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73.83% EL Mundo del Río / Chapter 206: DIOSES DEL MUNDO DEL RÍO (16)

Chapter 206: DIOSES DEL MUNDO DEL RÍO (16)

Trasladarse a las cámaras del «pastel en el cielo» requería mucha preparación. Los inquilinos tenían que explorar sus pequeños mundos y decidir si querían mantener su actual decoración o «entorno» o crear el suyo propio. Excepto Nur, que se sentía intrigado por la cámara de oscuros espejos, cada uno de ellos decidió variar su lugar. Mientras las hordas de androides y robots estaban eliminando las actuales decoraciones, los inquilinos decidieron qué tipo de mundo privado deseaban. Tras lo cual, tenían que dar instrucciones a la Computadora, elaborando sus especificaciones hasta el más mínimo detalle.

Nur cambió de opinión. Se quedaría en su suite, aunque visitaría el mundo-espejos de tanto en tanto para meditar.

Burton sorprendió a todo el mundo con su inesperada reluctancia a cambiar de hogar. Siempre había sido un vagabundo que se volvía tremendamente inquieto cuando debía permanecer en un mismo lugar más de una semana. Sin embargo, ahora se negó a trasladarse hasta que hubiera construido su mundo exactamente tal como lo quería. A la mitad de la construcción de su primer mundo, detuvo el trabajo y lo hizo eliminar de nuevo. Tras largo tiempo, empezó con un segundo diseño, pero lo abandonó al cabo de dos semanas.

Quizá no desee venir aquí dijo Nur porque éste será su último hogar. ¿A qué otro sitio puede ir después de trasladarse a él?

La tarde en que los seis tenían que mudarse, todos los ocho celebraron una gran fiesta de traslado en la zona central. No fue enteramente una ocasión alegre porque de Marbot y Behn se pelearon justo antes de tomar posesión. El francés ardía ante la negativa de Aphra a vivir con él en su mundo, y, después de beber más vino del que acostumbraba, la acusó de no quererle.

Quiero ir a mi propio mundo, el mundo que yo construí dijo ella orgullosamente.

El lugar de una mujer es el del hombre al que quiere. Tiene que ir a dónde él vaya.

Ya he pasado por eso demasiadas veces dijo ella. Empiezo a sentirme cansada.

Deberías estar bajo mi techo. Es mi derecho. ¿Cómo puedo confiar en ti?

No tengo que estar bajo tu vista a cada minuto. Si no puedes confiar en mí, si crees que puedo saltar a la cama de otro hombre en el momento en que tú dobles la esquina...

¿Soy sólo yo, o simplemente no confías en ninguna mujer? A menudo estabas ausente durante muchos meses del lado de tu mujer cuando eras un soldado. ¿Confiabas en ella? Tenías que hacerlo, ¿no?

¡Mi esposa estaba por encima de toda sospecha! gritó de Marbot.

¡Hail, César! dijo Aphra burlonamente. La auténtica esposa del César, mi preciosa mierdecita, le puso los cuernos. Así que, si tu esposa era tan buena como la esposa del César...

Aphra se alejó de él mientras él empezaba a chillarle, y cruzó el umbral hacia la sexta casa.

Sollozando, dejó que la puerta se cerrara tras ella. Tenía la sensación como si estuviera cerrándola sobre su amante para siempre, aunque tenía la suficiente experiencia como para saber que eran sus emociones, no su razón, las que estaban hablando. ¿De cuántos hombres se había separado esperando no volver a verlos nunca más? Parecía como si fueran un centenar, aunque realmente debían ser tan sólo una veintena. Y no podía ni recordar los nombres de algunos. Los recordaría, de todos modos, cuando la acosante pantalla de su pasado se los mostrara de nuevo. Aquí, al menos, podría permanecer alejada de ello.

