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Chapter 227: Capítulo 227.- A pesar de tu perjurio V

Darcy se estremeció al leer el mensaje, sintiendo una oleada de calor que le subía por el cuello. ¡Una joven excepcional! Sí, no había duda de que anoche en la taberna había hablado sin restricciones. Con sagacidad y simpatía, Dy había logrado sacarle todos los detalles importantes, excepto la peligrosa información sobre la identidad de Elizabeth. Suspiró, dejó la nota sobre el escritorio y se recostó en la silla, mientras se masajeaba las sienes con los dedos. Al contar por fin toda la crónica de ese desgraciado asunto se había sentido aliviado; pero la discrepancia entre el recuerdo de las respuestas de su amigo y la percepción que él tenía sobre los acontecimientos perturbaba su tranquilidad.

Sí, sí, ése tenía que ser el estilo Darcy, ¿verdad? El sarcasmo de Dy le había tocado hasta lo más hondo. Sólo tú, amigo mío, podías ser capaz de convertir la falta de requisitos de la dama en el tema principal de una propuesta de matrimonio. Darcy frunció el ceño. ¿Acaso era eso lo que había hecho? Repasó una vez más los primeros minutos de esa horrible entrevista. ¿Qué había dicho en esa desafortunada propuesta que había resultado ser tan contraproducente? ¡Santo Dios! ¡Lo recordaba ahora con tanta claridad! Se había sumergido directamente en un examen de los ignominiosos defectos de condición e importancia que presentaba la familia de Elizabeth. Había hablado de degradación y censura social, y a continuación había hecho una acalorada descripción de los indudables perjuicios que le causaría a su familia como resultado del hecho de sucumbir a su inclinación amorosa. En resumen, había hablado sólo de él mismo, de su familia y su importancia y de lo «inadecuada» que era ella, y ¡luego se había justificado afirmando que aborrecía la mentira y el engaño! Darcy tomó aire. La había insultado de una manera abominable y luego había disculpado sus tan preciados escrúpulos alegando que eran naturales y justos. Cerró los ojos y recordó el fuego que había visto en los ojos de Elizabeth cuando rechazó su insolente propuesta.

¿Naturales y justos? ¿Acaso había pensado durante un instante en los sentimientos de Elizabeth? ¡No! Se pasó una mano por el pelo y luego hundió la cara entre las manos. A pesar de todos los indicios de buen carácter que Elizabeth le había mostrado desde el comienzo, a pesar de todo el ingenio y la vivaz honestidad que la caracterizaban, y que eran lo que lo habían conquistado, a pesar incluso del profundo deseo de Darcy de tener un matrimonio fundado en el amor y la amistad, la había tratado con una inexcusable insensibilidad y superioridad. ¿Por qué? ¿Por qué lo había hecho? ¡Por favor, ilústrame!, le había dicho Dy. ¿Cuál de tus escrúpulos te llevó a hacer semejante confesión? Darcy por fin lo vio con claridad. Había sido el orgullo familiar, su orgullo, que toda la vida lo había empujado a despreciar a cuantos estaban fuera de su círculo e incitado invariablemente a tener una pobre opinión de la inteligencia y el valor del resto del mundo. Elizabeth lo había sentido y lo había llamado por su nombre, por el nombre que le daría cualquier persona fuera de su entorno y que incluso Dy había visto con claridad: orgullo, un orgullo del cual daban fe su arrogancia intelectual, su vanidad de clase y un egocentrismo que se negaba a reconocer los justos sentimientos de los demás.

Clavó la barbilla en el pecho, al sentir que la verdad caía como un martillo sobre su débil conciencia. ¡Lo que había dirigido todo este asunto, desde el principio hasta el final, había sido el orgullo y no un refinado conjunto de escrúpulos! Golpeó el escritorio con el puño, se levantó y comenzó a pasearse agitadamente por el estudio. ¿Qué había dicho o hecho en la vida que no hubiese sido dictado por el orgullo, o cuyos motivos no se pudieran rastrear hasta ese sentimiento? Dio media vuelta y fijó la mirada en el retrato de Georgiana. Avanzó lentamente hacia la hermosa imagen de su hermana y se detuvo ante el cuadro, para examinarlo bajo una nueva perspectiva. Sí, de manera involuntaria, su hermana le había dado la clave aquella mañana en que le había preguntado por su propio retrato. Georgiana había expresado la incomodidad que le causaba la mentira que, según ella, mostraba su retrato. Le pedí a Dios que algún día pudiera llegar a ser el hombre que aparecía en el cuadro, le había respondido Darcy, mientras su fracaso a los ojos de Elizabeth había desgarrado como una cuchilla afilada su progreso hacia ese objetivo.

