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94.98% EL Mundo del Río / Chapter 265: Brass y Gold (o Caballo y Zepelín en Beverly Hills)

Chapter 265: Brass y Gold (o Caballo y Zepelín en Beverly Hills)

Esta historia, junto con «En la Banda Negra» y «Jinetes del Salario Púrpura», forma parte de la trilogía de Beverly Hills. Escrita durante la época en que viví allí, la trilogía tiene como escenario Beverly Hills, lugar donde, por primera y espero que última vez en mi vida, estuve viviendo en una casa de pisos. Día a día, mi gato y yo enloquecíamos un poco más, nos sentíamos un poco más infelices. El día en que una mano salió del interior de un buzón y cogió la carta que yo estaba a punto de echar, llegué a la conclusión de que tenía que irme. O me iba, o acababa desquiciado.

Así pues, nos mudamos a una casita de South Holt, en Los Angeles, no muy lejos del propio Beverly Hills pero sí lo suficiente o al menos, eso creí yo entonces. Estando instalados allí, una riada que bajó por Burton Way inundó mi garaje, situado respecto de la calle a un nivel inferior. Más de la mitad de mi colección de libros y revistas, todavía en cajas de embalaje, quedó destruida. Todos mis libros de Oz, mis Tartanes y Doc Savages, un buen número de revistas de gran valor para mí, muchos de mis libros y revistas de ciencia ficción como Science Wonder y Air Wonder, material que llevaba coleccionando desde 1929, muchos de mis manuscritos, etc.

Así pues, nos mudamos a la casa más grande que he tenido nunca, más hacia el centro de la ciudad. No pude evitar sentir un cierto disgusto al abandonar aquel gran abeto y el cuervo gigante que se posaba en su copa, pero aún no me había alejado lo suficiente de la maléfica influencia de Beverly Hills.

Me sentía bastante bien en aquella gran casa de South Burnside, y al ser despedido como tantos otros trabajadores de la industria aeroespacial, un mes antes del primer alunizaje, me sentí muy feliz. Decidí dar el paso decisivo y convertirme en un escritor profesional. No tenía más que dar unos pocos pasos para ir a trabajar. Se habían acabado los trayectos cotidianos de ciento cincuenta kilómetros por la autopista. Y no pensaba volver a trabajar para nadie nunca más. Si las cosas iban tan mal que no podía ganarme la vida escribiendo, me dedicaría a robar bancos.

Ahora, ya no vivo en la tierra de los terremotos y los desprendimientos. Vivo en tierra de ciclones y de inviernos que recuerdan a la era de las glaciaciones. Y me gusta.

Pero lo extraño del caso es que, cuando voy a visitar a alguien de Los Angeles, ahora me gusta. Ni siquiera me inquieto cuando paseo por Beverly Hills, aunque lo que sí hago es evitar acercarme a los buzones de las esquinas.

En los suburbios situados al sur de la línea férrea que corre paralela al Santa Monica Boulevard, en Beverly Hills, vivía un hombre llamado Brass. Brass estaba rodeado de Golds, Goldsteins, Golbergs, Goldfarbs y de Silvers, Silversteins, Silverbergs y Silverfarbs[1]

¡Abandono! ¡Me rindo! solía gritar desde la ventana de su apartamento

cuando el dorado de la luna llena se convertía en verde a causa de la contaminación. Y tras beber otro trago de Old Turkey, chasqueaba los labios y volvía a asomarse a la ventana.

¡Llevadme al banco y encerrarme en la cámara acorazada! ¡Convertidme en anillos y pulseras! ¡Pero descubriréis que sirvo para algo más que para rendir un posible provecho económico! ¡Brass sirve para algo más que para arrear caballos o empinar el codo!

Si se hacía caso de lo que decían sus vecinos judíos, Brass era un gentil procedente de Utah, borracho y poeta para más señas. Se creía que, antes de que los magnates del ganado vacuno se adueñaran de su tierra, había sido ovejero. Aquel rumor exasperaba a Brass, que en realidad provenía de un antiguo linaje de criadores de caballos. El otro rumor que corría, según el cual había sido vaquero, también le encolerizaba.

