Dídima corrió hasta encontrarse con Amblys, la mirada de Sulpicia estaba sobre la recién llegada, al igual que la mirada de Marco, que pensaba estar viendo un fantasma. Chelsea se acercó a su señora, que le murmuró algo al oído, la chica corrió al lado de Marco y no despegó su mirada de éste, como en un intento desesperado por aguardar a su hermano.
Erictho y Pamphile se acercaron y los cuatro formaron un círculo.
—Sulpicia no va a permitir que me acerque lo suficiente a Marco —dijo Dídima.
—Lo más probable es que quiera llevarte con ella, matarte no será su prioridad en estos momentos.
Pamphile se rió.
—¿En verdad cree que va a sobrevivir? —dijo éste mirando la batalla de atrás.
—Nunca se sabe —dijo Allen—. Mi hermano finge estar del lado de Sulpicia, pero no puede ayudarnos en esta batalla porque el futuro es incierto. Lo mismo con Zaheera.
Los brujos agacharon la cabeza al mismo tiempo, esa sincronía los hacía parecer estar conectados en todo momento. Dídima era la única que no encajaba en el trío.
—Si me acerco, cuáles son mis probabilidades de no morir —continuó ella—. Si lo que dice Erictho es cierto puedo intentar devolverle la felicidad a Marco. Pero necesito saber si esto es seguro.
—Hazlo —dijo Allen—. Nosotros nos aseguraremos de que no te mate.
—Y que piense que realmente te atrapó, sí, me gusta la idea —respondió Pamphile.
—Bien, pues hagámoslo.
El cuarteto salió de entre las sombras y se dividieron, Dídima tomó una gran bocanada de aire, esperando que las cosas salieran a la perfección. Esta era su oportunidad de recuperar a Marco, de recuperar lo que los Vulturis le arrebataron hace muchos años.
Una sonrisa apareció en su rostro.
***
Mele estaba frente a Beau y lo miraba con un burlón desdén. Recordó todas las historias que le contaron sobre las estriges, sus ojos vacíos y llenos de ansia, voraces y sin piedad, era tan hermosa como terrorífica, idéntica a las estriges de su sueño.
Nada de eso importaba. Mele mataría a Edward si pudiera. Mataría a Alice y a Jasper; le cortaría el cuello a Carine, y a Earnest. Devoraría a Royal y a Eleanor. A Julie. Era el fantasma de todos los miedos que Beau había tenido de todo lo que pasaría en la verdadera batalla; los miedos de que lo apartaran de su familia. Era la pesadilla que había despertado y no había sido capaz de destruir.
Llegó hasta ella sin detenerse y le soltó un golpe en el costado. Su brazo se deslizó como si no encontrara ninguna resistencia: ni huesos ni músculos. Como un cuchillo atravesando el aire o un papel. Se hundió su brazo hasta pasar al otro lado, y Beau se encontró a menos de medio palmo de su rostro, mirándole los ojos escarlata inyectados en esa esencia blanquecina que cubría lo rojo.
Mele apartó los labios en un siseo, soltando un gruñido, no fue capaz de hablar.
Beau saltó hacia atrás, su brazo estaba cubierto de la ponzoña negruzca de esa estrige. El hedor de la ponzoña estaba por todas partes. En algún punto de su cabeza podía oír a Edward llamándolo y diciéndole que algo no iba bien.
—No mereces esto. No mereces seguir sufriendo.
La estrige no entendía nada de lo que Beau le decía, por lo que corrió hacia él, con las garras cortando el aire. Luca golpeó con fuerza a Mele en el pecho, y esta cayó hacia atrás. Las garras de la estrige tratando de sujetarse en el piso, dejaron un camino entero hasta donde fue a parar ella. Luca miró a Beau y le sonrió, luego comenzó a perseguir a Mele, que se había puesto en pie y se alzó con la cólera quemándole los ojos.
