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4.65% EL Mundo del Río / Chapter 13: A Vuestros Cuerpos Dispersos CAPITULO XII

Chapter 13: A Vuestros Cuerpos Dispersos CAPITULO XII

Aquella era la segunda vez que Burton había oído mencionar el nombre de Hitler. Pretendía averiguar todo lo que pudiera acerca de aquel hombre, pero por el momento tenían que dejar de charlar para acabar de poner los techos sobre las chozas. Todos se pusieron a ello, cortando hierba con las tijeritas que habían encontrado en sus cilindros, o subiendo a los árboles de hierro y arrancando las grandes hojas triangulares verdes con nervios escarlata. Los techos dejaban mucho que desear. Burton pensaba buscar a un profesional en la materia y aprender las técnicas adecuadas. Por el momento tendrían que contentarse con montones de hierba como cama, sobre las cuales colocarían puñados de hojas del árbol de

hierro, que eran más blandas. Como mantas usarían otro montón de las mismas hojas.

Gracias a Dios, o a quien sea, no hay insectos -dijo Burton.

Alzó la taza de metal gris que contenía el mejor escocés que jamas hubiera probado.

Brindo por quien sea. Si nos hubiera resucitado para volver a vivir un duplicado exacto de la vida en la Tierra, estaríamos compartiendo nuestras camas con diez

millares de especies de insectos dañinos, mordedores, arañadores, chupadores, picadores, rascadores y aradores, todos ellos tras nuestra sangre.

Bebieron, y luego se sentaron alrededor de la fogata por un rato, fumando y hablando. Las sombras fueron creciendo, el cielo perdió su azul, y las gigantescas

estrellas y grandes nebulosas que habían sido fantasmas apenas visibles antes del

anochecer aparecieron. Desde luego, el cielo era una visión maravillosa.

Es como una ilustración de Sime -dijo Frigate.

Burton no sabía qué era Sime. La mitad de la conversación con los que no provenían del Siglo XX consistía en explicaciones de unos y otros sobre referencias que utilizaban.

Se alzó, fue al otro lado de la fogata, y se puso en cuclillas junto a Alice. Ella acababa de regresar de hacer acostarse a la niña, Gwenafra, en una de las cabañas.

Burton tendió una barrita de goma a Alice y le dijo:

Acabo de tomarme la mitad. ¿Quieres la otra mitad? Ella le miró sin expresión y dijo:

No, gracias.

Hay ocho cabañas, siguió él-. No hay duda alguna acerca de quién va a compartir con quién cada cabaña, exceptuando a Wilfreda, a ti y a mí.

No creo que haya ninguna duda acerca de eso -le contestó ella.

¿Así es que vas a dormir con Gwenafra?

Ella siguió manteniendo la cara hacia el otro lado. Permaneció acuclillado algunos segundos más, y luego se alzó y regresó al otro lado, sentándose junto a Wilfreda.

Puedes seguir buscando, Sir Richard -le dijo ella. Sus labios estaban curvados en una mueca-. Por todos los cielos, no me gusta ser la pieza de repuesto. Podrías

habérselo preguntado donde nadie se enterase. También yo tengo mi orgullo. Permaneció en silencio por un minuto. Su primer impulso había sido fustigarla con

un insulto aguzado, pero tenía razón. Se había mostrado demasiado despectivo hacia ella. Aún cuando hubiera sido una prostituta, tenía derecho a ser tratada

como un ser humano. Especialmente dado que afirmaba que era el hambre lo que la había llevado a la prostitución, aunque se mostrase algo escéptico al respecto.

Demasiadas prostitutas tenían que racionalizar su profesión; demasiadas tenían

fantasías justificadoras acerca de su entrada en el negocio. Sin embargo, su ira hacia Smithson y su comportamiento hacia él indicaban que era sincera.

No quería herir tus sentimientos -dijo, irguiéndose.

¿La amas? -le dijo Wilfreda, alzando la vista hacia él.