En su tierra, podía pasarse un día entero cabalgando sin ver una sola vaca, acostumbraba a gritar Brass por la ventana. Pero nadie parecía oírle. De noche, los vecinos solían dar bulliciosas fiestas que acallaban todo ruido exterior, o bien habían salido para asistir a alguna fiesta que daban en otra parte.

Durante el día, los hombres estaban en la oficina y sus esposas se limitaban a asomarse a las ventanas y hablar a gritos con las vecinas de enfrente. Entre los edificios, había verdaderos complejos de alambres para tender la ropa de los que colgaban billetes de cien dólares, secándose entre la neblina verdosa de la contaminación y a la luz de aquel sol de color verde dólar.

Aquí no ocurre igual que en el Bronx ¿eh? gritó la señora Gold a su vecino

. ¡Allí era la gente quien contaba dinero, no al revés!

¡Por el amor de Dios, cállese! rugió Brass asomándose a la ventana. ¡Soy poeta! ¡Y no se puede escribir poesía cuando toda esta cháchara sobre dinero, que de todos modos yo no tengo, hace que hasta el firmamento parezca contante y sonante!

La señora Samantha Gold vio que la boca de su vecino se movía entre el oro de su barba. Sonrió y le saludó con la mano. Hubo un tiempo en que no era tan amistosa. El día en que miró por la ventana de su tercer piso hacia la ventana del segundo piso del edificio contiguo y vio a un hombre barbudo con el pelo largo y con sombrero que leía un libro enorme, creyó que se trataba de un erudito del Talmud o de un rabino, o de ambas cosas.

Es un hecho de sobras conocido que no hay erudito del Talmud o rabino de

Beverly Hills que viva más al norte del Olympic Boulevard. No es bueno para ellos; no pueden pagar alquileres tan elevados y, además, provocan pausas muy embarazosas en las conversaciones. Si se les pesca en la ciudad en cualquier otro día que no sea un sábado, se les hace retroceder hasta Olympic Boulevard o más al sur aún, azotándoles con tarjetas de crédito, que tienen los bordes muy afilados.

La primera vez que vio a Brass, la señora Gold llamó a la policía. Pero el oficial investigador dijo que Brass no tenía coche y que, por tanto, no se le podía perseguir con multas de aparcamiento o con una citación judicial por saltarse semáforos en rojo. De todos modos, el oficial tenía intención de vigilarle de cerca. Siempre cabía la posibilidad de que cruzarse la calle de forma imprudente.

El informe acabó sobre la mesa del despacho del alcalde, un gentil. Durante un discurso en la Cámara de Comercio, el alcalde reveló que había gente en la ciudad que pagaba menos de 400 dólares mensuales de alquiler, e incluso había quien no sobrepasaba los 150.

¡Sabéis perfectamente que estoy con los desvalidos y los necesitados! dijo el alcalde con voz atronadora. ¡Pero esa clase de gente tiene que irse! ¡Están arruinando la imagen de Beverly Hills!

Ovación de gala.

La señora Gold habló con el poli y averiguó que Brass no era ningún rabino. Ni siquiera era judío.

Antes se podía identificar a la gente por su aspecto comentó ella, pero ahora no hay manera, todo está hecho un lío. A veces, incluso los jóvenes ejecutivos parecen hippies.

Y después de que el poli la mirara de pies a cabeza, añadió:

Pero bien vestidos, con ropa cara. Y limpios.

Cierto contestó él. Míreme a mí. Católico irlandés y sin embargo me llamo Oliver Francis Cromwell.

Pero el poli no la había mirado de aquella forma a causa de sus comentarios, casi subversivos. Ella acababa de pasar de los treinta y, con siete kilos de peso menos, podría haber trabajado como doble de Sofía Loren.

Lo cierto era que dos meses antes la señora Gold se parecía más a Oliver Hardy. Profesaba el judaísmo ortodoxo pero, mientras otros eran adictos al whisky, el tabaco o la heroína, ella se moría por los canapés de jamón con pan de centeno y cubiertos de salsa de champiñones. Su marido la encerraba en el dormitorio y, a través de una portezuela que en un principio se había instalado para el perro, le deslizaba una bandeja con un desayuno frugal, equilibrado y aceptado por la Ley Mosaica. Al mediodía, la criada le pasaba otra bandeja y, por la noche, el marido la dejaba salir del dormitorio pero supervisaba todo lo que ella cocinaba.

