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91.03% EL Mundo del Río / Chapter 254: La patrulla del amanecer de Henry Miller

Chapter 254: La patrulla del amanecer de Henry Miller

Esta no es una historia de ciencia ficción. Lo fue en su forma original, pero como no acabó de cuajar, la dejé de lado y esperé a que madurase algunos dirían «se pudriese» en mi inconsciente. Finalmente mi buen y querido cerebelo, o lo que sea que contenga el inconsciente, me sugirió un concepto completamente nuevo sobre la misma idea, según el cual el relato debía tener lugar en época moderna pero sin pertenecer a la ciencia ficción.

En mi opinión, podría clasificarse como un relato de fantasía. O quizá sería mejor etiquetarlo como de psicología de la fantasía.

Cualquiera que sea la clasificación que merezca, he de decir que me divertí mucho escribiéndolo. De las cartas que recibieron los editores de Playboy se deduce que los lectores también disfrutaron mucho con él. Algunas de las cartas provenían de pacientes, auxiliares y médicos de lo que eufemísticamente se conoce como «residencias».

La señora Stoss, enfermera jefe del Hogar Residencial Columbia, miró al interior de la habitación. Los ronquidos simulados de Henry Miller se sumaban a los auténticos que emitían sus tres compañeros de habitación. Entreabriendo uno de sus párpados, Henry vio la cara del Águila Negra que asomaba tras la rechoncha cabeza de la enfermera. Por encima del hombro de esta, surgió una mano negra con el índice y el pulgar curvados y unidos.

Señal: La Baronesa Sanguinaria no prodigará sus vuelos esta noche.

Después de que Stoss y el auxiliar se hubieran ido, se puso a pensar en lo que El

Águila Negra le había dicho antes de ir a dormir.

Escucha, As, Stoss está decidida a acabar contigo. No sé qué es lo que le molesta a esa gorda, pero está que echa chispas con los meneos que les das a esta pandilla de conos resecos. Le revienta que haya alguien que se lo pase bien. Está todo el día quejándose, que si esto, que si lo otro. Esto, eres tú. Y lo otro, los tres maridos que se le murieron. Ninguno de sus hombres debió darle lo que ella quería, fuera lo que fuese. Claro que ella no habla jamás de follar. No diría mierda ni aunque tuviera la boca llena. Pase lo que pase, As, estoy de tu parte. Pero si te atrapa, nadie te va a poder ayudar.

Una hora antes del amanecer se despertó. Toque de meada. Tenía la palanca de la alegría tan tiesa y dura como aquella del Spad XIII en el que había volado cincuenta y nueve años antes. La agarró, la movió a derecha e izquierda, y vio que las alas respondían.

Se levantó parpadeando de la cama y se quedó de pie frente a la mesita de noche, sobre la que se veían dos fotografías enmarcadas. Una era de su hija, pobre desgraciada. Tenía el vidrio roto desde el día en que él envió el retrato al otro lado de la habitación cuando ella rehusó traerle a escondidas algo de beber.

La otra era una fotografía de un hombre, de pie junto a un biplano. Era un apuesto joven de veinte años, un teniente del Servicio Aéreo del Ejército; él. El Spad, La Píldora Amarga, lucía sobre el fuselaje la insignia del 94 Escuadrón. El vidrio brillaba a la débil luz de la habitación, reflejando sus días de gloria.

Por aquel entonces era medio hombre y medio Spad, un centauro del cielo, carne unida a la madera, a la tela y al metal. Ahora setenta y nueve años, calvo, tuerto, una cara como un campo de batalla acribillado por los proyectiles, dentadura postiza, y un cuerpo ajado enfundado en un pijama que le venía grande.

Pero El Águila Solitaria estaba de nuevo en pie y dispuesto a emprender otra patrulla del amanecer. Apoyándose en la rodilla mala, fue cojeando hasta el cuarto de baño, y meó. La palanca de la alegría, que por una cuestión de economía era también su ametralladora Vickers, se le quedó tan fláccida como una colilla en una letrina. Daba igual. Cuando la clavara en el huno funcionaría a la perfección.

