisa que antes. Y sólo entonces, se dio cuenta él, que jamás tuvo ocasión de ver al descubierto rostros de mujer, de que podía haber mujeres hermosas y mujeres feas y de que no to- das eran viejas y semejantes a su madre. Y aquel descubrimiento, unido a la belleza incomparable de la princesa, le dejó estupefacto y le inmovilizó en un éxtasis detrás de la puerta. Y ya hacía mucho tiempo que había entrado la princesa en el hammam, mientras él permanecía aún allí asombrado y todo tembloroso de emoción. Y cuando pudo recobrar un poco el sentido, se decidió a escabullirse de su escondite y a regresar a su casa, ¡pero en qué estado de mudanza y turbación! Y pensaba: "¡Por Alah! ¿quién hubiera podido ima- ginar jamás que sobre la tierra hubiese una criatura tan hermosa? ¡Bendito sea la que la ha formado y la ha dotado de perfección!" Y asaltado por un cúmulo de pensamientos, entró en casa de su madre, y con la es- palda quebrantada de emoción y el corazón arrebatado de amor por completo, se dejó caer en el diván, y estuvo sin moverse.
Y he aquí que su madre no tardó en verle en aquel estado tan extraordinario, y se acercó a él y le pre- guntó con ansiedad qué le pasaba. Pero él se negó a dar la menor respuesta. Entonces le llevó ella la ban- deja de los manjares para que almorzase; pero él no quiso comer. Y le preguntó ella: "¿Qué tienes, ¡oh hijo mío?! ¿Te duele algo? ¡Dime qué te ha ocurrido!" Y acabó él por contestar: "¡Déjame!" y Ella insistió para que comiese, y hubo de instarle de tal manera, que consintió él en tocar a los manjares, pero comió in- finitamente menos que de ordinario; y tenía los ojos bajos, y guardaba silencio, sin querer contestar a las preguntas inquietas de su madre. Y estuvo en aquel estado de somnolencia, de palidez y de abatimiento hasta el día siguiente.
Entonces la madre de Aladino, en el límite de la ansiedad, se acercó a él, con lágrimas en los ojos, y le dijo: "¡Oh hijo mío! ¡por Alah sobre ti, dime lo que te pasa y no me tortures más el corazón con tu silencio!
¡Si tienes alguna enfermedad, no me la ocultes, y en seguida iré a buscar al médico! Precisamente está hoy de paso en nuestra ciudad un médico famoso del país de los árabes, a quien ha hecho venir exprofeso nues-
tro sultán para consultarle. ¡Y no se habla de otra cosa que de su ciencia y de sus remedios maravillosos!
¿Quieres que vaya a buscarle...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 746 NOCHE Ella dijo:
"... ¡Y no se habla de otra cosa quede su ciencia y de sus remedios maravillosas! ¿Quieres que vaya a buscarle?" Entonces Aladino levantó la cabeza, y con un topo de voz muy triste, contestó: "¡Sabe oh ma- dre! que estoy bueno y no sufro de enfermedad! ¡Y si me ves en este estado de mudanza, es porque hasta el presente me imaginé que todas las mujeres se te parecían! ¡Y sólo ayer hube de darme cuenta de que no ha- bía tal cosa!" Y la madre de Aladino alzó los brazos y exclamó: "¡Alejado sea el Maligno! ¿qué estás di- ciendo, Aladino?" El joven contestó: "¡Estate tranquila, que sé bien lo que me digo! ¡Porque ayer vi entrar en el hammam a la princesa Badrú'l-Budur, hija del sultán, y su sola vista me reveló la existencia de la be- lleza! ¡Y ya no estoy para nada! ¡Y por eso no tendré reposo ni podré volver en mí mientras no la obtenga de su padre el sultán en matrimonio!
Al oír estas palabras, la madre de Aladino pensó que su hijo había perdido el juicio, y le dijo: "¡El nom- bre de Alah sobre ti, hijo mío! ¡vuelve a la razón! ¡ah! ¡pobre Aladino, piensa en tu condición y desecha esas locuras!" Aladino contestó: "¡Oh madre mía! no tengo para qué volver a la razón, pues no me cuento en el número de los locos. ¡Y tus palabras no me harán renunciar a mi idea de matrimonio con El Sett Ba- drú'l-Budur, la hermosa hija del sultán! ¡Y tengo más intención que nunca de pedírsela a su padre en ma- trimonio!" Ella dijo: "¡Oh hijo mío! ¡por mi vida sobre ti, no pronuncies tales palabras, y ten cuidado de que no te oigan en la vecindad y transmitan tus palabras al sultán, que te haría ahorcar sin remisión! Y además, si de verdad tomaste una resolución tan loca, ¿crees que vas a encontrar quien se encargue de ha- cer esa petición?" El joven contestó: "¿Y a quién voy a encargar de una misión tan delicada estando tú aquí, ¡oh madre!? ¿y en quién voy a tener más confianza que en ti? ¡Sí, ciertamente, tú serás quien vaya a hacer al sultán esa petición de matrimonio!" Ella exclamó: "¡Alah me preserve dellevar a cabo semejante empresa, ¡oh hijo mío! ¡Yo no estoy, como tú, en el límite de la locura! ¡Ah! ¡bien veo al presente que te olvidas de que eres hijo de uno de los sastres más pobres y más ignorados de la ciudad, y de que tampoco yo, tu madre, soy de familia más noble o más esclarecida! ¿Cómo, pues, te atreves a pensar en una princesa que su padre no concederá ni aun a los hijos de poderosos reyes y sultanes?" Y Aladino permaneció silen- cioso un momento; luego contestó: "Sabe ¡oh madre! que ya he pensado y reflexionado largamente en todo lo que acabas de decirme; pero eso no me impide tomar la resolución que te he explicado, ¡sino al contra- rio! ¡Te lo suplico, pues, que si verdaderamente soy tu hijo y me quieres, me prestes el servicio que te pido!
¡Si, no, mi muerte será preferible a mi vida; y sin duda alguna me perderás muy pronto! ¡Por última vez,
¡oh madre mía! no olvides que siempre seré tu hijo Áladino!"
Al oír estas palabras de su hijo, la madre de Aladino rompió en sollozos, y dijo lagrimosa: "¡Oh hijo mío!