Aún así, había veces en que Samantha conseguía romper el bloqueo. En una

ocasión, el marido apareció de improviso al mediodía y ella tuvo que meter el bocadillo en un recipiente de plástico y descolgarlo por la ventana con una cuerda.

Brass, el áureo poeta, medio muerto de hambre por haberse gastado toda la mensualidad entre el alquiler y el Old Turkey, cogió el bocadillo y se lo comió.

El marido de la señora Gold descubrió la cuerda mientras buscaba comida escondida pero, aún así, no pudo probar nada. Al día siguiente, la señora Gold se encontró con que había adelgazado lo suficiente como para pasar a través de la portezuela y fue al apartamento de Brass para agradecerle el haberla salvado y también para pedirle que le devolviera el bocadillo. Y se enamoraron.

Samantha Gold leía mucho porque pocos quehaceres más tenía. Sabía, o creía saber, por qué se había enamorado de Brass. Aunque era mucho más alto. Brass se parecía a su padre cuando era joven. Claro que también había otras razones. Era poeta, pero incluso la emocionaba más que fuera vaquero, aunque con respecto a esto último, él no tardó en sacarla de su error.

No obstante, había ciertos obstáculos que se interponían a su idilio. Él era gentil y, además, bebía mucho. Sin embargo, la señora Gold le dijo que su alcoholismo no representaba para ella un gran problema. Su padre también le daba a la botella más de lo que le convenía.

El beber tampoco es problema para mí menos cuando estoy sin blanca dijo

Brass.

Realmente, no tienes aspecto de gentil comentó Samantha, sentada en un sillón y mirándole con enormes ojos modelo Loren.

Madame, yo no soy gentil repuso él. Yo soy mormón. Tú eres la gentil, porque para los mormones, todos los que no lo son, son gentiles. Claro que, en realidad, soy un mormón un tanto relajado, así que, en cierto modo, tienes razón. He perdido la Gracia, que además resulta ser el nombre de mi exmujer. Se ha comprobado mediante estadísticas que el índice de alcoholismo entre los mormones es aún más bajo que entre los judíos devotos. Pero, cuando un mormón bebe, llega a sumergirse más que nadie en las profundidades del dorado mar del alcohol para citar a Baquílides, sin emerger nunca con la perla de incalculable valor. Supongo que se trata de un caso de supercompensación. Pero soy un poeta y, por tanto, tengo la obligación estética, y tal vez teológica, de beber. Ahora, te agradecería que me dejaras solo. Presiento que se aproxima un poema.

Robert Graves dice que todo verdadero poeta rinde culto a la Diosa dijo ella

. ¿Te refieres a eso cuando hablas de obligación teológica?

En aquel momento ella parecía y se sentía como la propia Atenea, aunque no tan delgada como hubiera querido, y lo sabía. Él también lo sabía porque se arrodilló, puso sus manos sobre las rodillas de ella, y alzó la vista para mirarla, mientras recitaba un soneto extemporáneo. A ella le gustó el poema y le encantó sentir sus

manos en las rodillas; llevaban muchos meses sin que unas manos masculinas las tocaran. Pero no le gustó nada el olor a bebida, por más cara que fuera. De todos modos, cuando él le ofreció un bocadillo de jamón, decidió que el Old Turkey se podía tolerar.

Siempre he creído que, siendo poeta, había que vivir en Haight-Ashbury o en West Venice, o en Mount Shasta dijo ella, entre bocado y bocado. Este es un lugar bastante raro para un poeta que está prácticamente sin un céntimo.

Este es un lugar bastante raro para todo el mundo respondió él, al borde de la incandescencia a causa de las chispas que desprendía su inspiración poética y los cometas que despedían sus gónadas. Mi idea era ir a un lugar al que nadie se le ocurriera ir, un sitio verdaderamente ajeno para un poeta. Por eso estoy aquí.

Su abuelo le había dejado una pequeña suma que los abogados se habían encargado de dividir en mensualidades. Por otra parte, el abuelo había lamentado profundamente que Brass abandonara la senda del Señor, pero al mismo tiempo le admiraba porque no estaba dispuesto a besarle las botas a nadie, ya fueran limpias o llenas de estiércol. Y decía que Brass era, por lo menos, «un gandul con honor» y «un tipo con toda la barba». A Brass le encantaba esta última frase.

