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72.91% Las mil y una noche / Chapter 35: LA PRIMERA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE  SINDBAD El MARINO, QUE TRATA DEL PRIMER VIAJE

Chapter 35: LA PRIMERA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE  SINDBAD El MARINO, QUE TRATA DEL PRIMER VIAJE

"Sabed todos vosotros, ¡oh señores ilustrísimos, y tú, honrada cargador, que te llamas, como yo, Sindbad! que mi padre era un mercader de rango entre las mercaderes. Había en su casa numerosas riquezas, de las cuales hacía uso sin cesar para distribuir a los pobres dádivas con largueza, si bien con prudencia, ya que a su muerte me dejó muchos bienes, tierras y poblados enteros, siendo yo muy pequeño todavía.

Cuando llegué a la edad de hombre, tomé posesión de todo aquello y me dediqué a comer manjares ex- traordinarios y a beber bebidas extraordinarias alternando con la gente joven, y presumiendo de trajes ex- cesivamente caros, y cultivando el trato de amigos y camaradas. Y estaba convencido de que aquello había de durar siempre para mayor ventaja mía. Continué viviendo mucho tiempo así, hasta que un día, curado de mis errores y vuelto a mi razón, hube de notar que mis riquezas habíanse disipado, mi condición había cambiado y mis bienes habían huido. Entonces desperté completamente de mi inacción, sintiéndome poseí- do por el temor y el espanto de llegar a la vejez un día sin tener qué ponerme, También entonces me vinie- ron a la memoria estás palabras que mi difunto padre se complacía en repetir, palabras de nuestro Señor Saleimán ben-Daud (¡con ambas la plegaria y la paz!): Hay tres cosas preferibles a otras tres: el día en que se muere es menos penoso que el día en que se nace, un perro vivo vale más que un león muerto, y la tum- ba es mejor que la pobreza.

Tan pronto camo me asaltaron estos peesamientos, me levanté, reuní lo que me restaba de muebles y ves- tidos, y sin pérdida de momento lo vendí en almoneda pública, con los residuos de mis bienes, propiedades y tierras. De ese modo me hice con la suma de tres mil dracmas...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.

PERO GUANDO LLEGÓ LA 292 NOCHE Ella dijo:

...me hice con la suma de tres mil dracmas, y en seguida se me antojó viajar por las comarcas y países de los hombres, porque me acordé de las palabras del poeta que ha dicho:

¡Las penas hacen más hermosa aún la gloria que se adquiere! ¡La gloria de los humanos es la hija in- mortal de muchas noches pasadas sin dormir!

¡Quien desea encontrar el tesoro sin igual de las perlas del mar, blancas, grises o rosadas, tiene que ha- cerse buzo ántes de conseguirlas!

¡A la muerte llegara en su esperanza vana quien quisiera alcanzar la gloria sin esfuerzo!

Así, pues, sin tardanza, corrí al zoco, donde tuve cuidado de comprar mercancías diversas y pacotillas de todas clases. Lo transporté inmediaamente todo a bordo de un navía, en el que se encontraban ya dispuestos a partir otros mercaderes, y con el alma deseosa de marinas andanzas, vi cómo se alejaba de Bagdad el na- vío y descendía por el río hasta Bassra, yendo a parar al mar.

En Bassra, el navío dirigió la vela hacia alta mar, y entonces navegamos durante días y noches, tocando en islas y en islas, y entrando en un mar después de otro mar, y llegando a una tierra después de otra tierra! Y en cada sitio en que desembarcábamos, vendíamos unas mercancías para comprar otras, y hacíamos true- ques y cambios muy ventajosos.

Un día en que navegábamos sin ver tierra desde hacía varios días, vimos surgir del mar una isla que por su vegetación nos pareció algún jardín maravilloso entre los jardines del Edén. Al advertirla, el capitán del navío quiso tomar allí tierra, dejándonos, desembarcar una vez que anclamos.

Descendimos todos los comerciantes; llevando con nosotros cuantos víveres y utensilios de cocina nos eran necesarios. Encargáronse algunos de encender lumbre, y preparar la comida, y lavar la ropa, en tanto que otros se contentaron con pasearse, divertirse y descansar de las fatigas marítimas. Yo fui de los que prefirieron pasearte y gozar de las bellezas de la vegetación que cubría aquellas costas, sin olvidarme de co- mer y beber.