¡ciertamente, soy tu madre, y tú eres mi único hijo, el núcleo de mi corazón! ¡Y mi mayor anhelo siempre fue verte casado un día y regocijarme con tu dicha antes de morirme! ¡Así, pues, si quieres casarte, me apresuraré a buscarte mujer entre las gentes de nuestra condición! ¡Y aun así, no sabré qué contestarles cuando me pidan informes acerca de ti, del oficio que ejerces, de la ganancia que sacas y de dos bienes y tierras que posees! ¡Y me azora mucho eso! Pero, ¿qué no será tratándose, no ya de ir a gentes de condici��n humilde, sino a pedir para ti al sultán de la China su hija única El Sett Badrú'l-Budur? ¡Vamos, hijo mío, re- flexiona un instante con moderación! ¡Bien sé que nuestro sultán está lleno de benevolencia y que jamás despide a ningún súbdito suyo sin hacerle la justicia que necesita! ¡También sé que es generoso con exceso y que nunca rehúsa nada a quien ha merecido sus favores con alguna acción brillante, algún hecho de bra- vura o algun servicio grande o pequeño! Pera, ¿puedes decirme en qué has sobresalido tú hasta el presente, y qué títulos tienes para merecer ese favor incomparable que solicitas? Y además, ¿dónde están los regalos que, como solicitante de gracias, tienes que ofrecer al rey en calidad de homenaje de súbdito leal a su sobe- ranoT?" El joven contestó: "¡Pues bien; si no se trata más que de hacer un buen regalo para obtener lo que anhela tanto mi alma, precisamente creo que ningún hombre sobre la tierra puede competir conmigo en ese terreno! Porque has de saber ¡oh madre! que esas frutas de todos colores que me traje del jardín subterráneo y que creía eran sencillamente bolas de vidrio sin valor ninguno, y buenas, a lo más, para, que jugasen los niños pequeños, son pedrerías inestimable como no las posee ningún sultán en la tierra. ¡Y vas a juzgar por ti misma, a pesar de tu poca experiencia en estas cosas! No tienes más que traerme de la cocina una fuente de porcelana en que quepan, y ya verás qué efecto tan maravilloso producen:"
Y aunque muy sorprendida de cuanto oía, la madre de Aladino fue a la cocina a buscar una fuente grande de porcelana blanca muy limpia y se la entregó a su hijo. Y Aladino, que ya había sacado las frutas con- sabidas, se dedicó a colocarlas con mucho arte en la porcelana, combinando sus distintos colores, sus for-
mas y sus variedades. Y cuando hubo acabado se las puso delante de los ojos de su madre, que quedó ab- solutamente deslumbrada, tanto a causa de su brillo como de su hermosura. Y a pesar de que no estaba muy acostumbrada a ver pedrerías, no pudo por menos de exclamar: "¡Ya Alah! ¡qué admirable es esto!". Y hasta se vio precisada, al cabo de un momento, a cerrar los ojos. Y acabó por decir: "¡Bien veo al presente que agradara al sultán el regalo, sin duda! ¡Pero la dificultad no es esa, sino que está, en el, paso que voy a dar; porque me parece que no podré resistir la majestad de la presencia del sultán, y que me quedaré inmó- vil, con la lengua turbada, y hasta quizá me desvanezca de emoción y de confusión! Pero aun suponiendo que pueda violentarme a mí misma por satisfacer tu alma llena de ese deseo, y logre exponer al sultán tu petición concerniente a su hija Badrú'l-Budur, ¿qué va a ocurrir? Sí, ¿qué va a ocurrir? ¡Pues bien, hijo mío; creerán que estoy loca, y me echarán del palacio, o irritado por semejante pretensión, el sultán nos castigará a ambos de manera terrible! Si a pesar de todo crees lo contracio, y suponiendo que el sultán preste oídos a tu demanda, me interrogará luego acerca de tu estado y condición. Y me dirá: "Sí, este regalo es muy her- moso, ¡oh mujer! ¿Pero quién eres? ¿Y quién es tu hijo Aladino? ¿Y qué hace? ¿Y quién es su padre? ¿Y con qué cuenta? ¡Y entonces me veré obligada a decir que no ejerces ningún oficio y que tu padre no era más que un pobre sastre entre los sastres del zoco!" Pero Aladino contestó: "¡Oh madre, está tranquila! ¡es imposible que el sultán te haga semejantes preguntas cuando vea las maravillosas pedrerías colocadas a manera de frutas en la porcelana! No tengas, pues, miedo, y no te preocupes por lo que no va a pasar. ¡Le- vántate, por el contrario, y ve a ofrecerle el plato con su contenido y pídele para mí en matrimonio a su hija Badrú'l-Budur! ¡Y no apesadumbres tu pensamiento con un asunto tan fácil y tan sencillo! ¡Tampoco olvi- des, ademas, si todavía abrigas dudas con respecto al éxito, que poseo una lámpara que suplirá para mí a todos los oficios y a todas las ganancias!"
Y continuó hablando a su madre con tanto calor y seguridad, que acabó por convencerla completamente. Y la apremió para que se pusiera sus mejores trajes; y la entregó la fuente de porcelana, que se apresuró ella a envolver en un pañuelo atado por las cuatro puntas, para llevarla así en la mano. Y salió de la casa y se encaminó al palacio del sultán. Y penetró en la sala de audiencias con la muchedumbre de solicitantes. Y se puso en primera fila, pero en una actitud muy humilde, en medio de los presentes, que permanecían con los brazos cruzados, y los ojos bajos en señal del más profundo respeto. Y se abrió la sesión del diván cuando el sultán hizo su entrada, seguido de sus visires, de sus emires y de sus guardias. Y el jefe de los escribas del sultán empezó a llamar a los solicitantes, unos tras otros, según la importancia de las súplicas. Y se des- pacharon los asuntos acto seguido. Y los sólicitantes se marcharon, contentos unos por haber conseguido lo que deseaban, otros muy alargados de nariz, y otros sin haber sido llamados por falta de tiempo. Y la madre de Aladino fue de estos últimos.
Así es que cuando vio que se había levantado la sesión y que el soltan se había retirado, seguido de sus visires, comprendió que no la quedaba qué hacer más que marcharse también ella. Y salió de palacio y vol- vió a su casa. Y Aladino, que en su impaciencia la esperaba a la puerta, la vio volver con la porcelana en la mano todavía; y se extrañó y se quedó muy perplejo, y temiento que hubiese sobrevenido alguna desgracia o alguna siniestra circunstancia, no quiso hacerle preguntas en la calle y se apresuró a arrastrarla a la casa, en donde, con la cara muy amarilla, la interrogó con la actitud y con los ojos, pues de emoción no podía abrir la boca. Y la pobre mujer le contó lo que había ocurrido, añadiendo: "Tienes que dispensar a tu madre por esta vez, hijo mía, pues no estoy acostumbrada a frecuentar palacios; y la vista del sultán me ha turbado de tal modo, que no pude adelantarme a hacer mi petición. ¡Pero mañana, si Alah quiere, volveré a palacio y tendré más valor que hoy!" Y a pesar de toda su impaciencia, Aladino se dio por muy contento al saber que no obedecía a un motivo más grave el regreso de su madre con la porcelana entro las manos. Y hasta le satisfizo mucho que se hubiese dado el paso más difícil sin contratiempos ni malas consecuencias para su madre y para él. Y se consoló al pensar que pronto iba a repararse el retrasó.