No hablemos de dinero. Hablemos de amor dijo agarrándole de nuevo las rodillas y levantando la vista para mirar, más allá de sus pechos, como un astronauta con la vista perdida por detrás del enorme círculo de la Tierra, a aquel alargado y delicioso rostro mediterráneo que asomaba tras el bocadillo.

¿Que no hablemos de dinero? preguntó ella. Esto es Beverly Hills. Mi marido dice que primero es el dinero y que el amor le sigue detrás, de forma natural. Como un tiburón que persigue a una barca para comerse la basura.

Brass hizo una mueca. El tema de su poesía era la belleza.

Samantha se acabó el bocadillo y miró hacia la nevera. Brass suspiró, se levantó, y haciendo resonar las botas sobre el suelo sin alfombrar, se dispuso a prepararle otro bocadillo. Ella, mientras le observaba, comenzó a explicarle historias de Beverly Hills.

Estaba el caso de la señora Miteymaus, que tras un parto de veinte horas, dio a luz un billete de mil dólares. El agente del servicio de Recaudación de Contribuciones, equipado con mascarilla, delantal y guantes, actuó como ayudante del tocólogo y dedujo el 90 por ciento antes de que se cortara el cordón umbilical. La señora Miteymaus decidió enviar al bebé a un orfelinato y reclamar una deducción por caridad. Finalmente, el bebé fue adoptado por un banco y, más tarde, llegó a dar un interés del 8,1 por ciento. Al enterarse a través de una amiga maliciosa (Samantha admitía que el adjetivo era redundante), la señora Miteymaus sufrió tal disgusto que juró no volver a tener nunca más contacto sexual, ni siquiera con su marido.

Brass le preguntó si era cierto lo que se contaba de Beverly Hills referente a que

era una ciudad con tantos polis, que en las horas punta había que retirarlos de las calles para que no entorpecieran la circulación.

Samantha respondió que sí, que era cierto.

Desinhibida gracias al tercer bocadillo, comenzó a hablarle de su vida privada y a explicarle algunas de sus peñas. En una ocasión, creyó estar perdiendo el amor de su marido por engordar demasiado. Pero ahora que se había adelgazado, relativamente hablando, seguía sin obtener amor de él. Irving le estaba dando el salto con una gentil que además bebía.

Este mundo es como una pústula de odio, traición y dolor dijo él. Incluso en las solitarias noches que pasaba vigilando a los caballos en la pradera, acompañado tan sólo por estos y la luna, el viento me traía sonidos y olores de odio, traición y dolor de un mundo podrido, desde cientos de kilómetros de distancia. Oía gritar y sollozar, y olía a gasolina y a arenques podridos. Entonces, metía la nariz entre las crines de mi caballo y aspiraba con fuerza aquel maravilloso olor a noble sudor de caballo. Te aseguro que hay pocos olores más agradables que este.

La señora Gold dejó el bocadillo a un lado para que no interfiriese, se inclinó y apoyó la nariz sobre el pecho de él. La camisa de lana a cuadros aún irradiaba un débil aroma equino.

Otra colada a base de detergentes con enzimas y desaparecerá dijo él:

¡Cómo odiaré ese día!

Él la besó en la nuca. Ella se estremeció como una yegua a la que hubieran picado espuelas, y ya no volvió a comer jamón en todo el día.

Siguieron viéndose por las mañanas y de vez en cuando por las tardes. Pero llegó el día en que ella ya no pudo pasar a través de la portezuela del perro y, tras forcejear durante un rato para desatascarse, se dirigió a la ventana y le hizo señas a Brass, sentado a su vez junto a la ventana y sin nada más encima que su Stetson de ala ancha. Estaba limpiándose las botas y componiendo un poema a la Diosa Perra y preguntándose al mismo tiempo si no debería hacer voto de castidad durante una o dos semanas. A la musa le gustaba que sus adoradores fueran ardientes y fogosos, pero no quería que gastaran todo su fuego y su simiente en seres inferiores como, en este caso, Samantha Gold.

Esta tampoco tenía acceso al teléfono, de modo que se veía limitada a saludarle con la mano porque, de haberse puesto a hablar a gritos, los vecinos se hubieran enterado de lo que se traían entre manos si es que no lo sabían ya.

