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94.26% EL Mundo del Río / Chapter 263: El enigma del puente doliente entre otros (7)

Chapter 263: El enigma del puente doliente entre otros (7)

Poco antes de que el tren llegara a Dover, Raffles se desperezó y chasqueó los dedos;

un gesto vulgar que nunca le había visto hacer.

¡Hoy es el día! exclamó. ¡O debería serlo! Gazapo, sabemos que Phillimore iba cada treinta y un días al East End para vender una joya. ¿No será que pone un huevo cada treinta días? Porque, en ese caso, ¡hoy tiene que poner otro!

¿Crees que le será tan fácil como a una gallina? ¿O sufre dolores y debilidades análogos a los de la mujer? La puesta de un huevo, ¿es algo que deja al que lo pone postrado durante una o dos horas, o no pasa de ser un acontecimiento sin importancia? ¿Se puede poner un zafiro estrella sin apenas dificultad, con un simple cloqueo de satisfacción?

Al bajar del tren, Raffles comenzó a interrogar a los mozos y al personal del tren y de la estación. Tuvo la fortuna de encontrar a un hombre que había estado en el tren que nosotros suponíamos había utilizado la criatura. Sí, había notado algo desconcertante. En uno de los compartimientos viajaba una mujer sola, una tal Mrs. Brownstone, muy corpulenta. Pero cuando el tren se detuvo en la estación, fue un hombre quien salió del compartimiento, y a ella no se la veía por ninguna parte. No obstante, él estaba muy ocupado como para hacer algo al respecto, en caso de que hubiera habido algo que hacer.

¿Habrá tomado una habitación en un hotel con idea de disponer del aislamiento necesario para poner el huevo?

Salimos corriendo de la estación y tomamos un coche para que nos llevara al hotel más próximo. En el momento de partir, vi a Holmes y a Watson hablando con el mismo hombre con el que nosotros acabábamos de hablar.

El primer hotel que visitamos fue el Lord Warden, que estaba cerca de la estación y disfrutaba de una bella vista sobre el puerto. No tuvimos suerte; ni allí, ni en el Burlington, situado en Liverpool Street, ni en el Dover Castle, en Clearance Place. Pero en el King’s Head, también en Clearance Place, averiguamos que acababa de estar allí. El recepcionista nos informó de que un hombre que respondía a nuestra descripción se había registrado y había salido exactamente cinco minutos antes de que llegásemos. Estaba pálido y tembloroso, como si hubiera bebido mucho la noche anterior.

Al tiempo que nosotros salíamos del hotel, entraban Holmes, Watson y Mackenzie. La mirada que Holmes nos dedicó hizo que un escalofrío me recorriera el espinazo. Yo estaba seguro de que había advertido nuestra presencia en el tren, en la estación, y ahora en el hotel. Posiblemente, los recepcionistas de los demás hoteles le habían dicho que dos hombres que preguntaban por la misma persona les habían precedido.

Raffles llamó a otro coche y ordenó al cochero que nos llevara hacia la zona del puerto, comenzando por Promenade Pier.

Podría equivocarme, Gazapo, pero tengo la impresión de que Mr. Phillimore vuelve a casa.

¿A Marte? pregunté sorprendido. ¿O al planeta del que proceda?

Me inclino a creer que su destino no es otro que la nave que lo trajo aquí. Podría hallarse aún bajo las aguas, descansando en el fondo del estrecho, que en ningún sitio supera las veinticinco brazas de profundidad. Puesto que debe ser hermética, podría parecerse al submarino eléctrico de Campbell y Ash. Probablemente, Mr. Phillimore intenta ocultarse durante un tiempo, zambullirse literalmente, para dejar que las cosas se enfríen un poco en Inglaterra.

¿Y cómo hará para resistir el frío y la presión de veinticinco brazas de agua de mar, mientras se dirige hacia la nave? pregunté.

A lo mejor se convierte en un pez repuso en tono irritado.