En efecto, al siguiente día la madre de Aladino fue a palacio teniendo cogido por las cuatro puntas el pa- ñuelo que envolvía el obsequio de pedrerías...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 748 NOCHE Ella dijo:
... En efecto, al siguiente día la madre de Aladino fue a palacio teniendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo que envolvía el obsequio de pedrerías. Y estaba muy resuelta a sobreponerse a su timidez y forma- lar su petición. Y entró en el diván, y se colocó en primera fila ante el sultán. Pero, como la vez primera, no pudo dar un paso ni hacer un gesto que atrajese sobre ella la atención del jefe de las escribas. Y se levantó la sesión sin resultado; y se volvió ella a casa, con la cabeza baja, para anunciar a Aladino el fracaso de su tentativa, pero prometiéndole el éxito para la próxima vez. Y Aladino se vio precisado a hacer nueva provi- sión de paciencia, amonestando a su madre por su falta de valor y de firmeza. Pero no sirvió de gran cosa,
pues la pobre mujer fue a palacio con la porcelana seis días consecutivos y se colocó siempre frente al sul- tán, aunque sin tener más valor ni lograr más éxito que la primera vez. Y sin duda habría vuelto cien veces más tan inútilmente, y Aladino habría muerto de desesperación y de impaciencia reconcentrada, si el propio sultán, que acabó por fijárse'en ella, ya que éstaba en primera fila a cada sesión del diván, no hubiese tenido la curiosidad de informarse acerca de ella y del motivo de su presencia. En efecto, al séptimo día, termina- do el diván, el sultán se encaró con su gran visir, y le dijo: "Mira esa vieja que lleva en la mano un pañuelo con algo. Desde hace algunos días viene al diván con regularidad y permanece inmóvil sin pedir nada.
¿Puedes decirme a qué viene y qué desea?" Y el gran visir, que no conocía a la madre de Aladino, no quiso dejar al sultán sin respuesta, y le dijo: "¡Oh mi señor! es una vieja entre las numerosas viejas que no vienen al diván más que para pequeñeces. ¡Y tendrá que quejarse sin duda de que la han vendido cebada podrida, por ejemplo, o de que la ha injuriado su vecina, o de que la ha pegado su marido!" Pero el sultán no quedó contento con esta explicación, y dijo al visir: "Sin embargo, deseo interrogar a esa pobre mujer. ¡Hazla avanzar antes de que se retire con los demás!" Y el visir contestó con el oído y la obediencia, llevándose la mano a la frente. Y dio unos pasos hacia la madre de Aladino, y le hizo seña con la mano para que se acer- cara. Y la pobre mujer se adelantó al pie del trono, toda temblorosa, y besó la tierra entre las manos del sultán, como había visto hacer a los demás concurrentes. Y siguió en aquella postura hasta que el gran visir le tocó en el hombro y la ayudó a levantarse. Y se mantuvo entonces de pie, llena de emoción; y el sultán le dijo: "¡Oh mujer! hace ya varios días que te veo venir al diván y permanecer inmóvil sin pedir nada. Dime, pues, qué te trae por aquí y qué deseas, a fin de que te haga justicia." Y un poco alentada por la voz bené- vola del sultán, contestó la madre de Aladino: "Alah haga descender sus bendiciones sobre la cabeza de nuestro amo el sultán. ¡En cuanto a tu servidora, ¡oh rey del tiempo! antes de exponer su demanda te supli- ca que te dignes concederle la promesa de seguridad, pues, de no ser así, tendré miedo a ofender los oídos del sultán, ya que mi petición puede parecer extraña o singular!" Y he aquí que el sultán que era hombre bueno y magnánimo, se apresuró a prometerle la seguridad; e incluso dio orden de hacer desalojar comple- tamente la sala, a fin de permitir a la mujer que hablase con toda libertad. Y no retuvo a su lado más que a su gran visir. Y se encaró con ella, y le dijo: "Puedes hablar, la seguridad de Alah está contigo, ¡oh mujer!" Poro la madre de Aladino, que había recobrado por completo el valor en vista de la acogida favorable del sultán, contestó:. "¡También pido perdón de antemano al sultán por lo que en mi súplica pueda encontrar de inconveniente y por la audacia extraordinaria de mis palabras!" Y dijo el sultán, cada vez mas intrigado: "Habla ya sin restricción, ¡oh mujer! ¡Contigo están el perdón y la gracia de Alah para todo lo que puedas decir y pedir!"
Entonces, después de prosternarse por segunda vez ante el trono y de haber llamado sobre el sultán todas las bendiciones y los favores del Altísimo, la madre de Aladino se puso a cantar cuanto le había sucedido a su hijo desde el día en que oyó a los pregoneros públicos proclamar la orden de que los habitantes se ocul- taran en sus casas para dejar paso al cortejo de Sett Badrú'l-Budur. Y no dejó de decirle el estado en que se hallaba Aladino, que hubo de amenazar con matarse si no obtenía a la princesa en matrimonio. Y narró la historia con todos sus detalles, desde el comienzo hasta el fin. Pero no hay utilidad en repetirla. Luego, cuando acabó de hablar, bajó la cabeza. presa de gran confusión, añadiendo: "¡Y yo ¡oh rey del tiempo! no me queda más que suplicar a Tu Alteza que no sea riguroso con la locura de mi hija y me excuse si la ternu- ra de madre me ha impulsado a venir a transmitirte una petición tan singular!"
Cuando el sultán, que había escuchado estas palabras con mucha atención, pues era justo y benévolo, vio que había callado la madre de Aladino, lejos de mostrarse indignado de su demanda, se echó a reír con bondad y le dijo: "¡Oh pobre! ¿y qué traes en ese pañuelo que sostienes pon la cuatro puntas?