Beau fue a seguirlos. Solo había dado un par de pasos cuando el dolor lo atravesó de repente, abrasador. Se interrumpió a sí mismo cuando el dolor lo desgarró por la mitad.
Fue un largo grito de dolor y horror, desgarrador y profundo, que cortó su alma.
Dejó escapar un grito de desesperación antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.
—Beau —dijo Allen cuando éste supo lo que pasaba—. Mantén la calma. Reserva tu caos.
El grito terminó, pero Beau ya había olvidado toda su estrategia, todos sus planes. Embistió hacia adelante, con los puños puestos a atacar.
Los guardias se volvieron sorprendidos, pero él ya estaba sobre ellos.
Golpeó al más cercano en el abdomen al pasar, luego dio una vuelta y giró el brazo de uno sobre su cabeza, golpeando al tercero en la cara con ese brazo. El cuarto guardia lanzó un puñetazo que Beau atrapó con su mano libre. Beau giró su muñeca y torció el cuerpo del hombre en un ángulo severo, luego lo tiró al suelo.
Luchar contra esos vampiros era demasiado fácil.
Se dobló en dos cuando el dolor regresó. El dolor lo recorría por todas partes. La espalda, el pecho... No había ninguna razón física, excepto...
Edward.
Se volvió en redondo.
Viendo lo que tanto temía.
Por alguna razón, Edward se hallaba en el suelo, con la parte delantera de la chaqueta llena de sangre de hada. Demetri estaba arrodillado sobre él y parecía que estuvieran peleando. Beau corrió hacia allí, olvidándose del dolor, cada paso como una inmensidad, cada respiración como una vida. Lo único que importaba era llegar hasta Edward.
Al acercarse, vio que Demetri estaba inclinado sobre él, tratando de arrastrarlo consigo a alguna parte, pero Edward no parecía querer moverse. Tenía el cuello y el pelo llenos de nieve, pero sus dedos aferrados al suelo no cedían.
Demetri alzó la mirada y vio a Beau. Le debió de parecer la muerte con forma humana, porque se puso en pie y salió corriendo hasta desaparecer entre la multitud.
Nadie más parecía haberse dado cuenta de lo que había ocurrido. Un aullido se estaba formando dentro del pecho de Beau. Cayó sobre las rodillas junto a Edward y lo tomó entre sus brazos.
Edward estaba inerte, tan pesado como una roca. Del modo que la gente se siente pesada cuando se relaja y deja de sostenerse. Volvió a Edward hacia sí y su cabeza le cayó sobre el pecho.
La nieve alrededor estaba mojada de sangre de hada. La piel del vampiro estaba pudriéndose...
—Edward, Edward, mi Edward —susurraba, acunándolo, apartándole febril el cabello del rostro mientras se mecía de atrás para adelante, sosteniendo tan fuerte al vampiro que parecía que era una nueva extremidad—. Edward —Le tembló la mano cuando intentó tomar la de su prometido.
Edward abrió los ojos. Beau tomó una enorme y entrecortada bocanada de aire. Quizá la herida no era tan profunda, quizá había manera de que él viviera.
Edward clavó la mirada en él. Sus ojos dorados le mantuvieron la mirada como una caricia.
—Está bien —susurró.
Beau trataba de sujetar a Edward de forma que las heridas dejaran de extenderse. Pero el chico vio como la piel del vampiro se hacía cenizas.
Allen corrió hasta ellos, con los Cullen acercándose también. Beau le sonrió al brujo, creyendo que éste tenía una solución.
—Ayúdame —dijo con voz rasposa—. Allen, tenemos que usarlo. La marca seguro que también lo protegerá a él. Podemos curarlo...
—No —repuso Allen—. El vínculo no funciona así, y dudo mucho que tu escudo pueda hacer algo.
—Bueno entonces debes de tener algún conjuro para algo como esto.
Allen negó muy apenado, con la cabeza gacha.
