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60.57% EL Mundo del Río / Chapter 169: EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 10 - Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (36)

Chapter 169: EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 10 - Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (36)

el «No Se Alquila» contra el «Rex» (36)

La rabia superó al miedo, una rabia que era un compendio de todas las rabias que había sentido en la Tierra y aquí. Ni siquiera pensó en las consecuencias. ¡Al fin! ¡Ahí estaba! ¡La venganza!

Salió de la cabina y avanzó suavemente por la cubierta.

Aunque se sentía tan exuberante que casi estaba mareado, aún no había perdido toda discreción. No iba a advertirles de modo que pudieran dispararle antes de alcanzar a Juan.

Lo único malo de aquello era que tenía que dispararle a Juan por la espalda. El bastardo nunca sabría quién lo había matado. Pero uno no puede tenerlo todo. Deseaba apasionadamente llamar a Juan por su nombre, identificarse, y luego apretar el gatillo. Pero los hombres de Juan le dispararían al segundo siguiente que se dieran cuenta de su presencia.

Justo en el momento en que alcanzaba la escotilla, el infierno estalló fuera. Hubo un retumbar de disparos que lo ensordeció y le hizo clavarse contra la mampara como si fuera una mariposa de dos patas. Su aleteante corazón eran las alas. Más disparos. Gritos y lamentos. Un hombre retrocedió tambaleándose por el pasillo. Sam saltó hacia la abierta puerta de la cabina, se giró, la cerró, luego la abrió de nuevo. Miró a través de la estrecha abertura a tiempo para ver a otros penetrar en el pasillo. Uno de ellos tenía la robusta configuración de Juan, no había la menor duda de ello, silueteado brevemente contra la luz.

Sam abrió completamente la puerta (¡gracias a Dios estaba bien aceitada!), se adelantó, y golpeó a Juan en el lado de la cabeza con el cañón de su pistola. Juan lanzó un gruñido y cayó. Sam se agachó, depositó la pistola sobre el pecho del caído hombre, lo aferró por su largo pelo, y tiró de él hacia el interior de la cabina. Una vez los pies hubieron cruzado la entrada, cerró la puerta y oprimió el botón que aseguraba la cerradura. Fuera, las explosiones de los disparos eran fuertes, pero ninguno impactó contra la puerta. Aparentemente, el secuestro de su líder había ocurrido tan rápidamente y en medio de una tal confusión y oscuridad que aún no se habían dado cuenta de su ausencia. Quizá, cuando lo hicieran, supusieran que había sido derribado en el corredor.

Sam se estremeció de alegría. Estaba en un gran peligro, pero por el momento eso no significaba nada. Gracias a la Providencia, que no existía, los acontecimientos habían funcionado perfectamente. Hubiera sufrido lo que hubiera sufrido, había valido la pena... bien, casi había valido la pena. ¡Tener a su mayor enemigo, la única persona a la que nunca hubiera odiado realmente, en su poder! ¡Y en tales extrañas circunstancias! Ni siquiera Juan, cuando despertara, se mostraría más sorprendido que él. La realidad era más extraña que la ficción, y podía seguir citando muchos otros clichés.

Pulsó el interruptor de la luz con una mano, la pistola sujeta en la otra. Los globos del techo emitieron una parpadeante luz. Juan gruñó, y sus párpados aletearon. Sam le golpeó de nuevo en la cabeza, algo más fuerte que antes. No deseaba matarlo ni dañar demasiado su cerebro. Juan tenía que estar en posesión de todos sus sentidos en un ciento por ciento. De otro modo, no podría apreciar completamente lo que le había ocurrido.

Sam abrió los cajones de un mueble adosado a la mampara. Extrajo algunas de las finas ropas semitransparentes que algunas mujeres utilizaban como sujetadores. Con ellas ató juntas las manos de Juan detrás de su espalda y luego ató sus pies entre sí. Resoplando y gruñendo, arrastró al inconsciente hombre hasta una silla fijada a la cubierta. Consiguiendo mantener el pesado cuerpo sobre la silla, ató sus manos a los travesaños del respaldo. Luego se dirigió al lavabo, bebió dos tazas de agua del grifo, y llenó una tercera taza. Cuando ya estaba casi llena, el grifo rateó, y el chorro se convirtió en un hilillo. La bomba de agua había fallado bruscamente.