Solo hubo una vez en que le dijera a una mujer que la amaba -contestó.

¿Tu esposa?

No. La muchacha murió antes de que pudiera casarme con ella.

¿Y cuánto tiempo estuviste casado?

Veintinueve años, aunque eso no te importe.

¡Que se me lleve el diablo! Todo ese tiempo, y jamás le dijiste que la amabas.

No era necesario -dijo, y se marchó. La cabaña que escogió estaba ocupada por

Monat y Kazz. Kazz estaba ya roncando; Monat estaba recostado sobre un codo y fumando un cigarrillo de marijuana. Monat lo prefería al tabaco, pues se parecía más al tabaco de su planeta. Sin embargo, no le producía ningún efecto. Por el contrario, el tabaco le causaba a veces fugaces pero muy vívidas visiones.

Burton decidió guardar el resto de su goma de los sueños, como la llamaba. Encendió un cigarrillo, aunque sabía que la marijuana posiblemente haría que su rabia y frustración se incrementasen. Hizo preguntas a Monat acerca de su planeta, Ghuurrkh. Estaba muy interesado, pero la marijuana lo traicionó, y su mente vagó mientras la voz del taucetano se hacía más y más débil.

¡cubrid ahora vuestros ojos, niños! -dijo Gilchrist con su cerrado acento escocés. Richard miró a Edward; Edward sonrió y puso sus manos sobre sus ojos, pero no cabía duda de que estaba atisbando por las aberturas entre los dedos. Richard colocó sus propias manos sobre sus ojos, y continuó de puntillas. Aunque él y su hermano estaban sobre cajas, seguían teniendo que estirarse para ver sobre las cabezas de los adultos situados frente a ellos.

La cabeza de la mujer estaba ahora sobre el tajo; su largo cabello marrón le había caído sobre el rostro. Le hubiera gustado haber podido ver su expresión mientras miraba la cesta que la esperaba, o mejor dicho que esperaba a su cabeza.

¡No miréis ahora, niños! -dijo de nuevo Gilchrist.

Hubo un redoble de tambor, un único grito, y la hoja cayó, y luego un grito general de la multitud, mezclado con algunos gemidos y alaridos, y la cabeza se desplomó. El cuello escupió sangre que parecía no acabar nunca. Siguió brotando y cubrió a la multitud y, aunque estaba al menos a cincuenta metros de ella, la sangre le golpeó en las manos y se filtró entre sus dedos y sobre su cara, llenando sus ojos y cegándole y haciendo que sus labios le parecieran pegajosos y salados. Chilló...

¡Despierta, Dick! -estaba diciendo Monat. Le zarandeaba por el hombro-

¡Despierta! Debes de haber tenido una pesadilla.

Burton, sollozando y estremeciéndose, se sentó. Se frotó las manos y luego se palpó la cara. Estaban húmedas. Pero con sudor y no con sangre.

Estaba soñando -explicó-. Tenía seis años de edad, y me hallaba viviendo entonces en la ciudad de Tours, en Francia. Mi tutor, John Gilchrist, nos llevó a mí y

a mi hermano Edward a ver la ejecución de una mujer que había envenenado a su familia. Nos dijo que era como un premio.

»Yo estaba excitado, así que atisbé entre mis dedos cuando nos dijo que no contemplásemos los últimos segundos, al caer la hoja de la guillotina. Pero lo hice;

tenía que hacerlo. Recuerdo haberme sentido un tanto mareado, pero fue el único

efecto que me produjo la sangrienta escena. Mientras la contemplaba, parecí haberme dislocado: era como si viera todo aquello a través de un grueso cristal, como si fuera irreal, o como si yo fuera irreal, así que no me sentí realmente horrorizado.

Monat encendió otro cigarrillo de marijuana. La luz fue bastante como para que

Burton pudiera ver que estaba agitando la cabeza.

¡Qué salvajada! ¿Así que no solo mataban a los criminales, sino que les cortaban la cabeza? ¡Y en público! ¡Y dejaban que los niños lo viesen!