¿Podría ser aquel? señalé por la ventanilla.

Podría muy bien serlo respondió, para gritarle después al cochero que fuera más despacio.

Aquel hombre alto, de anchas espaldas y enorme barriga, rostro duro y nariz colorada, se parecía al hombre descrito por el ferroviario y el recepcionista. Además, llevaba | un maletín morado, tal como ambos habían mencionado. Nuestro coche se desvió hacia donde él estaba; nos miró, se puso pálido y echó a correr ¿Cómo nos había reconocido? No lo sé. Llevábamos aún las barbas y los lentes, y anteriormente sólo nos había visto a la luz de la luna o de una cerilla, y con las máscaras puestas. Tal vez poseía un olfato muy agudo, pero no sé cómo logró distinguir nuestro olor entre los del alquitrán, las especias, el sudor de hombres y caballos, y el de la basura en descomposición que flotaba en el agua.

Cualesquiera que fuesen sus medios de detección, nos había reconocido. Y la persecución comenzó.

No duró mucho en tierra. Echó a correr por un muelle para embarcaciones privadas, desamarró un bote, saltó a bordo y comenzó a remar como si estuviera entrenándose para la Henley Royal Regatta. Yo me quedé un momento de pie al borde del muelle, estupefacto y horrorizado. El maletín, que estaba en contacto con su pie izquierdo, se estaba derritiendo, fluía hacia su pie. En sesenta segundos y a excepción de una bolsa de terciopelo que contenía, el maletín desapareció. En la bolsa, supuse, estaría el huevo que había puesto en la habitación del hotel.

Un minuto después, remábamos tras él en un bote mientras su propietario alzaba un puño impotente hacia nosotros. A los pocos instantes se le unieron otros gritos. Miré hacia atrás y vi a Mackenzie, Watson y Holmes junto al dueño del bote. Tras intercambiar unas palabras con él, volvieron corriendo al coche que les había traído y salieron a toda prisa.

Deben ir a por un barco de la policía, una lancha de vapor, a paletas o a hélice

dijo Raffles. Pero dudo que puedan alcanzar a eso si hay buen viento y logra salir con fuerza.

Eso era el destino de Phillimore, un pequeño velero de un solo mástil, fondeado a unos cincuenta metros mar adentro. Raffles dijo que era un cúter. Tenía unos diez metros de eslora, iba aparejado con velas áuricas y llevaba foque, trinquete y vela mayor según Raffles. Le agradecí la información porque yo no sabía nada sobre cualquier cosa que se moviera sobre el agua y además, tanto me daba. Donde haya un buen caballo y un sólido terreno para cabalgar, que se quite todo lo demás.

Phillimore era un buen remero, cosa que no era de extrañar con ese cuerpo, pero poco a poco le íbamos ganado terreno. Para cuando abordó el Alicia, nosotros estábamos tan sólo a unos pocos metros del barco, y cuando saltó por la barandilla, la proa de nuestro bote dio contra la popa del suyo. Raffles y yo quedamos patas arriba, pero a los pocos segundos trepábamos ya por la escala de cuerda. Raffles iba delante, y yo estaba convencido de que le iban a dar en la cabeza con una cabilla o con lo que utilicen los marineros para darle a la gente en la cabeza. Más tarde me confesó que él también se temía que le partieran el cráneo. Pero Phillimore estaba demasiado ocupado reclutando a la tripulación como para molestarnos en ese momento.

Cuando digo reclutando, quiero decir que estaba escindiéndose en tres marineros. En aquel momento, yacía en cubierta y estaba derritiéndose, con ropa y todo.

Debimos haber cargado contra él entonces y agarrarlo mientras estaba indefenso, pero estábamos demasiado horrorizados como para hacer nada. A mí me entraron náuseas y me acerqué a la borda para vomitar. Mientras lo hacía, Raffles logró controlarse y avanzó decidido hacia aquella monstruosidad trilobulada. Sin embargo, cuando no había dado más que unos pocos pasos, resonó una voz.

