11 Los novios
EL MULO: Se sabe menos del «Mulo» que de cualquier otro personaje de relevancia comparable en la historia galáctica. Su nombre real es un misterio; lo acontecido durante sus primeros años de vida, meras conjeturas. Aun los hechos que encumbraron su nombre han llegado hasta nosotros en su mayoría a través de los ojos de sus antagonistas y, sobre todo, de los de una joven novia […]
ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
La primera vez que Bayta vio Haven, le pareció la antítesis de la espectacularidad. Fue su marido quien la advirtió de su proximidad: una estrella apagada, perdida en el vacío al filo de la Galaxia. Se encontraba más allá de los últimos cúmulos dispersos, donde rutilaban solitarios varios puntos de luz rezagados. Incluso entre ellos, la estrella ofrecía un aspecto deslustrado y discreto.
Toran, consciente de que la enana roja constituía un pobre preludio a su nueva vida de casados, sonrió con timidez.
—No hace falta que digas nada, Bay, ya lo sé. Deja mucho que desear como alternativa, ¿verdad? A la Fundación, quiero decir.
—Es espantoso, Toran. Jamás tendría que haberme casado contigo.
Pero cuando Toran se mostró dolido por un momento, antes de que le diera tiempo a recuperarse, Bayta añadió con su característico tono «meloso»:
—Venga ya, tonto. Encájate la mandíbula y mírame con carita de cordero degollado, la misma que pones justo antes de enterrar la cabeza en mi hombro para que te acaricie el cabello cargado de estática. Seguro que te esperabas alguna banalidad, ¿a que sí? Algo del estilo de: «¡Contigo soy feliz en cualquier parte, Toran!», o «¡Me sentiré como en casa incluso en los abismos interestelares, cariño, mientras tú estés a mi lado!». Confiesa.
Lo apuntó con un dedo que se apresuró a retirar antes de que Toran le pegara un mordisco.
—Vale, me rindo. Reconozco que tienes razón. Y ahora, ¿te importaría preparar la cena?
Bayta asintió con gesto de satisfacción. Toran sonrió mientras se quedaba observándola.
La suya no era una belleza despampanante, debía admitirlo, pero seguía girando cabezas a su paso. Tenía el cabello moreno y lustroso, aunque un poco lacio, y los labios excesivamente carnosos, pero sus cejas depiladas con esmero, muy finas, separaban una frente nívea carente de arrugas de los ojos de color caoba más cálidos que una sonrisa hubiera iluminado jamás.
Tras una constitución recia y una fachada de pragmatismo cultivada con encono, enemiga de romanticismos y tercamente vital, se ocultaba un rescoldo de ternura inaccesible para quien intentara encontrarlo, al que sólo se accedía cuando uno menos se lo esperaba… si no dejaba entrever que lo estaba buscando.
Toran se atareó realizando unos ajustes innecesarios en los controles y decidió relajarse un poco. Tras el salto interestelar, recorrerían varios milimicropársecs «en línea recta» antes de tener que operar manualmente los mandos de nuevo. Se reclinó y miró por encima del hombro en dirección a la despensa, donde Bayta hacía malabarismos con distintos recipientes.
Un poso de soberbia teñía la actitud de Toran hacia su esposa; la mezcla de admiración y satisfacción que marca el triunfo de quien llevaba tres años tambaleándose al filo del abismo de un grave complejo de inferioridad.
Era un provinciano, a fin de cuentas, y para colmo de males, el hijo de un comerciante renegado. Ella, por su parte, no sólo era oriunda de la Fundación, sino que su estirpe se remontaba hasta Mallow.
Lo sobrevino un estremecimiento insidioso. Sabiendo todo eso, llevarla de vuelta a Haven, con sus montañas inhóspitas y sus ciudades subterráneas, ya era malo de por sí. Que tuviera que soportar la aversión a la Fundación que caracterizaba a los comerciantes, la tradicional rivalidad entre nómadas y urbanitas, era mucho peor.
Aun así… ¡Después de cenar, el último salto!
Haven era una furiosa llamarada carmesí, y su segundo planeta era un parche rubicundo de luz con un borde emborronado por la atmósfera y una semiesfera de oscuridad. Bayta se inclinó sobre la gran mesa de observación, con su telaraña de líneas entrecruzadas que convergían limpiamente sobre Haven II.
—Ojalá hubiera conocido antes a tu padre —dijo, solemne—. Si no le caigo bien…
—Entonces —la interrumpió tajantemente Toran—, serías la primera chica bonita en inspirarle ese sentimiento. Antes de que perdiera el brazo y dejara de vagabundear por la Galaxia, él… Bueno, si le preguntas al respecto, te contará tantas historias que se te derretirán los oídos. Después de un tiempo empecé a pensar que se lo inventaba todo, porque nunca contaba la misma historia del mismo modo dos veces…
Haven II volaba ya a su encuentro. El mar cercado por la tierra giraba pesadamente a sus pies, gris pizarra en la tenuidad creciente, perdiéndose de vista, aquí y allá, entre las nubes deshilachadas. Una cordillera aserrada ribeteaba la costa.
El mar se cubrió de pliegues conforme se aproximaban. Cuando desapareció tras el horizonte, en el último momento, atisbaron brevemente unos campos de hielo que abrazaban la orilla.
La violenta aceleración provocó que Toran soltara un gruñido.
—¿Has cerrado el traje?
El revestimiento de espuma-esponja del traje, climatizado y ceñido a la piel, enmarcaba las facciones redondas de Bayta.
La nave se posó con estruendo en la pista despejada justo al borde de las faldas de la meseta.
Salieron tambaleándose a la oscuridad compacta de la noche del exterior de la Galaxia, y Bayta jadeó ante las arremetidas del viento helado que se arremolinaba a su alrededor. Toran la tomó del codo y la animó a seguir su ejemplo y correr por el suelo prensado, hacia los destellos de luz artificial que se intuían a lo lejos.