Mientras de tal manera reposábamos, sentimos de repente que temblaba la isla toda con tan ruda sacudi- da., que fuimos despedidos a algunos pies de altura sobre el suelo. Y en aquel momento vimos aparecer en la proa del navío al capitán, que nos gritaba eon una voz terrible Y gestos alarmantes: "¡Salvaos pronto, ¡oh pasajeros! ¡Subid en seguida a bordo! ¡Dejadlo todo! ¡Abandonad en tierra vuestros efectos y salvad vues- tras almas! ¡Huid del abismo que os espera! ¡Porque la isla donde os encontráis no es una isla, sino una ba- llena gigantesca que eligió en medio de este mar su domicilio desde antiguos tiempos, y merced a la arena marina crecieron árboles en su lomo! ¡La despertasteis ahora de su sueño, turbásteis su reposo, excitasteis sus sensaciones encendiendo lumbre sobre su lomo, y hela aquí que se despereza! ¡Salvaos, o si no, os su- mergirá en el mar, que ha de tragaron sin remedio! ¡Salvaos! ¡Dejadlo todo, que he de partir!"

Al oír estas palabras del capitán, los pasajeros, aterrados, dejaron todos sus efectos, vestidos, utensilios y hornillas, y echaran a correr hacia el navío, que a la sazón levaba el ancla. Pudieron alcanzarlo a tiempo al- gunos; otros no pudieron. Porque la ballena se había ya puesto en movimiento, Y tras unos cuantos saltos espantosos, se sumergía en el mar con cuantos tenía encima del lomo, y las olas, que chocaban y se entre- chocaban cerráranse para siempre sobre ella y sobre ellos.

¡Yo fui de los que se quedaron abandonados encima de la ballena. Y había de ahogarse!

Pero Alah el Altísimo veló por mí y me libró de ahogarme, poniéndame al alcance de la mano una espe- cie de cubeta grande de madera, llevada allí por los pasajeros para lavar su ropa. Me aferré primero a aquel objeto, y luego pude ponerme a horcajadas sobre él, gracias a los esfuerzos extraordinarias de que me ha- cían capaz el peligro y el cariño que tenía yo a mi alma, que me era preciosísima. Entonces me puse a batir al agua con mis pies a manera de remos, mientras las olas jugueteaban conmigo haciéndame zozobrar a de- recha e izquierda.

En cuanta al capitán, se dio prisa a alejarte a toda vela con los que se pudieron salvar, sin ocuparse de los que sabrenadaban todavía. No tardaron en perecer éstos, mientras yo ponía a contribución todas mis fuerzas para servirme de mis pies a fin de alcanzar al navío, al cual hube de seguir con los ojos hasta que desapare- ció de mi vista, y la noche cayó sobre el mar, dándome la certeza de mi perdición y mi abandono.

Durante una noche y un día enteros estuve en lucha contra el abismo. El viento y las corrientes me arras- traron a las orillas de una isla escarpada, cubierta de plantas trepadoras que descendían a lo largo de los acantilados hundiéndose en el mar. Me así a estos ramajes, y ayudándome con pies y manos conseguí trepar hasta lo alto del acantilado.

Habiéndome escapado de tal modo de una perdición segura, pensé entonces en examinar mi cuerpo, y vi que estaba lleno de contusiones y tenía los pies hinchados y con huellas de mordeduras de peces, que ha- bíanse llenado el vientre a costa de mis extremidades. Sin embargo, no sentía dolor ninguno de tan insen- sibilizado como estaba por la fatiga y el peligro que corrí. Me eché de bruces, como un cadáver, en el suelo de la isla, y me desvanecí, sumergido en un aniquilamiento total.

Permanecí dos días en aquel estado, y me desperté cuando caía sobre mí a plomo el sol. Quise levan- tarme; pero mis pies hinchados y doloridos se negaron a socorrerme, y volvía a caer en tierra. Muy apesa- dumbrado entonces por el estado a que me hallaba reducido, hube de arrastrarme, a gatas unas veces y de rodillas otras, en busca de algo para comer. Llegué, por fin, a una llanura cubierta de árboles frutales y re- gada por manantiales de agua pura y excelente. Y allí reposé durante varios días, comiendo frutas y be- biendo en las fuentes. Así que no tardó mi alma en revivir, reanimándose mi cuerpo entorpecido, que logró ya moverse con facilidad y recobrar el uso de sus miembros, aunque no del todo, porque vine todavía preci- sado a confeccionarme, para andar, un par de muletas que me sostuvieran.