¡Levanten los brazos, caballeretes! ¡Vamos, arriba!

Raffles se detuvo. Yo levanté la cabeza y vi con ojos llorosos a un viejo lobo de mar. Debió salir de la toldilla, o como se diga, porque no le habíamos visto subir a bordo. Nos apuntaba con un gran revólver Colt.

Entre tanto, aquella esquizofrénica transformación concluyó, y ante nosotros aparecieron tres pequeños marineros. Ninguno me llegaba más arriba de la cintura y eran exactamente iguales, excepto en tamaño, al viejo lobo de mar. Llevaban barba, gorras a rayas azules y blancas, pendientes en la oreja izquierda, jerseys a rayas rojas y negras, bombachos azules, e iban descalzos. En un par de carreras, levantaron el ancla e izaron las velas; el barco comenzó a moverse, escoró, y dejó atrás el muelle de Promenade Pier.

Tras entregarle a uno de los enanos la pistola, el viejo marino se hizo cargo del timón. A todas estas, un pequeño vapor que venía detrás, con la chimenea vomitando humo, trataba en vano de alcanzarnos.

Transcurridos unos quince minutos, uno de los pequeños marineros pasó a gobernar el velero. El viejo y uno de sus duplicados nos metieron en el camarote. El enano nos apuntaba mientras el viejo nos ataba las manos a la espalda y los pies a la pata de una litera.

¡Asqueroso traidor! le gruñí al viejo marino. ¡Estás traicionando a la raza humana! ¿Dónde está tu humanidad?

¿Mi humanidad? graznó mientras se rascaba las patillas. ¡Donde los lores del Parlamento, los banqueros regordetes y los piadosos propietarios de las fábricas de Manchester guardan la suya, mi buen y joven caballero! ¡En el bolsillo! ¡La voz del dinero habla más alto que la de la humanidad, como cualquiera de esos terratenientes o fabricantes admite cuando se emborrachaba en la intimidad de su mansión! ¿Qué ha hecho por mí la humanidad, excepto facilitar a mis padres la tisis y convertir a mis hermanas en putas borrachas?

No dije nada más. No tenía sentido intentar razonar con semejante miserable. Se aseguró de que estábamos bien amarrados y salió junto con el pequeño marinero.

Mientras Phillimore, como la Galia, siga dividido en tres partes, nos queda una oportunidad observó Raffles. Seguramente, cada uno de los cerebros de esos marineros debe tener sólo un tercio de la inteligencia del Phillimore original. Por otra parte, mi anillo será la llave de nuestra libertad.

Al cabo de un cuarto de hora, los dos estábamos libres. Entramos en la pequeña cocina, que venía a continuación del camarote y formaba parte de la misma estructura, y cada uno de nosotros cogió un gran cuchillo y una sartén. Y cuando, tras una larga espera, uno de los tres marineros bajó al camarote, Raffles le golpeó con la sartén en la cabeza antes de que pudiera gritar. Entonces, contemplé horrorizado como Raffles le echaba las manos al cuello y no lo soltaba hasta asegurarse de que había muerto.

No es momento de andarse con delicadezas, Gazapo dijo con una mueca mientras extraía el huevo-joya del bolsillo del cadáver. Si Phillimore logra multiplicar su descendencia, la humanidad desaparecerá lenta y silenciosamente, hombre por hombre. Si es necesario hacer volar este barco, y nosotros con él, no vacilaré ni un instante. De todos modos, hemos reducido en un tercio sus fuerzas. Ahora, veamos si podemos hacerlo en un cien por cien.

Se metió el huevo en el bolsillo, y un momento después asomamos nuestras cabezas con toda cautela y miramos hacia afuera. Estábamos en la parte delantera y de cara a la proa, por tanto, el viejo no podía vernos desde su posición en el timón. Los otros dos enanos trabajaban con el aparejo a las órdenes del timonel. Supongo que aquella criatura no sabía navegar a vela y necesitaba instrucciones.