Salió del cuarto de baño, abrió uno de los cajones de la mesita, y sacó un gorro de

cuero forrado de piel y unas gafas de aviador. Se los puso y se deslizó hacia el pasillo. No había un sólo aparato enemigo. El tufo que despedían varios cientos de modelos caídos en desuso flotaba en el aire. Se habían cagado en la cama y había unos cuantos despiertos, llamando con voz chillona a los auxiliares para que vinieran a limpiarles. Sin embargo, no vendría nadie hasta primeras horas de la mañana.

La mayoría estaban dormidos y tanto les hubiera dado estar todo el día con mierda hasta los tobillos aunque hubieran sido conscientes de ello. No podían moverse ni hablar.

¡Oh, oh! Ahí venía El Espectro Blanco. Por una de las esquinas del fondo del pasillo había aparecido una mujer en una silla de ruedas. Había madrugado e iba en busca de una víctima. Si mantenía el rumbo, acabaría topándose con el Von Richtofen de la residencia. Stoss se pondría hecha una furia con ella, como un sargento ensañándose con un recluta estúpido.

Volvió a su hangar para dejar que El Espectro Blanco pasara de largo. Iba por los noventa y seis, pero aún no se le había obstruido el tubo de combustible. Un verdadero as, un devastador tiburón de los cielos. Si no fuera tan condenadamente fea ya haría tiempo que la habría desafiado. Pasó de largo sigilosamente. Nunca hablaba; no hacía más que patrullar noche y día, esperando atrapar a alguien por sorpresa. En cuanto la vieja pasó, él viró hacia la izquierda y voló corredor abajo. Aunque el paso que mantenía hacía que le doliera el tren de aterrizaje y que el Hispano Suiza alojado en su pecho latiera con fuerza, alcanzó el objetivo según el horario previsto.

Aquel hangar sólo contenía a dos, Harz y Whittaker. Harz era una masa estremecida por sus propios ronquidos, grande como un bombardero Zeppelin Staaken. Podía acabar con ella en cualquier momento; combatientes duros e intachables era lo que él andaba buscando. Como Whittaker. Una viuda ¿acaso no lo eran todos? de edad inconfesada que, según su agudo ojo de halcón, tendría unos setenta y cuatro. Sin contar a algunas de las jóvenes enfermeras, el aparato más bien hecho de todo el asilo. Aunque el revestimiento estuviera un tanto deteriorado, tenía un bastidor perfecto y, considerando la fecha en que había salido de la fábrica, sus capotas seguían estando en muy buen estado. La clasificó como un Fokker D-VIIF; el mejor.

Se había mostrado bastante sociable hasta el día en que él pasó zumbando junto a ella y dejó caer una nota, desafiándola. A partir de aquel momento, era tan fría y distante como lo sería el Kaiser si le hubieran invitado a comer en casa de un porquero. Pero tenía clase. No había ido a chivarse a la Baronesa.

Con el motor a un ritmo menos acelerado, planeó hacia ella y se detuvo ¡Qué diablos! Bajo la sábana, algo se arrastraba sobre el cuerpo de ella ¿Una cucaracha gigante? ¿Una enorme chinche? No, era su mano que se agitaba sobre la carlinga. La sábana ondeaba como la tela desgarrada del ala de un Nieuport en un picado demasiado largo y pronunciado.

Sonriendo, salvó la barra que la armadura formaba a los pies de la cama y levantó la sábana.

Whittaker gimió mientras su BMW IIIa de seis cilindros en línea, 185 caballos de potencia y refrigerado por agua, ronroneaba. Sus dedos jugueteaban con los instrumentos de la carlinga Sacre merde! Aquel Fokker presumido no respondía a sus desafíos, pero tampoco prescindía de las acrobacias, de librar furtivos combates consigo misma.