Los guardias que habían salido a su encuentro los recibieron a medio camino y, tras un breve intercambio de susurros, los escoltaron hasta su destino. Dejaron atrás el viento y el frío cuando una puerta de roca se abrió y volvió a cerrarse a sus espaldas. En el interior, cálido y blanqueado por la luz que irradiaba de las paredes, reinaba un vocerío ininteligible. Varias personas levantaron las cabezas de sus mesas, y Toran les mostró la documentación.
Les indicaron que prosiguieran tras echar un breve vistazo a los papeles, y Toran musitó en voz baja para su esposa:
—Papá debe de haber amañado los preliminares. Lo habitual es pasarse aquí unas cinco horas.
Llegaron al exterior antes de darse cuenta, y Bayta exhaló de repente:
—Ay, cielos…
La ciudad subterránea resplandecía con la luz diurna de un sol joven. Un sol, por supuesto, inexistente. Lo que debería ser el firmamento se perdía de vista en el fulgor difuso de una claridad omnipresente. La fragancia de la vegetación impregnaba el aire cálido y denso.
—Caray, Toran —dijo Bayta—, es precioso.
Toran sonrió, entre complacido y nervioso.
—Bueno, venga, Bay, ya sé que no se parece en nada a la Fundación, por supuesto, pero es la ciudad más grande de Haven II… veinte mil habitantes, ¿sabes?… y te acostumbrarás a ella. Me temo que no hay lugares de recreo, pero tampoco existe la policía secreta.
—Ay, Torie, es como una ciudad de juguete. Todo es rosa y blanco… y está todo tan limpio.
—Bueno… —Toran contempló la ciudad a su vez. La mayoría de los hogares, construidos con la lustrosa piedra surcada de vetas que caracterizaba la región, se componían de dos alturas. No había nada comparable a las altas agujas de la Fundación ni a las colosales casas comunitarias de los antiguos reinos, sino que imperaba aquí la sencillez y el individualismo; un reducto de singularidad en una Galaxia donde la vida tendía a masificarse.
Enderezó los hombros de golpe.
—Bay… ¡Ahí está papá! Justo ahí… donde estoy señalando, tonta. ¿No lo ves?
Lo veía. Sólo era la insinuación de un hombre alto que estaba agitando frenéticamente un brazo, con los dedos extendidos como si se propusiera rasgar el aire. Hasta sus oídos llegó el retumbo sordo de un grito estentóreo. Bayta siguió los pasos de su marido, que corría ya pendiente abajo por una ladera de césped cuidado. Atisbó a un hombre más bajito, canoso, casi perdido de vista detrás del robusto manco, que no dejaba de agitar el brazo y gritar.
Toran gritó por encima del hombro:
—Es el hermanastro de mi padre. El que estuvo en la Fundación, ya sabes.
Se encontraron en el césped, riendo, incoherentes, y el padre de Toran lanzó una exclamación final para demostrar su alegría. Se estiró la corta chaqueta y ajustó su cinturón con hebilla de metal, su única concesión al lujo.
Su mirada saltó de uno de los jóvenes al otro, y entonces exclamó, casi sin aliento:
—¡Habéis escogido un día muy malo para volver a casa, muchachos!
—¿Qué? ¡Oh! Es el aniversario de Seldon, ¿verdad?
—Sí. He tenido que alquilar un coche para venir aquí y obligar a Randu a conducirlo. No se podía conseguir un vehículo público ni a punta de pistola.
Sus ojos estaban ahora fijos en Bayta. Se dirigió a ella con voz más suave:
—Tengo tu cristal precisamente aquí, y es bueno, pero ahora veo que quien lo tomó era un aficionado. —Extrajo del bolsillo de la chaqueta el pequeño cubo transparente, y, al ser expuesto a la luz, la sonriente cara de una Bayta en miniatura cobró una vida multicolor.
—¡Ése! —dijo Bayta—. No sé por qué Toran mandó esta caricatura. Me sorprende que me permitiera usted venir, señor.
—¿De verdad? Llámame Fran; no quiero ceremonias. Creo que será mejor que me cojas del brazo y nos vayamos al coche. Hasta este momento nunca creí que mi chico supiera lo que hacía. Creo que cambiaré de opinión. Sí, tendré que cambiar de opinión.
Toran le susurró a su tío:
—¿Cómo está el viejo últimamente? ¿Todavía persigue a las mujeres?
Randu sonrió, arrugando todo el rostro.
—Cuando puede, Toran, cuando puede. Hay veces que recuerda que su próximo cumpleaños será el sexagésimo, y esto le desanima. Pero hace callar ese mal pensamiento y en seguida vuelve a ser el mismo. Es un comerciante del viejo estilo. Pero hablemos de ti, Toran. ¿Dónde encontraste una esposa tan bonita?
El joven sonrió y cogió del brazo a su tío.
—¿Pretendes que te cuente en un minuto la historia de tres años, tío?
En el pequeño salón de la casa, Bayta se despojó de su capa de viaje y ahuecó su cabellera lacia. Se sentó, cruzó las piernas y devolvió la apreciativa mirada de aquel hombre corpulento, diciéndole:
—Sé lo que está intentando adivinar, y voy a ayudarle: edad, veinticuatro años, estatura, uno sesenta y ocho, peso, sesenta y dos, especialidad, Historia.
Bayta advirtió que él se ponía siempre de costado para ocultar que era manco. Pero Fran se le acercó y dijo:
—Ya que lo has mencionado, te diré que pesas sesenta y nueve. —Se rio de buena gana al verla enrojecer, y entonces añadió, dirigiéndose a todos en general—: Siempre se puede adivinar el peso de una mujer fijándose en la parte superior de su brazo, con la debida experiencia, claro. ¿Quieres beber algo, Bay?
