Cuando Darcy terminó de arreglarse y quedó finalmente presentable después del eufórico recibimiento de Trafalgar, ya no le quedó mucho tiempo antes de la cena para inspeccionar el paquete que había llegado mientras su ayuda de cámara lo atendía. Estaba bastante seguro de lo que contenía y la expectativa de leer por fin las páginas de los dos delgados volúmenes le producía un cosquilleo en las manos. Después de rasgar la envoltura de papel, Darcy sostuvo a la luz de la ventana los hermosos libros encuadernados en cuero.
¡Sí, tal como esperaba! El sitio de Badajoz: Relato cronológico del gran desafío de Wellesley, el título del primer volumen resplandeció ante él gracias al brillo de la laminilla de oro. El segundo, no menos brillante, anunciaba: Triunfo en Fuentes de Oñoro: Impresiones de un caballero-soldado. Darcy los había pedido tan pronto como el propietario de su librería favorita, que conocía bien sus gustos e intereses y lo mantenía informado de todas las obras nuevas, le anunció su próxima publicación. Al igual que el resto de Inglaterra, Darcy había seguido las campañas de Wellesley a través de los periódicos durante el verano, a medida que llegaban los informes de España, pero aquellos volúmenes constituían el primer relato completo que se iba a publicar después de los hechos, escrito por un autor anónimo que, se decía, pertenecía al estado mayor del gran hombre. Darcy llevaba varios meses esperándolos con ansiedad. Por eso, cuando Fletcher le abrió la puerta de la habitación para que saliera, Darcy se metió los libros bajo el brazo con decisión y resolvió declinar cualquier distracción en que le ofrecieran participar después de la cena.
Por fortuna, la cena fue tranquila aquella noche; el único acontecimiento destacable ocurrió cuando la señorita Elizabeth anunció que su hermana se levantaría por primera vez de su lecho de enferma esa noche y se reuniría con ellos en el salón más tarde. La señorita Bingley se emocionó con la noticia y, llamando al mayordomo, le ordenó que arrastrara el sofá de manera que quedara más cerca del fuego, «para que nuestra querida Jane no reciba ni la más mínima corriente de aire».
—Me pregunto cómo vamos a entretenerla —dijo y se giró hacia Darcy—. ¿Tal vez una partida de whist o de loo?
Darcy dejó el tenedor sobre la mesa y estiró la mano para agarrar su copa.
—Tal vez, pero esa pregunta podría contestarla mejor la señorita Elizabeth, que conoce los gustos de su hermana y sabe si ya se encuentra lo suficientemente fuerte para ello. Personalmente, yo no quiero jugar esta noche. Bingley —dijo, dirigiéndose ahora a su amigo—, por fin han llegado los relatos de las campañas del verano —añadió, señalando una mesita que había junto a la puerta.
—¿De verdad? ¿Puedo? —Ante el gesto de asentimiento de Darcy, Bingley trajo los libros y volvió a sentarse en su sitio. Como conocía bien el aprecio que su amigo sentía por los libros, se limpió las manos con la servilleta y abrió con delicadeza el primer volumen, pasando con suavidad las páginas—. ¡Magnífico! —suspiró al llegar a un grabado que mostraba a las heroicas fuerzas británica y española desplegadas al pie de la ciudad—. ¡Sólo los grabados justifican el precio del libro! No me sorprende que los naipes no atraigan tu atención esta noche. ¿Puedo pedírtelos prestados cuando termines?
La sonrisa de asentimiento de Darcy se convirtió en inquietud, cuando la señorita Bingley agarró el segundo volumen antes de que su hermano pudiera ponerle la mano encima.
—Señor Darcy, ¿me permitiría leer éste mientras usted está disfrutando el otro? No soportaría tener que esperar hasta que Charles acabe; él lee tan poco que tardará un año en terminar. Y —añadió con afectación— creo que es un deber sagrado conocer la verdadera gallardía de nuestros valientes soldados.
Darcy no tuvo otra alternativa que dejar que ella se quedara con el anhelado tomo y entonces dijo en tono tajante:
—Desde luego, señorita Bingley. Un noble sentimiento de su parte. —Le dio un sorbo lento a su vino y frunció el ceño al ver cómo ella ponía el libro sobre las migas y manchas del mantel; enseguida pensó que tenía que pedir otro ejemplar a Londres. Porque ése, sin duda, le sería devuelto como si hubiese estado presente en la batalla misma que relataba.
Luego las damas se excusaron y dejaron a los caballeros con su oporto. Bingley le entregó a Darcy el libro que había estado examinando, mientras un criado ponía sobre la mesa, delante de los tres hombres, la bandeja con los vasos y el licor.
—¿Hurst? —Bingley le entregó a su cuñado una copa bien llena y luego sirvió dos más pequeñas para él y Darcy. La conversación fue, en líneas generales, bastante trivial y Darcy anheló que llegara el momento en que pudieran dirigirse al salón principal, donde podría hojear su libro sin parecer grosero. También Bingley parecía ansioso por terminar con el ritual masculino lo más pronto posible, y a cada minuto miraba hacia la puerta, como si pudiera ver a través de ella. Por un acuerdo tácito, los dos se levantaron y se dirigieron al salón, mientras Hurst los seguía un poco rezagado.
Las damas de la casa estaban reunidas alrededor de la señorita Bennet, demostrando su preocupación y buen ánimo. La señorita Elizabeth estaba sentada un poco aparte, concentrada, aparentemente, en su bordado, pero observando la escena de la chimenea con tierna devoción. Bingley se adelantó, desde luego, para felicitar a la señorita Bennet por su recuperación. Darcy hizo lo propio, con una sinceridad que fue aceptada con elegancia por la señorita Jane, pero que pareció despertar una mirada de sorpresa en su hermana. Intrigado por esa reacción, casi olvida el libro que tenía en la mano mientras observaba cómo el rostro de Elizabeth se relajaba y volvía a adquirir esas líneas suaves de hermana amorosa que había visto al comienzo.
Luego, Darcy le dio la espalda, encontró una silla cercana a una lámpara y abrió por fin su anhelado relato de la victoria del verano.
—¿La silla es suficientemente cómoda, señor Darcy? —preguntó la señorita Bingley.
—Sí señorita. Gracias.
—Y la lámpara… ¿da suficiente luz?
—Suficiente, señorita Bingley. Gracias.
—¿No echa humo? Se le podría levantar dolor de cabeza si echa humo.
—No, no hay humo. —Darcy contestó con absoluta cortesía, conteniendo el impulso de hacer rechinar los dientes por la irritación que le causaban las persistentes interrupciones de la señorita Bingley. No obstante, un delicado resoplido de risa contenida procedente del diván donde se encontraba la señorita Elizabeth le indicó que sus verdaderos sentimientos sí eran evidentes, al menos para algunos. Al parecer, la señorita Bingley no se dio por enterada y tras unos momentos de maravilloso silencio, durante los cuales hojeó el libro que tantas ganas tenía de leer, lo dejó a un lado, mientras comentaba lo mucho que le gustaba la lectura y pasar una noche concentrada en un libro.