Bajo la sábana, en una obscuridad como la del interior de una nube en plena noche, El Águila Solitaria planeó. Las piernas abiertas de ella le guiaron como las luces de una pista de aterrizaje. Estaba atento a las posibles medidas de emergencia que ella pudiera tomar: el aullido de una sirena o un contraataque de sus puños golpeándole la cabeza como la metralla del fuego antiaéreo.

Le retiró la mano, sin encontrar resistencia ni oír protesta alguna y, dejando caer el morro, inició un picado. El viento aullaba entre los cables de las alas y los montantes, el motor rugía. Al cabo de un instante, con el objetivo en el punto de mira, comenzó a disparar ráfagas cortas y rápidas ¡Qué diablos! Su lengua también era una ametralladora Vickers.

Y ahora, abandonada ya toda precaución, vertió un lento y prolongado chorro de fuego en el interior de su carlinga. El Fokker se estremeció y gimió bajo los efectos de su inyección. Gracias a Dios, no era como tantos hunos con los que se había topado en Columbia, cuya higiene dejaba bastante que desear. A decir verdad, olían como aquellos aviones de motor rotativo de la primera guerra mundial que se lubricaban con aceite de ricino; los pobres desgraciados que se veían obligados a respirarlo, no escapaban de la diarrea.

El tubo de escape estaba limpio y se había rociado la carlinga con algún perfume francés. Sabía a whisky de destilería clandestina. No era momento de ponerse nostálgico, de todos modos.

Whittaker sabía que él estaba allí, pero no le decía una sola palabra. El volcán arde bajo el hielo los ases vuelan muy alto. Lo había incorporado a su fantasía; para ella, él no era de carne y hueso, formaba parte de sus ensueños ¿Y qué? Aunque antes había que manipularla un poco, la Vickers ya estaba a punto. Se tendió sobre ella, agarró sus voluminosas capotas redondas, le mordió los ejes de las hélices y entonces introdujo suavemente la ametralladora en la carlinga. En voz baja y cariñosa ella murmuró obscenidades y palabrotas que probablemente no había oído hasta que llegó al asilo.

Entonces empezó a agitarse, haciéndole saltar como si estuviera volando a través de una zona de baches y fuese alcanzado por una corriente ascendente cada vez que acababa de atravesar uno. Su Vickers tableteaba, engullendo la munición de la cinta mientras los proyectiles de fósforo trazaban líneas de éxtasis a través del cielo nocturno.

Aquello fue demasiado para el D-VIIF. Ella dio un grito y el depósito de combustible se le rompió, inundándole de mierda la Vickers y el tren de aterrizaje.

Salió maldiciendo de la capa de nubes, se deslizó por un lado de la cama y corrió hacia la puerta. El Staaken se había despertado y gritaba pero no sabía lo que estaba ocurriendo. Sin gafas era tan ciega como un soldado de infantería al que le hubiera explotado al lado una bomba de humo.

La voz de la Baronesa resonó desde más allá del ángulo del pasillo. ¡Atrapado!

¡No! ¡El Águila Solitaria, nunca! Se precipitó en un hangar ocupado por cuatro pilotos que habían dejado de volar hacía mucho tiempo. ¡Oh, oh! ¡Un visitante! Aquella loca arpía de Simmons, la octogenaria del eczema, estaba en la cama con el pobre Osborn, a gatas entre las escuálidas piernas del viejo. A ella no le importaba que Osborn hubiera perdido los pies en un accidente años atrás. Lo único que le interesaba era su palanca. Se había quitado la dentadura postiza y la había dejado sobre la cama.