—Sí, entre otras cosas —repuso ella, y salieron juntos mientras Toran contemplaba las estanterías en busca de nuevos libros.
Fran volvió solo y explicó:
—Bajará dentro de unos momentos.
Se sentó pesadamente en la gran silla del rincón y colocó su anquilosada pierna izquierda sobre un taburete. Ya no había risas en su rostro rubicundo, y Toran se dirigió hacia él.
—Bien, muchacho —dijo Fran—, ya has vuelto a casa y estoy contento. Me gusta tu mujer. No es una remilgada.
—Me he casado con ella —repuso sencillamente Toran.
—Bueno, eso es algo totalmente distinto, hijo mío. —Sus ojos se oscurecieron—. Es un modo insensato de encadenarse. Durante mi larga vida, de gran experiencia, no hice nada semejante.
Randu interrumpió desde el rincón donde había permanecido en silencio.
—Vamos, Franssart, ¿qué comparaciones se te ocurre hacer? Hasta tu aterrizaje forzoso de hace seis años nunca estuviste en un lugar el tiempo suficiente como para establecerte y cumplir así los requisitos para el matrimonio. Y desde entonces, ¿quién iba a aceptarte?
El hombre manco se enderezó en su asiento y replicó con ardor:
—Muchas, viejo chocho canoso…
Toran intervino con apresurado tacto:
—Es sólo una formalidad legal, papá. La situación tiene sus ventajas.
—Sobre todo para la mujer —gruñó Fran.
—Incluso así —argumentó Randu—, es asunto del muchacho. El matrimonio es una vieja costumbre en la Fundación.
—Los de la Fundación no son modelo apto para un honrado comerciante —refunfuñó Fran.
Toran volvió a intervenir.
—Mi esposa es de la Fundación. —Miró al uno y luego al otro, y añadió con voz queda—: Ya viene.
La conversación giró sobre temas generales, después de la cena, y Fran la amenizó con tres relatos de sus aventuras pasadas, compuestos en partes iguales de sangre, mujeres, beneficios y pura invención. Estaba encendido el pequeño televisor, que transmitía un drama clásico, con el volumen puesto al mínimo. Randu se arrellanó en una posición más cómoda en el bajo sofá y se quedó mirando por encima del humo de su larga pipa hacia el lugar donde Bayta estaba arrodillada sobre la alfombra de piel blanca, traída hacía mucho tiempo de una misión comercial y que ahora sólo se extendía en las grandes ocasiones.
—¿Has estudiado Historia, hija mía? —preguntó amablemente.
—He sido la desesperación de mis maestros —repuso Bayta—, pero al final logré aprender algo.
—Matrícula de honor —explicó Toran, satisfecho—, ¡sólo eso!
—¿Y qué aprendiste? —continuó preguntando Randu.
—¿Se lo digo todo? ¿Así, de repente? —rio la chica.
El anciano sonrió con suavidad.
—Bueno, pues dime lo que piensas de la situación galáctica.
—Creo —dijo concisamente Bayta— que es inminente una crisis de Seldon, y, si no se produce, sería mejor acabar de una vez con el plan de Seldon. Es un fracaso.
«Hm», pensó Fran desde su rincón. «Vaya modo de hablar de Seldon.» Pero no dijo nada en voz alta. Randu dio una chupada a su pipa.
—¿De verdad? ¿Por qué lo dices? Yo estuve en la Fundación cuando era joven, y también tuve grandes ideas dramáticas. Pero dime por qué has dicho eso.
—Bueno… —Los ojos de Bayta estaban pensativos mientras escondía los pies en la suavidad de la piel y apoyaba la barbilla en una mano regordeta—. A mí me parece que toda la esencia del plan de Seldon era crear un mundo mejor que el que había en el Imperio Galáctico. Ese mundo se estaba derrumbando hace tres siglos, cuando Seldon estableció la Fundación, y si la historia dice la verdad, se desmoronaba por culpa de una triple enfermedad: la inercia, el despotismo y la mala distribución de los recursos del universo.
Muy despacio, Randu asintió con la cabeza mientras Toran contemplaba con orgullo a su esposa y Fran chasqueaba la lengua y volvía a llenarse el vaso. Bayta continuó:
—Si la historia de Seldon es cierta, previó el colapso total del Imperio gracias a sus leyes de la psicohistoria, y predijo los necesarios treinta mil años de barbarie antes del establecimiento de un nuevo Segundo Imperio que devolvería la civilización y la cultura a la humanidad. El objetivo de toda su vida fue establecer las condiciones que asegurarían un renacimiento más rápido.
La profunda voz de Fran interrumpió:
—Y por eso estableció las dos Fundaciones, bendito sea su nombre.
—Y por eso estableció las dos Fundaciones —repitió Bayta—. Nuestra Fundación fue una concentración de científicos del Imperio moribundo, destinada a llevar hacia nuevas cumbres la ciencia y la cultura del hombre. Y la Fundación estaba situada de tal modo en el espacio, y los acontecimientos históricos fueron tales, que, por un cuidadoso cálculo de su genio, Seldon previó que dentro de mil años se convertiría en un Imperio nuevo y más glorioso.
Se produjo un silencio reverente.
La muchacha dijo en voz baja:
—Es una vieja historia. Todos la conocemos. Durante casi tres siglos, todos los seres humanos de la Fundación la han conocido. Pero he creído que era apropiado repetirla… sólo por encima. Hoy es el aniversario de Seldon, y aunque yo sea de la Fundación, y ustedes de Haven, tenemos esto en común…
Encendió un cigarrillo con lentitud y contempló de forma ausente el extremo encendido.