En Inglaterra eran algo más humanitarios -dijo Burton-. Colgaban a los criminales.

Al menos los franceses permitían que el pueblo fuese plenamente consciente de

que derramaban la sangre de sus criminales -dijo Monat-. La sangre estaba en sus manos. Pero, aparentemente, este aspecto no se le ocurrió a nadie. Al menos conscientemente. Así que ahora, después de ¿cuántos años?... sesenta y tres,

fumas algo de marijuana y revives un accidente que siempre creíste que no te

había hecho daño alguno. Pero, esta vez, retrocedes horrorizado. Gritabas como un niño aterrorizado. Reaccionaste como deberías haber reaccionado cuando eras niño. Yo diría que la marijuana perforó algunas profundas capas de represión y

desenterró el horror que había estado enterrado allí durante sesenta y tres años.

Quizá -dijo Burton.

Se calló. Hubo truenos y relámpagos en la lejanía. Un minuto más tarde llegó el sonido del viento, y luego un tamborileo de gotas en el techo. Había llovido más o

menos a la misma hora la pasada noche, hacia las tres de la mañana, diría. Y esta

segunda noche estaba lloviendo aproximadamente a la misma hora. La lluvia fue creciendo en intensidad, pero el techo había sido hecho con cuidado, y no aparecieron goteras. Sin embargo, algo de agua llegó por debajo de la pared trasera, que estaba más alta por la pendiente de la colina. Se extendió por el suelo, pero no los mojó, pues la hierba y hojas bajo ellos formaban una alfombra de unos veinticinco centímetros de grueso.

Burton charló con Monat hasta que cesó la lluvia, aproximadamente una media hora más tarde. Monat se quedó dormido; Kazz no se había despertado. Burton

trató de volver a dormir, pero sin lograrlo. Nunca se había sentido tan solo, y temía

volver a caer en la pesadilla. Al cabo de un tiempo salió de la cabaña y caminó hacia la que había elegido Wilfreda. Antes de llegar a la puerta olió a tabaco. La punta de su cigarrillo brillaba en la oscuridad. Era una débil figura sentada erguida sobre su montón de hierba y hojas secas.

Hola -dijo-. Esparaba que vinieses.

El poseer propiedades es algo instintivo -dijo Burton.

Dudo que sea instintivo en el hombre -dijo Frigate-. Alguna gente en los años sesenta, es decir, hacia 1960, trató de demostrar que el hombre tenía un instinto al

que llamaron el imperativo territorial. Pero...

Me gusta esa frase... suena bien -dijo Burton.

Sabía que te gustaría -dijo Frigate-. Pero Ardrey y otros trataron de probar que el hombre no solo tenía un instinto de reclamar como suya una cierta área de

terreno, sino que además descendía de un mono asesino. Y que el instinto de matar

seguía siendo aún fuerte en su herencia de ese mono asesino. Lo que explicaba las fronteras nacionales, el patriotismo tanto local como nacional, el capitalismo, la guerra, el asesinato, el crimen, y lo demás. Pero la otra escuela de pensadores, la de la inclinación temperamental, mantenía que todo aquello era resultado de la cultura, o de la continuidad cultural de las sociedades dedicadas desde el principio de los tiempos a hostilidades tribales, a la guerra, a asesinatos, al crimen, etc. Se cambiaba la cultura, y desaparecía el mono asesino. Desaparecía porque nunca estuvo allí, como el negrito de la habitación oscura. El verdadero asesino era la sociedad, y la sociedad crió nuevos asesinos de cada serie de niños. Pero había algunas sociedades, ciertamente compuestas de primitivos, pero a pesar de todo sociedades, que no criaban asesinos. Eran prueba de que el hombre no descendía de un mono asesino. O, si queremos decirlo así, que quizá descendía de ese mono, pero que ya no seguía teniendo sus genes asesinos, al igual que ya no llevaba los genes de los huesos supraorbitales prominentes, o de una piel peluda, o de sus gruesos huesos, o de un cráneo con una capacidad de únicamente seiscientos cincuenta centímetros cúbicos.