De esta suerte pude pasearme lentamente entre los árboles, comiendo frutas, y pasaba largos ratos admi- rando aquel país y extasiándome ante la obra del Todopoderoso.

Un día que me paseaba por la ribera, vi aparecer en lontananza una cosa que me pareció un animal sal- veje o algún monstruo entre los monstruos del mar. Tanto hubo de intrigarme aquella cosa, que, a pesar de los sentimientos diversos que en mí se agitaban, me acerqué a ella, ora avanzando, ora retrocediendo. Y acabé por ver que era una yegua maravillosa atada a un poste. Tan bella era, que intenté aproximarme más,

para verla todo lo cerca posible, cuando de pronto me aterró un grito espantoso, dejándome clavado en el suelo, por más que mi deseo fuera huir cuanto antes; y en el mismo instante surgió de debajo de la tierra un hombre que avanzó a grandes pasos hacia donde yo estaba, y exclamó: "¿Quién eres? ¿Y de dónde vienes?

¿Y qué motivo te impulsó a aventurarte hasta aquí?"

Yo contesté: "¡Oh señor! Sabe que soy un extranjero que iba abordo de un navío y naufragué con otros varios pasajeros. ¡Pero Alah me facilitó una cubeta de madera a la que me así y que me sostuvo hasta que fui despedido a esta costa por las olas!"

Cuando oyó mis palabras, cogióme de la mano y me dijo: "¡Sigueme!" Y le seguí. Entonces me hizo ba- jar a una caverna subterránea y me obligó a entrar en un salón, en cuyo sitio de honor me invitó a sentarme, y me llevó algo de comer, porque yo tenía hambre. Comí hasta hartarme y apaciguar mi ánimo. Entonces me interrogó acerca de mi aventura y se la conté desde el principio al fin; y se asombró prodigiosamente. Luego añadí: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh dueño mío! no te enfades demasiado por lo que voy a preguntarte!

¡Acabo de contarte la verdad de mi aventura, y ahora anhelaría saber el motivo de tu estancia en esta sala subterránea y la causa por qué atas sola a esa yegua en la orilla del mar!"

El me dijo: "Sabe que somos varios las que estamos en esta isla, situados en diferentes lugares, para guardar los caballos del rey Mihraján. Todos los meses, al salir la luna nueva, cada uno de nosotros trae aquí una yegua de pura raza, virgen todavía, la ata en la ribera y en seguida se oculta en la gruta subte- rránea. Atraído entonces por el olor a hembra, sale del agua uno caballo entre los caballos marinos, que mi- ra a derecha y a izquierda, y al no ver a nadie salta sobre la yegua y la cubre. Luego, cuando ha acabado su cosa con ella, desciende de sus ancas e intenta llevarla consigo. Pero ella no puede seguirle, porque está atada al poste; entonces relincha muy fuerte él y le da cabezazos y coces, y relincha cada vez mas fuerte. Le oímos nosotros y comprendemos que ha acabado de cubrirla; inmediatamente salimos par todos lados, y corremos hacia él lazando grandes gritos, que le asustan y le obligan a entrar en el mar de nuevo. En cuanto a la yegua queda preñada y pare un potro o una potra que vale todo un tesoro, y que no puede tener igual en toda la faz de la tierra. Y precisamente hoy ha de venir el caballo marino. Y te prometo que, una vez termi- nada la cosa, te llevaré conmigo para presentarte a nuestro rey Mihraján y darte a conocer nuestro país.

¡Bendice, pues, a Alah, que te hizo encontrarme, porque sin mí morirías de tristeza en esta soledad, sin vol- ver a ver nunca a los tuyos y a tu país y sin que nunca supiese de ti nadie!"

