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79.41% Kerabán el Testarudo / Chapter 27: Capítulo XI

章節 27: Capítulo XI

Capítulo XI

EN EL CUAL KERABÁN CEDE A LA OPINIÓN DEL GUÍA, CONTRA LA DE SU SOBRINO AHMET

Un efecto, he aquí una proposición hecha por el guía, y cuya oportunidad merecía ser tomada en consideración.

¿Qué distancia separaba todavía a los viajeros de las alturas de Scutari? Cerca de unas sesenta leguas. ¿Cuánto tiempo quedaba para franquearlas? Cuarenta y ocho horas. Era poco, si los tiros de los carruajes se negaban a marchar durante la noche.

Pues bien, abandonando un camino que las sinuosidades de la costa alargan sensiblemente, arrojándose a través de aquel ángulo extremo de Anatolia comprendido entre las orillas del mar Negro y las del mar de Mármara; en una palabra, yendo por el camino más corto, podía abreviarse el itinerario lo menos una docena de leguas.

—He aquí, pues, señor Kerabán, el proyecto que os propongo —dijo el guía con aquel tono tan frío que le caracterizaba—; y añadiré que casi es necesario que lo aceptéis.

—Pero ¿los caminos del litoral no son más seguros que los del interior?

—preguntó Kerabán.

—Tanto peligro hay que franquear en el interior como en las costas

—respondió el guía.

—¿Y conocéis bien esos caminos que nos proponéis tomar? —repuso

Kerabán.

—Los he recorrido veinte veces —replicó el guía— cuando explotaba los bosques de Anatolia.

—Me parece que no hay que titubear —dijo Kerabán—, y que por ahorrar

doce leguas sobre lo que nos queda que recorrer, vale la pena que modifiquemos el itinerario.

Ahmet escuchaba sin decir nada.

—¿Qué te parece, Ahmet? —preguntó Kerabán a su sobrino.

Ahmet no respondió. Sentía una auténtica prevención contra aquel guía, prevención que, necesario es confesarlo, aumentaba no sin razón, a medida que el viaje se aproximaba a su fin.

En efecto, el cauteloso paso de aquel hombre, algunas ausencias inexplicables, durante las cuales se adelantaba a la caravana, el cuidado que tenía de no estar a la vista en las horas de alto, bajo pretexto de preparar los campamentos, miradas singulares, aun sospechosas, dirigidas a Amasia; una vigilancia que parecía recaer más especialmente sobre la joven, todo esto no era para tranquilizar a Ahmet. Así es que no perdía de vista al guía aceptado en Trebisonda sin que se supiese ni quién era ni de dónde venía. Pero su tío Kerabán no era hombre capaz de participar de sus temores y hubiera sido difícil hacerle tomar por realidad lo que no era todavía más que un presentimiento.

—Y bien, Ahmet —preguntó Kerabán antes de tomar un partido sobre la nueva proposición del guía—, espero tu respuesta. ¿Qué opinas de ese itinerario?

—Pienso, tío, que hasta ahora no nos podemos quejar de haber seguido la ribera del mar Negro, y que tal vez sería una imprudencia el abandonarla.

—¿Y por qué, Ahmet, puesto que nuestro guía conoce perfectamente esos caminos del interior que nos propone seguir? Por otra parte, el ahorro de tiempo vale la pena.

—Podemos, tío, sosteniendo algo el paso de nuestros caballos, ganar muy bien…

—Bueno, Ahmet; hablas así porque Amasia nos acompaña —exclamó Kerabán—. Pero si nos aguardara en Scutari, serías el primero en apresurar nuestra marcha.

—Es posible, tío.

—Pues bien; yo, que tengo en las manos tus intereses, Ahmet, pienso que cuanto más pronto lleguemos, mejor. Estamos siempre a merced de un accidente, y puesto que podemos ganar doce leguas cambiando nuestro itinerario, no hay que titubear.

—Sea, tío —respondió Ahmet—. Puesto que lo queréis, no discutiré sobre ese punto.

—No es porque yo no quiero; pero sí porque te faltan argumentos, sobrino, que me gustaría rebatir.

Ahmet no contestó. En todo caso, el guía pudo convencerse de que el joven no veía sin disgusto aquella modificación propuesta por él. Sus miradas apenas se cruzaron; pero fue lo suficiente para «tantearse», como se dice en esgrima. Ahmet resolvió estar «en guardia». Para él, el guía era un enemigo, no aguardando más que la ocasión de atacarles traidoramente.