Finalmente, tras haber encontrado una conjunción de palabras que rimaba con

«equino», él abrió los ojos. Transcurridos unos instantes de perplejidad, logró entenderla. La criada había ido a la tienda de comestibles y normalmente olvidaba cerrar la puerta con llave, de modo que podía subir. Él se vistió, metió comida y bebida en una bolsa, y fue al departamento de ella. Ella le explicó y, después de

revolcarse por el suelo de risa y de aplastar el bocadillo al hacerlo él fue a buscar la llave del dormitorio que estaba en el cajón del escritorio de Irving.

La decoración del dormitorio era elegante y tan de clase media como él había esperado que fuera. Lo que no esperaba encontrar era una enorme fotografía de un zepelín de la primera guerra mundial en vuelo. Junto a ella había otra en la que se veía a un joven de grandes bigotes, vestido con el uniforme de los oficiales navales alemanes de hacia 1911.

Mi padre dijo Samantha.

¿Tu padre era un dirigible?

Has estado bebiendo otra vez ¿eh? No, era teniente en un zepelín.

Brass estaba intrigado, pero también impaciente por marcharse antes de que llegara la criada. Y la certeza de que ella no llevaba nada debajo de aquel fino vestido le estaba haciendo olvidar su prioritaria fidelidad a la Diosa.

Está bien dijo él mientras descansaba en la obscuridad de la habitación, iremos a conocer a tu padre, aunque no imagino por qué habría de alegrarle el conocerme.

En cierto modo, él también es poeta respondió ella. Es un anciano adorable, aunque un poco raro. Creo que está enamorado de sus dirigibles. No quiere hablar de otra cosa, menos cuando le da por pensar en el gobernador. Entonces, se pone hecho una furia y comienza a echar pestes, y le llama Abdul von Schicklgruber, el Consentido de los Plutócratas. A mí no me interesa en absoluto la política. ¿Sabes qué pienso yo de eso? Que si uno no logra alcanzar el éxito en el cine, tendrá que intentar otra cosa. Bueno, como te decía, los zepelines son su obsesión. Sueña con ellos, construye modelos, lee libros hasta yo misma sueño con zepelines después de hacerle una visita. Cada domingo por la noche, esos enormes artefactos navegan a través de mis sueños.

La otra noche soñé con mi yegua dijo Brass. Dos días antes de venirme a Beverly Hills, la mató un camión. Tenía los ojos grandes y negros, como los tuyos. Eran unos ojos transparentes, llenos de amor, con sed de algo que nunca llegué a averiguar. Normalmente, un caballo no quiere más que heno, zanahorias, agua y descanso, y algún que otro terrón de azúcar. Sin embargo, al mirar a aquellos ojos, sabía que el diminuto cerebro que se escondía tras ellos tenía sus propios sueños. O puede que no fueran más que el reflejo de los míos.

¿Los ojos de tu yegua te recuerdan a los míos? preguntó ella mientras se incorporaba.

Viniendo de mí, eso es un cumplido repuso él sin atreverse a contarle el resto del sueño. Al despertarme, creí haber olido su sudor, pero no era el suyo.

¿El mío, entonces? preguntó ella de camino a la nevera.

Será mejor que pares dijo él, o no podrás pasar ni por la puerta de entrada;

y por la del perro ya no digamos.

Ella se había inclinado hacia adelante, y él se imaginó a la yegua sacudiendo su magnífica cola negra sobre una y otra grupa.

El domingo, Samantha le explicó a Brass que había logrado convencer a Irving de que había olvidado cerrar con llave la puerta del dormitorio. Tuvo que mentirle porque la criada la delató. Irving solía ir con ella los domingos a visitar a su padre. No lo hacía porque este último le gustara o por disfrutar de la compañía de Samantha, sino porque quería asegurarse de que ella no comía nada prohibido. Sin embargo, hoy había tenido que atender a un asunto de negocios que había surgido de improviso.

Un asunto de negocios esa mujer con la que se ve dijo ella. Pero pienso vengarme.

Y se fue. A los pocos minutos, Brass se reunió con ella en el porche de la casa de su padre, situada en la zona más pobre de Beverly Hills. La casa no costaba más que

50.000 dólares. En Peoría, Illinois, y tras haber instalado una buena calefacción, no habría pasado de los 12.000.