Al oír tales palabras, di muchas gracias al guardián de la yegua, y continué departiendo con él, en tanto

que el caballo marino salía del agua, saltando sobre la yegua y la cubría. Y cuando hubo terminado lo que tenía que terminar, descendió de ella y quiso llevársela; mas ella no podía desatarse del poste, y se enca- britaba y relinchaba. Pero el guardián de la yegua se precipitó fuera de la caverna, llamó con grandes voces a sus compañeros, y provistos todos de hachas, lanzas y escudos, se abalanzaron al caballo marino, que lle- no de terror soltó su presa, y como un búfalo, fue a tirarse al mar y desapareció bajo las aguas.

Entonces todos los guardianes, cada uno con su yegua, se agruparon a mi alrededor y me prodigaron mil amabilidades, y después de facilitarme aún más comida y de comer conmigo, me ofrecieron una buena montura, y en vista de la invitación que me hizo el primer guardián, me propusieron que les acompañara a ver al rey su señor. Acepté desde luego, y partimos todos juntos.

Cuando llegamos a la ciudad, se adelantaron mis compañeros para poner a su señor al corriente de lo que me había acaecido. Tras de lo oral volvieron a buscarme y me llevaron al palacio; y en uso del permiso que se me concedió, entré en la sala del trono y fui a ponerme entre las manos del rey Mihraján, al cual le deseé la paz.

Correspondiendo a mis deseos de paz, el rey me dio la bienvenida, y quiso oír de mi boca el relato de mi aventura. Obedecí en seguida, y le conté cuanto me había sucedido, sin omitir un detalle.

Al escuchar semejante historia, el rey Milrraján se maravilló y me dijo: "¡Por Alah, hijo mío, que si tu suerte no fuera tener una vida larga, sin duda a estas horas habrías sucumbido a tantas pruebas y sinsabores!

¡Pero da gracias a Alah por tu liberación!" Todavía me prodigó muchas más frases benévolas, quiso ad- mitirme en su intimidad para lo sucesivo y a fin de darme un testimonio de sus buenos propósitos con res- pecto a mí, y de lo mucho que estimaba mis conocimientos marítimos, me nombró desde entonces director de las puertos y radas de su isla, e interventor de las llegadas y salidas de todos los navíos.

No me impidieron mis nuevas funciones personarme en palacio todos los días para cumplimentar al rey, quien de tal modo se habituó a mí, que me prefirió a todos sus íntimos, probándomelo diariamente con grandes obsequios. Con lo cual tuve tanta influencia sobre él, que todas las peticiones y todos las asuntos del reino eran intervenidos por mí para bien general de los habitantes.

Pero estos cuidadas no me hacían olvidar mi país ni perder la esperanza de volver a él. Así que jamás de- jaba yo de interrogar a cuantos viajeros y a cuantos marinos llegaban a la isla, diciéndoles si conocían Bag- dad, y hacia qué lado estaba sitirada. Pero ninguno podía responderme, y todos me aseguraban que jamás oyeron hablar de tal ciudad, ni tenían noticia del paraje en que se encontrase. Y aumentaba mi pena paula- tinamente al verme condenado a vivir en tierra extranjera, y llegaba a sus límites mi perplejidad ante estas

gentes que, no sólo ignoraban en absoluto el camino que conducía a mi ciudad, sino que ni siquiera sabían de su existencia.

Durante mi estancia en aquella isla, tuve ocasión de ver cosas asombrosas, y he aquí algunas de ellas en- tre mil.

Un día que fui a visitar al rey Mihraján, como era mi costumbre trabé conocimiento con unos personajes indios, que, tras mutuas zalemas, se prestaron gustosos a satisfacer mi curiosidad, y me enseñaron que en la India hay gran número de castas, entre las cuales son las dos principales la casta de los kchatryas, com- puesta de hombres nobles y justos que nunca cometen exacciones o actos reprensibles, y la casta de los brahmanes, hombres puros que jamás beben vino y son amigos de la alegría, de la dulzura en los modales, de los caballos, del fasto y de la belleza. Aquellos sabios indios me enseñaron también que las castas prin- cipales se dividen en otras setenta y dos castas que no tienen entre sí relación ninguna. Lo cual hubo de asombrarme hasta el límite del asombro.

En aquella isla tuve asimismo ocasión de visitar una tierra perteneciente al rey Mihraján y que se llamaba Cabil. Todas las noches se oían en ella resonar timbales y tambores. Y pude observar que sus habitantes es- taban muy fuertes en materia de silogismos; y eran fértiles en hermosos pensamientos. De ahí que se halla- sen muy reputados entre viajeros y mecaderes.