Sam regresó a la cabina principal y arrojó el agua al rostro de Juan. Juan jadeó, y sus párpados se abrieron. Por un minuto no pareció reconocer dónde estaba. Luego,

identificando,a Samuel Clemens, sus ojos se abrieron enormemente, e inspiró con profundidad con un ruido seco, como si hubiera sido golpeado en pleno estómago. Donde su piel no estaba cubierta de humo, adquirió una tonalidad grisazulada.

Sí, soy yo, Juan.

Sam sonrió ampliamente.

No puedes creerlo, ¿verdad? Pero te habituarás a la idea en un momento. Aunque no te va a gustar acostumbrarte a ella.

¡Agua! croó Juan.

Sam miró a aquellos enrojecidos ojos. Pese a su odio, sintió pena por Juan. No simpatía, sólo piedad. Después de todo, no iba a dejar sufrir a un perro rabioso, ¿no?

Agitó la cabeza.

El agua se ha cortado.

Estoy muriéndome de sed dijo Juan roncamente. Sam dejó escapar una risita.

¿En eso es en todo en lo que puedes pensar después de lo que me has hecho?

¿Después de todos esos años?

Si satisfaces mi sed, yo satisfaré la tuya dijo Juan.

Su piel había recuperado su color normal, y sus ojos miraban fijamente a los de Sam. Conociendo a Juan, Sam podía ver qué estrategia había formulado ya el artero hombre. Hablaría razonablemente con su captor, hablaría tranquila y lógicamente, apelaría a su humanidad, y al final evitaría la ejecución.

Lo malo de todo aquello, se dio cuenta Sam, era que Juan podía llegar a tener éxito en su empeño.

La rabia estaba alejándose de él. Los treinta y tres años de fantasías de venganza habían sido barridos como ventosidades en un huracán.

Lo que quedaba era un hombre que era básicamente cristiano, aunque fuera un ateo aullante, por utilizar una frase aplicada a él por uno de sus enemigos terrestres.

Hubiera debido dispararle a Juan en la cabeza en el momento mismo en que encendió la luz. Hubiera debido saber lo que ocurriría si no lo hacía. Pero no podía matar a un hombre que estaba inconsciente. Ni siquiera al Rey Juan, cuya sangre había estado anhelando durante todos aquellos años y al que había estado torturando tan ingeniosamente y tan dolorosamente en sus fantasías diurnas. Nunca en sus pesadillas nocturnas. En ellas era Juan quien estaba a punto de hacerle algo horrible a un paralizado o indefensamente atrapado Sam Clemens. O, la mayor parte de las veces, era Erik Hachasangrienta quien estaba a punto de tomar venganza sobre él.

Sam hizo una mueca y regresó al cuarto de baño. Como sospechaba, las tuberías de la ducha contenían aún agua suficiente para unas cuantas tazas. Bebió una y llenó una segunda. Regresando a la cabina, puso la taza entre los labios de su cautivo y la inclinó para que el hombre pudiera beber. Juan hizo chasquear sus labios y suspiró.

¿Otra, por favor?

¡Otra! ¿Por favor? dijo Sam en voz alta. ¡Estás loco! ¡Te di una simplemente para que fueras capaz de soportar lo que voy a hacerte!

Juan sonrió brevemente. Estaba tan desilusionado como su captor.

Sabiéndolo, Sam se sintió tan enfurecido que casi fue capaz de hacer lo que había amenazado. La rabia menguó rápidamente, dejándole con la pistola alzada para golpear.

La sonrisa de Juan se desvaneció, pero sólo porque no deseaba empujar a Sam demasiado lejos.

¿Por qué estás tan seguro de ti mismo, de mí? dijo Sam. ¿Crees que no hubiera sido capaz de hacerte volar por los aires, hundirte hasta el infierno, contemplar como te ahogabas, y empujarte al agua si hubieras intentado trepar a bordo?

Por supuesto dijo Juan. Pero eso en el ardor de la batalla. No vas a torturarme, por mucho que desees hacerlo. Ni vas a dispararme a sangre fría.