—Las leyes de la historia son tan absolutas como las leyes de la física, y si las probabilidades de error son mayores, es sólo porque la historia no trata de tantos seres humanos como los átomos de que trata la física, y las variaciones individuales cuentan más. Seldon predijo una serie de crisis durante los mil años de evolución, cada una de las cuales provocaría un giro de nuestro camino hacia un fin calculado de antemano. Son estas crisis las que nos dirigen… y por eso ha de producirse una de ellas ahora. ¡Ahora! —repitió con fuerza—. Ha pasado casi un siglo desde la última, y durante este siglo se han reproducido en la Fundación todos los vicios del Imperio. ¡La inercia! Nuestra clase dirigente sólo conoce una ley: no cambiar. ¡El despotismo! Sólo conoce una regla: la fuerza. ¡La mala distribución! Sólo conoce un deseo: conservar lo que tiene.
—¡Mientras otros mueren de hambre! —vociferó de repente Fran dando un potente golpe de su puño contra el brazo de su sillón—. Muchacha, tus palabras son perlas. Sus bolsas llenas arruinan a la Fundación, mientras los valientes comerciantes ocultan su pobreza en mundos remotos como Haven. Es un insulto a Seldon, una bofetada a su rostro, un salivazo a su barba. —Levantó el brazo, y su faz se alargó—. ¡Si tuviera mi otro brazo! ¡Si me hubieran escuchado sólo una vez!
—Papá —dijo Toran—, no te exaltes.
—¡No te exaltes, no te exaltes! —le imitó ferozmente su padre. ¡Viviremos y moriremos aquí para siempre, y tú dices que no me exalte!
—Nuestro Fran es un moderno Lathan Devers —dijo Randu, gesticulando con su pipa—. Devers murió en las minas de esclavos hace ochenta años, junto con el bisabuelo de tu marido, porque le faltaba sabiduría y le sobraba corazón…
—Sí, y por la Galaxia que yo haría lo mismo si fuera él —juró Fran—. Devers fue el más grande comerciante de la historia, más grande que el inflado charlatán de Mallow, a quien los de la Fundación rinden culto. Si los asesinos que gobiernan la Fundación lo mataron porque amaba la justicia, tanto mayor es la deuda de sangre que han contraído.
—Continúa, muchacha —pidió Randu—. Continúa o seguro que hablará toda la noche y desvariará todo el día de mañana.
—Ya no queda nada por decir —repuso Bayta con repentina tristeza—. Ha de haber una crisis, pero ignoro cómo será provocada. Las fuerzas progresistas de la Fundación están oprimidas de modo terrible. Ustedes, los comerciantes, pueden tener voluntad, pero son perseguidos y están dispersos. Si todas las fuerzas de buena voluntad de dentro y fuera de la Fundación se unieran…
La risa de Fran sonó como una ronca burla.
—Escúchala, Randu, escúchala. De dentro y fuera de la Fundación, ha dicho. Muchacha, muchacha, no hay esperanza que valga en lo que se refiere a los débiles de la Fundación. Hay entre ellos algunos que empuñan el látigo, y el resto sufre los latigazos… hasta morir. No queda en todos ellos ni una maldita chispa que les permita enfrentarse a un solo buen comerciante.
Los intentos de interrupción de Bayta se estrellaban contra aquel torrente de palabras.
Toran se inclinó sobre ella y le tapó la boca con la mano.
—Papá —dijo con frialdad—, tú nunca has estado en la Fundación. No sabes nada de ella. Yo te digo que la resistencia es allí valiente y osada. Podría decirte que Bayta era uno de ellos…
—Muy bien, muchacho, no te ofendas. Dime, ¿por qué te has enfadado? —Estaba evidentemente confuso.
Toran prosiguió con fervor:
—Tu problema, papá, es que tienes un punto de vista provinciano. Crees que porque algunos cientos de miles de comerciantes se oculten en los agujeros de un planeta abandonado del confín más remoto, constituyen un gran pueblo. Es cierto que cualquier recaudador de impuestos de la Fundación que llega hasta aquí ya no regresa jamás, pero esto es heroísmo barato. ¿Qué haríais si la Fundación enviara una flota?
—Los barreríamos —replicó Fran.
—O seríais barridos… y la balanza seguiría a su favor. Os superan en número, en armas, en organización, y os enteraréis de ello en cuanto la Fundación lo crea conveniente. Así que haríais bien en buscar aliados… en la Fundación misma, si podéis.
—Randu —dijo Fran, mirando a su hermano como un gran toro indefenso.
Randu se quitó la pipa de entre los labios.
—El muchacho tiene razón, Fran. Cuando escuches la voz de tu interior sabrás que la tiene. Es una voz incómoda, y por eso la ahogas con tus gritos. Pero sigue existiendo. Toran, voy a decirte por qué he iniciado esta conversación.
Chupó la pipa durante un rato, contemplativo. A continuación, la introdujo en el cuello de la cubeta, esperó a que se produjera el fogonazo silencioso y la extrajo ya limpia. Volvió a llenarla con parsimonia, ayudándose con golpecitos precisos de su dedo meñique, antes de decir:
—Tu pequeña sugerencia del interés de la Fundación por nosotros, Toran, ha sido acertada. Recientemente ha habido dos visitas… relativas a los impuestos. Lo desconcertante es que el segundo recaudador vino acompañado de una nave patrulla ligera. Aterrizaron en la ciudad de Gleiar, despistándonos por primera vez, pero, como es lógico, ya no volvieron a despegar. A pesar de todo es seguro que volverán a visitarnos. Tu padre es consciente de todo esto, Toran, puedes creerlo. Contempla al testarudo libertino. Sabe que Haven está en peligro, y sabe que estamos indefensos, pero repite sus fórmulas. Esto le anima y le protege. Pero cuando se ha desahogado y gritado su desafío, y siente que ha cumplido con su deber de hombre y de gran comerciante, es tan razonable como cualquiera de nosotros.