Los demás veteranos seguían roncando. Simmons alzó la cabeza, su rostro parecía un condón seco y usado; le dedicó un gruñido viscoso. Osborn, tendido de espaldas, intentaba ganar altura desesperadamente pero no conseguía despegar de la pista. Un auténtico pingüino. Henry se deslizó bajo la cama. Si la Baronesa entraba se pondría tan furiosa con aquellos dos que se olvidaría de registrar aquel hangar. Si Simmons cerraba el pico

¡Viejo tullido! gritaba. ¡Ya estoy harta de mamar polla fofa!

Henry se sobresaltó tanto que levantó la cabeza y se dio contra los muelles del bastidor.

¡Mierda!

Transcurrió silencioso un largo minuto, entonces el bastidor empezó a subir y a bajar. Zafarrancho de combate. De modo que Simmons se las había arreglado para desencasquillar el arma del viejo. El Águila Solitaria tendría que darse a la fuga. La Baronesa no tardaría en presentarse en el hangar de Whittaker. Salió de allí debajo y se puso en pie. Los tres vejestorios seguían durmiendo con sus mandíbulas desdentadas boqueando como crías de pájaro pidiendo gusanos. Y gusanos era precisamente lo que les esperaba.

Osborn seguía tendido de espaldas. Simmons estaba de pie, agarrándole el muslo izquierdo con ambas manos. Sacrebleu!, Osborn tenía la pierna metida hasta la pantorrilla en la carlinga de Simmons y esta saltaba encima como un mico de juguete en un palo, un Sopwith Camel atrapado por el fuego antiaéreo. Osborn estaba siendo arrastrado hacia el pie de la cama ya que, a cada salto, ella se iba hacia atrás gritando como una condenada cada vez que el muñón se hundía en su interior.

Iba a despegar para dirigirse a territorio aliado cuando un alarido de Simmons le hizo detenerse. En una de las arremetidas había apoyado los dedos del pie sobre la dentadura postiza y esta se había cerrado como un cepo. Al tiempo que ella caía de la cama Henry salía riendo de allí ¿Y ahora, qué?

En el pasillo tan sólo se veía al Espectro Blanco. Se acercaba a todo gas sonriendo como la calavera de la insignia que lucía el Nieuport del gran Nungesser. Esperaría hasta el momento en que se cruzasen y entonces ¡bum!

Ella intentó girar cuando él la rodeó para evitarla, pero su aparato no tenía el impresionante momento de torsión de un Camel. Henry se colocó tras ella, la empujó tan rápido como se lo permitía el estado de su tren de aterrizaje y la soltó. Apareciendo por un extremo del pasillo, Stoss rugió como los motores de un bombardero Gotha.

Justo cuando él llegaba al otro extremo oyó un alarido seguido de un gran estrépito. No pudo resistir la tentación de asomarse. La Baronesa estaba tendida en el suelo, de espaldas. La silla había quedado tumbada de costado y el piloto yacía junto a ella. El Águila Negra reía de tal manera que era incapaz de ayudar a levantarse a ninguna de las dos.

Henry despegó en dirección a su base, una vez allí dejó el equipo de vuelo en el cajón de la mesa y se metió en la cama. Tenía el fuselaje cubierto de la mierda que el Fokker había dejado escapar, pero sólo tendría que soportarla hasta que las cosas se hubieran calmado un poco y, de todos modos, no olía tan mal como el aliento de Stoss.

El viejo Hispano latía como si tuviese arena en los cojinetes. No podría resistir incursiones como aquella durante mucho más tiempo. Uno de aquellos días el motor dejaría de funcionar y él se lanzaría en el último picado. ¿Y qué? ¿Había mejor manera de morir? Él no era como los otros pilotos, demasiado cansados, enfermos o seniles como para interesarse por algo. Él pensaba quedarse en la zona de combate hasta que el Gran As, el más grande de todos, le derribara.

Aunque no antes de haber hecho desaparecer de los cielos a la Baronesa Sanguinaria. La odiaba tanto como ella le aborrecía a él ¡Al diablo con ella! Se remontó hasta setiembre de 1918, la Gran Ofensiva. Aquel mes había derribado cuatro aparatos y reventado dos globos de observación Drache.