Subió los escalones, la puerta se abrió para ella cuando llegó arriba, y penetró en su mundo. Había otro sillón volante allí; montó en él y lo hizo remontarse a una altitud de treinta metros, y se adentró en su mundo. Bajo ella había una jungla tropical sudamericana de poca altura, con estrechos y serpenteantes ríos resplandeciendo a la luz de la falsa luna. Los gritos de los pájaros nocturnos resonaban bajo ella; un murciélago pasó zumbando cerca de ella y picó hacia las oscuras copas de los árboles pocos metros más abajo. La luna era llena porque había arreglado las cosas para que cada noche fuera así, y su luz era dos veces más potente que la de la Tierra. Y las estrellas, también las del ecuador sudamericano, eran tres veces más brillantes que las auténticas. En aquella luminosa noche, vio una sombra deslizarse cruzando un umbroso claro. Un jaguar. Y oyó los gritos de los cocodrilos.

El viento era frío y agitaba sus ropas mientras se encaminaba hacia el gran lago en medio de la jungla. Sus aguas resplandecían en torno al palacio flotante en su centro. Lo había reconstruido de sus recuerdos de una aparición que había vislumbrado mientras viajaba de Amberes a Londres. Había aparecido repentinamente delante del barco como si hubiera sido colocada allí por arte de magia, y había sorprendido y asustado a todo el mundo a bordo. Su mágico edificio era cuadrado, de cuatro pisos de altura, hecho de mármol de varios colores, y rodeado por hileras de acanaladas y retorcidas columnas con plantas trepadoras y flores y banderolas agitándose a la brisa. Cada columna estaba tallada con pequeños Cupidos que parecían estar trepando por ellas con la ayuda de sus agitadas alas.

El palacio había sido visto por todo el mundo a bordo del barco. ¿De dónde había procedido? ¿Era un espejismo, qué edificio reflejaba? En ningún lugar ni en Inglaterra ni en, el Continente había un palacio fantástico tan rococó.

Aquella inexplicable visión la había perseguido durante el resto de su vida en la Tierra, y aún seguía haciéndolo en el Mundo del Río. Le había pedido a la Computadora que se la explicara, pero su búsqueda solamente había dado como resultado una referencia a ella en su biografía escrita por John Gildon. Aquella obra póstuma la había intrigado y disgustado a la vez debido a sus inexactitudes y mentiras. Entonces había pedido toda la literatura disponible relativa a ella, y había leído los relatos de Montague Summers, Bernbaum y Sackville-West. Aquellos autores se habían ocupado principalmente de extraer la verdad a partir del romance y la especulación, y normalmente habían fracasado. No podía culpárseles por ello. Los informes oficiales y documentos acerca de ella eran escasos, y obtener los hechos históricos a partir de sus novelas, obras teatrales y poemas era inútil.

Aphra sabía, o le habían dicho, que era la hija de un barbero, James Johnson de Canterbury. Su madre había muerto pocos días después del nacimiento de Aphra, y ella y su hermana y hermano habían sido adoptados por unos familiares, John y Amy Amis. Ni ella ni los Amis, por supuesto, habían tenido ninguna presciencia de que aquella niñita iba a convertirse algún día en la primera mujer inglesa que se ganara completamente la vida escribiendo. Ni de que uno de sus poemas iba a ser incluido en numerosas antologías durante varios siglos, y una de sus novelas sobreviviría como un clásico menor.

Su exitosa intrusión en el campo literario, hasta entonces exclusivamente masculino, había sorprendido y afrentado a muchos. El más profundo shock había procedido de los escritores masculinos y críticos. Sus observaciones, llenas de prejuicios y vindicativas, y sus politiqueos, la pusieron furiosa, y respondió como correspondía. Sufrió todos los malos tragos, todas las pedradas y feroces crucifixiones del pionero, pero abrió el camino para una multitud de mujeres que aprendieron a vivir de sus plumas.

De niña, había sido nerviosa e imaginativa y a veces enfermiza. Sin embargo, sobrevivió al duro y peligroso viaje de casi diez mil kilómetros hasta Surinam, una posesión inglesa al norte de Sudamérica, en el océano Atlántico. Su padre adoptivo, John Amis, no tuvo tanta suerte. Murió en el camino, víctima de una «fiebre». Había sido nombrado teniente general de Surinam gracias a la influencia de un familiar, Lord Willoughby de Parham. Pese a la pérdida de su padre, gozó de su vida, y aprovechó todas las ventajas de aquella exótica tierra. Allí conoció a un esclavo negro que había sido secuestrado de su tribu en África occidental y traído a Surinam. Sus historias de su país nativo y su exaltada posición allí, fueran o no ciertas, sirvieron de fuente para la romántica novela que escribiría unos años más tarde, Oroonako, o el esclavo real.