Mira allí, justo delante nuestro dijo Raffles. El día está claro, Gazapo, y sin embargo, allí hay un banco de niebla que no tiene razón de ser. Y navegamos directamente hacia allí.

Uno de los enanos sostenía un objeto que se parecía mucho a la pitillera de Raffles, pero con dos botones rotativos y un alambre largo y grueso que sobresalía de la parte superior. Según me dijo Raffles más tarde, en aquel momento pensó que sería una máquina que enviaba vibraciones a la nave que yacía en el fondo del estrecho. Estas vibraciones, codificadas, por supuesto, transmitían una señal para que la maquinaria automática de la nave extendiera hasta la superficie un tubo por donde se expelía la niebla artificial.

Su explicación era increíble, pero era la única que había. Naturalmente, en aquella época ninguno de nosotros había oído hablar de la radio, aunque algunos científicos ya tenían conocimiento de los experimentos de Hertz con las oscilaciones. Y Marconi patentaría la telegrafía sin hilos al año siguiente. Pero el aparato de Phillimore debía ser mucho más avanzado de cualquiera de los que disponemos en 1924.

En cuanto entremos en la niebla, atacamos dijo Raffles.

A los pocos minutos, los jirones de niebla cayeron sobre nosotros, haciéndonos sentir las caras frías y húmedas. Apenas podíamos ver a los dos enanos, que trabajaban frenéticamente para arriar las velas. Nos deslizamos fuera y nos asomamos por una de las esquinas que formaba el camarote para mirar hacia el timón. El viejo lobo de mar no estaba allí, pero tampoco tenía motivo, porque el barco prácticamente se había detenido. Era evidente que debíamos hallarnos sobre la nave espacial, que descansaba sobre el fango a veinticinco brazas por debajo nuestro.

Raffles volvió al camarote después de decirme que no les quitase ojo de encima a los dos enanos. A los pocos minutos, justo cuando yo comenzaba a sentirme presa del pánico debido a su prolongada ausencia, apareció por la entrada del camarote.

El viejo estaba abriendo las llaves de purga dijo. Con toda el agua que está entrando, el barco no tardará en hundirse.

¿Y él? pregunté.

Le golpeé en la cabeza con la sartén respondió Raffles. Supongo que estará ahogándose.

En aquel momento, los dos marineros llamaron a voces al viejo y al tercer miembro del trío para que se apresurasen. Estaban arriando el bote del cúter y, al parecer, no creían que quedara mucho tiempo para que el barco se hundiera. Nos abalanzamos sobre ellos a través de la niebla justo cuando el bote llegó al agua. Chillaron como pollos que hubieran visto aparecer a un zorro y saltaron al bote. No tuvieron que saltar mucho ya que, en aquel momento, la cubierta del cúter no sobresalía más que medio metro por encima del agua. Saltamos también al bote, y ambos caímos de cara. Mientras nos poníamos en pie y lejos ya de nosotros, el cúter volcó y la quilla surgió de entre las olas. Afortunadamente, los cables que sujetaban el bote al pescante se habían soltado y no fuimos arrastrados cuando, a los pocos minutos, el barco se hundió.

Una enorme forma redonda, como el caparazón de una gigantesca tortuga, emergió a nuestro lado. El bote cabeceó y se llenó de agua. Mientras intentábamos acercarnos a los dos hombrecillos, que se defendían con sus navajas, se abrió una compuerta en uno de los costados de la gran nave de metal. Al quedar la parte inferior de la compuerta por debajo de la superficie, el agua comenzó a entrar en la nave y arrastró a nuestro bote al interior de esta. La nave engullía al bote y a nosotros con él.

La puerta se cerró a nuestras espaldas y nos encontramos en una cámara metálica y bien iluminada. Mientras Raffles y yo blandíamos nuestros cuchillos y sartenes frente a los ágiles y rápidos hombrecillos, el agua fue achicada. Como más tarde advertiríamos, la nave volvía a hundirse en las profundidades del estrecho.