Pero tú hiciste todo eso conmigo, ¿o acaso no lo hiciste, despiadado bastardo?

Juan sonrió.

Sam empezó a responder, luego cerró la boca. El rugir en el pasillo se había interrumpido de pronto. Juan empezó a decir algo también, pero a una señal de Sam se detuvo. Aparentemente, sabía que, si intentaba gritar, iba a lamentarlo. Su enemigo no era tan blando como eso.

Pasaron unos minutos. Sam se mantenía inmóvil junto a la puerta, el oído pegado a ella, un ojo clavado en Juan. Ahora podía oír las débiles voces de los hombres. Aquellas cabinas eran a prueba de ruidos, de modo que no había forma de determinar lo lejanas que eran las voces. Volvió junto a Juan y colocó un trozo de tela sobre su boca, atándolo apretadamente en su nuca.

Sólo por si acaso dijo. Pero si consigues llegar a gritar para pedir ayuda, me veré obligado a dispararte. Recuérdalo.

Y espero que grites, pensó.

Apagó la luz, corrió el cerrojo de la puerta, y tiró de ella lentamente, sujetando la pistola en su otra mano. Sus ojos necesitaron algunos segundos para ajustarse a la oscuridad. Había más cuerpos de los que había habido antes. Miró cautelosamente fuera, al fondo del corredor. Más cuerpos todavía. Parecía como si la lucha se hubiera trasladado hacia el otro lado y al exterior. El disparo de pistolas había cesado en algún momento durante el forcejeo. Fue reemplazado por la lucha a arma blanca. Parecía como si ambos bandos hubieran agotado la munición.

No veía cómo los del grupo de abordaje, numéricamente menores, podían resistir durante tanto tiempo a su gente. Aguardó unos instantes mientras se aseguraba de que resultaba seguro salir con su prisionero.

Pero, ¿era eso racional? ¿No era su deber salir allí afuera y acaudillar a su gente? Sí, lo era. Pero, ¿y el prisionero?

Aquello era sencillo. Podía dejar a Juan encerrado en la cabina con la llave que ahora colgaba en la puerta. Luego buscaría a su tripulación. No iba a ser difícil encontrarla. Una buena parte de ella debía estar allí donde se originaba el ruido.

Regresó a la cabina, cerró la puerta, y encendió de nuevo la luz. Juan lo miró de una forma curiosa.

Todo está a punto de terminar dijo Sam. Tu tripulación ha sido casi barrida. Ahora voy a irme, pero volveré pronto. Y en un próximo futuro vas a tener que enfrentarte a tu juicio.

Hizo una pausa. La expresión de Juan cambió. Unos sonidos gorgoteantes surgieron de detrás de su mordaza. Evidentemente, deseaba hablar. ¿Pero qué podía decir? ¿Por qué malgastar tiempo?

No deseo que se diga que no soy justo o que estoy demasiado implicado en esto como para ser imparcial dijo Sam. Así que tendrás un juicio. Serás juzgado por tus iguales. ¿Cuántos reyes están desperdigados por ahí en un corto radio? Conseguiré un jurado de doce hombres buenos y justos. Lo cual es sólo una forma de decirlo, puesto que las damas estarán representadas también.

»De todos modos, tendrás una audiencia justa, y podrás escoger a tu propio abogado defensor. Yo aceptaré el veredicto. Ni siquiera voy a actuar como juez. Diga lo que diga el jurado, será ley para mí.

De detrás de la mordaza brotaron entremezcladas palabras. Tendrás la posibilidad de hablar a su debido tiempo dijo Sam. Mientras tanto, puedes permanecer aquí sentado meditando sobre tus pecados.

Cerró la puerta con llave, vaciló, luego volvió a abrirla, tanteó dentro, y apagó la luz. Juan iba a sufrir más si estaba a oscuras.

Hubiera debido sentirse exultante. No era así. De alguna forma, en algún modo que no podía definir, su viejo enemigo había triunfado.

La mayor parte de las cosas daban como resultado decepciones, pero aquél, aquél hubiera debido ser uno de los momentos más alegres de su vida. Su victoria era tan poco apetitosa como un humeante excremento de perro servido en bandeja de plata.