—¿A quién se refiere al decir «nosotros»? —preguntó Bayta.
—Hemos formado un pequeño grupo, Bayta, sólo en nuestra ciudad. Todavía no hemos hecho nada, ni siquiera hemos logrado entrar en contacto con las otras ciudades, pero ya es algo.
—¿Con qué fin?
Randu meneó la cabeza.
—No lo sabemos… todavía. Esperamos un milagro. Hemos averiguado que, como tú has dicho, es inminente una crisis de Seldon. —Apuntó hacia arriba—. La Galaxia está llena de astillas y esquirlas del desmoronado Imperio. Los generales hormiguean por doquier. ¿Crees que algún día uno de ellos puede sentirse osado?
Bayta reflexionó, y luego negó con la cabeza con tal fuerza que sus cabellos lacios se arremolinaron.
—No, no es posible. Ninguno de esos generales ignora que un ataque a la Fundación equivale a un suicidio. Bel Riose, del antiguo Imperio, era mejor que cualquiera de ellos, y atacó con todos los recursos de la Galaxia y no pudo ganar al plan de Seldon. ¿Hay un solo general que no sepa esto?
—¿Pero y si nosotros los espoleáramos?
—¿A qué? ¿A lanzarse contra un horno atómico? ¿Con qué podríais espolearlos?
—Bueno, hay uno nuevo. Durante los dos últimos años se han tenido noticias de un hombre extraño al que llaman el Mulo.
—¿El Mulo? —Bayta meditó—. ¿Has oído hablar alguna vez de él, Torie?
Toran negó con la cabeza. Ella preguntó:
—¿Qué se sabe de él?
—Lo ignoro. Pero dicen que logra victorias contra obstáculos insuperables. Puede que los rumores exageren, pero en cualquier caso sería interesante conocerlo. No todos los hombres con suficiente capacidad y ambición creerían en Hari Seldon y sus leyes de psicohistoria. Podríamos hacer cundir este escepticismo. Es posible que él atacara.
—Y la Fundación ganaría.
—Sí, pero quizá no con tanta facilidad. Podría ser una crisis, y nosotros la utilizaríamos para forzar un compromiso con los déspotas de la Fundación. En el peor de los casos se olvidarían de nosotros el tiempo suficiente como para permitirnos seguir adelante con nuestros planes.
—¿Qué opinas tú, Torie?
Toran sonrió débilmente y se apartó un mechón de pelo castaño que le caía sobre la frente.
—Del modo que lo describe, no puede perjudicarnos; ¿pero quién es el Mulo? ¿Qué sabes de él, Randu?
—Todavía nada. Para eso podríamos utilizarte a ti, Toran, y a tu mujer, si está dispuesta. Ya hemos hablado de esto tu padre y yo.
—¿De qué manera, Randu? ¿Qué quieres de nosotros? —El joven lanzó una rápida e inquisitiva mirada a su mujer.
—¿Habéis terminado la luna de miel?
—Pues… sí… Si se puede llamar luna de miel al viaje desde la Fundación.
—¿Qué me decís de una buena luna de miel en Kalgan? Es semitropical; sus playas, los deportes acuáticos, la caza de aves, todo hace del lugar un objetivo para las vacaciones. Se halla a unos siete mil pársecs… no demasiado lejos.
—¿Qué hay en Kalgan?
—¡El Mulo! Sus hombres, al menos. Lo conquistó el mes pasado, y sin una batalla, aunque el caudillo de Kalgan difundió por radio la amenaza de volar el planeta y convertirlo en polvo iónico antes de entregarlo.
—¿Dónde está ahora ese caudillo?
—No existe —dijo Randu, encogiéndose de hombros—. ¿Qué contestáis?
—¿Pero qué debemos hacer?
—No lo sé. Fran y yo somos viejos y provincianos. Los comerciantes de Haven son todos esencialmente provincianos. Incluso tú lo dices. Nuestro comercio es muy restringido, y no somos los vagabundos de la Galaxia que fueron nuestros antepasados. ¡Cállate, Fran! Pero vosotros dos conocéis la Galaxia. Bayta, en especial, habla con el bonito acento de la Fundación. Deseamos sencillamente lo que podáis averiguar. Si podéis entrar en contacto… Pero no nos atrevemos a esperarlo. Pensadlo los dos. Hablaréis con todo nuestro grupo, si lo deseáis… ¡Oh!, pero no antes de la semana próxima. Tenéis que aprovechar el tiempo para descansar un poco.
Tras la pausa que siguió a esas palabras, Fran exclamó:
—¿Quién quiere otro trago? Aparte de mí, se entiende.
12 El capitán y el alcalde
El capitán Han Pritcher no estaba acostumbrado al lujo que le rodeaba, pero tampoco impresionado. En general rehuía el autoanálisis y todas las formas de filosofía y metafísica que no estuvieran relacionadas con su trabajo.
Era una ayuda.
Su trabajo consistía en gran parte en lo que el departamento de Guerra llamaba «inteligencia», los sofisticados «espionaje», y los románticos, «servicio secreto».
Desgraciadamente, pese a los frívolos comentarios de la televisión, «inteligencia», «espionaje» y «servicio secreto» era, cuando más, un sórdido asunto de rutina, traición y mala fe. La sociedad lo excusaba porque se hacia «en interés del estado», pero un poco de filosofía siempre llevaba al capitán Pritcher a la conclusión de que incluso en tan sagrado interés la sociedad se sentía aliviada mucho antes que la propia conciencia, y por esta razón rehuía filosofar.
Ahora, ante el lujo de la antesala del alcalde, no pudo evitar que sus cavilaciones adquirieran un cariz más íntimo.
