Finalmente, la muchacha eligió un libro. Darcy se propuso no levantar la vista y en lugar de eso pasó la página, con deliberada lentitud. Las letras bailaron ante sus ojos, obligándolo a parpadear varias veces y a acercar el libro. Ella pasó flotando frente a él, rozando sus zapatos con la falda, y se sentó en el asiento que estaba a su derecha, separado sólo por una pequeña mesa sobre la que había una lámpara de bronce. Entonces reinó el silencio en el salón, interrumpido sólo por el sonido de las páginas al pasar y los ocasionales suspiros que provenían del asiento a su derecha.
Darcy trató de relajarse, y cuando creyó haberlo conseguido, volvió a fijar su atención en el libro, pero encontró que no había retenido ni una sola palabra de la página anterior. Molesto consigo mismo, volvió a girar la página para leerla de nuevo. Un delicado bostezo seguido de más ruidos lo hizo detenerse a media página, y pasaron varios minutos antes de que pudiera concentrarse nuevamente en la lectura. Todo su ser estaba pendiente de los gestos de la muchacha y el esfuerzo por parecer indiferente requería toda su voluntad. Podría abandonar la biblioteca, claro, llevarse su libro a cualquiera de los innumerables lugares de la casa, pero una irritable testarudez le impedía retirarse de allí, su habitual refugio del mundo, y ¡entregárselo a ella! Darcy volvió a fijar los ojos en la parte superior de la página y se obligó a prestar estricta atención a cada palabra. ¡Listo! Pasó la página.
Elizabeth se levantó de la silla y volvió a colocar el libro en la estantería, pero, para desgracia de Darcy, en lugar de salir, comenzó a buscar otro volumen. La agonía provocada por la primera búsqueda se repitió con la misma intensidad, y Darcy estaba considerando seriamente retirarse, cuando un golpecito en la puerta los sorprendió a los dos.
—Adelante —dijo Darcy con voz ronca.
—Discúlpeme, señor… señora. Señorita Elizabeth. La señorita Bennet se ha despertado y pregunta por usted —informó Stevenson en voz baja.
—¡Ah! Gracias, Stevenson. Subo enseguida —respondió la muchacha y, volviéndose hacia Darcy, le hizo una reverencia rápida, apresurándose a salir de la estancia.
Bajo el efecto del eco producido por la pesada puerta de roble al cerrarse, Darcy dejó caer el libro sobre las piernas y cerró los ojos, mientras se masajeaba con los dedos las sienes. ¡Esto es intolerable! Al no encontrar alivio para su alterada sensibilidad, se levantó de la silla y comenzó a pasearse de un lado a otro, sobre la delicada alfombra Aubusson que Bingley había puesto allí el día anterior.
¡Gracias a Dios se va mañana, antes de que yo me convierta en el más deplorable tonto que ha suspirado por el favor de una dama! ¿Y por qué me porto cada día de manera más estúpida? Ella ha hecho que se produzca una desavenencia entre Bingley y yo, ha provocado que la lengua de la señorita Bingley me persiga como un gato entre gallinas, encuentra que todo lo que digo es erróneo, me ha insultado a la cara y, cuando es totalmente indiferente a mi presencia, destruye por completo mi tranquilidad! El zapato derecho de Darcy golpeó algo al pasar y lo envió rodando por el suelo. Al mirar hacia abajo, Darcy vio el libro de Badajoz deslizándose hacia la estantería.
—¡No! —gritó con impotencia, cuando el libro se estrelló contra la pared. Darcy se apresuró a recoger su preciado volumen y comenzó a darle vueltas. Aparentemente no había sufrido ningún daño que un poco de aceite no pudiera arreglar. Cuando estaba frotando la cubierta de cuero contra sus pantalones, vio en la estantería un volumen que no estaba completamente alineado con el resto. Se metió su libro bajo el brazo y se estiró para empujar el otro, pero se detuvo al darse cuenta de que era el que había despertado los suspiros de Elizabeth. La mano de Darcy cayó sobre el estante y sus dedos comenzaron a darle golpecitos, mientras miraba el lomo. ¿Qué había estado leyendo Elizabeth? Su animadversión hacia la muchacha fue rápidamente superada por su detestable fascinación por ella. ¿Qué tipo de libros le gusta leer? Darcy se quedó allí sin saber qué hacer, sopesando, por un lado, la invasión a la intimidad de la muchacha y, por otro, la satisfacción de su creciente curiosidad.
Con seguridad es una estupidez, se dijo finalmente, y como si la mano estuviera actuando por voluntad propia, tomó el libro, lo sacó y lo abrió en la primera página. El título, El paraíso perdido, resonó ante su rostro asombrado. Sus ojos bajaron por la página. «Obra de John Milton». Un examen más cuidadoso reveló un marcador de página compuesto por varios hilos de bordar, que estaba indicando el lugar donde había suspendido la lectura. Darcy abrió la página un momento. Luego cerró el libro con cuidado y volvió a colocarlo lentamente en el estante, mientras examinaba los hilos de colores brillantes que yacían ahora en la palma de su mano y la cabeza le daba vueltas, llena de preguntas.
¡Milton, entre todos los poetas, y El paraíso perdido, entre todas sus melancólicas obras! ¿Qué es lo que pretende leyendo esos versos tan densos, que tienen casi un siglo y medio de antigüedad? Ciertamente no es un autor de moda. ¡Por Dios, ya nadie lee a Milton! Tan pronto como ese último pensamiento cruzó su mente, Darcy sintió un estremecimiento y recordó con claridad la última vez que había visto la obra de Milton. El paraíso recobrado, encuadernado delicadamente en cuero, ocupaba un puesto de honor entre los libros que había sobre la mesita de noche de su padre, durante los últimos meses de su vida. Darcy frunció el ceño con gesto sombrío, cuando una feroz puñalada de dolor lo sacudió al recordar esos días. Se llevó al pecho la mano en la que tenía el marcador de páginas de Elizabeth e hizo presión, tratando de disipar el dolor.
Algunas voces y el sonido de unas botas en el vestíbulo lo avisaron de que Bingley y su grupo estaban de vuelta. Darcy se guardó los hilos en el bolsillo, se apartó rápidamente de la estantería, trató de recuperar la compostura, o algo parecido, y estaba a punto de alcanzar la puerta de la biblioteca, cuando ésta se abrió y apareció el rostro enrojecido de Bingley.
—¡Darcy, por fin! Has logrado evitarnos toda la mañana, y simplemente no estoy dispuesto a dejarte escondido en la biblioteca en un día como hoy. Visitamos el cenador, una estructura magnífica, por cierto, y acabamos de llegar terriblemente sedientos. He pedido que nos sirvan unos refrescos en el invernadero, para que la señorita Bennet pueda disfrutar de un poco de sol, e insisto en que nos acompañes —dijo Bingley. Darcy asintió en señal de aceptación. Bingley hizo una pausa y luego siguió diciendo, con tono de disculpa—: Ah, Darcy, amigo mío, sé que es una gran impertinencia por mi parte, pero sería posible que, bueno… ¿podrías abstenerte de pelearte con la hermana de la señorita Bennet hoy? Seguramente ya estarás enterado de que se marchan mañana. No quisiera que ella se sintiera perturbada.