—No hay nada que pueda hacer, la sangre de las hadas siempre ha sido un arma poderosa.
Edward le tocó la mejilla con la mano. Beau notó las fisuras sobre la piel. Edward aún conservaba su fuerza, aún estaba vivo en sus brazos.
—¡Por Dios, Allen! ¡Eres un brujo! —vociferó Beau—. ¡Debes de poder hacer algo!
—Los brujos también tenemos leyes, y la necromancia no nos está permitida —explicó Allen—. Incluso aunque yo quisiera hacer algo al respecto, juré con mi sangre que nunca lo haría… perdería mis poderes al instante.
Beau estaba demasiado dolido, bajó la mirada y miró a su prometido.
—Por favor, no me dejes, Edward —pidió Beau con voz rota—. Por favor, no me dejes en este mundo sin ti.
Edward consiguió sonreírle.
—Tú has sido lo mejor de mi vida —dijo.
La mano le cayó sin fuerza, los ojos se le comenzaban a cerrar.
Entre la multitud, Edward podía ver a gente corriendo hacia él. Parecía moverse muy despacio, como en un sueño. Alice lo llamaba; Eleanor corría desesperadamente con Royal a su lado, llamando a Edward, pero ninguno conseguiría llegar a tiempo, y además, ellos no podrían hacer nada. Carine, Earnest, Dídima y Marco estaban detenidos, presos de las ancianas Vulturis que aún seguían en pie. Sulpicia miraba con alegría a su hija, que luchaba contra Luca y Julie, no les parecía estar yendo bien.
Beau apretó con fuerza la mano de Edward, con tanta fuerza que notó moverse los huesecillos.
«Edward, Edward, vuelve. Edward, podemos hacerlo. Hemos enfrentado todo tipo de cosas. Me salvaste la vida. Podemos hacer cualquier cosa que queramos.»
Rebuscó entre sus recuerdos: Edward en la cafetería, mirándolo con la cabeza vuelta hacia atrás y lleno de confusión. Edward salvándolo del auto que venía a toda velocidad. Edward llevándolo a comer, donde reveló su verdadero yo y del cual Beau se enamoró. Él rodeándolo con los brazos mientras iban a escuchar el veredicto de los Vulturis. Edward con su traje de gala en las tierras de Elfame. Edward, quien se rebeló contra las leyes que siempre había seguido para proteger a Beau.
Edward.
Demetri iba a pagar por ello. Sulpicia iba a pagar por ello. Si Edward moría, los Vulturis serían los siguientes en desaparecer.
Lo siguiente que supo Beau fue que nadie lo pudo detener cuando se echó a correr para asesinar a Demetri. Pero sabiendo que él sería presa fácil, cambió de dirección.
Mele vio al chico y apartó a Luca y a Julie de un manotazo. Luca le gritaba a Beau, pero este no lo escuchaba.
Como un caballo de carreras saliendo del box, Beau corrió hacia Mele con los puños por delante. Tomada por sorpresa por su velocidad, Mele saltó fuera del alcance del golpe. Pero había reaccionado tarde. Ni siquiera pudo hacerse intangible. Había estado contando con la velocidad de su puntería, pero esta ya no funcionaba. Un penetrante terror como no había sentido en mucho tiempo se apoderó de Sulpicia al notar la colérica reacción de Beau y sus intentos desesperados por terminar con la «vida» de Mele.
Beau no tuvo que mirar para saber que la estrige estaba atacándolo de nuevo. Dio una vuelta, y evito que las garras de Mele lo atravesaran o que incluso lo rozaran.
Mele casi ni retrocedió. Los golpes que Beau había ejecutado sobre ella apenas si eran visibles, lo cual Sulpicia admiraba. Mele no pareció notar los siguientes golpes, ni parecía estar herida. Ni tampoco fue más despacio. Lanzó un golpe horizontal a Beau, que se agachó para dejar pasar las garras por encima de su cabeza. Su oponente atacó de nuevo y Beau saltó hacia atrás.