Encontraron al señor Goldbeater en el jardín trasero, trabajando en su última aeronave, que se había incendiado durante una incursión sobre Inglaterra. Era su modelo más logrado. Medía diez metros de longitud y tenía cuatro góndolas con motores de gasolina que funcionaban y una góndola de control en la que cabía un hombre de baja estatura, si no le importaba viajar en posición fetal. Sobre los costados llevaba pintadas una gran cruz de Malta de color negro, una bandera americana, la bandera del estado de California y la Estrella de David.

Brass no hizo ningún comentario, había visto combinaciones más extrañas.

El viejo pareció sorprendido, pero sonrió y bombeó vigorosamente la mano de Brass. Entraron en la casa, que estaba atestada de dirigibles de menor tamaño, y el anciano insistió en llenarle la copa hasta alcanzar unos seis dedos, cosa que Brass no era en absoluto reacio a aceptar.

Por que vuelva la época de los caballos dijo el señor Goldbeater. Y por la caída de Abdul von Schicklgruber.

Por el regreso de los dirigibles repuso Brass. Bebieron.

Samantha sorprendió a ambos llenándose un vaso de bourbon.

Por el triunfo del verdadero amor dijo a su vez, y bebió.

Las aguas de Kentucky hacen surgir lo más profundo y sincero de nuestro corazón dijo el señor Goldbeater.

Luego miró a su hija y a Brass.

¿Cuánto tiempo hace que os acostáis juntos, Samantha?

¡Papá!

No el suficiente, todavía repuso Brass, haciendo ademán de que le llenase el

vaso.

Una mujer realmente bien hecha dijo el señor Goldbeater. Y aunque de poco seso, con un gran corazón. Demasiado buena para ese memo de Irving. Y a ti se te ve un tipo de muy buena madera.

Bebió otro trago.

Irving se ha liado con una gentil que bebe daiquiris dijo estremeciéndose. Samantha se sentó y alargó la mano para que le volviera a llenar el vaso. Odiaba

el alcohol, pero era el único anestésico que tenía a mano.

¿Cuándo te has dado cuenta, papá?

En cuanto habéis entrado. Tenía que ocurrir, a menos que te engordaras tanto comiendo de la fruta prohibida, si no te importa que llame así a los bocadillos de jamón, que ningún hombre quisiera saber nada de ti.

Brass miró el retrato de la madre de Samantha. Inmediatamente se dio cuenta de dónde había sacado esta sus magníficos pechos, y por qué un hombre que adoraba los zepelines le había pedido a aquella mujer que se casara con él.

Al marcharse, a Brass todo le daba vueltas. Estaba rodeado por una nube, y de ella asomaba la enorme nariz de un zepelín negro volando sobre Londres. El sueño periódico del viejo Goldbeater.

Una vez en el apartamento de Brass, Samantha le confesó que ella solía tener también aquel sueño.

Veo una nube negra y algodonosa suspendida en el cielo, bajo la que se extiende la ciudad. Y de pronto, se oye un zumbido de motores y del interior de la nube aparece deslizándose esa tremenda nariz roma, seguida del larguísimo artefacto. Es grande y poderoso, pero tan furtivo y sombrío que resulta siniestro; y penetra el aire de forma tan irresistible me horroriza, y sin embargo me atrae.

Él bajó la vista hacia ella.

Feuer Ein! exclamó.

¡Fuego uno! dijo ella al cabo de un instante, jadeando. No sabía que hablases alemán.

He visto muchas películas de submarinos explicó él, cuando hubo recuperado el aliento. No sé que dicen los alemanes para ordenar que suelten las bombas. Lassen fallen die Bomben, Dreckkopf?

Tengo que volver a casa dijo ella en tono vago. Si no, me quedaré dormida, y si Irving vuelve a casa y no me encuentra, entonces sí que verás caer las bombas. Encima mío.

Debo haber bebido demasiado bourbon en casa de tu padre comentó él. Si no ¿por qué iba a pedirte que te quedaras y dejases que Irving se enterara de lo nuestro? ¿A fin de que se divorcie de ti? ¿Acaso no me quieres?