Aquellos fueron los más felices años de mi vida. Allí siempre era primavera, siempre abril, mayo y junio. Los árboles mostraban a la vez todos los grados de hojas y frutos. Había arboledas de naranjos, limones, cidros, higos, mirísticas y nobles árboles aromáticos exudando constantemente fragancias. Guacamayos, loros y canarios de alegres colores resplandecían sobre los lirios de agua en los lagos y acequias. El pájaro twa-twa tenía un grito como un gong de plata. El ques-quedí llamaba: Qu'est-ce que dit? Qu'est-ce que dit? Me volví una experta en el extraño lenguaje de los negros, entre semiafricanos y semiingleses, y oí hablar del Gran Gado, el Gran Dios, su esposa María, y su hijo Jesi Kist. Los indios bajaban de las montañas trayendo sacos llenos de polvo de oro.

»No todo era encantador y paradisíaco, por supuesto; caí enferma de malaria en una ocasión, y estuve a punto de morir.

En 1658, a la edad de dieciocho años, regresó a Londres. A los diecinueve se casaba con un hombre mucho mayor, un rico comerciante holandés, Jans Behn. Aunque ella no tenía dinero, su buena presencia y sus cualidades y su educación habían inspirado el amor del señor Behn. A través de sus conexiones, introdujo a su esposa en la corte de Carlos II.

¿Y es cierto había preguntado Frigate que fuiste la amante del rey?

Su majestad me pidió que me fuera a la cama con él había dicho ella, pero por aquel entonces yo estaba casada. En aquel tiempo tenía la concepción, que más tarde abandoné, de que el adulterio era pecaminoso. Además, amaba a mi esposo, ningún holandés lo soportaba, y sabía que iba a sentirse terriblemente dolido si yo lo traicionaba.

En 1665, su esposo perdió su inmensa fortuna a causa del naufragio de varios de sus barcos debido a las tormentas y el apresamiento de otros por piratas, con la pérdida de todas sus mercancías. Murió de un ataque al corazón a principios de 1666, dejando a su viuda con tan sólo cincuenta libras. Cuando consiguió encontrar empleo, tan sólo le quedaban cuarenta libras. A través de amigos en la corte, se convirtió en una agente de espionaje y se dirigió a Amberes. Le habían dicho que cualquier información que pudiera conseguir sobre la flota holandesa sería bienvenida. Pero su principal misión era espiar a los renegados ingleses que vivían en Holanda. Había mucha gente allí que había huido de Inglaterra y estaba conspirando para derribar la actual monarquía.

Una James Bond femenina había dicho Frigate.

¿Quién?

Oh, no importa.

Se me encargó especialmente que me hiciera amiga de un exiliado, William Scott, y tratara de conseguir que regresara a Inglaterra. El no pensaba hacerlo hasta que

obtuviera el completo perdón, pero al final aceptó colaborar conmigo. Por aquel entonces yo estaba sin un céntimo. Envié una carta a James Halsall, el copero del rey, mi inmediato superior. Le pedí fondos para proseguir con mi espionaje. No obtuve respuesta, así que escribí una segunda misiva, diciéndole lo cara que era Amberes, y que había conseguido comida y un techo únicamente empeñando un anillo. De nuevo no obtuve respuesta. Escribí una vez más a Halsall y, al mismo tiempo, a Thomas Killigrew, un amigo que estaba también en el servicio secreto. Indiqué que necesitaba cincuenta libras para pagar mis deudas. Envié también noticias del número y disposición de las naves holandesas, del ejército holandés y de mis progresos con Scott. Tras no recibir respuesta tampoco, escribí completamente desesperada al secretario de estado, Lord Arlington. Le dije todo lo que había hecho, lo arruinada que estaba, y que pronto estaría en prisión en Holanda por deudas. Pero no obtuve respuesta tampoco.