¿Dónde ocultar la llave? Oh, por supuesto, en la primera cabina que no tuviera la puerta cerrada. Eso fue tres cabinas más allá. Arrojó la llave al suelo y cerró la puerta. Ahora a buscar a Joe. Para ello iba a necesitar a un buen número de hombres tras él.

Fue hacia el extremo del corredor, que avanzaba longitudinalmente por toda la nave. Las luces estaban apagadas, pero se atrevió a encenderlas brevemente. Recorrió el corredor durante unos treinta metros, luego se detuvo en el cruce con otro pasillo. Allí había una escalera que ascendía hasta la cubierta superior. Tras apagar las luces, empezó a subirla, ayudado por una palidez rectangular en la parte de arriba. Una vez en la cubierta superior, avanzó por el corredor hacia el lado de estribor. Le llegaban ruidos, pero parecían lejanos. Atisbo por una esquina hacia la pasarela. Joe debería estar en algún lugar cerca de allí.

¿Qué haces colgando de ahí, Joe? ¿No tienes ninguna otra cosa que hacer?

Eztoy ezperando un buz, Zam.

¿Un buz? ¿Y quién demonios va a querer besar reverencialmente su fea boca, Joe?

No, no un buz de bezar, tío obtuzo. Un buz de loz que circulan, con volante, cuatro ruedaz y un motor. ¿Pero cómo infiernoz voy a reconocerlo, Zam? Nunca he vizto un buz en mi vida. Zácame de aquí antez de que me vuelva loco y te haga pedazos, tío tonto.

Así se desarrollaría la imaginaria conversación, modelada según tantas otras anteriores conversaciones. Pero no había ningún gran bulto colgando impotente de una cuerda. Había una cuerda, partida en un lado y atada al otro, tirada sobre cubierta.

Sam sonrió con alegría. ¡Joe estaba vivo, no había sufrido daño! Joe estaba en pleno trabajo, indudablemente haciendo pedazos a la oposición.

Se volvió, pero se detuvo a medio camino. Procedente del Río le llegó un grito. Era un grito profundo, un grito que hubiera podido ser atribuido a un león o a un tigre si lo hubiera oído en la Tierra. Pero Sam sabía bien de qué se trataba. Corrió hacia una escalera y bajó apresuradamente, de dos en dos escalones, la mano resbalando por la barandilla. En la cubierta principal hizo una pausa. No podía ignorar al enemigo. Pero los sonidos de las dos luchas que oía llegaban de lejos, uno a proa y el otro a popa. No había disparos, sólo el resonar de hojas contra hojas.

Corrió hacia la barandilla y se asomó.

¡Joe! ¿Dónde estás, Joe?

¡Zam! ¡Aquí eztoy, Zam!

¡No puedo verte, Joe! gritó Clemens, escrutando la oscuridad. Había objetos flotando allá afuera, trozos de madera y cuerpos, restos inidentificables. Aunque el barco había ido derivando con la corriente, y los fuegos en la orilla sur eran brillantes, el lado de estribor estaba orientado ahora hacia la oscura orilla norte. La luz de las estrellas no era suficiente allí.

¡Yo tampoco puedo verte, Zam!

Miró a ambos lados y atrás para asegurarse de que no había nadie deslizándose subrepticiamente hacia él. Volviéndose de nuevo para mirar hacia afuera, gritó:

¿Puedes volver hacia el barco?

¡No! aulló Joe. ¡Pero eztoy flotando! ¡Me he agarrado a un trozo de madera!

¡Tengo el brazo izquierdo roto, Zam!

¡Te traeré de vuelta, Joe! Sujétate bien! ¡Te salvaré!

No tenía ni idea de cómo podía ayudar a Joe, pero estaba dispuesto a encontrar algún modo, de alguna forma. El pensamiento de que Joe pudiera ahogarse lo llenó de pánico.

¡Joe! ¿Llevas todavía la armadura?

¡No, azno del culo! ¡Eztaría en el fondo, dando de comer a loz pecez, si llevara todo eze hierro encima! ¡Me libré de ella apenaz caí, aunque mi brazo roto eztuvo a punto de matarme! ¡Jezúz! ¡Qué dolor! ¿Nunca te han dado una patada en laz pelotaz, Zam?