En aquellos mares lejanos vi cierto día un pez de cien codos de longitud, y otros peces cuyo rastro se pa-

recía al rostro de los buhos.

En verdad, ¡oh amigos! que aun vi cosas más extraordinarias y prodigiosas, cuyo relato me apartaría de- masiado de la cuestión. Me limitaré a añadir que viví todavía en aquella isla el tiempo necesario para aprender muchas cosas, y enriquecerme con diversos cambios, ventas y compras.

Un día, según mi costumbre, estaba yo de pie a la orilla del mar en el ejercicio de mis funciones, y per- manecía apoyado en mi muleta, como siempre, cuando vi entrar en la rada un navío enorme lleno de mer- caderes. Esperé a que el navío hubiese anclado sólidamente y soltado su escala, para subir a bordo y buscar al capitán a fin de inscribir su cargamento. Los marineros iban desembarcando todas las mercancías, que al propio tiempo yo anotaba, y cuando terminaron su trabajo pregunté al capitán: "¿Queda aún alguna cosa en tu navío?" Me contestó: "Aun quedan, ¡oh mi señor! algunas mercancías en el fondo del navío; pero están en depósito únicamente, porque se ahogó hace mucho tiempo su propietario, que viajaba con nosotros. ¡Y quisiéramos vender esas mercancías para entregar su importe a los parientes del difunto de Bagdad, morada de paz!"

Emocionada entonces hasta el último límite de la emoción, exclamé:

"¿Y cómo se llamaba ese mercader, ¡oh capitán!?" Me contestó: "¡Sindbad el Marino!"

A estas palabras miré con más detenimiento al capitán, y reconocí en él al dueño del navío que se vio precisado a abandonarnos encima de la ballena. Y grité con toda mi voz: "¡Yo soy Sindbad el Marino!"

Luego añadí: "Cuando se puso en movimiento la ballena a causa del fuego que encendieron en su lomo, yo fui de los que no pudieron ganar tu navío y cayeron al agua. Pero me salvé gracias a la cubeta de madera que habían transportado los mercaderes para lavar allí su ropa. Efectivamente, me puse a horcajadas sobre aquella cubeta y agité los pies a manera de remos. ¡Y sucedió lo que sucedió con la venia del Ordenador!"

Y conté al capitán cómo pude salvarme y a través de cuántas vicisitudes había llegado a ejercer las altas funciones de escriba marítima al lado del rey Mihraján.

Al escucharme el capitán, exclamó: "¡No hay recursos y poder más que en Alah el Altísimo, el Omni- potente....

En este. momento de su narración Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 294 NOCHE Ella dijo:

... "¡No hay recursos y poder más que en Alah el Altísimo, el Omnipotente! ¡Ya no queda conciencia ni honradez en ninguna criatura de este mundo! ¿Cómo osas afirmar que eres Sindbad el Marino, ¡oh escriba astuto! cuanto todos nosotros le vimos por nuestros propios ojos ahogarse con los demás mercaderes?

¡Vergüenza sobre ti por mentir con impudicia tanta!"

Entonces le contesté: "¡Cierto ¡oh capitán! que la mentira es la renta de los bellacos! ¡Pero escúchame, porque voy a probarte que soy Sindbad el ahogado!" Y conté al capitán diversos incidentes que sólo cono- cíamos él y yo, y que sobrevinieron durante aquella maldita travesía. El capitán entonces no dudó ya de mi identidad y llamó a los que iban en el barco, y todos me felicitaron por mi salvamento, y me dijeron, "¡Por Alah, no podemos creer que lograras librarte de perecer ahogado! ¡Alah te concedió una segunda vida!"

Tras de lo cual apresuróse el capitán a devolverme mis mercancías, que yo hice transportar al zoco en el momento, después de asegurarme de que no faltaba nada y de que todavía aparecían en dos fardos mi nom- bre y mi sello.

Una vez en el zoco, abrí mis fardos y vendí mis mercancías con un beneficio deciento por una; pero tuve cuidado de reservarme algunas objetos de valor, que me apresure a ofrecer como presente al rey Mihraján.