¿No pensaste entonces en acudir a los holandeses? había preguntado Burton.

¿Yo? ¡Nunca!

Incluso entonces, el gobierno británico trataba y olvidaba a sus soldados y espías

había dicho Burton.

Escribí de nuevo a Lord Arlington y le supliqué que me enviara cien libras para pagar mis deudas y regresar a Inglaterra. De nuevo silencio. De modo que allí estaba yo, sin un penique de paga por mis servicios, sin una sola palabra de mis jefes. ¿Qué estaba haciendo allí sino el ridículo más espantoso, una pobre estúpida anegada en la miseria? Finalmente, conseguí un préstamo de ciento cincuenta libras de un amigo en Inglaterra, Edward Butler, y embarqué de regreso a casa en enero del año de Nuestro Señor de

1667.

Débil, enferma y fuertemente endeudada, Aphra cruzó el Canal de Amberes a Londres. Allí vio las ruinas de la ciudad arrasada por el Gran Fuego. Sin embargo, el terrible desastre había tenido también su lado bueno. Había consumido a los centenares de miles de ratas y millones de piojos que habían difundido la Gran Plaga. Aphra, sin embargo, tuvo poco tiempo para pensar ni en el fuego ni en la plaga. El señor Butler la presionaba para que le devolviera el dinero, y Lord Arlington y el rey seguían ignorando sus justas demandas de ser retribuida. De modo que llegó lo inevitable: fue encarcelada por deudas.

Fui metida en prisión había dicho Aphra, donde, si no tenías dinero para comprarte comida, te morías de hambre. Eso es, si las enfermedades que asolaban las prisiones como salvajes pieles rojas en una incursión no terminaban primero contigo. Las plagas eran democráticas, de todos modos. Te mataban fueras bajo o alto en alcurnia, pobre o con dinero en tu bolsa, joven o viejo.

Todas las prisiones de la City habían ardido o habían quedado inutilizadas por el Gran Fuego. Newgate fue rápidamente reparada, pero Aphra fue enviada a Caronne House, en South Lambeth. La suciedad y el hacinamiento ya eran bastante malos antes del fuego. Ahora eran diez veces peores debido a la falta de prisiones y al gran número de ciudadanos cuyas casas y propiedades habían sido destruidas. Incapaces de pagar sus deudas, ellos también iban a parar a prisión.

Sobreviví a todo ello, aunque hubo momentos en los que deseé morir. El olor de los cuerpos y las ropas sin lavar, el hedor de los enfermos, la pestilencia de las llagas abiertas, los gemidos de los niños asustados y enfermos, los robos, los gritos de los locos y los furiosos, las toses y los vómitos, las peleas, la brutalidad, la falta total de intimidad... si querías orinar o defecar tenías que hacerlo en una celda con una docena mirándote o riéndose de ti... si mi madre no hubiera pedido prestado dinero para enviarme comida, la mitad de la cual fue confiscada por los guardias para su propio beneficio... hubiera ido consumiéndome hasta estar demasiado débil como para resistir a las miasmas que flotaban en el nauseabundo aire de aquel agujero infernal. Cualesquiera que hubieran sido mis pecados, antes de entrar en prisión o después, pagué por ellos. Era un

purgatorio sin llamas, llamas que hubieran sido bienvenidas para mantenernos al menos calientes.

Dos de los guardias le ofrecieron proporcionarle una comida al día con carne, verduras y vino, si tenía relaciones sexuales con los dos al mismo tiempo.

Si mi madre no me hubiera enviado lo suficiente como para impedir que me muriera completamente de hambre, supongo que hubiera aceptado sus exigencias antes o después, probablemente antes. Mi estómago vacío no hacía más que succionar aire, y me decía a mí misma, aunque realmente no creyera en ello, que los guardias eran preferibles a morirme de hambre. Sin embargo, uno de los guardias, además de desusadamente sucio, tuerto, jorobado y con los dientes podridos, tenía el mal francés. No recuerdo..,

¿Sífilis o gonorrea? había dicho Frigate.