Por otra parte, la determinación de abreviar el viaje no podía menos de agradar a viajeros que no habían descansado desde Trebisonda. Van Mitten y Bruno tenían deseos de estar en Scutari para liquidar una violenta situación; Yanar y la noble Sarabul para volver al Curdistán con su cuñado y esposo, en los paquebotes del litoral; Amasia para unirse al fin con Ahmet, y Nedjeb para asistir a las fiestas de aquel matrimonio.

La proposición fue, por lo tanto, bien acogida. Resolvieron descansar durante aquella noche del 27 al 28 de setiembre, a fin de recorrer una larga etapa durante la jornada siguiente.

Tomaron asimismo varias precauciones, indicadas por el guía. Importaba, efectivamente, proveerse de provisiones para veinticuatro horas, porque en la región que tenían que atravesar faltaban pueblos y aldeas. Tampoco encontrarían khans ni dukhans ni posadas en el camino. Era, por lo tanto, preciso proveerse a fin de satisfacer todas las necesidades.

Afortunadamente, en Kerpe pudieron procurarse lo que era necesario, pagándolo a buen precio, y aun hacer adquisición de un asno para llevar aquel aumento de carga.

Es necesario decir que Kerabán sentía simpatía por los asnos (simpatía de testarudo a testarudo, sin duda), y el que compró en Kerpe le gustó

particularmente.

Era un animal de pequeña talla, pero vigoroso, que podía llevar la carga de un caballo, o sea cerca de noventa oks, o más de cien kilos, uno de esos asnos como se encuentran por miles en las regiones de Anatolia, donde transportan cereales hasta diversos puertos de la costa.

Este inquieto pollino tenía las fosas nasales separadas artificialmente, lo que le permitía desembarazarle con más facilidad de las moscas que se introducían en su nariz. Aquello le daba un aire muy risueño, una especie de fisonomía alegre, y hubiese merecido ser denominado «el asno risueño». Completamente distinto de esos pobres animales de los que habla Gautier, lamentables bestias «con las orejas caídas, con el lomo delgado y huesoso», debía de ser tan testarudo como Kerabán, y Bruno se dijo que éste había encontrado ya a su maestro.

En cuanto a las provisiones, un cuarto de camero para asar, burghul, especie de pan hecho con trigo candeal, secado de antemano al homo y adicionado de manteca, era todo lo que hacía falta para tan corto trayecto. Una pequeña carreta de dos ruedas, a la que engancharon el burro, debía transportar todo lo citado.

Poco antes de salir el sol, a la mañana siguiente, 28 de setiembre, todos estaban en pie. Los caballos, enganchados a los talikas, en los que cada uno ocupó su sitio de costumbre. Ahmet y el guía, con sus monturas, se pusieron a la cabeza de la caravana que precedía al asno, y se pusieron en camino. Una hora después el vasto horizonte del mar Negro había desaparecido detrás de las altas rocas. Era una región ligeramente accidentada, que se desenvolvía ante los pasos de los viajeros.

La mojada no fue muy penosa, bien que la viabilidad de los caminos dejaba que desear —lo que permitía a Kerabán reanudar la letanía de sus lamentaciones contra la desidia de las autoridades otomanas.

—¡Bien se ve —repetía— que nos aproximamos a la moderna

Constantinopla!

—¡Los caminos del Curdistán valen infinitamente más! —observó Yanar.

—No lo dudo —respondió Kerabán—; y mi amigo Van Mitten no echará de menos Holanda bajo ese punto de vista.

—¡Bajo ninguno! —replicó vivamente la noble curda, cuyo carácter imperioso se mostraba en todo su esplendor a la más mínima ocasión.

Van Mitten hubiera con seguridad enviado a paseo a su amigo Kerabán, que parecía sentir placer en fastidiarle. Pero, en suma, antes de cuarenta y ocho horas habría recobrado su libertad plena y entera, y, por lo tanto, le toleró aquellas bromas.

Por la tarde, la caravana se detuvo cerca de un pueblo en ruinas, una acumulación de chozas, apenas construidas para abrigar bestias de carga. Allí vegetaban algunas docenas de miserables, viviendo de algo de leche, carne de mala calidad, y de pan en el que entraba más salvado que harina. Un olor nauseabundo llenaba la atmósfera; era la que se desprende, al quemarse, del terek, especie de turba artificial, compuesta de estiércol y lodo, único combustible en uso en aquellas campiñas y con el que se construyen a veces las paredes de las cabañas.