Beau oía su propia respiración, irregular en el fresco aire del claro. La estrige era buena a pesar de nunca recibir entrenamiento, quizá se debiera a su naturaleza salvaje, la criatura era igual o más imparable que Beau, se sorprendía de que Sulpicia pudiera retenerla por tanto tiempo sin levantar sospechas. ¿Y si Beau terminaba muerto antes? Cosa que le parecía excelente así que hizo una mejor: ¿Y si sus esfuerzos por vengar a Edward eran fallidos?
Paró un golpe, saltó hacia atrás y recordó, sus palabras de hace unos momentos. Se sorprendía de que Sulpicia pudo retenerla por mucho tiempo y eso era debido a que contaba con la magia de los brujos. Y daba la casualidad que Beau contaba con un vínculo especial que lo unía a Amblys.
Beau ya se estaba agachando para golpear a la estrige en los tobillos; esta saltó, casi levitando, e hizo descender con fuerza su cuerpo, justo cuando Beau proyecto su escudo sobre Mele, de forma que éste rodeara a la estrige y no pudiera liberarse. Lo imaginaba tan duro y pesado contra su piel, que el chico podía sentir a Mele tratando de romper lo que sea que la sujetaba.
La estrige bufó y se tambaleó hacia atrás. Duró solo un segundo, pero fue suficiente; Beau fue por las piernas, una, dos, y luego el torso. La nieve empapó la seda de las vestiduras de la chica; las piernas le fallaron y cayó al suelo de espaldas con el estruendo de un árbol talado.
Beau pisó con fuerza las piernas de la estrige mientras Sulpicia rugía. Pudo oír a Luca gritando su nombre, y a Alice y a Allen. Con un último suspiro, permaneció sobre la inmóvil estrige, que, incluso en ese momento, caído sobre la nieve, encharcado en cenizas y copos de nieve, no hizo ningún ruido. Ni siquiera se retorcía.
—Tómalo como un regalo —le susurró a la estrige antes de arrojarla a las llamas del fuego que soltaban lenguas que lamian el aire con el olor de los vampiros muertos. Se giró para asegurarse de que haya caído en el fuego y así fue. Mele soltó una lágrima de sangre antes de hundirse por completo.
—¡Acaben con él! —gritó Sulpicia.
Beau alzó la cabeza. El cabello se le agitó alrededor. Y sus pensamientos solo recordaban lo que Allen le había dicho:
«Es hora de que te muevas, eres puro caos en este momento. Salvar a estas personas. Tu familia. Éste es tu legado. Todo lo que has sentido, todo lo que te oprime. Deja que tu caos explote. ¿Realmente tienes lo que se necesita, Beau?»
—¡SÍ! —bramó Beau, y su voz no era una voz humana en absoluto. Era el sonido de las trompetas, de los truenos resonando por valles vacíos—. ¡Miembros de la guardia! ¡Vengan!
Los miembros de la guardia de los Vulturis aún con vida, avanzaban por el campo. Todos habían visto de lo que Beau había sido capaz, por lo que hubo algunos que simplemente prefirieron no intentar nada, y los que sí (entre ellos Demetri) lo hacían por el gran respeto que le tenían a los Vulturis, nadie estaba ganando en esta batalla, las cosas estaban llegando a una resolución en la que la única salida sería buscar una tangente.
Uno de los miembros de la guardia: Demetri, echó hacia atrás la cabeza, y su cabello revoloteaba con el viento.
—¡Los Cullen van a ser testigos de la pérdida de un hombre más de sus filas! ¿Ya cuantos van? —gritó—. Lady Sulpicia no tendrá piedad ni contigo ni con nadie. Les daremos caza hasta que ya no quedé ninguno de ustedes. Pobre de ti, te quedaste sin tu Edward.