¡Ezcucha, ezo no ez nada comparado con intentar dezveztirte con un brazo roto!

¡De acuerdo, Joe! dijo Sam, y miró de nuevo nerviosamente a su alrededor. Alguien estaba corriendo hacia él desde proa, perseguido por dos hombres. Todos estaban demasiado lejos como para identificarlos. Tras ellos todo estaba inmóvil.

El grupo en popa seguía aún luchando, aunque parecía que la intensidad había disminuido.

¡Fui derribado por alguien! aulló Joe. Y entoncez perdí la cabeza. Agarré un hacha contra incendioz y barrí a todoz a mi alrededor y tiré a loz que quedaban a la cubierta principal. Y entonces maldita zea si alguien no me golpeó tirándome por encima de la barandilla, ¡azi de zencillo! ¡Debió zer un tío máz bien fuerte, el tonto del culo!

Joe siguió hablando, pero Sam no le escuchó. Estaba agazapado junto a la barandilla, incapaz de decidir qué hacer. Aunque los corredores estaban mucho más cerca ahora, y avanzaban rápidamente, eran todavía inidentificables en la oscuridad. Se sentía indeciso. En la confusión y el apresuramiento, sus propios hombres podían atacarle.

Alzó la pistola en su mano izquierda, manteniendo el machete en la derecha. Podía apuntar con cualquiera de las dos manos, aunque no demasiado bien. A aquella distancia, sin embargo, no podía fallar. ¿Pero debía disparar?

No tuvo que llegar a tomar la decisión. Mientras aguardaba forzando los ojos, el dedo tenso sobre el gatillo, fue alzado y arrojado por alguna fuerza desconocida por encima de la barandilla.

Por un minuto o así, estuvo tan desconcertado que ni siquiera supo lo que había ocurrido. Supo que estaba en el agua, atragantándose, escupiendo, ahogándose. ¿Pero cómo había ido a parar allí? ¿Y por qué?

Golpeó contra algo. Sus manos hallaron carne fría. Un cadáver. Lo apartó de un empellón y se quitó la pesada bandolera.

Ante él, pero ahora a unos veinte metros de distancia, se hallaba el enorme barco.

¿Cómo se había alejado tanto de él? ¿Había estado nadando? ¿O flotando? No importaba. Aquí estaba él, y allí el barco. Debía nadar de vuelta. Era la segunda vez que caía al Río. A la tercera va la vencida.

Mientras braceaba hacia la embarcación, vio que la barandilla de la cubierta de calderas estaba más cerca del agua de lo que debería estar. ¡El barco se estaba hundiendo!

Ahora supo qué lo había arrojado fuera de la cubierta como una mosca arrojada de lomos de un caballo. Excepto que él no tenía alas. Se había producido una explosión por debajo de la línea de flotación del barco. En la cubierta de calderas, allá donde estaban almacenadas las municiones. Y los causantes tenían que ser, por supuesto, los hombres de Juan.

Había pasado ya por demasiadas cosas. Ni siquiera la inminente pérdida de su hermoso No Se Alquila, que hubiera debido hacerle estallar en lágrimas de profundo dolor, le afectó tanto como debiera. Estaba demasiado cansado y demasiado desesperado. Casi, se dijo a sí mismo, demasiado cansado para estar desesperado.

Nadó hacia el barco. Su mano derecha golpeó violentamente contra algo. Lanzó un grito de dolor, luego volvió a adelantar el brazo. Un trozo de resbaladiza y mojada madera se curvó bajo su mano. Jadeando de alegría, se aferró a ella y se izó. No sabía lo que era, un trozo de canoa o de piragua, pero era suficiente para mantenerle & flote.

¿Dónde estaba Joe?

Lo llamó a gritos. No hubo respuesta. Lo intentó de nuevo y obtuvo el mismo silencio.

¿Acaso la explosión había alcanzado a Joe? La detonación debía haber lanzado una potente ola de presión a través del agua. Cualquiera que estuviera cerca probablemente

habría resultado muerto. Pero Joe no estaba lo bastante cerca. ¿O sí lo estaba? Tuvo que ser un estallido infernal.