Insistes en que el dinero no lo es todo dijo ella. Y yo insisto en que el

amor tampoco lo es. Con Irving tengo seguridad; y muy desagradable tendría que ponerme para que se divorciase de mí. Cree que el divorcio le desprestigiaría ante las esposas de sus socios, lo que significa que sus socios y amigos hablarían mal de él. Además, encontraría la manera de dejarme sin un céntimo. Y tú

Entonces ¿qué hacemos? ¿Seguir así?

Hasta que nuestra aventura termine, como es natural que ocurra.

Para la persona de la cual se prescinde, ningún final resulta natural dijo él. Aquella frase le poseyó; en su interior nació el germen de un poema. No vio ni

oyó a Samantha salir de la habitación.

Cuando el poema sobre lo perecedero de las cosas hubo adoptado su forma definitiva, Brass comenzó a pensar de nuevo en Samantha. Pero tenía poco tiempo para pensar y menos aún para actuar. El propietario del edificio en que vivía, un gentil, lo había vendido. A los dos días, ya estaba allí la excavadora, la grúa con su gigantesca bola de acero. Los inquilinos amenazaron con demandarle, y el propietario, de vacaciones en Hawaii, respondió: «Adelante». Señaló que, seis meses antes, había enviado cartas a los inquilinos explicándoles por qué y cuándo debían marcharse. Si no las habían recibido, la culpa era del servicio de correos, que se estaba deteriorando junto con todo lo demás.

Los golpes de la gran bola atronaron e hicieron temblar a todo el edificio, y a Brass le despertaron los fragmentos de techo que le cayeron encima. Se vistió a toda prisa e hizo las maletas sin doblar nada. Había decidido, nada más abrir los ojos, abandonar la idea de obligar a las autoridades a que le sacaran del edificio. Los edificios eran casi tan perecederos como el amor; nada duraba para siempre. Allí construirían un edificio de seis pisos, con apartamentos de elevado alquiler, donde otros hombres y mujeres se enamorarían y decidirían escaparse o quedarse. Y después, aquel edificio sería igualmente derruido.

Pero no era fácil demoler al amor, que al fin y al cabo, se parecía más a un animal, a una criatura viviente, que a un edificio de materia inorgánica. Llevaría a cabo un intento más y, si fallaba, por lo menos habría proporcionado a Beverly Hills otro elemento de folclore.

Le llevó casi toda la mañana alquilar un caballo en Griffith Park, un coche y un remolque, y transportar al animal al corazón de Beverly Hills, a la esquina de Wilshire Boulevard y Beverly Drive.

Una vez allí, montó en su caballo blanco y reprimiendo un deseo de gritar:

«¡Hi-Yo, Silver!» galopó hacia el este por Wilshire. Música inaudible de una obertura de Rossini. Clamor muy audible de silbatos de policías, bocinazos de automóviles, chirridos de frenos y maldiciones graznadas que levantaban el vuelo como cuervos a su paso.

Antes de llegar a Doheny, dobló hacia el sur por una de esas calles con nombres

de árboles mientras las herraduras de su corcel echaban chispas y los puros caían de las bocas de los vendedores de la Rolls Royce del establecimiento de la esquina. Como de costumbre, no había sitio para aparcar, de modo que cabalgó por la franja de césped que se extendía entre el bordillo y la acera, hizo detenerse al caballo, desmontó de un salto, amarró al jadeante bruto a un arbusto, cruzó corriendo el umbral bajo la atónita mirada del administrador, que acababa de abrir la puerta principal, y corrió escaleras arriba hasta el tercer piso.

Llamó a la puerta del apartamento de los Gold, no obtuvo respuesta, y echó la puerta abajo a patadas y empujones. La criada se había ido; oyó el llanto débil de Samantha. Corrió por el pasillo y dobló el ángulo que formaba este.

Samantha estaba atascada en la portezuela del perro. Levantó la vista para mirarle y dijo:

Intenté hacerte señas, pero tenías las persianas echadas. Entonces, le pedí a la criada que fuera a avisarte, pero me contestó que era Irving y no yo quien le pagaba. De todos modos, me entregó una carta urgente de mi padre. Ha despegado esta mañana en su modelo, su mini-zepelín, dice en la carta, rumbo a Sacramento. Dice que va a bombardear la mansión de ese gobernador infame y nos desea suerte a ti y a

mí.