Pero el primero de octubre, mientras disparaba sobre un Pfalz D-12, aquel piloto alemán se colocó detrás suyo sin que él supiera de dónde había salido. La Píldora Amarga estaba hecho jirones, la tela ardía, él tenía la rodilla destrozada y el agua del radiador le estaba escaldando las piernas. No podía echar mano del paracaídas porque aquel capullo del comandante «Bandera Pirata» Pershing había prohibido que los pilotos americanos los llevasen.

Trató de dominar el aparato, que se hallaba prácticamente fuera de control, y dirigirlo hacia tierra con la esperanza de que el depósito de combustible no estallara.

De todos modos consiguió hacerlo caer de costado, apagar el fuego y colocarlo de nuevo en posición horizontal justo antes de estrellarse en un riachuelo. Los soldados alemanes que lo sacaron del avión no dudaron de que estuviese muerto. Había perdido el ojo izquierdo y la mayoría de los dientes, y estaba cubierto de sangre.

A partir de entonces y durante el resto de su vida todo fue cuesta abajo. Un carpintero lisiado con una esposa enferma y cuatro niños. No obstante, su palanca de la alegría, su fiel Vickers, había funcionado a la perfección, y aunque no disponía de tanta munición como cuando había participado en la Gran Ofensiva tenía más que algunos de los mocosos que conocía.

Su hija dijo:

¡Pero, papá! ¡Cada vez estás peor! ¡La enfermera del turno de día me ha dicho que estás perdiendo el control de tus intestinos!

¡Tonterías! Uno de mis compañeros de habitación se cagó en el suelo, debió creer que estaba en casa, y yo resbalé y caí encima. No me duché inmediatamente porque la enfermera de noche se pone hecha una furia si me encuentra fuera de la cama después del toque de silencio.

Ella se mordió el labio y añadió:

La señora Stoss dice que de noche sales por ahí en plan furtivo y que

bueno que molestas a las señoras.

¿Se ha quejado alguna de ellas?

No, pero dice que la mayoría están demasiado viejas como para resistir. No saben lo que ocurre y las que lo saben se portan tan mal como

Dílo, mujer rió él. Tan mal como yo.

Había otros pacientes en el salón ¿pacientes? ¡Diablos! ¡Prisioneros geriátricos de guerra!, sentados en los sofás o en sillas de ruedas y acompañados de sus respectivas visitas. Cotorreaban como una pandilla de putas francesas o permanecían sentados con la mirada opaca, babeando con la boca abierta mientras sus parientes trataban de levantarles el ánimo.

Él no necesitaba de los esfuerzos de nadie en ese sentido. Se sorprenderían bastante si supieran qué y hasta qué punto era capaz de levantar él sólito.

Debería haberte dejado ir al hospital de veteranos. Allí no habrías encontrado viejas de las que abusar.

Fuiste tú quien quisiste que viniera aquí, a Busiris, para que no estuviese demasiado lejos de ti, y ahora resulta que te veo una vez al mes con suerte. Y no me vengas con ese rollo de que es muy pesado tener que conducir durante cien kilómetros cada vez. No, no me equivoqué en mi decisión aunque la tomara principalmente porque te convenía. El hospital de veteranos queda descartado. Si tengo que escoger entre cementerios de elefantes

La enfermera Stoss dice que a lo mejor tiene que ponerte en una habitación individual, o bien inmovilizarte.

¿Quieres decir atarme a la cama? ¿O ponerme una camisa de fuerza? ¡Una mierda! Te olvidas de que logré escapar del campo de concentración más duro que esos putos alemanes tenían, y eso que estaba para el arrastre.

¡Por favor, papá, habla más bajo! ¡Y modera el lenguaje! Escucha, no será fácil, pero si te portas bien podrías venir a casa y ya nos arreglaríamos de alguna manera

¿Estás loca? ¡Tu marido me odia! ¡Tendría que dormir en el sofá de la salita!