O quizá Joe simplemente había perdido el sentido a causa del dolor de su hueso roto y se había deslizado hacia las profundidades del Río.

Llamó dos veces más. Alguien gritó muy lejos, una voz de mujer. Alguna otra pobre alma flotando en el Río.

El barco estaba hundiéndose a ojos vistas. Pero tenía que haber bastantes compartimientos, grandes y pequeños, con las puertas y las esclusas cerradas. Debía quedar el suficiente aire cerrado como para mantener a flote el barco fluvial. Finalmente, sería arrastrado a la orilla; incluso podría ser remolcado por barcos de vela o botes de remos o ambas cosas a la vez.

Para un pesimista tan profundamente enraizado como él, se estaba mostrando increíblemente optimista.

El no podía hacer nada al respecto. La proa del barco estaba derivando hacia atrás pasó junto a él. Y entonces vio la lancha, la Prohibido Fijar Carteles. Estaba moviéndose muy lentamente, en apariencia buscando nadadores. Su foco rastreaba el agua, se detenía, retrocedía, y se centraba en algo. Estaba demasiado lejos como para ver de qué se trataba. La lancha estaba también demasiado lejos como para oír sus gritos.

Repentinamente, recordó al Rey Juan. El hombre estaba atado e indefenso en una cabina cerrada con llave. Estaba perdido a menos que alguien lo sacara de allí. El no podía gritar, y era dudoso que alguien estuviera lo suficientemente cerca como para oírle, aunque pudiera ser oído. E incluso entonces, no había ninguna llave disponible. Podía hacerse saltar la cerradura, por supuesto, pero... ¿por qué especular? Juan estaba condenado. Estaría sentado allí, sin saber siquiera que el barco se estaba hundiendo. El agua empezaría a inundar la cubierta principal, y él seguiría sin saberlo. Aquellas cabinas eran herméticas. Hasta que el aire no empezara a viciarse no sospecharía lo que había ocurrido. Entonces se debatiría desesperadamente, forcejearía, se retorcería, angustiado, gritando con todas sus fuerzas a través de su mordaza, pidiendo ayuda. El aire se iría viciando más y más, y poco a poco lo iría asfixiando hasta matarlo.

Sus últimos momentos iban a ser horribles. Era una escena que en otras circunstancias

Sam hubiera proyectado con gran placer en la pantalla de su mente.

Ahora sólo podía desear alcanzar su barco y rescatar a Juan. No para dejarlo libre. Haría que tuviera el prometido juicio. Pero no deseaba que Juan sufriera o muriera de una forma tan horrible. No deseaba que nadie tuviera que pasar por algo así.

Sí, era blando; Juan hubiera gozado pensando en él si fuera él quien se hallara en tal situación. No importaba. El no era Juan, y se alegraba de ello.

Olvidó sus pensamientos acerca de Juan cuando la lancha se puso de nuevo en marcha. Se dirigió hacia el otro lado del barco fluvial y desapareció. ¿Estaba Anderson recogiendo los supervivientes de la nave herida? Si era así, había ayudado a terminar con los últimos resistentes del Rex, los estúpidos que no sabían cuándo debían abandonar. Quizá tuvieran ahora el suficiente sentido común como para rendirse.

¡Zam!

El grito le llegó desde atrás. Se volvió, manteniendo un brazo rodeando la curvada madera.

¡Joe! ¿Dónde estás?

¡Aquí, Zam! ¡Me dezmayé! ¡Me eztoy zozteniendo, Zam, pero no creo que pueda reziztirlo mucho tiempo!

¡Aguanta, Joe! gritó Clemens. ¡Vendré en tu ayuda! ¡Sigue gritando! ¡Estaré contigo enseguida! ¡Sigue gritando para que pueda saber dónde estás!

No era fácil hacer dar la vuelta al enorme madero y dirigirlo directamente hacia la orilla. Tenía que sujetarse con una mano y nadar con la otra. Utilizó también los pies. De tanto en tanto tenía que detenerse para recuperar el aliento.

Entonces gritaba:

¡Joe! ¿Dónde estás? ¡Joe! ¡Grita para que pueda oírte!