Finalmente, los dos enanos saltaron a una plataforma de metal. Uno de ellos apretó un botón de la pared y se abrió otra compuerta. Saltamos tras ellos porque sabíamos que si se nos escapaban y alcanzaban sus armas, que debían ser temibles, estábamos perdidos. Con un golpe de su sartén, Raffles hizo caer a uno de la plataforma mientras yo le tiraba tajos al otro con mi cuchillo.

El que había caído de la plataforma gritó algo en un idioma extraño y el otro saltó junto a él, se tumbó sobre su compañero, y a los pocos segundos comenzaron a fundirse el uno en el otro.

Fue un acto de total desesperación. Si hubieran tenido más de un tercio de su inteligencia normal, probablemente habrían actuado de forma más eficaz. La fusión llevaba tiempo, y esta vez no nos quedamos paralizados de terror. Saltamos de la plataforma y alcanzamos a la criatura a medio camino entre la forma de los dos hombres y su aspecto normal, o natural. Aún así, aparecieron los tentáculos con sus garras envenenadas en los extremos, y los ojos azules comenzaron a formarse. Parecía la versión gigante de la criatura que habíamos visto en la caja de cerillas de Persano, pero sólo alcanzó dos tercios del tamaño que habría alcanzado si no hubiéramos matado a su tercera parte en el cúter. Tampoco los tentáculos eran tan largos como podrían haberlo sido pero aún así, no nos permitían llegar hasta su cuerpo. Brincamos a su alrededor y fuera de su alcance, cortándole las puntas de los tentáculos con los cuchillos o golpeándoselas con las sartenes. Comenzaba a sangrar y tenía dos tentáculos fuera de combate, pero nos seguía manteniendo a raya mientras completaba su metamorfosis. Si le dábamos tiempo a utilizar sus pies, sus pseudópodos, debería decir, no hallaríamos en terrible desventaja.

Raffles me gritó algo y corrió hacia el bote. Yo le miré de forma un tanto estúpida.

¡Ayúdame, Gazapo! dijo. Corrí hacia él.

¡Arrastremos el bote y echémoselo encima! sugirió.

¡Pesa demasiado! respondí.

De todos modos, tiré de un costado mientras él empujaba por la popa, y aunque creí que iba a echar los intestinos por la boca, logramos hacerlo deslizarse sobre el suelo húmedo. Aún así nos faltó rapidez y la criatura, advirtiendo el peligro, comenzó a incorporarse. Raffles dejó de empujar y le lanzó la sartén, alcanzándola bajo la cabeza y haciéndola caer. Durante unos instantes quedó tendida como si estuviera conmocionada, y supongo que así era.

Raffles se situó en el otro costado y cuando ya casi estábamos sobre la criatura, pero fuera del alcance de sus vigorosos tentáculos, levantamos la proa de la embarcación. No conseguimos alzarla demasiado porque era muy pesada, pero cuando la dejamos caer, seis de los tentáculos quedaron aplastados bajo su peso. Nuestra primera intención era dejarla caer justo en la mitad de su repugnante cuerpo, pero sus tentáculos nos impidieron acercarnos más.

No obstante, había quedado parcialmente inmovilizada. Saltamos al interior del bote y, utilizando sus costados como parapeto, comenzamos a atacar a los tentáculos que aún quedaban libres, cortándoles los extremos o golpeándolos con las sartenes a medida que aparecían por encima de la borda. Entonces, mientras la criatura aullaba a través de las aberturas de los extremos de sus tentáculos, salimos del bote y la apuñalamos una y otra vez. De las heridas comenzó a manar una sangre verdosa, hasta que los tentáculos dejaron de retorcerse. Los ojos se hicieron más opacos; el icor verdoso se volvió de un negro rojizo y se coaguló. Un hedor nauseabundo, el de su muerte, brotó de sus heridas.


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