Habían sido ascendidos muchos hombres de menor capacidad que él, lo cual era admitido por todos. Había soportado una lluvia constante de críticas y reprimendas oficiales, sobreviviendo a todas ellas. Se aferraba a su modo de actuar en la firme creencia de que la insubordinación en aquel mismo sagrado «interés del estado» acabaría siendo reconocida como el servicio que era en realidad.
Por ello estaba en la antesala del alcalde… con cinco soldados como respetuosos centinelas mientras se enfrentaba tal vez a un consejo de guerra.
Las pesadas puertas de mármol se deslizaron suave y silenciosamente, revelando paredes satinadas, alfombras de plástico rojo y otras dos puertas de mármol con adornos de metal en el interior. Dos funcionarios que vestían el severo uniforme de hacía tres siglos salieron y llamaron:
—Audiencia para el capitán Han Pritcher de Información.
Retrocedieron con una ceremoniosa inclinación cuando el capitán se adelantó. Los centinelas se quedaron en la antesala, y él entró solo en la habitación.
La estancia era grande y extrañamente sencilla, y tras una mesa de rara forma angular se hallaba sentado un hombre pequeño que casi se perdía en la inmensidad del ambiente.
El alcalde Indbur —tercero de este nombre que ostentaba el cargo— era nieto de Indbur I, que había sido brutal y eficiente, y que había exhibido la primera de estas cualidades de manera espectacular por su modo de hacerse con el poder, y la segunda por su destreza en eliminar los últimos restos ficticios de las elecciones libres y la habilidad aún mayor con la que mantenía un gobierno relativamente pacífico.
El alcalde Indbur era hijo de Indbur II, que fue el primer alcalde de la Fundación que accedió al puesto por derecho de nacimiento, y que era sólo la mitad que su padre, pues sólo lo igualaba en brutalidad.
El alcalde Indbur era el tercero de tal nombre, el segundo en heredar el puesto, y el menos importante de los tres, pues no era brutal ni eficiente, sino simplemente un excelente contable nacido en familia equivocada.
Indbur III era una peculiar combinación de características hechas a su medida.
Para él, un amor geométrico de la simetría y el orden era «el sistema», un interés infatigable y febril por las más insignificantes facetas de la burocracia cotidiana era «la laboriosidad», la indecisión calculada era «la cautela», y la terquedad ciega en continuar por un camino erróneo era «la determinación».
Por añadidura, no malgastaba el dinero, no mataba a ningún hombre sin necesidad, y sus intenciones eran extremadamente buenas.
Si los sombríos pensamientos del capitán Pritcher se ocupaban de estas cosas mientras permanecía respetuosamente en pie ante la enorme mesa, la férrea expresión de sus rasgos no lo revelaba. No tosió ni cambió de postura, ni movió los pies hasta que el alcalde dejó de escribir unas notas marginales y colocó meticulosamente una hoja de papel impreso sobre un ordenado montón de hojas similares.
El alcalde Indbur cruzó las manos con lentitud, evitando deliberadamente perturbar el impecable orden de los accesorios de su mesa. Dijo, en señal de reconocimiento:
—Capitán Han Pritcher de Información.
Y el capitán Pritcher, con estricta obediencia al protocolo, dobló una rodilla casi hasta el suelo e inclinó la cabeza hasta que oyó la orden.
—Levántese, capitán Pritcher.
El alcalde habló con aire de afectuosa simpatía:
—Está usted aquí, capitán Pritcher, a causa de cierta acción disciplinaria tomada contra usted por su oficial superior. Los documentos relativos a esta acción han llegado a mis manos a su debido tiempo, y como todos los sucesos de la Fundación merecen mi interés, he pedido información adicional sobre su caso. Espero que no esté sorprendido.
El capitán Pritcher repuso desapasionadamente:
—No, excelencia. Su justicia es proverbial.
—¿Lo es? ¿De verdad? —Su tono era de satisfacción, y las coloreadas lentes de contacto que llevaba reflejaron la luz de un modo que dio a sus ojos un brillo seco y duro.
Extendió con cuidado ante sí una serie de carpetas con tapas de metal. Las hojas de pergamino crujieron cuando empezó a volverlas y su largo dedo seguía las líneas mientras hablaba.
—Aquí tengo su expediente, capitán… completo. Tiene cuarenta y tres años y hace diecisiete que es oficial de las fuerzas armadas. Nació en Loris, sus padres eran de Anacreonte, no tuvo enfermedades graves en la infancia, un ataque de mio… bueno, eso no tiene importancia… Educación premilitar en la Academia de Ciencias, especialización en hipermotores, diploma académico… Hm-m-m, muy bien, se le puede felicitar… Entró en el ejército como suboficial el día ciento dos del año 293 E. F.
Levantó la vista durante unos instantes, mientras dejaba la primera carpeta y abría la segunda.
—Ya ve que en mi administración no se abandona nada a la casualidad. ¡Orden! ¡Sistema!
Se llevó a los labios una píldora rosada que olía a jalea. Era su único vicio, al que cedía sin abusar. En la mesa del alcalde faltaba el casi inevitable quemador atómico, destinado a hacer desaparecer las colillas, pues el alcalde no fumaba.
Ni, como es natural, fumaban sus visitantes.
La voz del alcalde siguió zumbando metódicamente, mascullando de vez en cuando en un susurro comentarios igualmente monótonos de aprobación o censura.
Con lentitud fue colocando las carpetas en un ordenado montón.
—Bien, capitán —dijo animadamente—, su historial es insólito. Parece ser que su capacidad es sobresaliente, y sus servicios indudablemente valiosos. Observo que fue herido dos veces en el cumplimento del deber, y que se le ha concedido la Orden del Mérito por su extraordinario valor. Éstos son hechos a tener muy en cuenta.