Silencio. ¿Se había desvanecido de nuevo Joe? Si era así, ¿se había atado a lo que fuera que lo estaba manteniendo a flote? Tenía que haberlo hecho. De otro modo, se hubiera hundido cuando se desvaneció la primera vez. Pero quizá estaba tendido sobre algo. Quizá...

Puesto que tenía que descansar por unos instantes, de todos modos, miró a sus espaldas. El barco había derivado alejándose más corriente abajo. El Río estaba trepando por las paredes de la cubierta principal. Dentro de poco tiempo, la cabina de Juan estaría debajo del agua.

Empezó a empujar el madero hacia la orilla. Los fuegos en la orilla iluminaban en cierto modo la superficie. Aunque podía ver montones de restos, no podía distinguir la menor señal de Joe Miller.

Ahora podía ver que la gente de la orilla estaba echando al agua botes y canoas. Sus antorchas ardían brillantemente a centenares. Acudiendo al rescate, aunque el porqué deseaban ayudar a la gente que había incendiado más de una cuarta parte de sus edificios era algo incomprensible.

No. Estaban haciendo por los destructores lo que él hubiera hecho por Juan si hubiera podido. Y, realmente, los virolandeses no tenían tantos motivos para odiar a la gente del barco fluvial como él los tenía para odiar a Juan.

Entonces se dio cuenta de que había derivado hasta mucho más cerca de la orilla de lo que había creído. Estaba a menos de un kilómetro de tierra firme. Las oscuras siluetas de las naves de rescate estaban acercándose rápidamente, teniendo en cuenta que todas ellas estaban siendo movidas a remo. No lo bastante rápidamente, sin embargo. Estaba cogiendo frío. El agua estaba más caliente que el aire, pero no lo bastante caliente. A unos siete grados en aquella zona, si recordaba correctamente.

El Río había perdido mucho de su calor pasando por el Polo Norte, y aún no había vuelto a recuperar el suficiente. Estaba sometido a una intensa fatiga, ayudada e inducida por el shock del combate y la frialdad del agua. Sería irónico que pereciera antes de que los que acudían al rescate llegaran junto a él.

Como la vida. Como la muerte.

Hubiera sido estupendo dejar de bracear y patalear. Tomárselo con calma, dejarse llevar, y permitir que los demás hicieran el trabajo. Pero tenía que encontrar a Joe. Además, si dejaba de moverse, perdería su calor corporal mucho más rápidamente. Sería tan cómodo... agitó la cabeza, inspiró profundamente, e intentó devolver la vida a sus entumecidos miembros.

En aquel momento ¿cuánto tiempo había transcurrido? había un bote a su lado. En él ardían varias antorchas. Fuertes brazos estaban izándole, y era depositado tembloroso en cubierta. Gruesas y cálidas ropas eran echadas sobre él. Alguien le hacía tragar café caliente. Se sentó y se estremeció, y las ropas cayeron, y el aire lo azotó.

¡Joe! dijo. ¡Joe! ¡Encuentren a Joe!

¿Qué está diciendo? preguntó alguien en esperanto.

Está hablando en inglés dijo una mujer. Dice que encontremos a Joe. Había un rostro de mujer cerca de él. Dijo:

¿Quién es Joe?

Mi mejor amigo dijo Sam débilmente. Y ni siquiera es humano. Quizá eso cuente para algo. Rió cansadamente. ¡Ja, ja, ja! Quizá todo resida en eso.

¿Dónde está ese Joe? dijo la mujer. Era hermosa. Las antorchas mostraban un rostro en forma de corazón, grandes ojos, una frente amplia, una nariz respingona, gruesos labios, una barbilla y una mandíbula fuertes. Largo pelo rubio ondulado.

¿Qué estaba haciendo admirando a una mujer en estos momentos? Debería estar pensando en... Gwenafra.

Vagamente, se sintió avergonzado de que desde que había empezado la acción ni siquiera se hubiera preocupado por Gwenafra. ¿Dónde estaría ahora? ¿Y por qué no había pensado en ella? Realmente la quería.

¿Este Joe? dijo la mujer de nuevo.