Entonces la madre de Aladino desató el pañuelo en silencio, y sin añadir una palabra presentó al sultán la fuente de porcelana en que estaban dispuestas las frutas de pedrería. Y al punto se iluminó todo el diván con su resplandor, mucho más que si estuviese alumbrado con arañas y antorchas. Y el sultán quedó des- lumbrado de su claridad y le pasmó su hermosura. Luego cogió la porcelana de manos de la buena mujer y examinó las maravillosas pedrerías, una tras otra, tomándolas entre sus dedos. Y estuvo mucho tiempo mi- rándolas y tocándolas, en el límite de la admiración. Y acabó por exclamar, encarándose con su gran visir: "¡Por vida de mi cabeza, ¡oh visir mío! que hermoso es todo esto y qué maravillosas son estas frutas! ¿Las viste nunca parecidas u oíste hablar siquiera de la existencia de cosas tan admirables sobre la faz de la tie- rra? ¿Qué te parece? ¡di!" Y el visir contestó: "¡En verdad ¡oh rey del tiempo! que nunca he visto ni nunca he oído hablar de cosas tan maravillosas! ¡Ciertamente, estas pedrerías son únicas en su especie! ¡Y las jo- yas más preciosas del armario de nuestro rey no valen, reunidas, tanto como la más pequeña de estas frutas, a mi entender!" Y dijo el rey: "¿No es verdad ¡oh visir mío! que el joven Aladino, que por mediación de su madre me envía un presente tan hermoso, merece, sin duda alguna, mejor que cualquier hijo de rey, que se acoja bien su petición de matrimonio con mi hija Badrú'l-Budur?"
A esta pregunta del rey, la cual estaba lejos de esperarse, al visir se le mudó el color y se le trabó mucho la lengua y se apenó mucho. Porque, desde hacía largo tiempo, le había prometida el sultán que no daría en matrimonio a la princesa a otro que no fuese un hijo que tenía el visir y que ardía de amor por ella desde la
niñez. Así es que tras largo rato de perplejidad, de emoción y de silencio, acabó por contestar con voz muy triste: "Si, ¡oh rey del tiempo! ¡Pero Tu Serenidad olvida que has prometido la princesa al hijo de tu escla- vo! ¡Sólo te pido, pues, como gracia, ya que tanto te satisface este regalo de un desconocido, que me con- cedas un plazo de tres meses, al cabo del cual me comprometo a traer yo mismo un presente más hermoso todavía que éste para ofrecérselo de dote a nuestro rey, en nombre de mi hijo!"
Y el rey, que a causa de sus conocimientos en materia de joyas y pedrerías sabía bien que ningún hom-
bre, aunque fuese hijo de rey o de sultán, sería capaz de encontrar un regalo que compitiese de cerca ni de lejos con aquellas maravillas, únicas en su especie, no quiso desairar a su viejo visir rehusándole la gracia que solicitaba, por muy inútil que fuese; y con benevolencia le contestó: "¡Claro está ¡oh visir mío! que te concedo el plazo que pides. ¡Pero has de saber que, si al cabo de esos tres meses nos has encontrado para tu hijo una dote que ofrecer a mi hija que supere o iguale solamente a la dote que me ofrece esta buena mujer en nombre de su hijo Aladino, no podré hacer más por tu hijo, a pesar de tus buenos y leales servicios!" Luego se encaró con la madre de Aladino y le dijo con mucha afabilidad: "¡Oh madre de Aladino! ¡puedes volver con toda alegría y seguridad al lado de tu hijo y decirle que su petición ha sido bien acogida y que mi hija está comprometida con él en adelante! ¡Pero dile que no podrá celebrarse el matrimonio hasta pasa- dos tres meses, para dar tiempo a preparar el equipo de mi hija y hacer el ajuar que corresponde a una prin- cesa de su calidad!"
Y la madre de Aladino, en extremo emocionada, alzó los brazos al cielo e hizo votos por la prosperidad y la dilatación de la vida del sultán y se despidió, para volar llena de alegria a su casa en cuanto salió de pala- cio. Y no bien entró en ella, Aladino vio su rostro iluminado por la dicha y corrió hacia ella y le preguntó, muy turbado: "Y bien, ¡oh madre! ¿debo vivir o debo morir?" Y la pobre mujer, extenuada de fatiga, co- menzó por sentarse en el diván y quitarse el velo del rostro, y dijo: "Te traigo buenas noticias, ¡oh Aladino!
¡La hija del sultán está comprometida contigo para en adelante! ¡Y tu regalo, como ves, ha sido acogido con alegría y contento! ¡Pero hasta dentro de tres meses no podrá celebrarse tu matrimonio con Badrú'l- Badur! ¡Y esta tardanza se debe al gran visir, barba calamitosa, que ha hablado en secreto con el rey y le ha convencido para retardar la ceremonia, no sé por qué razón! Pero ¡inschalah! todo saldrá bien. Y será satis- fecho tu deseo por encima de todas las previsiones, ¡oh hijo mío!" Luego añadió: "¡En cuanto a ese gran vi- sir, ¡oh hijo mío! que Alah le maldiga y le reduzca al estado peor! ¡Porque estoy muy preocupada por lo que le haya podido decir al oído al rey! ¡A no ser por el, el matrimonio hubiera tenido lugar, al parecer, hoy o mañana, pues le han entusiasmado al rey las frutas de pedrería del plato de porcelana!"
Luego, sin interrumpirse para respirar, contó a su hijo todo lo que había ocurrido desde que entró en el diván, hasta que salió, y terminó diciendo: "Alah conserve la vida de nuestro glorioso sultán, y te guarde para la dicha que te espera, ¡oh hijo mío Aladino!"
Al oír lo que acababa de anunciarle su madre, Aladino osciló de tranquilidad y contento, y exclamó; "¡Glorificado sea Alah, ¡oh madre! que hace descender Sus gracias a nuestra casa y te da por hija a una princesa que tiene sangre de los más grandes reyes!" Y besó la mano a su madre y la dio muchas gracias por todas las penas que hubo de tomarse para la consecución de aquel asunto tan delicado. ¡Y su madre le besó con ternura y le deseó toda clase de prosperidades, y lloró al pensar que su esposo el sastre, padre de Aladino, no estaba allí para ver la fortuna y los efectos maravillosos del destino de su hijo, el holgazán de otra tiempo!
Y desde aquel día pusiéronse a contar, con impaciencia extremada, las horas que les separaban de la di- cha que se prometían hasta la expiracion del plazo de tres meses. Y no cesaban de hablar de sus proyectos y de los festejos y limosnas que pensaban dar a las pobres, sin olvidar que ayer estaban ellos mismos en la miseria y que la cosa más meritoria a los ojos del Retribuidor era, sin duda alguna, la generosidad.