El rostro impasible del capitán Pritcher no se suavizó. Permaneció en su rígida posición. El protocolo exigía que un súbdito honrado por el alcalde con una audiencia no tomara asiento, punto tal vez innecesariamente recalcado por el hecho de que en la habitación solo existía una silla: la ocupada por el alcalde. El protocolo exigía también que no se pronunciaran más palabras que las necesarias para responder a una pregunta directa.
Los ojos de Indbur se clavaron en el oficial, y su voz adquirió dureza:
—Sin embargo, no ha sido ascendido en diez años, y sus superiores informan, una y otra vez, de la inflexible obstinación de su carácter. Le describen como crónicamente insubordinado, incapaz de tener una actitud correcta hacia sus oficiales superiores, en apariencia nada interesado en mantener relaciones amistosas con sus colegas, y, además, incurable pendenciero. ¿Cómo explica usted todo esto, capitán?
—Excelencia, hago lo que me parece justo. Mis actos al servicio del estado y mis heridas por su causa prueban que lo que me parece justo está de acuerdo con los intereses del estado.
—Una declaración muy patriótica, capitán, pero no deja de ser una doctrina peligrosa. Hablaremos de eso más tarde. Específicamente, le han acusado de rechazar una misión por tres veces, a la vista de órdenes firmadas por mis delegados legales. ¿Qué tiene que alegar a esto?
—Excelencia, la misión carece de interés en unos momentos críticos en que asuntos de primordial importancia están siendo ignorados.
—¡Ah! ¿Y quién le dice que los asuntos de que habla son de importancia primordial, y si lo son, quién le dice que son ignorados?
—Excelencia, estas cosas son evidentes para mí. Mi experiencia y mi conocimiento de los hechos, reconocidos por mis superiores, me permiten juzgarlo con toda claridad.
—Pero, mi buen capitán, ¿tan ciego está que no ve que arrogándose el derecho de determinar la política de inteligencia usurpa las funciones de su superior?
—Excelencia, mi deber es principalmente para con el estado, y no para con mi superior.
—Un error, porque su superior tiene a su vez un superior, y ese superior soy yo mismo, y yo soy el estado. Pero no tema, no tendrá motivos para quejarse de esta justicia mía que usted llama proverbial. Explique con sus propias palabras la naturaleza de su falta de disciplina que ha originado todo esto.
—Excelencia, mi deber es primordialmente para con el estado, y no consiste en llevar la vida de un marino mercante retirado en el mundo de Kalgan. Mis instrucciones eran dirigir la actividad de la Fundación en el planeta, y perfeccionar una organización que ha de actuar de freno contra el caudillo de Kalgan, particularmente en lo que concierne a su política exterior.
—Ya estoy enterado de esto. ¡Continúe!
—Excelencia, mis informes han subrayado constantemente las posiciones estratégicas de Kalgan y los sistemas que controla. He informado de la ambición del caudillo, de sus recursos, de su determinación de extender sus dominios y de su cordialidad, o, tal vez, neutralidad hacia la Fundación.
—He leído sus informes con atención. Siga.
—Excelencia, regresé hace dos meses. Entonces no había señales de una guerra inminente; la única señal era una capacidad casi superflua de repeler cualquier ataque. Hace un mes, un desconocido y afortunado soldado conquistó Kalgan sin lucha. Al parecer, el hombre que fue caudillo de Kalgan ya no vive. Los hombres no hablan de traición, hablan sólo del poder y el genio de ese extraño condotiero… el Mulo.
—¿El… qué? —El alcalde se inclinó hacia adelante y pareció ofendido.
—Excelencia, se le conoce como el Mulo. En realidad se habla muy poco de él, pero yo he recopilado todos los rumores y he entresacado los que parecen más probables. No es un hombre de linaje ni posición social. Su padre es desconocido. Su madre murió al dar a luz. Su educación es la de un vagabundo, la que se adquiere en los mundos míseros y los barrios bajos del espacio. No tiene otro nombre que el de Mulo, nombre que según dicen se ha dado a sí mismo y que significa, de acuerdo con la creencia popular, su inmensa fuerza física y su terquedad de propósito.
—¿Cuál es su fuerza militar, capitán? No me interesa la física.
—Excelencia, la gente habla de enormes flotas, pero pueden estar influenciados por la extraña caída de Kalgan. El territorio que controla no es grande, aunque es imposible determinar sus límites exactos. Pese a todo, ese hombre ha de ser investigado.
—Hm… ¡Claro, claro! —El alcalde se quedó abstraído y, muy despacio, dibujó seis cuadros colocados en posición hexagonal sobre la primera hoja de un cuaderno que a continuación arrancó, dobló con esmero en tres partes e introdujo en la ranura de la papelera que había a la derecha de la mesa. El papel cayó hacia una limpia y silenciosa desintegración atómica—. Ahora, dígame, capitán, ¿cuál es la alternativa? Me ha dicho lo que debe ser investigado. ¿Qué le han ordenado a usted que investigara?
—Excelencia, parece ser que hay una guarida de ratas en el espacio que no paga sus impuestos.
—¡Ah! ¿Y eso es todo? Usted ignora, y nadie se lo ha dicho, que esos hombres que no pagan los impuestos son descendientes de los salvajes comerciantes de nuestros primeros tiempos: anarquistas, rebeldes, maníacos sociales que proclaman su descendencia de la Fundación y se burlan de la cultura de la Fundación. Usted ignora, y nadie se lo ha dicho, que esa guarida de ratas en el espacio no es una, sino muchas; que son más numerosas de lo que imaginamos y conspiran juntas, una con la otra, y todas con los elementos criminales que aún existen por todo el territorio de la Fundación. ¡Incluso aquí, capitán, incluso aquí!
La momentánea fogosidad del alcalde se extinguió con rapidez.
—Usted lo ignora, capitán.