Se lanzó hacia arriba y Dylan lo siguió. Cortaron el aire como cuervos en la inmensidad de la noche, con las manos engarradas en dirección a Beau.
Beau estiró el brazo casi perezosamente y agarró al rastreador en su descenso. Lo destrozó como si fuera un pañuelo de papel, aplastando su cabeza y quebrándole el cuerpo. Luego tomó a Dylan y lo lanzó con tal fuerza que abrió un surco en la tierra; se deslizó a lo largo del campo y se quebró al estrellarse.
Los otros guardias no escaparon. Beau sabía que no estaba en ellos el escapar. No reaccionaron. Habían perdido la capacidad de reaccionar. Todos intentaron luchar, y todos acabaron siendo aplastados o rotos y devueltos en pedazos a la tierra impregnándola con sus cenizas.
Beau fue el primero en apartarse de ellos. Su mirada se concentró en Sulpicia.
La mujer no recordaba haber caído de rodillas, pero estaba arrodillada.
A su alrededor había cadáveres entre las llamas del fuego, lobos moribundos y otros simplemente tirados en el suelo en su forma humana. La estrige, su hija, se hallaba tendida de espaldas entre las llamas del fuego, ella la sacó de ahí, pero ya no parecía estar consiente ni mucho menos parecían los restos de una persona, como un maniquí.
—Hija —susurró ella—. Hija, mírame, por favor.
No había dicho la palabra «hija» en siglos. Probablemente desde que había decidido encubrir lo que hizo con ella.
Sulpicia tomó el rostro de Mele, tratando de buscar los ojos verdes de su hija en ese cadáver calcinado, pero sin embargo eso era imposible, su rostro apenas si tenía forma; rozó sus dedos contra la mejilla —o lo que quedaba de ella— mientras le cantaba una canción de cuna. Lo más difícil para Sulpicia fue tratar de imaginar la cara de su hija, pues la primera imagen que venía a su mente fue de esta cuando nació, su sonrisa y el color rojizo en las mejillas de la pequeña, tan llena de vida como de esperanzas. Todo arrebatado por Aro la primera vez y ahora por Beau, el que Sulpicia creía sería la solución al dolor de Mele.
Sulpicia lloró.
La líder de los Vulturis movió los labios, pero no salió ningún sonido.
«Te prometo que cuando sea el momento, tú caminarás a mi lado por toda una eternidad», le había dicho Sulpicia hacia muchos años. Ella no esperaba que su hija ya no tuviera la oportunidad de algo como eso.
Renata, al ver a su señora sufriendo, se unió a sus amigos con el fin de derrotar a Beau, sin embargo éste alargó una mano hacia la guardaespaldas de Sulpicia y la demolió, enviando las cenizas destellantes por los aires. Las ansias de sangre de Beau no habían acabado ahí, quería a Sulpicia.
Los gritos de la líder de los Vulturis formaban un colosal estruendo; Athenodora miró con asco a Beau antes de que este se acercara lo suficiente. Parecía que la anciana había terminado por aceptar su destino.
—Si vas a matarme, hazlo ya.
—Con gusto —dijo Beau rompiendo la quijada de ésta. Percibió una sonrisa por parte del clan de los Denali, quizá por lo sucedido con Irina. Y entonces las miradas de Sulpicia y Beau se cruzaron, los dos habían perdido a alguien por culpa del otro. Ya no importaba si unos ganaban o no, las cosas ya estaban más que claras.
Alice se apartó de Jasper y corrió hacia Beau.
—¡Es suficiente! —gritó—. ¡Beau, por favor! ¡Ya no pueden hacernos daño!
Luca corrió hacia ellos con las manos abiertas.
—Hemos ganado —gritó—. ¡Sulpicia será juzgada por sus delitos como se debe! ¡Puedes parar!
A pesar del dolor que la inundaba, Sulpicia se rió.