Todo esto es muy interesante -le dijo Burton-. En otro momento estudiaremos más profundamente esa teoría. Sin embargo, déjame señalarte que casi cada miembro de la humanidad resucitada proviene de una cultura que promovía la guerra, el asesinato, la violación, el robo y la locura. Estamos viviendo entre esas gentes, y con ellas tenemos que tratar. Quizá haya algún día una nueva generación. No lo sé. Es demasiado pronto para decirlo, ya que solo llevamos aquí siete días. Pero, nos guste o no, estamos en un mundo poblado por seres que bastante a menudo actúan como si fueran monos asesinos. Mientras tanto, volvamos a nuestro modelo.

Estaban sentados en taburetes de bambú, delante de la cabaña de Burton. En una

pequeña mesa de bambú situada frente a ellos había el modelo de un barco hecho con pino y bambú. Tenía un doble casco sobre cuya parte superior había una plataforma con una barandilla baja en el centro. Tenía un único mástil, muy alto, con jarcias hacia adelante y hacia atrás, una vela en forma de globo, y un puente ligeramente elevado, con un timón. Burton y Frigate habían usado los cuchillos de calcedonia y la hoja de sus tijeras para construir el modelo del catamarán. Burton había decidido llamar al barco, cuando estuviese construido, El Hadji. Iría en un peregrinaje, aunque su meta no fuera la Meca. Intentaba navegar con él por el Río tan lejos como le fuera posible. Por aquel entonces, el río había pasado a ser el Río. Los dos habían estado hablando acerca del imperativo territorial a causa de que anticipaban algunas dificultades en lograr construir el barco. Por aquel entonces, la gente de aquella zona ya estaba algo aposentada. Habían delimitado sus propiedades y construido sus alojamientos, o estaban en trance de hacerlo. Estos iban desde simples refugios hasta edificios relativamente grandiosos que estarían hechos con troncos de bambú y piedras, tendrían cuatro habitaciones y dos pisos

de alto. La mayor parte de ellos estaban cerca de las piedras de cilindros a lo largo del Río, y en la base de la montaña. La exploración de Burton, completada dos días

antes, resultaba en un cálculo de unas ciento cuatro a ciento cinco personas por

kilómetro cuadrado. Por cada kilómetro cuadrado de llanura a cada lado del Río, había aproximadamente 2,4 kilómetros de colinas. Pero las colinas eran tan altas e irregulares que su verdadera área habitable era más o menos de unos nueve kilómetros cuadrados. En las tres áreas que había estudiado halló que aproximadamente un tercio de las personas habían construido sus viviendas cerca de las piedras de cilindros ribereñas, y otro tercio alrededor de las piedras de cilindros del interior. Ciento cinco personas por kilómetro cuadrado parecía una población bastante densa, pero las colinas eran tan boscosas y su topografía tan irregular que un pequeño grupo viviendo en ellas podía sentirse aislado. Y la llanura estaba pocas veces atestada excepto a las horas de comer, dado que la gente de

las llanuras estaba en los bosques o pescando al borde del río. Muchos trabajaban en canoas o botes de bambú con la idea de pescar en el centro del río o, como

Burton, ir de exploración.

Las plantas de bambú habían desaparecido, aunque resultaba evidente que pronto serían reemplazadas. El bambú tenía un crecimiento rapidísimo. Burton estimaba que una planta de quince metros de alto podía crecer totalmente en unos diez días. Su equipo había trabajado duro y cortado todo el bambú que creían poder necesitar para el barco. Pero deseaban mantener alejados a los ladrones, así que usaron una parte para erigir una alta empalizada. Esto fue terminado el mismo día en que completaron el modelo. El problema era que tendrían que construir el barco en la llanura. Nunca podrían llevarlo al través de los bosque y por encima de las diversas colinas si lo construyeran en aquel lugar.