¡Y ese perro que no para de ladrar me vuelve loco!

¡Shh! Me estás haciendo morir de vergüenza. La señora Stoss dice que eres incontrolable. Cree que

¡Cree! ¡Pero nunca me ha visto haciendo nada! Está más loca de lo que tú te piensas que estoy yo.

Saludó con un gesto al Águila Negra que pasó empujando la silla de ruedas de la señora Zhinsky en dirección a la puerta de la sala.

¿Quién es ese hombre de color?

El negro de los Spads. Ayer por la noche tuvo que patrullar por partida doble porque uno de esos zeppelines borrachos a los que llaman auxiliares no podía. A menudo trabaja dos turnos seguidos para poder mantener a su familia y llevar a sus dos hijos a la Universidad. Es uno de esos negros perezosos de los que siempre está hablando tu marido. Es mi camarada, vuela a mi cola.

¿De qué estás hablando?

De nada, divagaciones seniles.

Ella se puso en pie sorbiendo y secándose las lágrimas con un pañuelo.

Ojalá fueras como los demás.

¿Para qué? ¿Para pasarme el día sentado papando moscas y necesitar que alguien me limpie el culo o cantando absurdas canciones hasta volver locos a los que no lo estaban al llegar? ¡Ni hablar, yo no me rindo! Ese puto Kaiser acabará por maldecir el día en que Hank el Intrépido se alistó. Pienso seguir derribando.

¿Derribando?

Sólo es una forma de decirlo.

Escucha, papá, esa enfermera dice que te ha tratado «con toda la compasión y cuidado del mundo y».

¿Compasión? ¿Cuidado? ¿Ese huno de mirada de acero? ¿El azote de los cielos?

¡No empieces otra vez! ¡No puedo soportarlo!

Tal vez sería mejor que nos escribiésemos. Así no tendrías que soportar las quejas de tu marido sobre lo que le cuesta la gasolina que gastas para venir hasta aquí.

Se levantó y se alejó cojeando, sin mirarla pero añadiendo en voz alta:

¡La próxima vez déjate todos esos cuentos en casa y trae algo de whisky!

Pasó frente a la señora Whittaker que estaba hablando con una visita y le hizo un guiño. Se puso tan roja como el triplano de Von Richtofen.

¡Se ruborizaba!

De modo que él no había sido únicamente un personaje de ensueño. Ella había tenido conocimiento de que era de carne y hueso y, además, no le había dicho a Stoss la verdad sobre la conmoción de aquella mañana. El código de los cielos había sido respetado. La caballerosidad no había muerto.

Tal vez se sentía demasiado avergonzada como para admitir ante alguien, incluida ella misma, lo que había sucedido. O, tal vez, creía que todas las mujeres se cagaban cuando tenían un orgasmo. A lo mejor su marido había sido un coprófago retorcido y ella le había creído cuando le dijo que aquella era la forma habitual de hacerlo. Pero

¿se podía llegar a ser tan corrupto?

¿Qué maldades se agazapaban en los corazones de los hombres? Sólo Dios y Lo Obscuro lo sabían.

Tranquilidad en el Frente Occidental, aunque sin armisticio inminente. La Baronesa había alterado su horario y ahora se levantaba cada media hora para patrullar. El Águila Negra le había advertido de que se la tenía jurada. Estaba dispuesta a luchar y se la veía rabiosa como un gato montés con un nudo en la minga y en plena época de celo.

La próxima vez que oiga jaleo irá directamente a tu habitación y si no te encuentra allí ya te ha cazado. Todo esto supone para ella mucho trote extra, con lo poco que le gusta a esa culona. Te odia porque sabe que no pararás mientras vivas. Le encanta putear. Es una bruja.