Afortunadamente, siguiendo los consejos del guía, la cuestión de los víveres había sido anticipadamente arreglada. Nada se hubiese encontrado en aquel miserable pueblo, cuyos habitantes hubieran estado más cerca de pedir limosna que de darla.

La noche transcurrió sin incidentes, bajo un soportal en ruina, donde yacían algunos haces de paja fresca. Ahmet veló con más circunspección que nunca, no sin razón. En efecto, a medianoche el guía abandonó el pueblo y se aventuró algunos centenares de pasos hacia adelante.

Ahmet le siguió, sin ser visto, y no volvió al campamento hasta el momento en que el guía también volvía.

¿Qué había ido a hacer aquel hombre? Ahmet no pudo adivinarlo. Sólo sabía que el guía no había comunicado con nadie.

¡Ningún ser viviente se había aproximado a él! ¡Ningún grito lejano se había oído a través del silencio de la noche, ni una señal se había hecho en ningún punto del llano!

«¿Ni una señal? —se dijo Ahmet, cuando ocupó su sitio bajo el soportal—. Pero ¿no es una señal, una señal esperada, aquel fuego que ha aparecido en el horizonte por el Oeste?».

Y entonces un hecho, del que no se había dado cuenta antes, se presentó obstinadamente en el espíritu de Ahmet. Se acordó muy bien que, mientras el guía estaba de pie sobre una desigualdad del suelo, un fuego había brillado en lontananza, después hubo tres resplandores distintos en cortos intervalos, antes de desaparecer. ¿Por qué Ahmet había confundido primeramente aquel fuego con una hoguera de algún pastor?

Sin embargo, en el silencio de la soledad reflexionaba, veía aquella luz, y la consideró como una señal con una convicción derivada de un simple presentimiento.

«¡Sí —se dijo—, ese guía nos hace traición; es evidente! Obra en interés de alguien».

¿Quién? ¡Ahmet no podía nombrarle! Pero lo presentía; aquella traición debía terminar con el rapto de Amasia. Arrancada de las manos de los que habían cometido el rapto en Odesa, estaba amenazada de nuevos peligros; y, sin embargo, a algunas jornadas de Scutari, ¿no era necesario temerlo todo?

Ahmet pasó el resto de la noche en una extrema inquietud. No sabía qué partido tomar. ¿Debía sin tardanza descubrir la traición de aquel guía, traición de la que estaba seguro o aguardar, para confundirle y castigarle, a que la traición se hiciese evidente para todos?

El alba pareció calmarle. Decidió entonces tener paciencia durante aquella mojada, a fin de penetrar mejor las intenciones del guía. Resuelto a no perderle de vista ni un instante, no le dejaría alejarse durante el trayecto ni a la hora de alto. Por otra parte, sus compañeros y él estaban bien armados, y si no se tratase de la salvación de Amasia no hubiera temido el resistir a cualquier agresión.

Ahmet volvió a ser dueño de sí mismo. Su rostro no dio a conocer lo que verdaderamente experimentaba, ni a los ojos de sus compañeros, ni, naturalmente, a los de Amasia, cuyo cariño podía leer con más facilidad en su alma, ni tampoco a los del guía, que, por su parte, no cesaba de observarle con cierta obstinación.

La única resolución que tomó Asmet fue dar parte a su tío Kerabán de las nuevas inquietudes que había concebido, y esto, cuando la ocasión se

presentara, aun cuando debiera dar principio y sostener la más borrascosa discusión.

Al día siguiente, con muy buena mañana, abandonaron aquel miserable pueblo. Si no se producía traición ni error, aquella mojada debía ser la última de aquel viaje emprendido, por una cuestión de amor propio, por el más testarudo de los osmanlíes. En todo caso, fue muy penosa. Los caballos debieron hacer enormes esfuerzos para atravesar aquella parte montañosa que pertenecía al sistema orográfico de los Elken. Tal vez Ahmet no tuviese que lamentar haber aceptado una modificación del primitivo itinerario. Muchas veces fue necesario echar pie a tierra para arreglar los coches. Amasia y Nedjeb mostraron mucha energía durante aquellos rudos pasos.

La noble curda no se quedó atrás, ayudando tanto como sus compañeros. En cuanto a Van Mitten, el novio de su elección, siempre algo abatido desde que salieron de Trebisonda, viajaba casi como un esclavo.