Es un titántropo, un hombre-mono. Un peludo gigante con una gigantesca trompa. Está ahí afuera, por algún lugar, cerca. ¡Sálvenlo!

La mujer se puso en pie y dijo algo en esperanto. Un hombre más allá de ella adelantó una antorcha y miró a la oscuridad. Había otras muchas antorchas ahí afuera, pero no parecían ayudar mucho. El cielo se estaba cubriendo rápidamente de nubes, la luz de las estrellas empezaba a apagarse.

Sam miró a su alrededor, a su área inmediata. Estaba sentado en la cubierta elevada de una chalupa. Bajo él, a cada lado, había como una docena de remeros.

Hay algo flotando ahí afuera dijo el hombre con la antorcha. Parece grande. Quizá sea ese titántropo.

El hombre estaba vuelto de espaldas a Sam. Llevaba un traje de esquimal hecho con ropas blancas cubriéndole la cabeza, cuerpo y pies. No era alto, pero sus hombros eran muy amplios. Y su voz sonaba vagamente familiar. En algún lugar, hacía mucho tiempo, Sam había oído aquella voz.

El hombre llamó a otros botes que estaban cerca y les dijo lo que tenían que buscar. Entonces sonó un grito. Sam miró a su fuente. Algunos hombres en otra chalupa estaban intentando izar algo pesado fuera del agua.

¡Joe! graznó.

El hombre con el atuendo blanco se volvió entonces. Estaba sujetando la llameante antorcha de pino, de modo que su rostro quedó completamente iluminado.

Sam vio claramente sus rasgos, el ancho y agraciado rostro, las gruesas cejas color paja, la masiva mandíbula cuadrada, los blanquísimos dientes. Su sonrisa era perversa.

¡Hachasangrienta!

Ja dijo el hombre. Eirikr BloSfix. Y luego, en esperanto: Te he estado esperando mucho tiempo, Sam Clemens.

Lanzando un grito, Sam se alzó y saltó del bote.

Las frías y oscuras aguas se cerraron sobre él. Se hundió, abajo, abajo, luego se estabilizó y empezó a nadar. ¿Cuánto podría alejarse antes de que tuviera que subir a la superficie en busca de aire? ¿Podría apartarse lo suficiente de aquella némesis para alcanzar otro bote? ¿Iban a permitir los virolandeses que Erik lo matara? Aquello iría contra sus principios. Pero Erik podía esperar hasta que tuviera una oportunidad, y luego asestar su golpe.

¡Joe! ¡Joe lo protegería! Joe podía hacer más que aquello. Podía matar al escandinavo. Jadeando, escupiendo agua, la cabeza de Sam emergió al aire. Delante de él había un bote lleno de gente. Las antorchas mostraban claramente sus rostros. Todos estaban mirándole. Tras él le llegó el chapoteo de un nadador. Sam volvió la cabeza. Erik estaba a

tan sólo unos metros de él.

Sam gritó de nuevo, y se sumergió una vez más. Si podía surgir al otro lado de aquel bote, si podía subir a bordo antes de que...

Una mano se cerró en torno a su tobillo. Sam se volvió y forcejeó, pero el escandinavo era más grande y mucho más fuerte. Sam estaba indefenso. Se ahogaría fuera de la vista de los demás, y Erik afirmaría que simplemente había intentado salvar a aquel pobre tipo loco.

Un brazo surgió detrás suyo y rodeo su cuello. Sam se debatió como un pez atrapado en una red, pero sabía que estaba perdido. Después de todo aquel tiempo, después de haber escapado tantas veces de la muerte, morir así...

Se despertó en la cubierta de la chalupa, tosiendo y atragantándose. El agua brotaba de su boca y nariz. Dos fuertes y cálidos brazos lo sujetaban.

Alzó la vista. Erik Hachasangrienta seguía sujetándole. ¡No me mates! dijo Sam. Erik estaba desnudo y mojado. El agua brillaba sobre su cuerpo a la luz de las

antorchas. También caía sobre un objeto blanco que colgaba de una cuerda alrededor del cuello de Erik.

Era el hueso espiralado de un pez cornudo, el símbolo que llevaban los miembros de la

Iglesia de la Segunda Oportunidad.


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