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—Doctor, ¿te equivocas? —Micaela Noboa miró al doctor con incredulidad, ahuecando el maletín en su mano—, Solo me duele la cabeza... Cómo puede ser...
Él escupió tres palabras con dificultad:
—Cáncer de cerebro.
—Srta. Noboa, lo siento... —tras una pausa el médico continuó—, Según los resultados de las pruebas, sí tienes cáncer cerebral y recomendamos que te hospitalicen inmediatamente.
—No... no puede ser.
Las palabras desbarataron por completo la última esperanza de Micaela, por lo que se tapó la boca y se echó a llorar.
Ella conocía bien esta enfermedad, ya que su madre la padeció y no tardó en morir. Ahora...
¿Iba a sucederle esto también?
Ella lloró tanto que su cerebro se embotó y le dolió, y de repente, con un mareo, cayó al suelo.
Cuando se despertó, ya era el atardecer.
Ella abrió lentamente los ojos, y miró toda la habitación.
Cuando la enfermera que vigilaba la sala vio que Micaela se despertaba, se apresuró a llamar al médico, que no tardó en llegar.
Cuando él entró, Micaela ya se había levantado de la cama y caminaba hacia la puerta de la sala, con cara muy pálida.
Al verla, el médico se apresuró a ayudarla y habló con el ceño fruncido:
—Srta. Noboa, es mejor que recibas tratamiento lo antes posible.
El médico hizo una pausa y la miró con una mirada complicada:
—¿Te conviene ponerte en contacto con tu familia ahora? O puedes darnos sus números.
—¿Familia?
Micaela se dio cuenta de que había otras personas en la sala.
—Sí, Srta. Noboa. En tu información se escribe que estás casada, y tenemos que hablar con tu marido sobre tu situación actual.
Micaela le dio una palmada en las mejillas, haciéndose más fuerte y respondió:
—Gracias, me he acordado de todo lo que has dicho hoy. Voy al hospital lo antes posible para mi tratamiento, pero por favor, dame unos días... Después de todo...
—Mi enfermedad es un gran desafío.
—En cuanto a mi marido... se lo diré.
***
Cuando ella regresó a su casa, ya era de noche. Al principio le preocupaba que su familia le descubriera algo con esta apariencia, pero nadie estaba en esta gran villa.
En la oscuridad, todo el poder y el disfraz se destruyeron.
Se agachó lentamente contra la pared y se envolvió, llorando cada vez más fuerte.
Todo el miedo, la desesperación y la ansiedad que habían sido reprimidos estallaron en un instante. Después de un largo rato, finalmente dejó de llorar, pero le dolía la cabeza como si estuviera a punto de explotar.
Como no pudo contener el dolor, se dirigió hacia su dormitorio para coger analgésicos. Pero cuando llegó y abrió la puerta, la escena frente a ella le hizo olvidar de repente su dolor.
La cama en la que había dormido durante muchícimas veces, estaban ahora dos personas entrelazadas.
El sonido de ellos haciendo el amor le producía un escalofrío en todo el cuerpo.
—Vaya... Carlos Aguayo...
Micaela se obligó a encender la luz del dormitorio.
Fue entonces cuando los dos desnudos de la cama se dieron cuenta de ella.
—Vete, ¡puta!
—Y tú, ¡Carlos!