Y he aquí que de tal suerte transcurrieron dos meses. Y la madre de Aladino, que salía a diario para hacer las compras necesarias con anterioridad a las bodas, había ido al zoco una mañana y comenzaba a entrar en las tiendas, haciendo mil pedidos grandes y pequeños, cuando advirtió una cosa que no había notado al lle- gar. Vio, en efecto, que todas las tiendas estaban decoradas y adornadas con follaje, linternas y banderolas multicolores que iban de un extremo a otro de la calle, y que todos los tenderos, compradores y gentes del zoco, lo mismo ricos que pobres, hacían grandes demostraciones de alegría, y que todas las calles estaban atestadas de funcionarios de palacio ricamente vestidos con sus brocados de ceremonia y montados en ca- ballos enjaezados maravillosamente, y que todo el mundo iba y venía con una animación inesperada. Así es que se apresuró a preguntar a un mercader de aceite, en cuya casa se aprovisionaba, qué fiesta, ignorada por ella, celebraba toda aquella alegre muchedumbre y qué significaban todas aquellas demostraciones. Y el mercader de aceite, en extremo asombrado de semejante pregunta, la miró de reojo, y contestó: "¡Por Alah, que se diría que te estás burlando! ¿Acaso eres una extranjera para ignorar así la boda del hijo del gran visir con la princesa Badrú'l-Budur, hija del sultán? ¡Y precisamente esta es la hora en que ella va a salir del hamman! ¡Y todos esos jinetes ricamente vestidos con trajes de oro son los guardias que la darán escolta hasta el palacio!"
Cuando la madre de Aladino hubo oído estas palabras del mercader de aceite, no quiso saber más, y enlo- quecida y desolada echó a correr por los zocos, olvidándose de sus compras a los mercaderes, y llegó a su casa, adonde entró, y se desplomó sin aliento en el diván, permaneciendo allí un instante sin poder pro- nunciar una palabra. Y cuando pudo hablar, dijo a Aladino, que había acudido: "¡Ah! ¡hijo mío, el Destino ha vuelto contra ti la página fatal de su libro, y he aquí que todo está perdido, y que la dicha hacia la cual te encaminabas se desvaneció antes de realizarse!" Y Aladino, muy alarmado del estado en que veía a su ma- dre y de las palabras que oía, le preguntó: "¿Pero qué ha sucedido de fatal, ¡oh madre!? ¡Dímelo pronto!" Ella dijo: "¡Ay! ¡hijo mío, el sultán se olvidó de la promesa que nos hizo! ¡Y hoy precisamente casa a su hija Badrú'l-Budur con el hijo del gran visir, de ese rostro de brea, de ese calamitoso a quien yo temía tan- to! ¡Y toda la ciudad está adornada, como en las fiestas mayores, para la boda de esta noche!" Y al escu- char esta noticia, Aladino sintió que la fiebre le invadía el cerebro y hacía bullir su sangre a borbotones precipitados. Y se quedó un momento pasmado y confuso, como si fuera a caerse. Pero no tardó en domi- narse, acordándose de la lámpara maravillosa que poseía, y que le iba a ser más útil que nunca. Y se encaró a su madre, y le dijo con acento muy tranquilo: "¡Por tu vida; ¡oh madre! se me antoja que el hijo del visir no disfrutará esta noche de todas las delicias que se promete gozar en lugar mío! No temas, pues, por eso, y sin más dilación, levantate y prepáranos la comida. ¡Y ya veremos después lo que tenemos que hacer con asistencia del Altísimo!"
Se levantó, pues, la madre de Aladino y preparó la comida, comiendo Aladino con mucho apetito para retirarse a su habitación inmediatamente, diciendo: "¡Deseo estar solo y que no se me importune!" Y cerró tras de sí la puerta con llave, y sacó la lámpara mágica del lugar en que la tenía, escondida. Y la cogió y la frotó en el sitio que conocía ya. Y en el mismo momento se le apareció el efrit esclavo de la lámpara, y di- jo: ¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro! Y Aladino le dijo: "¡Escúchame bien, ¡oh servi- dor de la lámpara! -pues ahora ya no se trata de traerme de comer y de heber, sino de servirme en un asunto de mucha más importancia! Has de saber, en efecto que el sultán me ha prometido en matrimonio su mara- villosa hija Badrú'l-Budur, tras de haber recibido de mí un presente de frutas de pedrería. Y me ha pedido un plazo de tres meses para la celebración de las bodas. ¡Y ahora se olvidó de su promesa, y sin pensar en devolverme mi regalo, casa a su hija con el hijo del gran visir! ¡Y como no quiero que sucedan así las co- sas, acudo a ti para que me auxilies en la realización de mi proyecto!" Y contestó el efrit: "Habla, ¡oh mi amo Aladino! ¡Y no tienes necesidad de darme tantas explicaciones! ¡Ordena y obedeceré!" Y contestó Aladino: "¡Pues esta noche, en cuanto los recién casados se acuesten en su lecho nupcial, y antes de que ni siquiera tengan tiempo de tocarse, los cogerás con lecho y todo y los transportarás aquí mismo, en donde ya veré lo que tengo que hacer!" Y el efrit de la lámpara se llevó la mano a la frente, y contestó: "¡Escuco y obedezco!'; Y desapareció. Y Aladino fue en busca, de su madre y se sentó junto a ella y se puso a hablar con tranquilidad de unas cosas y de otras, sin preocuparse del matrimonio de la princesa, como si no hubie-
se ocurrido nada de aquello. Y cuando llegó la noche dejó que se acostara su madre, y volvió a su habita- ción, en donde se encerró de nuevo con llave, y esperó el regreso del efrit. ¡Y he aquí lo referente a él!
¡He aquí ahora lo que atañe a las bodas del hijo del gran visir! Cuando tuvieron fin la fiesta y los festines y las ceremonias y las recepciones y los regocijos, el recién casado, precedido por el jefe de los eunucos, penetró en la cámara nupcial. Y el jefe de los eunucos se apresuró a retirarse y a cerrar la puerta detrás de sí. Y el recién casado, después dedesnudarse, levantó las cortinas y se acostó en el lecho para esperar allí la llegada de la princesa. No tardó en hacer su entrada ella, acompañada de su madre y las mujeres de su sé- quito, que la desnudaron, la pusieron una sencilla camisa de seda y destrenzaran su cabellera. Luego la me- tieron ea el lecho a la fuerza, mientras ella fingía hacer mucha resistencia y daba vueltas en todos sentidos para escapar de sus manos, como suelen hacer en semejantes circunstancias las recién casadas. Y cuando la metieron en el lecho, sin mirar al hijo del visir que estaba ya acostado, se retiraron todas juntas, haciendo votos por la consumación del acto. Y la madre, que salió la última, cerró la puerta de la habitación, lanzan- do un gran suspiro, como es costumbre.
