Chapter 7: Capítulo 7: "El Último Lamento"
La sala del templo se oscureció aún más, el aire denso como un manto que oprimía el alma. Ilyas miró el cristal dorado, y por un instante, todo su ser pareció vibrar con la misma intensidad que el abismo mismo. La decisión lo había marcado, y la figura que había desaparecido en las sombras seguía presente en su mente, como un eco que no podía silenciar. El precio era tan grande, tan absoluto, que no podía comprenderlo en su totalidad, pero la necesidad de deshacer el daño hecho, de enfrentar su destino, era más fuerte que la duda.
El cristal brilló con un resplandor cegador, y en él, Ilyas vio una figura que emergía de la luz. Aeliana. Su rostro, tan familiar, tan cercano, apareció como un susurro de vida, una imagen de lo que había perdido, de lo que había dejado atrás al cruzar el umbral del abismo. Su mirada era cálida, suave, pero al mismo tiempo, había algo de tristeza en sus ojos. Algo que le dijo que había llegado demasiado tarde, que la decisión que había tomado lo había sellado, no solo a él, sino a ella también.
—Aeliana… —susurró Ilyas, extendiendo la mano, como si pudiera alcanzarla a través del cristal.
Pero no podía. Ella sonrió, pero sus labios no pronunciaron palabra alguna. En lugar de eso, la imagen de Aeliana se desvaneció, y el resplandor del cristal se transformó en una neblina que lo rodeó por completo. La visión de la joven desapareció, dejando solo una sensación de vacío.
De repente, una risa profunda y resonante retumbó en el templo. Ilyas dio un paso atrás, su corazón acelerado. En las sombras que se formaban a su alrededor, una figura oscura comenzó a materializarse, deslizándose lentamente hacia él.
Era el mismo ser que había encontrado al principio, pero ahora no estaba rodeado por el misterio de la sombra. Su forma estaba más definida, su presencia más tangible. Ilyas pudo ver el rostro de la figura con total claridad. Era una visión de lo que el mismo abismo había creado, una entidad compuesta de sombras y luz, de vida y muerte, cuya existencia misma desbordaba cualquier comprensión humana.
—Has llegado lejos, Ilyas —dijo la figura, su voz resonando como un trueno en la mente de Ilyas—. Pero todo lo que has hecho, todo lo que has tocado, ha sido parte de un ciclo. El abismo no te libera. El abismo no olvida.
Ilyas sintió el peso de esas palabras caer sobre él. Su pecho se apretó como si el aire mismo estuviera siendo arrancado de sus pulmones. No podía escapar. No podía regresar. El destino que había sellado al cruzar esa puerta no le ofrecía más que una única opción. La figura dio un paso adelante, su presencia invadiendo cada rincón de la sala. La oscuridad a su alrededor parecía cobrarse todo, como si estuviera absorbiendo toda la luz.
—Pero hay algo que quizás no comprendas —continuó la figura, su rostro ahora tan cercano que Ilyas podía sentir el frío de su aliento, como el soplo de la muerte misma—. El precio que has pagado no es solo el tuyo. No es solo tu alma lo que está en juego. Hay algo más, algo que ha estado esperando el momento adecuado para reclamar su lugar en el abismo.
Ilyas miró al cristal una vez más, sus manos temblando mientras intentaba entender la magnitud de lo que estaba sucediendo. La figura comenzó a disolverse en la oscuridad, como si fuera parte de las mismas sombras que lo rodeaban.
—¿Qué… qué significa eso? —preguntó, la desesperación en su voz.
La figura dejó escapar una risa baja, casi melancólica.
—Significa que has sido elegido para algo más grande, Ilyas. Algo mucho más grande que tu comprensión.
Y entonces, la oscuridad estalló a su alrededor. Las paredes del templo comenzaron a desmoronarse, como si el mismo espacio que lo rodeaba fuera incapaz de sostener la realidad que había existido hasta entonces. Un ruido ensordecedor lo envolvió, y una vibración recorrió cada fibra de su ser.
Ilyas cerró los ojos, sintiendo cómo la realidad se desvanecía.
Cuando los abrió nuevamente, ya no estaba en el templo. Ya no estaba en el abismo. Estaba en un vasto campo de flores doradas, las mismas flores que había visto en sus sueños al principio de su viaje, donde la figura de Aeliana le había aparecido por primera vez. El sol brillaba sobre él, pero la luz no era cálida. Era fría, impersonal, como si el sol mismo estuviera observándolo desde una distancia infinita.
Y allí, de pie ante él, estaba Aeliana. Pero ya no era solo ella. Estaba rodeada por seres que no pertenecían a este mundo, seres cuya belleza trascendía cualquier descripción. Sus ojos brillaban con la misma luz que iluminaba el campo, y su piel resplandecía como la luna llena. Todos ellos, en su forma perfecta, lo miraban con una intensidad que le heló la sangre.
Aeliana extendió la mano hacia él, y, aunque su rostro estaba marcado por la tristeza, había en sus ojos una aceptación.
—Lo has hecho, Ilyas —dijo, su voz suave, pero llena de una sabiduría que no podía ser contenida—. Has roto el ciclo. Has tocado la eternidad. Pero todo lo que has ganado tiene un precio. Ya no hay regreso. Ya no hay olvido.
Ilyas sintió la verdad de esas palabras, como si cada una de ellas hubiera sido escrita en su alma. La eternidad estaba ante él, pero también la soledad. La decisión de abrazar el abismo lo había transformado en algo más, algo que ya no podía volver a ser humano.
Y mientras las flores doradas lo rodeaban, y los seres de luz lo observaban en silencio, Ilyas entendió lo que significaba ser parte de algo más grande que uno mismo. Había tocado la esencia de lo eterno, pero también había perdido lo que alguna vez había sido suyo.
En ese momento, el viento comenzó a soplar con fuerza, y la oscuridad que lo había perseguido lo envolvió por completo. La última visión de Aeliana fue un susurro de su nombre, tan lejano, tan distante, como una última promesa rota en el abismo.
El último lamento de Ilyas se unió a la canción eterna del abismo. Y con ello, se desvaneció en la oscuridad, donde ya no existiría más, pero donde siempre sería recordado.
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