Por otra parte, no hubo ninguna duda sobre la dirección que había que tomar. Evidentemente, el guía conocía perfectamente aquella comarca. La conocía a fondo, según Kerabán, la conocía demasiado, según Ahmet. De aquí las amabilidades del tío, que el sobrino no podía aceptar, para el hombre de cuya conducta sospechaba. Es necesario añadir, por otra parte, que durante aquella mojada éste no abandonó un instante a los viajeros, y permaneció siempre a la cabeza de la pequeña caravana.

Las cosas parecían, pues, marchar con toda normalidad, aparte de las dificultades inherentes al estado de los caminos, a su estrechez, cuando flanqueaban alguna montaña, al mal estado del suelo, cuando atravesaban por algunos sitios encharcados por las últimas lluvias.

Sin embargo, los caballos resistieron, y como aquélla debía ser la última etapa, se les pudo pedir algunos esfuerzos más que de costumbre. Pronto tendrían todo el tiempo que quisieran para descansar.

Hasta el pequeño asno llevaba alegremente su carga. Así es que Kerabán le había tomado cariño.

—¡Por Alá!, me gusta ese animal —repetía—, y, para burlarme mejor de las autoridades otomanas, tengo deseos de llegar montado en él hasta las orillas del Bósforo.

Se convendrá en que era una idea digna de Kerabán; pero nadie la discutió, a fin de que su autor no la pusiera en ejecución.

Hacia las nueve de la noche, después de una jornada verdaderamente fatigosa, la pequeña caravana se detuvo, y, por consejo del guía, se ocuparon en organizar un campamento.

—¿A qué distancia nos hallamos ahora de Scutari? —preguntó Ahmet.

—A cinco o seis leguas —respondió el guía.

—Entonces, ¿por qué no continuamos? —repuso Ahmet—. En algunas horas podríamos llegar.

—Señor Ahmet —respondió el guía—, no me atrevo a aventurarme durante la noche por esta parte de la provincia, donde me expondría a extraviarme. Mañana, por el contrario, con los primeros albores del día, no tendré que temer nada, y antes del mediodía habremos llegado el término del viaje.

—Este hombre tiene razón —dijo Kerabán—. No es necesario comprometer la partida por el deseo de llegar antes. Acampemos aquí, sobrino, tomemos nuestra última comida de viajeros, y mañana antes de las diez saludaremos las aguas del Bósforo.

Todos, salvo Ahmet, estuvieron de parte de Kerabán. Se dispuso acampar en las mejores condiciones posibles para aquella última noche de viaje.

Por otra parte, el sitio había sido bien escogido por el guía. Era un desfiladero bastante angosto, situado entre montañas que, propiamente hablando, no son más que colmas en aquella parte de la Anatolia occidental. Se daba a aquel paso el nombre de garganta de Nerisa.

En el fondo, altas rocas se extendían en las estribaciones de un acantilado, a la izquierda. A la derecha se abría una profunda caverna, donde la pequeña caravana podría encontrar algún abrigo, cosa que fue comprobada después del examen de dicha caverna.

Si el lugar era conveniente para un alto de viajeros, no lo era menos para los caballos, tan necesitados de alimento como de descanso. A algunos centenares de pasos, fuera de la sinuosa garganta, se extendía una

pradera en la que no faltaba ni agua ni hierba. Allí fue donde Nizib condujo a los caballos, de los cuales era guardián, siguiendo la costumbre habitual durante las paradas nocturnas.

Nizib se dirigió, pues, hacia la pradera, y Ahmet le acompañó, a fin de reconocer los lugares y asegurarse de que por aquel lado no había nada que temer.

En efecto, Ahmet no vio nada sospechoso. La pradera, cerrada al Oeste por algunas colinas, estaba totalmente desierta. La noche estaba tranquila y la luna, que debía levantarse hacia las once, iba a llenarla bien pronto de suficiente claridad. Algunas estrellas brillaban entre las altas nubes, inmóviles y como adormecidas en las altas zonas del cielo. Ni un soplo de aire atravesaba la atmósfera, ningún ruido se dejaba oír a través del espacio.

Ahmet observó con la más extrema atención el horizonte en todo su perímetro. ¿Aparecería aquella misma noche alguna luz en la cresta de las cercanas colinas? ¿Harían alguna señal destinada al guía?

No se advirtió ninguna luz por los confines de la pradera. Ninguna señal se vio en la lontananza por la llanura.

Ahmet recomendó a Nizib la mayor vigilancia. Le ordenó volverse sin perder un instante, para el caso en que se produjese alguna novedad antes que los caballos pudiesen ser conducidos al campamento. Después, aceleradamente, tomó el camino de las gargantas de Nerisa.


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