Henry se quedó en cama durante cinco noches, menos cuando sonaba el toque de meada. La sexta, Stoss volvió a su horario habitual. Henry sonrió; el Águila Solitaria había demostrado tener más paciencia que la Baronesa Sanguinaria.

El séptimo día tuvo que entrar en acción. Llevaba demasiado tiempo de permiso y tenía la palanca de control fuera de todo control. Su Vickers palpitaba debido a la presión que ejercía la munición. A las 5:10, seguro de que la Baronesa estaba en su cuartel general, se puso el gorro y las gafas.

¡Contacto!

¡Contacto!

Fuera del hangar, pista adelante y luego ya, planeando hacia la azul lejanía,

preñada del hedor de la mierda de los jubilados.

Objetivo: la señora Hannover. Con ese apellido tenía que ser un CL IIIa, aquel precioso caza de escolta que de lejos parecía un monoplaza pero que cuando uno se ponía a su cola se encontraba con que la Parabellum del observador lo tenía en el punto de mira.

Había hablado alguna vez con la chavala sólo tenía sesenta y cinco y la había encontrado encantadora. De todos modos, tenía un defecto de funcionamiento. A veces, se quedaba callada, con la mirada perdida, como si estuviera escuchando un receptor de radio alojado en la cabeza, y ni siquiera se daba cuenta cuando te ibas.

Esa era la razón de que sus dos hijos la hubieran llevado al asilo. Era un estorbo, por no decir ya que también era rica y que estaban intentando que la declarasen incapacitada.

A las 5:13 llegó planeando hasta su objetivo, hizo un reconocimiento del terreno. Encontró a su pareja durmiendo y aterrizó en su cama. Estaba preparado para despegar a todo gas si ella se ponía a gritar, pero en vez de eso suspiró como si supiera que iba a venir, y el combate empezó.

A decir verdad, no llegó a ser un combate. Los CL IIIa siempre acababan embaucándole a uno.

Lo único que le molestó, aparte de la falta de agresividad, fue que ella no dejó de susurrar: «¡Jim! ¡Oh, Jim! ¡Dios mío!». Pero ¿qué más daba si le había tomado por algún otro as? Es mejor que el enemigo no acabe de identificarle a uno hasta que se le logra derribar.

Aquel prolongado permiso le había proporcionado tanta munición que decidió quedarse e intentar un segundo asalto. Tardó sólo un cuarto de hora en volver a cargar la Vickers con la ayuda de Hannover, aunque esta seguía creyendo que se trataba del tal Jim. Pero, justo cuando estaba a punto de disparar por segunda vez, sintió un agudo dolor en el tubo de escape. La exclamación de dolor que dejó escapar se confundió con el extático grito de ella. Rodó hacia un lado y cayó del lecho. Un aterrizaje forzoso pero aún así, la estructura resistió. Las únicas reparaciones que necesitaba concernían al revestimiento de la cola y a la sección media de las alas. Las tenía rasguñadas pero podía volar.

El Espectro Blanco estaba al pie de la cama, sentada en su vehículo y riendo con un agudo graznido como la Sombra (un famoso as de la primera guerra mundial, antes de dedicarse a luchar contra el crimen). El bastón que llevaba escondido bajo la manta que le cubría las piernas, un cañón Hotchkiss con todas las de la ley, amenazaba a la Hannover. El Espectro Blanco intentaba darle por detrás también a ella.

El maldijo. Había olvidado la primera regla del combate aéreo: estar siempre bien seguro de que boche no se ha situado furtivamente a tu cola.

Al ponerse en pie emitió un gruñido. Los daños habían sido mayores de lo que creyó en un principio. Se sintió como si le hubiesen metido dentro un cohete Le Prieur. ¡Maldito Espectro Blanco!

Schweinhund! ¡Ya nos volveremos a ver las caras!