Samantha comenzó a llorar. Brass se puso a tirar de ella pero dejó de hacerlo cuando ella empezó a quejarse.

Creí que habrías perdido peso desde que dejamos de vernos dijo.

Irving decidió permitirme comer todos los bocadillos de jamón y salsa de champiñones que quisiera, para que no pudiera escabullirme. Llegó a la conclusión de que el mejor carcelero es el propio prisionero. La propia, en este caso. Pero entonces oí que iban a derribar tu casa y recibí la carta de mi padre, y me di cuenta de que yo también tenía que hacer algo digno y valeroso. Intenté salir para escaparme contigo. Al fin y al cabo, podría tener todos los bocadillos que quisiera y amor por añadidura. ¿Qué bebes demasiado y que el suelo estaría sin alfombra? ¿Y qué?

Brass comenzó a patear la puerta hasta que le dolieron los pies y entonces se puso a golpearla con las sillas hasta destrozar una docena. Pero Irving, consciente de la fragilidad y mala calidad de la construcción moderna, había hecho instalar la puerta a conciencia.

Desde afuera llegó el aullido decreciente de una sirena.

Quería llevarte conmigo en mi caballo, aunque sólo fuera por un par de manzanas dijo Brass. Luego habríamos cogido el Mustang que he alquilado y nos habríamos ido hacia las montañas.

Vete tú dijo ella. No me esperes. Ahora sé por qué estoy aquí atascada. Aunque luego intenté echarme atrás, ya había elegido, Sabía que si lograba no comer tanto, podría salir fácilmente. Pero no pude, de modo que vete. Ya no puedo volver

atrás. Además, para ser sincera, me dan miedo los caballos.

Él se arrodilló y la besó. Su aliento despedía un olor a bocadillo de jamón y a pepinillos ortodoxos que no resultaba del todo desagradable.

Adiós dijo él poniéndose en pie.

Adiós repuso ella.

Cuando bajaba los escalones de la entrada, un policía, al verle con el sombrero, las botas y el cinturón de hebilla de plata, se le acercó.

¿Es suyo este caballo, vaquero?

Tendido sobre la acera, el caballo exhalaba su último suspiro echando espumarajos sanguinolentos. A causa del esfuerzo realizado, había recibido una sobrecarga de monóxido de carbono, ácido nítrico, ozono, acetona, formaldehido y plomo vaporizado.

No, oficial respondió Brass en tono cortés. Debería llamar a los bomberos. En el tres cero ocho hay una mujer intentando nacer.

El policía no le entendió bien y llamó a una ambulancia. Sin aclararle lo que había querido decir, Brass se alejó caminando. Dejaba dos muertes tras de sí. ¿Qué le deparaba el mañana?

En Wilshire, se detuvo a observar una manifestación compuesta por varios cientos de jóvenes. Iban bien vestidos, se les veía bien alimentados y bien educados, y evidentemente eran los hijos e hijas de aquellos contra los cuales se manifestaban. En sus pancartas se leía:

¡ADORADORES DE MAMMON, ARREPENTÍOS!

¡BEVERLY HILLS APESTA!

¡RENUNCIAD A VUESTRO AMOR AL DINERO!

¡RECORDAD SODOMA Y GOMORRA!

Entre los jóvenes se veían también rabinos, pastores y clérigos. No era día de fiesta, por lo tanto corrían el riesgo de que les echaran de allí, aunque esta vez con porras y aerosoles en lugar de tarjetas de crédito. En la distancia ululaban las sirenas de la policía; las fuerzas del orden se apresuraban a responder a las llamadas de los alarmados ciudadanos.

Brass agitó su sombrero y vitoreó a los manifestantes. También pensó en unírseles, pero acababa de salir de una especie de prisión y, por el momento, no se sentía como para soportar otra. Necesitaba respirar un poco de aire comparativamente fresco entre los pinos y componer más odas a la Diosa. Cada uno contribuía a su manera.

Una vez en el coche, puso rumbo a las montañas y encendió la radio. Se había avistado un ovni que se dirigía hacia la capital del estado. Los cazas a reacción de la

Guardia Nacional perturbaban la emisión. Sus estelas se inmovilizaban en el cielo mientras el sol hacía centellear al lento y misterioso vehículo.


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