—Excelencia, estoy enterado de todo esto. Pero como servidor del estado, he de servir fielmente, y el que más fielmente sirve es quien sirve a la verdad. Cualquiera que sea la implicación política de estos desechos de los antiguos comerciantes, los caudillos que han heredado las esquirlas del viejo Imperio están en el poder. Los comerciantes no tienen armas ni recursos, ni siquiera unidad. Yo no soy un recaudador de impuestos a quien se envía para una misión infantil.
—Capitán Pritcher, es usted un soldado y ha de obedecer. Es un fallo haberle permitido llegar hasta el punto de no cumplir una orden mía. Tenga cuidado. Mi justicia no es simplemente debilidad. Capitán, ya ha sido probado que los generales de la Era Imperial y los caudillos de la época actual son igualmente impotentes frente a nosotros.
»La ciencia de Seldon, que predice el curso de la Fundación, no se basa en el heroísmo individual, como usted parece creer, sino en las tendencias sociales y económicas de la historia. Ya hemos pasado con éxito por cuatro crisis, ¿no es verdad?
—Sí, excelencia, es verdad. Pero la ciencia de Seldon sólo la conocía el propio Seldon; nosotros simplemente tenemos fe. En las tres primeras crisis, como me han enseñado una y otra vez, la Fundación estaba en manos de sabios dirigentes que previeron la naturaleza de las crisis y tomaron las precauciones adecuadas. Sin ellos… ¿quién puede saberlo?
—Sí, capitán, pero ha omitido la cuarta crisis. Vamos, capitán, entonces no teníamos un dirigente digno de este nombre y nos enfrentábamos al adversario más inteligente, a los acorazados más pesados y a las fuerzas más numerosas. Y sin embargo, vencimos porque era algo inevitable en la historia.
—Excelencia, esto es cierto. Pero esta historia que ha mencionado no fue inevitable hasta haber luchado desesperadamente durante más de un año. La victoria inevitable que ganamos nos costó quinientas naves y medio millón de hombres. Excelencia, el plan de Seldon ayuda a quienes se ayudan a sí mismos.
El alcalde Indbur frunció el ceño y se sintió repentinamente cansado de sus pacientes explicaciones. Se le ocurrió pensar que había tenido un fallo en su condescendencia con el capitán porque estaba siendo confundida con el permiso de discutir eternamente, de argumentar, de sumergirse en la dialéctica. Dijo con rigidez:
—Pese a ello, capitán, Seldon garantiza la victoria sobre los caudillos, y en estos momentos tan atareados no puedo permitirme el lujo de dispersar nuestro esfuerzo. Estos comerciantes que usted quiere ignorar son descendientes de la Fundación; una guerra con ellos representaría una guerra civil. El plan de Seldon no nos garantiza nada a este respecto, puesto que tanto ellos como nosotros constituimos la Fundación. Así pues, es preciso dominarlos. Ya conoce usted sus órdenes.
—Excelencia…
—No se le ha formulado ninguna pregunta, capitán. Ya conoce sus órdenes y las obedecerá. Más discusión de cualquier índole conmigo o con quienes me representan será considerada como traición. Puede retirarse.
El capitán Han Pritcher dobló de nuevo la rodilla y se retiró, caminando de espaldas con parsimonia.
El alcalde Indbur, tercero de su nombre y segundo alcalde en la historia de la Fundación que había accedido al puesto por derecho de nacimiento, recobró su equilibrio y levantó otra hoja de papel del montón que tenía a su izquierda. Era un informe sobre el ahorro de fondos derivado de la reducción de bordes de espuma metálica en los uniformes de la fuerza policial. El alcalde Indbur tachó una coma superflua, corrigió una falta de ortografía, anotó tres observaciones al margen y colocó el pliego sobre el ordenado montón de su derecha. Levantó otro papel del también ordenado montón de su izquierda…
El capitán Han Pritcher de Información encontró una cápsula personal esperándole cuando regresó al cuartel. Contenía órdenes, precisas, subrayadas con lápiz rojo y cubiertas con el sello de URGENTE. El pliego estaba firmado con una ostentosa «I» mayúscula.
Se ordenaba al capitán Han Pritcher, en los términos más severos, que se dirigiese al «mundo rebelde llamado Haven».
El capitán Han Pritcher, solo en su ligera nave individual, tomó calmosa y serenamente el rumbo de Kalgan. Aquella noche disfrutó del sueño que correspondía a un hombre obstinado que se había salido con la suya.
13 El teniente y el bufón
Si desde una distancia de siete mil pársecs la caída de Kalgan en poder de los ejércitos del Mulo había producido reverberaciones que excitaron la curiosidad de un viejo comerciante, las aprensiones de un fiel capitán y el enojo de un alcalde meticuloso, entre el pueblo de Kalgan no produjo nada ni excitó a nadie. Es una lección invariable para la humanidad que la distancia en el tiempo, y asimismo en el espacio, da perspectiva a las cosas. No consta en ninguna parte que la lección haya sido aprendida de modo permanente.
Kalgan era… Kalgan. Era el único planeta de aquel cuadrante de la Galaxia que no parecía saber que el Imperio había caído, que los Stannell ya no gobernaban, que la grandeza se había extinguido y que la paz brillaba por su ausencia. Kalgan era el mundo del lujo. Mientras el resto de la humanidad se derrumbaba, él mantenía su integridad como productor de placer, comprador de oro y vendedor de ocio.
Escapaba a las duras vicisitudes de la historia, porque, ¿qué conquistador querría destruir, o tan siquiera perjudicar, a un mundo tan lleno de dinero contante y sonante que podía comprar la inmunidad para sí?
Sin embargo, incluso Kalgan se convirtió finalmente en cuartel general de un caudillo, y su idiosincrasia tuvo que ajustarse a las exigencias de la guerra.