Salió del hangar a todo lo que daba un Spad de setenta y nueve años. Aunque necesitaba un respiro, no tenía tiempo de tomárselo. Había que volver a la base antes de que la Baronesa le interceptara. Lo peor de todo era que la Vickers no había hecho servir la segunda carga, y sobresalía del pijama como una Lewis 7 mm. del morro de un bombardero Handley Page 0/400. Estaba orgulloso de que tuviera vida independiente, pero en aquel momento deseó ser capaz de controlarla.

Jadeando, se inclinó hacia la izquierda. Tomó tierra a toda prisa y entró en el hangar. Apenas había tenido tiempo de hacerse cargo de la escena cuando sus ruedas resbalaron y se elevó describiendo un rizo. Tyson, uno de sus compañeros de habitación, estaba ahí de pie con la verga fuera y un charco frente a él mientras la Baronesa, a cuatro patas, juraba y maldecía. Debió entrar para comprobar si él estaba allí y el charco la había hecho resbalar. Trayectoria de colisión. Cayó sobre la espalda de la Baronesa, y esta se dio de narices contra el suelo. No se levantó ni hizo el menor movimiento. Se quedó en la misma posición, con la nariz en el suelo, las alas y el tren de aterrizaje bajo el fuselaje y la cola levantada.

¡Ajá, ya te tengo!

¿Por qué no? Estaba perdido. Le iba a caer un consejo de guerra de mil diablos. Le derribarían, le inmovilizarían, le encarcelarían y le confinarían. Se habían acabado las patrullas del amanecer. Para siempre.

Era la primera vez que utilizaba una táctica tan poco ortodoxa, pero arremeter con la Vickers contra el tubo de escape del enemigo era una forma segura de derribarlo, aunque las autoridades la desaprobasen. Y aunque, seguramente, significase también su caída, el último picado desde la gran bóveda azul, así añadiría a su lista al as de ases. Asió sus enormes capotas debían pesar media tonelada cada una, y comenzó a realizar una serie de maniobras, Immelmanns, chandelles, virages y demás alardes que sin duda le llevarían a la victoria. Sólo la voz de Tyson le apartó de sus quehaceres. Su mirada, habitualmente plúmbea, se avivó mientras exclamaba con desprecio:

¡Sodomita asqueroso!

De todos modos, fue hasta su cama, se metió en ella, y al cabo de poco roncaba. Poco antes de que Henry agotara toda la munición, ella gruñó y dio señales de

volver en sí. Entonces, empezó a jadear y gemir. Tal vez estuviera medio inconsciente, en una fantasía. Del mismo modo que el Fokker y la Hannover, entraba sólo en parte en aquel, para ellas, desagradable mundo. Pudiera ser que no supiera realmente lo que estaba ocurriendo. En cualquier caso la Vickers estaba en su tubo de

escape y allí era donde ella quería que estuviese. Lo había deseado toda su vida pero era demasiado inhibida como para permitir que tal pensamiento traspasara los límites de su inconsciente y habérselo dicho a sus maridos. Eso era lo que el Águila Negra, cuya hija se había especializado en psicología, había insinuado.

Tanto le daba a él la psicología. Aunque el Hispano estaba haciendo tal esfuerzo que estaba a punto de saltar en pedazos, la estaba derribando. Poco le importaba que la consecuencia fuese un hijo póstumo, poco le importaba

El Águila Negra entró al tiempo que Henry Miller, aquel viejo y loco as, el último de los pilotos que entabló batalla con el Huno, caía de la grupa de la Baronesa. Henry estaba muerto, aquellos ojos vidriosos y el gris azulado de su piel no mentían.

La señora Stoss, a cuatro patas, con el culo al aire y el ano chorreante y palpitando, murmuraba algo.

¿Era realmente «¡Más! ¡Más! ¡Por favor! ¡Por favor!» lo que decía?

De repente se despertó y empezó a gritar mientras se ponía en pie. El Águila Negra reía como un histérico.

La sonrisa del Águila Solitaria era aún más amplia que la suya.


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