No bien estuvieron solas los recién casados, antes de que tuviesen tiempo de hacerse la menor caricia, sintiéronse de pronto elevados con su lecho, sin poder darse cuenta de lo que les sucedía. Y en un abrir y cerrar de ojos se vieron transportados fuera del palacio y depositados en un lugar que no conocían, y que no era otro que la habitación de Aladino. Y dejándolos llenos de espanto, el efrit fue a prosternarse ante Aladi- no, y le dijo: "Ya se ha ejecutado tu orden ¡oh mi señor! ¡Y heme aquí dispuesto a obedecerte en todo lo que tengas que mandarme!" Y le contestó Aladino: "¡Tengo que mandarte que cojas a ese joven y le encie- rres durante toda la noche en el retrete! ¡Y ven aquí a tomar órdenes mañana por la mañana!" Y el genni de la lámpara contestó con el oído y la obediencia, y se apresuró a obedecer. Cogió, pues, brutalmente al hijo del visir y fue a encerrarle en el retrete, metiéndole la cabeza en el agujero. Y sopló sobre él una bocanada fría y pestilente que lo dejó inmóvil como un madero en la postura en que estaba. ¡Y he aquí lo referente a él!
En cuanto a Aladino, cuando estuvo solo con la princesa Badrú'l-Budur, a pesar del gran amor que por ella sentía, no pensó ni por un instante en abusar de la situación. Y empezó por inclinarse ante ella, lle- vándose la mano al corazón, y le dijo con voz apasionada: "¡Oh princesa, sabe que aquí estás más segura que en el palacio de tu padre el sultán! ¡Si te hallas en este lugar que desconoces, sólo es para que no sufras las caricias de ese joven cretino, hijo del visir de tu padre! ¡Y aunque es a mí a quien te prometieron en matrimonio, me guardaré bien de tocarte antes de tiempo y antes de que seas mi esposa legítima por el Li- bro y la Sunnah!"
Al oír estas palabras de Aladino, la princesa no pudo comprender nada, primeramente porque estaba muy emocionada, y además, porque ignoraba la antigua promesa de su padre y todos los pormenores del asunto. Y sin saber qué decir, se limitó a llorar mucho. Y Aladino para demostrarle bien que no abrigaba ninguna mala intención con respecto a ella y para tranquilizarla, se tendió vestido en el lecho, en el mismo sitio que ocupaba el hijo del visir, y tuvo la precaución de poner un sable desenvainado entre ella y él, para dar a entender que antes se daría la muerte que tocarla, aunque fuese con las puntas de los dedos. Y hasta volvió la espalda a la princesa, para no importunarla en manera alguna. Y se durmió con toda tranquilidad, sin volver a ocuparse de la tan desada presencia de Badrú't-Budur, como si estuviese solo en su lecho de solte- ro.
En cuanto a la princesa, la emoción que le producía aquella aventura tan extraña, y la situación anomala
en que se encontraba, y los pensamientos tumultuosos que la agitaban, mezcla de miedo y asombro, la im- pidieron pegar los ojos en toda la noche. Pero sin duda tenía menos motivo de queja que el hijo del visir, que estaba en el retrete con la cabeza metida en el agujero y no podía hacer ni un movimiento a causa de la espantosa bocanada que le había echado el efrit para inmovilizarle. De todos modos, la suerte de ambos es- posos fue bastante aflictiva y calamitosa para una primera noche de bodas...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 752 NOCHE Ella dijo:
... De todos modos, la suerte de ambos esposos fue bastante aflictiva y calamitosa para una primera noche de bodas.
Al siguiente día por la mañana, sin que Aladino tuviese necesidad de frotar la lámpara de nuevo, el efrit, cumpliendo la orden que se le dio, fue solo a esperar que se despertase el dueño de la lámpara. Y como tar- dara en despertarse, lanzó varias exclamaciones que asustaron a la princesa, a la cual no era posible verle. Y Aladino abrió los ojos, y en cuanto hubo reconocido al efrit, se levantó del lado de la princesa, y se sepa- ró del lecho un poco, para no ser oído mas que por el efrit, y le dijo: "Date prisa a sacar del retrete al hijo del visir, y vuelve a dejarle en la cama en el sitio que ocupaba. Luego llévalos a ambos al palacio del sul- tán, dejándolos en el mismo lugar de donde los trajiste. ¡Y sobre todo, vigílales bien para impedirles que se acaricien, ni siquiera que se toquen!" Y el efrit de la lámpara contestó con el oído y la obediencia, y se apresuró primero a quitar el frío al joven del retrete y a ponerle en el lecho, al lado de la princesa, para transportales en seguida a ambos a la cámara nupcial del palacio del sultán en menos tiempo del que se ne- cesita para parpadear, sin que pudiesen ellos ver ni comprender lo que les sucedía, ni a que obedecía tan rá- pido cambio de domicilio. Y a fe que era lo mejor que podía ocurrirles, porque la sola vista del espantable genni servidor de la lámpara, sin duda alguna les habría asustado hasta morir.
Y he aquí que, apenas el efrit transportó a los dos recién casados a la habitación del palacio, el sultán y su esposa hicieron su entrada matinal, impacientes por saber cómo había pasado su hija aquella primera noche de bodas y deseosos de felicitárla y de ser los primeros en verla para desearle dicha y delicias prolongadas. Y muy emocionados se acercaran al lecho de su hija, y la besaron con ternura entre, ambos ojos, diciéndo- le: "Bendita sea tu unión, oh hija de nuestro corazón! ¡Y ojalá veas germinar de tu fecundidad una larga su- cesión de descendientes hermosos e ilustres que perpetúen la gloria y la nobleza de tu raza! ¡Ah! ¡dinos cómo has pasado esta primera noche, y de qué manera se ha portado contigo tu esposo!" ¡Y tras de hablar así, se callaron, aguardando su respuesta! Y he aquí que de pronto vieron que, en lugar de mostrar un rostro fresco y sonriente, estallaba ella en sollozos y les miraba con ojos muy abiertos, triste y preñados de lágri- mas.
Entonces quisieron, interrogar al esposo, y miraron hacia el lado del lecho en que creían que aún estaría acostado; pero, precisamente en el mismo momento en que entraron ellas, había salido él de la habitación para lavarse todas las inmundicias con que tenía embadurnada la cara. Y creyeron que había ido al hamman del palacio para tomar el baño, como es costmbre después de la consumación del acto. Y de nuevo se vol- vieron hacia su hija y le interrogaron ansiosamente, con el gesto, con la mirada y con la voz, acerca del motivo de sus lágrimas y su tristeza. Y como continuara ella callada, creyeron que sólo era el pudor propio
de la primera noche de bodas lo que la impedía hablar, y que sus lagrimas eran lágrimas propias de las cir- cunstancias, y esperaron un momento. Pero como la situación amenazaba con durar mucho tiempo y el llanto de la princesa aumentaba, a la reina la faltó paciencia; y acabó por decir a la princesa, con tono malhumoarado: "Vaya, hija mía, ¿quieres contestarme y contestar a tu padre ya? ¿Y vas a seguir así por mucho rato todavía? También yo, hija mía, estuve recién casada como tú y antes que tú; pero supe tener tacto para no prolongar con exceso esas actitudes de gallina asustada. ¡Y además, te olvidas de que al pre- sente nos estás faltando al respeto que nos debes con no contestar a nuestras preguntas!"