Ajá, pero si nos trasladamos y organizamos una nueva base, nos encontraremos con oposición -había dicho Frigate-. No hay un centímetro cuadrado del borde de la hierba alta que no sea reclamado por alguien. Tal como están las cosas, uno tiene que pasar por terreno ajeno para llegar a la llanura. Hasta ahora, nadie ha tratado de mantener una posición dura acerca de su derecho de propiedad, pero esto puede cambiar en cualquier momento. Y si se construye el barco un poco más atrás del borde de la hierba alta, se podrá sacarlo con facilidad de entre los bosques y por entre las cabañas. Pero entonces se tendrá que montar guardia día y noche, de lo contrario será robado. O destruido. Ya conoces a estos bárbaros.

Estaba refiriéndose a las cabañas destruidas mientras sus propietarios estaban ausentes, y al emponzoñamiento de los estanques bajo la catarata y la fuente. También se estaba refiriendo a los hábitos, nada saludables, de muchos de los habitantes locales. Estos no usaban los pequeños sanitarios públicos construidos por diversas personas para el uso común.

Erigiremos nuevas casas y un astillero tan cerca del borde como podamos -dijo Burton-. Luego talaremos cualquier árbol que se ponga en nuestro camino, y nos abriremos paso sobre cualquiera que nos rehúse el derecho de tránsito.

Fue Alice la que bajó a ver a algunas personas que tenían cabañas en el borde

entre la llanura y las colinas y las convenció de que hicieran un cambio. No le dijo a todo el mundo lo que intentaban. Sabía de tres parejas que no estaban satisfechas con sus hogares a causa de la falta de intimidad. Estas llegaron a un acuerdo y se

trasladaron a las cabañas del grupo de Burton al doceavo día de la resurrección, un

jueves. Por un convencionalismo generalmente aceptado, el domingo, día uno, era el Día de la Resurrección. Ruach había dicho que le hubiera gustado más que el primer día fuera considerado sábado, o aún mejor simplemente Primer Día. Pero aquella era una zona predominante gentil, o ex-gentil, y ya se sabe que quien ha sido una vez gentil lo es siempre... por lo que tuvo que aceptar la voluntad de los otros. Ruach tenía una caña de bambú en la que contaba los días haciendo una muesca cada mañana. La caña estaba clavada en el suelo, ante su cabaña.

El transferir la madera para el barco les llevó cuatro días de pesado trabajo. Para entonces, las parejas italianas decidieron que ya tenían bastante de trabajar hasta partirse la espalda. Después de todo, ¿para qué meterse en un barco e ir a otro

lugar, cuando probablemente cualquier lugar sería como aquél? Obviamente habían

sido alzados de entre los muertos para poder disfrutar. De lo contrario, ¿para qué estaban el licor, los cigarrillos, la marijuana, la goma de los sueños y la desnudez? Se marcharon sin animosidad por ninguna de las dos partes; de hecho, hasta se les dio una fiesta de despedida. Al día siguiente, el vigésimo del Año Uno, D. R., ocurrieron dos acontecimientos, uno de los cuales resolvió un enigma, y el otro añadió uno nuevo, aunque no fuera muy importante.

El grupo atravesó la llanura para ir a la piedra de cilindros por la madrugada. Se encontraron cerca de ella a dos hombres, ambos durmiendo. Los despertaron, y parecieron alarmados y confusos. Uno era alto y de cutis oscuro, y hablaba un lenguaje desconocido. El otro era también alto, bien parecido, muy musculoso, con ojos grises y cabello negro. Su forma de hablar resultaba ininteligible, hasta que de pronto Burton se dio cuenta de que estaban hablando en inglés. Era el dialecto de Cumberland hablado durante el reinado de Eduardo I, a veces llamado Piernilargo. Una vez Burton y Frigate lograron comprender el acento y efectuado ciertas transposiciones, fueron capaces de mantener una conversación balbuceante con él. Frigate era muy versado en el inglés primitivo leído, pero jamás había encontrado muchas de las palabras o ciertos giros gramaticales.