Le relaté la llegada del capián del navío, y el rey asombróse en extremo de este acontecimiento inespera-

do, y como me quería mucho, no quiso ser menos amable que yo, y a su vez me hizo regalos inestimables que contribuyeron no poco a enriquecerme completamente. Porque yo me di prisa a vender todo aquello, realizando así una fortuna considerable que transporté a bordo del mismo navío donde había emprendido antes mi viaje.

Efectuado esto, fui a palacio para despedirme del rey Mihraján y darle gracias por todas sus generosida- des y por su protección. Me despidió con frases muy conmovedoras, y no me dejó partir sin haberme ofre- cido aun más presentes suntuosos y objetos de valor que ya no me decidí a vender y que, por cierto, estáis viendo ahora en esta sala, ¡oh mis honorables invitados! Tuve igualmente cuidado de llevar conmigo por todo equipaje los perfumes que estáis aspirando aquí, madera de áloe, alcanfor, incienso y sándalo, pro- ductos de aquella isla lejana.

Subí en seguida a bordo, y a poco diose a la vela el navío con la autorización de Alha. Porque nos favo-

reció la Fortuna y nos ayudó el Destino, en aquella travesía, que duró días y noches, y por último, una ma- ñana llegamos con salud a la vista de Bassra, donde no nos detuvimos mas que muy escaso tiempo para as- cender por el río y entrar al fin, con el alma regocijada, en la ciudad de paz, Bagdad, mi tierra.

Cargado de riquezas y con la mano pronta para las dádivas, llegué a mi calle así, y entré en mi casa, don- de volví a ver con buena salud a mi familia y a mis amigos. Y al punto compré gran cantidad de esclavos de uno y otro sexo, mamalik, mujeres hermosas, negros, tierras, casas y propiedades, como no tuve nunca, ni aun cuando murió mi padre.

Con esta nueva vida olvidé las vicisitudes pasadas, las penas y los peligros sufridos, la tristeza del des- tierro, los sinsabores y fatigas del viaje. Tuve amigos numerosos y deliciosos, y durante largo tiempo vivía una vida llena de agrado y de placeres y exenta de preocupaciones y molestias, disfrutando con toda mi al- ma de cuanto me gustaba y comiendo manjares admirables y bebiendo bebidas preciosas.

¡Y tales el primero de mis viajes! Pero mañana, si Alah quiere, os contaré, ¡oh invitados míos! el segundo

de los siete viajes que emprendí, y que es bastante más extraordinario que el primero."

Y Sindbad el Marino se encaró con Sindbad el Cargador y le rogó que cenase con él. Luego, tras de ha- berle tratado con mucho miramiento y afabilidad, hizo que le entregaran mil monedas de oro, y antes de despedirle le invitó a volver al día siguiente, diciéndole: "¡Para mí tu urbanidad será siempre un placer y tus buenos modales una delicia!" Y contestó Sindbad el Cargador: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos!

¡Obedezco con respeto! ¡Y sea continua en tu casa la alegría, ¡oh señor mío!"

Salió entonces de allá, después de dar las gracias y llevarse consigo el regalo que acababa de recibir, y re- tornó a su hogar, maravillándose hasta el límite de la maravilla, y pensó toda la noche en lo que acababa de escuchar y de experimentar.

Así es que en cuanto amaneció apresuróse a volver a casa de Sindbad el Marino...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Ella dijo:

PERO CUANDO LLEGÓ LA 295 NOCHE

... apresuróse a volver a casa de Sindbad el Marino, que le recibió con aire afable, y le dijo: "Séate cosa fácil la amistad aquí! ¡Y la confianza sea contigo!" y el cargador quiso besarle la mano, y al ver que Sin- dbad no consentía en ello, de dijo:

"¡Dilate Alah tus días y consolide sobre ti sus beneficios!" Y como ya habían llegado los demás invita- dos, comenzaron por sentarse en torno del mantel extendido en que vertían su grasa los corderos asados y se doraban las pollos rellenos deliciosamente con pastas de alfónsigos, de nueces y de uvas. Y comieron, y bebieron, y se divirtieron, y se regalaron el espíritu y el oído escuchando cantar a los instrumentos bajo los dedos expertos de sus tañedores.

Cuando acabaron, habló Sindbad en estos términos en medio del silencio de los convidados:


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