—Prefiero que me maten antes que rendirles cuenta a alguno de ustedes —dijo Sulpicia en dirección a Marco y Dídima, que la miraban con repudio—. Me llaman monstruo por lo que he hecho pero solo mírense. No somos tan diferentes, todos aquí luchamos para proteger las cosas que amamos, aunque al final no resultó como quisimos. Espero que un día, todos ustedes pierdan aquello a lo que protegen, su familia, sus hijos, su respeto, todo. Y los dejen vacíos… solo así podrán entender por lo que ahora estoy pasando.
Beau buscó la mirada de Sulpicia: sus ojos furiosos y vacíos a la vez.
—Mírame si dudas de lo que estoy sintiendo. Mírame a los ojos. Dicen que los buitres ven mucho. ¿Crees que soy alguien que tiene algo que perder? —el chico se inclinó hasta quedar cerca de ella, le susurró al oído:— Descansa, y te deseo una larga vida.
—¡La batalla ha terminado! —gritó Luca.
Beau se apartó curvándose sobre sí mismo, con las manos sobre su pecho, con el alma corroída por la desesperación, tomó a Edward entre sus brazos, escuchando sus últimos suspiros. A su alrededor podía oír fuertes voces en el claro, gritos y chillidos. Podía ver a Earnest inclinado sobre Carine, que estaba tirada en el suelo. Los hombros de Royal temblaban mientras sujetaba de la mano a Eleanor. Alice se esforzaba por atravesar la multitud para volver con Jasper. Kenneth se hallaba acurrucado en el suelo, con Fred a sus espaldas, sollozando con la cabeza entre las manos. Luca se había apoyado sobre el lomo de Julie contemplando la devastación.
Edward ya estaba en sus últimas y no quería irse así. Con todas las cosas que no pudo hacer en su pasado y con la posibilidad de un futuro a lado de Beau. Si moría, no quería que el arrepentimiento fuera lo último que sintiera.
Así que pensó en Beau.
Beau, con sus desgarradoras pero lindas contradicciones, tímido y valiente, impecable y tierno. Los ojos azul medianoche de Beau cuando era humano. Y los ojos carmesíes con tonos blanquecinos de su Beau actual y la mirada en su rostro cuando tuvieron su primer beso. Y su ��ltimo. Edward no había pensado que el beso de hoy sería el último. Pero nadie nunca sabía cuándo era el último beso.
Edward vio a su familia y amigos más queridos. Todos los amigos que había perdido, y todos aquellos que seguirían viviendo. Su madre, a quien nunca pudo decirle adiós; Carine la persona encargada de haberle dado esa maravillosa y extraordinaria vida; su primer amigo fuera de Carine y Earnest, Kenneth. Royal, siempre el chico que se encargaba de irritar a todos con su ego. Alice, siempre con sus premoniciones y su gracia infinita. Earnest de corazón firme y gran coraje. Eleanor, que se burlaría de ese sentimiento. Jasper siempre tratando de mantenerse firme como los demás.
Y luego Beau de nuevo.
Beau en su primer día del colegio, y él creyendo que ese humano tan dulce jamás se cruzaría en su camino. Beau sentado junto a él y Edward sin poder decir hola porque el olor de su sangre era tan dulce. Beau aceptando el anillo de Edward y ambos deseosos que ese día llegara. Beau sumergido en las aguas heladas, acercándose a Beau con toda su fuerza. La increíble sorpresa de la cálida boca de Beau, sus manos seguras y finas, en el baile del colegio y la fiesta de Elfame, reluciendo siempre pesar de las adversidades.
El miedo se extinguió. Temblando, casi incapaz de moverse, con la oscuridad cayendo sobre él, Edward se sintió agradecido por su vida. No estaba listo para morir, pero ahora que se acercaba desesperadamente, la enfrentaría con la cabeza en alto y con el nombre de Beau en los labios.
El dolor lo golpeó, rompiéndolo de forma abrupta.
Soltó un último suspiro.