Al oír estas palabras de su madre, que se había puesto seria, la pobre princesa, abrumada en todos senti- dos a la vez, se vio obligada a salir del silencio que guardaba, y lanzando un suspiro prolongado y muy triste, contestó: "¡Alah me perdone si falté al respeto que debo a mi padre y mi madre; pero me disculpa el hecho de estar en extrenio turbada y muy emocionada y muy triste y muy estupefacta de todo lo que me ha ocurrido esta noche!" Y contó todo lo que le había sucedido la noche anterior, no como las cosas habían pasado realmente, sino sólo como pudo juzgar acerca de ellas con sus ojos. Dijo que apenas se acostó en el lecho al lado de su esposo, el hijo del visir, había sentido conmoverse el lecho debajo de ella; que se había visto transportada en un abrir y cerrar de ojos desde la cámara nupcial a una casa que jamás había visitado antes; que la habían separado de su esposo, sin que pudiese ella saber de qué manera le habían sacado y reintegrado luego; que le había reemplazado, durante toda la noche, un joven hermoso, muy respetuoso desde luego y en extrema atento, el cual, para no verse expuesto a abusar de ella, había dejado su sable de- senvainado entre ambos y se había dormido con la cara vuelta a la pared; y por último, que a la mañana, vuelto ya al lecho su esposo, de nuevo se la había transportado con él a su cámara nupcial del palacio, apre- surandose él a levantarse para correr al hammam con objeto de limpiarse un cúmulo de cosas horribles, que le cubrían la cara. Y añadió: "¡Y en ese momento vi entrar a ambos para darme los buenos días y pedirme noticias! ¡Ay de mí! ¡Ya sólo me resta morir!" Y tras de hablar así, escondió la cabeza en las almohadas, sacudida por sollozos dolorosos.
Ciando el sultán y su esposa oyeron estas palabras de su hija Badrú'l-Budur, se quedaron estupefactos, y mirándose con los ojos en blanco y las caras alargadas, sin dudar ya de que hubiese ella perdido la razón aquella noche en que su virginidad fue herida por primera vez., Y no quisieron dar fe a ninguna de sus pa- labras; y su madre le dijo con voz confidencial: "¡Así ocurren siempre estas cosas, hija mía! ¡Pero guárdate bien de decírselo a nadie, porque estas cosas no se cuentan nunca! ¡Y las personas que te oyeran te toma- rían por loca! Levántate, pues, y no te preoupes por eso, y procura no turbar con tu mala cara los festejos que se dan hoy en palacio en henar tuyo, y que van a durar cuarenta días y cuarenta noches, no solamente en nuestra ciudad, sino en todo el reino. ¡Vamos, hija mía, alégrate y olvida ya los diversos incidentes de esta noche!"
Luego la reina llamó a sus mujeres y las encargó que se cuidaran del tocado de la princesa; y con el sul- tán, que estaba muy perplejo, salió en busca de su yerno, el hija del visir. Y acabaron por encontrárle cuan- do volvía del hamman. Y para saber a qué atenerse con respecto a lo que decía su hija, la reina empezó a interrogar al asustado joven acerca de lo que había pasado. Pero no quiso él declarar nada de lo que hubo de sufrir, y ocultando toda la aventura por miedo de que le tomara a broma y le rechazaran otra vez los padres de su esposa, se limitó a contestar: "¡Por Alah! ¿y qué ha pasado para que me .interroguéis con ese aspecto tan singular?" Y entonces, cada vez más persuadida la sultana de que todo lo que le había contado su hija era efecto de alguna pesadilla, creyó lo más oportuno no insistir con su yerno, y le dijo: "¡Glorificado sea Alah, por todo lo que pasó sin daño ni dolor! ¡Te recomiendo, hijo mío, mucha suavidad con tu esposa, porque está delicada!"
Y después de estas palabras le dejó y fue a sus aposentos para ocuparse de los regocijos y diversiones del día. ¡Y he aquí lo referente a ella y a los recién casados!
En cuanto a Aladino, que sospechaba lo que ocurría en palacio, pasó el día deleitándose al pensar en la broma excelente de que acababa de hacer víctima al hijo del visir. Pero no se dio por satisfecho, y quiso sa- borear hasta el fin la humillaciáis de su rival. Así es que le pareció lo más acertado no dejarle un momento de tranquilidad; y en cuanto llegó la noche cogió la lámpara y la frotó. Y se le apareció el genni, pronun- ciando la misma fórmula que las otras veces. Y le dijo Aladino: "¡Oh servidor de la lámpara, ve al palacio del sultán! Y en cuanta veas acostados juntos a los recién casados, cógelos con lecho y todo y tráemelos aquí, como hiciste la noche anterior." Y el genni se apresuró a ejecutar la orden, y no tardó en volver con su carga, depositándola en el cuarto de Aladino para coger en seguida al hijo del visir y meterle de cabeza en el retrete. Y no dejó Aladino de ocupar el sitio vacío y de acostarse al lado de la princesa, pero con tanta decencia como la vez primera. Y tras de colocar el sable entre ambos, se volvió de cara a la pared y se durmió tranquilamente. Y al siguiente día todo ocurrió exactamente igual que la víspera, pues el efrit, si- guiendo las órdenes de Aladino, volvió a dejar al joven junto a Badrú'l-Budur, y les transportó a ambos con el lecho a la cámara nupcial del palacio del sultán.
Pero el sultán, mas impaciente que nunca por saber de su hija después de la segunda noche, llegó a la cámara nupcial en aquel mismo momentol completamente solo, porque temía el malhumor de su esposa la
sultana y prefería interrogar por sí mismo a la princesa. Y no bien el hijo del visir, en el límite de la mor- tificación, oyó los pasos del sultán, saltó del lecho y huyó fuera de la habitación para correr a limpiarse en el hammam. Y entró el sultán y se acercó al lecho de su hija; y levantó las cortinas; y después de besar a la princesa, le dijo: "¡Supongo, hija mía, que esta noche no habrás tenido una pesadilla tan horrible como la que ayer nos contaste con sus extravagantes peripecias! ¡Vaya! ¿quieres decirme cómo has pasado esta no- che?" Pero en vez de contestar, la princesa rompió en sollozos, y se tapó la cara con las manos para no ver las ojos irritados de su padre, que no comprendía nada de todo aquello. Y estuvo esperando él un buen rato para. darle tiempo a que se calmase; pero como ella continuara llorando y suspirando, acabó por enfurecer- se y sacó su sable, y exclamó: "¡Por mi vida, que si no quieres decirme en seguida la verdad, te separo de los hombros la cabeza!"