Ambas cosas, creo. ¿Qué importa? De todos modos, gracias a mi madre, no a Dios, escapé de ellos. Y, finalmente, Killigrew me pagó lo suficiente como para liquidar mis deudas y vivir por un tiempo. Un tiempo muy corto.

Había hecho una pausa, y luego había dicho, sonriendo, y lucía muy hermosa cuando sonreía:

Mentí cuando dije que deseé morir cuando estaba en prisión. Oh, quizá consideré brevemente los beneficios del suicidio. No, siempre he creído apasionadamente que la vida es algo valioso, y yo no era de los que alzan la bandera blanca al primer revés. Como tampoco aceptaba la derrota. No hasta que llegara el último aliento, y ni siquiera entonces. La muerte no me ha derrotado más de lo que me derrotó la vida. Simplemente hizo que me retirara.

»Allí estaba yo, recién salida de prisión, delgada y pálida, con mis deudas pagadas excepto lo que le debía a mi madre, y sin un penique para pagarle a menos que me pasara sin comida y alojamiento y cosméticos y ropas y libros.

Estaba acercándose a los treinta años en unos tiempos en los que una mujer de treinta parecía normalmente mucho más vieja que una mujer de treinta años de finales de los 1900. La mayoría habían perdido varios dientes, y su aliento apestaba por los dientes careados. Una mujer sin un marido, padre, hermano, tío o primo para protegerla era considerada una presa fácil. Si cometía algún error, podía acudir a una ley que estaba muy del lado de los ricos y los privilegiados. Los jueces, los abogados, los alguaciles, los jurados, estaban abiertos a soborno con muy pocas excepciones, eran fácilmente impresionados por los ricos y los ostentadores de títulos. Las mujeres escritoras no eran desconocidas, pero no eran profesionales. Eran las hijas de vicarios rurales que escribían en su tiempo libre o mujeres de noble cuna que deseaban hacerse un «nombre» por sí mismas. Ninguna mujer en Inglaterra había intentado ganarse la vida con su pluma.

Aphra sabía que podía escribir fluentemente, ingeniosamente y con interés, y tenía imaginación. Era culta, y creía que podía hacerlo tan bien como un hombre creando novelas, poemas y obras de teatro. Pero debía empezar con un handicap en la carrera literaria porque era una mujer.

Sin embargo, algo que compensaba ese handicap era que su aspecto era mejor que el de la mayoría de las mujeres de su edad. Tenía todos sus dientes, posiblemente a causa de que había pasado la primera parte de su vida en Surinam y los minerales en la comida habían ayudado a conservarlos. Posiblemente la herencia era también parte de su salud dental. Aunque baja, tenía unas piernas largas, si bien las faldas de su época apenas permitían observar eso. Tenía unos pechos llenos y firmes, que los trajes de su época no ocultaban. Poseía un hermoso pelo amarillo y grandes ojos azules con densas cejas negras que enmarcaban un rostro muy atractivo pese a su larga nariz y su mandíbula inferior ligeramente corta. Poseía un gran encanto, y una voluntad con el impulso de un coche con seis caballos galopando colina abajo.

Más aún, estaba decidida a permanecer soltera. Como había escrito en una ocasión:

«El matrimonio es al amor un veneno tan grande como un préstamo lo es a la amistad;

nunca debería pedir ni dar una promesa.» También escribió:

De acuerdo con las estrictas reglas del honor,

La belleza debería seguir siendo la recompensa del amor, No la vil mercancía de la fortuna,

O la droga barata de una ceremonia en una iglesia. No sólo es infame aquella que en su cama

Por interés toma a algún nauseabundo payaso al que odia; Y aunque un usufructo o promesa en público

Sea su precio, eso la convierte tan sólo en una puta más cara... Toma tu oro, y dame tu amor,

El tesoro de tu corazón, no el de tu bolsa.

Pese a lo cual, dio su corazón al hombre equivocado, un abogado llamado John Hoyle, que la utilizó, tomó su amor y su dinero, dándole principalmente a cambio infidelidad y desprecio, y estuvo a punto, aunque no lo consiguió plenamente, de romper su corazón. (Hoyle fue asesinado en una riña de taberna en 1692, después de la muerte de ella. Frigate se lo dijo.)