John de Greystok había nacido en las propiedades de los Greystok en Cumberland. Había acompañado a Eduardo I en la campaña de Francia, cuando el rey invadió la

Gascuña. Allí se había distinguido con las armas, si es que se le podía creer. Luego,

fue llamado al Parlamento como Barón Greystoke, y de nuevo vuelto a la guerra en Gascuña. Estaba en el séquito del obispo Anthony Beck, Patriarca de Jerusalén. En los años 28 y 29 del reino de Eduardo, luchó contra los escoceses. Murió en 1305, sin hijos, pero legó sus tierras y su título a su sobrino, Ralph, hijo de Lord Grimthorpe de Yorkshire.

Había sido resucitado en algún lugar a lo largo del río, entre unas gentes compuestas por un noventa por ciento de ingleses y escoceses de principios del siglo XIV y un diez por ciento de antiguos habitantes de Siberia. La gente al otro lado del río era una mezcla de mongoles del tiempo de Kublai Kan y algunas gentes de tez oscura cuya identidad desconocía Greystock. Su descripción se adecuaba a los indios norteamericanos.

Al décimonono día después de la resurrección, atacaron los salvajes del otro lado del río. Aparentemente, no tenían otro motivo más que el deseo de una buena lucha, cosa que consiguieron. Las armas eran principalmente palos y cilindros, debido a que había poca piedra en aquella zona. John de Greystock puso fuera de combate a diez mongoles con su cilindro, y luego fue golpeado en la cabeza con

una roca y atravesado con la punta endurecida al fuego de una lanza de bambú. Se despertó, desnudo, con únicamente su cilindro, o un cilindro cualquiera, junto a aquella piedra de cilindros.

El otro hombre contó su historia con signos y pantomima. Había estado pescando cuando su anzuelo fue tragado por algo tan poderoso que lo arrastró al agua.

Volviendo a la superficie, se había golpeado la cabeza contra el fondo de su bote y ahogado.

Quedaba contestada la pregunta de lo que les sucedía a los muertos en la otra vida. El por qué no eran resucitados en la misma zona en que habían muerto era ya otra

pregunta.

El segundo acontecimiento fue el que los cuernos de la abundancia no les entregasen la comida del mediodía. En lugar de ello, dentro de los cilindros hallaron, apelotonados, seis trozos de ropa. Tenían diversos tamaños y colores, tonalidades y dibujos diferentes. Obviamente, cuatro de ellos estaban diseñados para ser usados como faldellines. Podían ser usados alrededor del cuerpo y sujetados con cierres magnéticos colocados dentro de la ropa. Dos eran de un tejido más delgado y casi transparentes, y que obviamente serían como sujetadores, aunque podían utilizarse para otros usos. Aunque la tela era suave y absorbente, podía soportar el tratamiento más duro y no podía ser cortada ni por los más aguzados cuchillos de calcedonia o bambú.

La humanidad lanzó una exclamación colectiva de alegría al hallar aquellas

«toallas». Aunque los hombres y mujeres se habían acostumbrado ya, o al menos resignado, a la desnudez, los más estetas y los menos adaptables habían encontrado que la visión generalizada de los órganos genitales humanos era poco agradable e incluso repulsiva. Ahora tenían faldellines, sujetadores y turbantes. Estos últimos fueron usados para cubrir las cabezas mientras les volvía a crecer el cabello. Luego, los turbantes se convirtieron en la prenda habitual de la cabeza.

El pelo volvía a todo su cuerpo, excepto a sus rostros.

Burton estaba amargado por esto. Siempre se había sentido orgulloso de sus largos bigotes y su barba hendida. Y ahora decía que su ausencia le hacía sentirse más desnudo que su falta de pantalones.

Wilfreda se había echado a reír y había exclamado:

Me alegra que hayan desaparecido. Siempre he odiado el pelo en el rostro de los hombres. El besar a un hombre con barba era como meter la cara en un colchón desgarrado.


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