Entonces, doblemente espantada, la pobre princesa se vio en la precisión de interrumpir sus lágrimas; y dijo con voz entrecortada: "¡Oh padre mío bienamado! ¡por favor, no te enfades conmigo! ¡Porque, si quie- res escucharme ahora que no está mi madre para excitarte contra mí; sin duda alguna me disculparás y me compadecerás y tomarás las precauciones necesarias para impedir que me muera de confusión y espanto!
¡Pues si vuelvo a soportar las cosas terribles que he soportado esta noche, al día siguiente me encontrarás muerta en mi lecha! ¡Ten piedad de mí, pues, ¡oh padre mío! y deja que tu oído y tu corazón se compadez- can de mis penas y de mi emoción!" Y como entonces no sentía la presencia de su esposa, el sultán, que te- nía un corazón compasivo, se inclinó hacia su hija, y la besó y la acarició y apaciguó su inquieta alma. Lue- go le dijo: "¡Y ahora, hija mía, calma tu espíritu y refresca tus ojos! ¡Y con toda confianza cuéntale a tu pa- dre detalladamente los incidentes que esta noche te han puesto en tal estado de emoción y terror!" Y apo- yando la cabeza en el pecho de su padre, la princesa le contó, sin olvidar nada, todas las molestias que ha- bía sufrido las dos noches que acababa de pasar; y terminó su relato, añadiendo: "¡Mejor será ¡oh padre mío bienamado! que interrogues también al hijo del visir, a fin de que te confirme mis palabras!"
Y el sultán, al oír el relato de aquella extraña aventura, llegó al límite de la perplejidad, y compartió la pena de su hija, y como la amaba tanto, sintió humedecerse de lágrimas sus ojos. Y le dijo él: "La verdad, hija mía, es que yo solo soy el causante de todo eso tan terrible que te sucede, pues te casé con un pasmado que no sabe defenderte y resguardarte de esas aventuras singulares. ¡Por que lo cierto es que quise labrar tu dicha con ese matrinionio, y no tu desdicha y tu muerte! ¡Por Alah, que en seguida voy a hacer que vengan el visir y el cretino de su hijo, y les voy a pedir explicaciones de todo esto! ¡Pero, de todos modos; puedes estar tranquila en absoluto, hija mía, porque no se repetirán esos sucesos! ¡Te lo juro por vida de mi cabe- za!" Luego se separó de ella, dejándola al cuidado de sus mujeres, y regresó a sus aposentos, hirviendo en cólera.
Y al punto hizo ir a su gran visir, y en cuanto se presentó entre sus manos, le gritó: "¿Dónde está el en- trometido de tu hijo?" ¿Y qué te ha dicho de los sucesos ocurridos estas dos últimas noches?" El gran visir contestó estupefacto:' "No sé a qué te refieres, ¡oh rey del tiempo! ¡Nada me ha dicho mi hijo que pueda explicarme la cólera de nuestro rey! ¡Pero, si me lo permites, ahora mismo iré a buscarle y a interrogarle!" Y dijo el sultán. "¡Ve! ¡Y vuelve pronto a traerme la respuesta!" Y el gran visir, con la nariz muy alargada, salió doblando la espalda, y fue en busca de su hijo, a quien encontró en el hamman dedicado a lavarse las inmundicias que le cubrían. Y le gritó: "¡Oh hijo de perro! ¿por qué me has ocultado la verdad? ¡Si no me pones en seguida al corriente de los sucesos de estas dos últimas noches, será éste tu último día!" Y el hijo bajó la cabeza y contestó: "¡Ay! ¡oh padre mío! ¡sólo la vergüenza me impidió hasta el presente, revelarte las enfadosas aventuras de estas dos últimas noches y los incalificables tratos que sufrí, sin tener posibili- dad, de defenderme ni siquiera de saber cómo y en virtud de qué poderes enemigos nos ha sucedido todo, eso a ambos en nuestro lecho!" Y contó a su padre la historia con todos sus detalles, sin olvidar nada. Pero no hay utilidad en repetirla. Y añadió: "¡En cuanto a mí, ¡oh padre mío! prefiero la muerte a semejante vi- da! ¡Y hago ante ti el triple juramento del divorcio definitivo con la hija del sultán! ¡Te suplico, pues, que vayas en busca del sultán y le hagas admitir la declaración de nulidad de mi matrimonio con su hija Ba- drú'l-Budur! ¡Porque es el único medio de que cesen esos malos tratos y de tener tranquilidad! ¡Y entonces podré dormir en mi lecho en lugar de pasarme las noches en los retretes!"
Al oír estas palabras de su hijo, el gran visir quedó muy apenado. Porque la aspiración de su vida había sido ver casado a su hijo con la hija del sultán, y le costaba mucho trabajo renunciara tan gran honor. Así es que, aunque convencido de la necesidad del divorcio en tales circunstancias, dijo a su hijo: "Claro ¡oh hijo mío! que no es posible soportar por más tiempo semejantes tratos." ¡Pero, piensa en lo que pierdes con ese divorcio! ¿No será mejor tener paciencia todavía una noche, durante la cual vigilaremos todos junto a la cámara nupcial, con los eunucos armados de sables y de palos? ¿Qué te parece?" El hijo contestó: "Haz lo que gustes, ¡oh gran visir, padre mío! ¡En cuanto a mí, estoy resuelto a no entrar ya en esa habitación de brea!"
Entonces el visir separóse de su hijo, y fue en busca del rey. Y se mantuvo de pie entre sus manos, ba- jando la cabeza. Y el rey le preguntó: "¿Qué tienes que decirme?" El visir contestó: "¡Por vida de nuestro amo, que es muy cierto lo que ha contado la princesa Badrú'l-Budur! ¡Pero la culpa no la tiene mi hijo! De
todos modos, no conviene que la princesa siga expuesta a nuevas molestias por causa de mi hijo. ¡Y si lo permites, mejor será que ambos esposos vivan en adelante separados por el divorcio!" Y dijo el rey: ' "¡Por Alah, que tienes razón! ¡Pero, a no ser hijo tuyo el esposo de mi hija, la hubiese dejado libre a ella con la muerte de él! ¡Que se divorcien, pues!" Y al pinto dio el sultán las órdenes oportunas para que cesaran los regocijos públicos, tanto en el palacio como en la ciudad y en todo él reino de la China, e hizo proclamar el divorcio de su hija Badrú'l-Budur con el hijo del gran visir, dando a entender que no se había consumado nada.
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y calló discretamente.