Alguien, no recuerdo quién, dijo de Hoyle que era un ateo, un sodomita profeso, un corruptor de jóvenes, y un blasfemo de Cristo.

Sócrates fue acusado también de todo ello excepto de lo último había dicho Aphra. No me importa que fuera esto y mucho más Era... no me amó tanto como yo le amé a él... no me amó en absoluto excepto al principio.

¿Qué harías ahora si lo encontraras? había preguntado Frigate.

No lo sé. No le odio. Sin embargo... quizá le pateara en los testículos y luego le besara. ¿Quién sabe? Espero no volver a verlo de nuevo nunca.

Aphra se hizo famosa, o infamosa, y compuso Astrea según la doncella estelar de la antigua mitología griega, hija de Zeus y Temis, o quizá de Astreus el Titán y Eos. Astrea, durante la edad de oro, distribuyó bendiciones. Pero cuando llegó la edad de hierro, abandonó disgustada la tierra, y los dioses la situaron entre las estrellas como la constelación de Virgo.

Grandes figuras literarias y sus satélites y jóvenes dramaturgos y poetas se congregaron en torno a ella formando su corte. Algunos de ellos fueron lo suficientemente afortunados como para convertirse en sus amantes.

Sin embargo, como ya he dicho, muchos hombres se resintieron de mis éxitos, y muchos críticos condenaron mis obras porque estaban escritas por una mujer. Malditos sean sus cerebros empapados en ron y sus ojos enturbiados por el vino, dijeron que mis obras eran obscenas y concupiscentes. También lo eran las suyas, pero si un hombre escribe esas cosas, los criticones ni siquiera abren sus bocazas. ¿Por qué debería ser la obscenidad y la concupiscencia una prerrogativa de los hombres? ¿Son las mujeres ángeles o Evas?

Sin embargo, ganó una fortuna, que de alguna forma dilapidó bajo la presión de su alto nivel de vida y su generosidad, y tuvo muchos amantes, aunque, como ella misma dijo, no obtuvo mucho auténtico amor de ellos. Cuando tenía cuarenta y seis años, empezó a sufrir los violentos y dolorosos ataques de la artritis, que terminarían matándola.

Aunque creo que los efectos de la sífilis son igual de fatales, aunque más insidiosos. Aunque la mano con la que escribía le dolía y había veces en que la pluma escapaba

de la débil presión de sus dedos, escribió furiosamente, y la novela que debía asegurarle un lugar respetable en la literatura inglesa, Oroonoko, fue publicada antes de su muerte.

El dieciséis de abril de 1689, su batalla contra los prejuicios, los celos, las charlatanerías y los odios de los puritanos y los hipócritas terminó.

A Guillermo de Orange, el príncipe holandés que se había convertido en monarca de Inglaterra, no le gustaba la señora Behn. Sin embargo, de alguna manera, aunque era considerada como una mujer perversa y escandalosa, fue enterrada en la Abadía de Westminster.

¿Cómo ocurrió esto? ¿Enterrada entre los más grandes de los grandes? ¿Yo?

Nadie en mi época sabía por qué dijo Frigate.

Ni en la mía dijo Burton. Tendremos que resucitar a algunos de tus contemporáneos para determinarlo.

A Byron se le negó una tumba en la Abadía de Westminster dijo Frigate. Se consideró que había sido demasiado blasfemo y pervertido como para serle concedido tal honor. Y sin embargo, tú lo conseguiste.

Y a mí dijo Burton también me fue negado. La había merecido más que muchos que descansaban allí, pero al Negro Dick no se le permitió descansar entre aquellas sagradas paredes.

Aphra había pasado muchas épocas miserables y terribles en el Mundo del Río, pero la vida valía casi siempre la pena de ser vivida. No era divertido estar muerto. Así, ella estaba ahora en la torre, y acababa de despedir a otro amante. Podía vivir con de Marbot de nuevo, aunque no parecía probable en este momento. No importaba. No tenía intención de seguir sola durante mucho tiempo.


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