Ese día, Darcy había admitido para sus adentros, con un poco de dolor, que todavía no era el hombre del cuadro; pero ahora, cuando volvía a pensar en ese retrato, la acusación de Elizabeth lo golpeó con renovada intensidad. Si se hubiera comportado de modo más caballeroso… Hirviendo de ira y autocompasión desde el día en que Elizabeth le dijo esas palabras, Darcy se había refugiado en la irascibilidad; sin embargo, no había sido capaz de obligarse a maldecir el recuerdo de Elizabeth por la sencilla razón de que, con esas palabras, ella le había exigido ser como el hombre representado en el retrato. Horrorizado, Darcy se daba cuenta ahora de que su fracaso a ese respecto no había sido solamente una cuestión de rango, o estaba relacionado con algunos aspectos concretos y aislados, o únicamente vinculado a Elizabeth, sino que tenía que ver con cosas esenciales, que llegaban hasta el corazón mismo de la persona que creía ser.

Con apabullante certeza, Darcy se dio cuenta de que, desde el comienzo mismo, todo el esfuerzo por llegar a su objetivo había estado plagado de errores que habían distorsionado y perturbado todo lo sucedido posteriormente. El orgullo no era un defecto, le había dicho a Elizabeth con arrogancia, cuando estaba bajo el dominio de una inteligencia superior. ¡Por Dios, qué petulancia! Pero eso lo explicaba todo: su aislamiento de los demás, la reputación que tenía entre la sociedad, su sofocante odio por Wickham, su atracción por Sylvanie, su intromisión en la felicidad de Bingley y, lo peor, la lucha que había tenido que librar contra sus propios deseos y el amor que sentía por una extraordinaria mujer de un nivel social inferior. Era una verdad tan penetrante que amenazó con abrumarlo. ¿Así que aborrecía el engaño? Pues, en realidad, era un maestro del engaño, ¡porque había logrado engañarse a sí mismo totalmente!

Tras diez minutos de reproches difíciles y humillantes dirigidos contra sí mismo, Darcy se dirigió al saloncito de Erewile House y encontró a su hermana cómodamente recostada en un diván, sumergida en un libro. Los restos del té reposaban sobre una mesita auxiliar que tenía ante ella. Al oír sus pasos, Georgiana levantó la vista y su rostro se le iluminó de alivio al ver que por fin había aparecido.

—¡Fitzwilliam! —exclamó. Todavía un poco insegura, moderó su expresión y se disculpó—: Lo siento, llegas tarde ya al té; seguramente ya está frío. ¿Quieres que pida más?

—No, gracias, Witcher va a traer café. —Darcy le sonrió y, tras retirarle los pies del diván, se sentó junto a ella—. Pero antes hay algo que quiero decir.

—¿Sí, hermano? —Georgiana se sentó muy recta, adoptando una expresión de solemnidad.

—Mi niña… —Darcy tomó sus manos y se las llevó al pecho con una mano, mientras que con la otra le acariciaba la barbilla—. No me he portado como debería hacerlo un hermano mayor y, por ello, te he hecho sufrir y te he negado lo que te corresponde. —Respiró trabajosamente—. No puedo revelarte todo lo que ha ocasionado mi mal comportamiento, porque eso involucra a otras personas; pero te diré lo que debes saber. —Darcy inclinó la cabeza y apretó las manos de su hermana—. He venido a suplicar tu perdón, Georgiana, y debo implorarte que me perdones porque no he hecho nada para merecer tanta clemencia.

En ese momento, una lágrima furtiva se deslizó por las mejillas de Georgiana, yendo a caer en la mano de Darcy.

—Querido hermano. —Georgiana soltó un pequeño suspiro—. ¡Te perdono voluntariamente y con todo mi corazón!

—¿Así de rápido? —Darcy se mordió el labio y miró las brillantes trenzas de su hermana—. ¿No me impondrás ninguna penitencia?

—Ninguna proeza ni ninguna penitencia —respondió Georgiana, sacudiendo la cabeza—. La clemencia no necesita esas cosas. —Sonrió con júbilo—. Preferiría contarte una historia. ¿Querrías oírla?

—La oiré con atención, preciosa. —Un golpe en la puerta indicó que su café había llegado. Después de que Georgiana le sirviera una taza de café y él tomara el primer alimento sólido del día, se sentó en el diván, tan cómodamente como pudo—. Ahora, tu historia —dijo—, pero luego te ruego que me permitas explicarte algo acerca de mi reciente conducta y de lo que viste anoche. ¿Te parece bien?

—Sí, perfecto. —Georgiana asintió y metió la mano entre el brazo de Darcy. Luego aceptó la invitación de su hermano de apoyar la cabeza contra su hombro y tomó aire—. Había una vez una jovencita tonta que, de no ser por la misericordia de Dios, casi arruina a su familia y a su amado hermano mayor, al haberse dejado convencer por un hombre malvado…


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